Loe raamatut: «Papelucho historiador»

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Contenido

Portadilla

Introducción

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Créditos

La gente grande no se acuerda ya de lo mucho que cuesta estudiar.

Creen que uno no tiene nada en la cabeza...

Y hay que ver lo difícil que es poner atención y no pensar en otra cosa. Porque hay tanto en qué pensar.

Cuando alguien nos explica bien, le entendemos; si ese alguien nos explica algo entretenido, ponemos atención; y si ese alguien nos cuenta una historia que nos gusta de veras, la aprendemos y no la olvidamos nunca.

A mí me cuesta tanto estudiar, que para poder aprender he tenido que escribirme yo mismo la historia de Chile. Y ahora sí que la sé de veras y no se me va a olvidar.



Hace mucho tiempo, tal vez dos años, yo estaba en 3º básico. La señorita Carmen era la profesora de nosotros. Era buena gente, pero a mí me tenía mala barra. Siempre me estaba diciendo:

—Papelucho, baja a la tierra. Te vas a pegar al techo, como las moscas. Vives en las nubes... —y me sacaba harta pica.

Todavía me acuerdo del día en que nos explicó que la Tierra es redonda.

Yo ya sabía que la Tierra era redonda. Pero me la imaginaba redonda como un plato inmenso. Creía que el cielo era la tapa del mundo. Por eso no le ponía atención a la profesora, porque ya había oído eso.

Pero de repente sacó ella de su bolsillo una naranja. La mostró a toda la clase y comenzó a explicar que la Tierra era de esa clase de redondez.

Cuando me di cuenta de que el mundo era como esa naranja me dieron unas ganas tremendas de comerme un pedazo del mundo. Sentía una sed terrible y los dientes se me salían de la boca por ir a darle un mordisco. Entonces paré el dedo:


—¿Qué hay, Papelucho? —dijo la Srta. Carmen.

—Yo no entiendo... —dije.

—Ven acá entonces.

Me acerqué. En realidad yo solo quería tocar la naranja y tal vez olerla, porque no estaba bien seguro si era de verdad o de goma. Hacía un año que no comía naranjas.

—¿Qué es lo que no entiendes, Papelucho?

—Lo de la naranja —contesté, y se me comenzó a reventar la hiel.

—Es redonda, ¿ves tú? La Tierra es igual —dijo ella—, redonda como esta naranja.

—¿Y cómo no nos resbalamos y nos caemos para fuera de la Tierra? —pregunté.

—Papelucho, hace media hora que estoy explicando que en el centro de la Tierra hay un imán que atrae. Por eso si tú saltas, caes de nuevo al suelo. Si la Tierra no tuviera imán te volarías.

Yo sabía lo que era un imán. Además lo estaba sintiendo muy fuerte con la naranja ahí tan cerca. Tenía casi reventada la hiel.

—¿Me entiendes ahora? —dijo la señorita.

—Un poco... ¿A ver? —estiré la mano y ella me pasó la naranja. Sentí una cosa rara. Algo así como si yo fuera el lobo y la naranja la Caperucita. Creo que era el imán de la Tierra.

Antes de pensarlo, la naranja estaba mordida y casi comida.

—¡Papelucho! —un brusco tirón de la señorita Carmen me la arrancó de la boca y solo entonces me di cuenta de que estaba terriblemente agria.

—¿Por qué hiciste eso? —ella estaba roja de enojada.

—Porque creí que estaba dulce y también por lo del imán —contesté. Y cuando la vi tan furia traté de explicarle todo porque ahora sí que entendía muy bien que la Tierra era de la redondez de una naranja y que tenía un imán tremendo.

Después de ese día la Srta. Carmen no trajo más naranjas para enseñarnos que la Tierra es redonda. Todos lo sabíamos. Pero trajo un mapamundi. Y es lo más encachado porque salen en él todos los países del mundo. Cada país tiene su colorido propio, todos brillantes, pero lo más macanudo de todo es el mar.

La Srta. Carmen nos mostró dónde está Chile. Está abajo y es largo y flaco como una lombriz que casi se corta a cada rato.

—Este es Chile y este es Santiago —dijo mostrando un puntito negro—. La capital de Chile y la ciudad más importante es Santiago.

Pensar que nosotros vemos Santiago del porte de una peca de mi nariz... Uno se da cuenta de que si Santiago sale tan chico en el mapamundi quiere decir que no importa que Chile se vea tan flaco en el mapa. Resulta que es inmenso...

—Chile es muy rico —dijo— porque tiene a un lado el océano Pacífico y al otro la cordillera de los Andes.

Yo me quedé pensando cuáles serían las riquezas y por fin entendí. Resulta que un país con mar es como una casa con una inmensa puerta que da a todo el mundo. Y un país con cordillera es como una casa con una muralla de fortaleza por la que no se puede meter ningún intruso.

—¿Este mar es de nosotros? —le pregunté a la Srta. Carmen.

—Este mar es el océano Pacífico —dijo— y toda nuestra costa orillea el océano. Las aguas que están cerca son aguas chilenas.

—¡Qué pena! —dije.

—Pena, ¿por qué?

—Porque es un océano pacífico. No debe pasar nada nunca...

—Es solo el nombre. Ha habido batallas y guerras, barcos piratas y muchas cosas que conocerás más adelante, Papelucho.

—Así que, ¿hay barcos hundidos en el fondo de este mar? —pregunté—. ¿Eran barcos piratas con tesoros y cofres y todo?

—Sí, pero no es fácil sacarlos...

—¿Es que las ballenas no permiten sacarlos?

O tal vez los pescados se alimentan de ellos y por eso tienen cutis de plata.

—Tal vez —dijo.

—Me habría gustado nacer ahí... Y también para salir a nadar por todo el mundo. Si fuera pescado chileno habría sido tan aventurero y habría ido a muchas partes a buscar lo más rico y sabroso, lo más lindo de los otros mares para traerlo a Chile...

—En realidad los pescados chilenos son sabios y esquivos y no se dejan pillar fácilmente. Hay pocos países en el mundo que tienen tanta costa como Chile...

—¿Y cordillera? —pregunté.

—Tampoco tienen otros una cordillera como la nuestra.

—Eso quiere decir que no es una patilla cualquiera.

—Es una cadena de montañas —dijo.

—¿Cadena?

—Así se llama cuando hay muchos cerros altos uno al lado de otro.

—¿Y son cerros de qué?

—Al parecer de roca, pero minerales.

—¿Con minerales? —pregunté—. Yo le pregunto si hay algo dentro de ellos.

—Naturalmente. Hay minas preciosas.

—¡Chitas! —dije—. A un lado tesoros en el mar y al otro minas preciosas... Entonces no importa que parezca un queque con sorpresas. Como los de los cuentos. De esos queques que tienen frutas confitadas, nueces, caramelos y chocolates... ¿Han sacado ya algo de las minas preciosas?

—Solamente de algunas. Han descubierto minas de oro, de plata, de cobre, de carbón y de fierro.

—Pero, ¿quedan otras por descubrir? Ojalá que no tengan tiempo de descubrirlas todavía para que me quede una a mí. Es macanudo nacer en un país donde el que escarba encuentra. Ojalá que la cordillera de los Andes guarde bien sus tesoros para cuando nosotros seamos grandes. ¿Ella es como la bodega de Chile?

—Sí, Papelucho.

—¡Me gusta haber nacido en Chile! Me gusta por tres cosas.

—¿Cuáles son?

—1º Porque uno se puede subir a la punta de la cordillera y con esquís se tira derecho al mar;

2º Porque uno es dueño de todos los pescados y ballenas de las aguas chilenas. Si uno amaestra bien una ballena puede vivir en ella y salir a navegar hasta por debajo del agua y sacar tesoros de piratas, y

3º Porque cuando yo sea grande voy a hacer una Sociedad Atómica y le vuelo un cogollo a la cordillera y después recojo las piedras preciosas y listo. Estoy bien feliz de nacer chileno.


Primera parte

El Descubrimiento

Resulta que hace como quinientos años vivía un señor que se llamaba Cristóbal Colón. Yo había oído hablar muchas veces del huevo de Colón. Así que lo conocía de nombre. Porque una vez Colón le dijo a sus amigos que sujetaran un huevo parado. El huevo se caía y se caía. Llegó Colón y le dio un golpecito al pararlo. La cáscara del huevo se trizó y el huevo se paró. Fuera de esta idea el señor Colón tenía otras.

Por ejemplo, se le había metido en la cabeza que la Tierra era redonda. Todos creían que era plana. Pero él decía: “¿Por qué cuando uno mira un buque en el mar lo ve desaparecer poco a poco como si se fuera hundiendo?”.

La gente se reía de él. Colón era genovés pero como nadie lo tomaba en cuenta en Génova se fue a España que está al lado.

Entonces llegó un buen día donde la reina de España, Isabel la Católica. Le contó su idea y la reina se quedó pensando...

En ese tiempo la gente quería ir todo el tiempo a las Indias, así como ahora van a Estados Unidos. Pero el viaje era terriblemente largo.

—Yo creo, majestad —le dijo Colón a la reina de España—, que he encontrado un camino más corto a las Indias.

—¿Más corto? —preguntó ella.

—Sí, majestad.

Colón tenía su famoso huevo en el bolsillo y le había hecho a un lado un garabato para mostrar lo que era España y al otro lado otro garabato para mostrar lo que eran las Indias. Entonces le explicó que por el lado donde iban los portugueses a las Indias resultaba más largo. Y por el otro lado, el lado que él decía, llegaban más ligero.

Claro que Colón se equivocó porque el camino resultó mucho más largo por donde él decía. Pero de todos modos, si no se le mete esa idea en la cabeza tal vez todavía ni nos habrían descubierto.

La reina no se atrevió a pedirle plata al rey para darle a Colón. Creo que le dio miedo que él le dijera: “Déjate de tonterías”. Por eso ella prefirió regalarle sus joyas para que él las vendiera. Y le entregó todos sus collares, sus anillos, sus brillantes y pulseras. Y Colón las vendió al tiro y mandó hacer tres grandes carabelas.

Yo me imagino lo feliz que estaría Colón con esas carabelas. Es como si a mí me regalaran tres motos... ¡Qué pena que ahora no haya reinas de esas!

Parece que se demoraron mucho tiempo en hacer las famosas carabelas. Pero de todos modos Colón miraba trabajar a los carpinteros y se entretenía en eso.

Cuando por fin estuvieron listas las bautizó: la Santa María, la Pinta y la Niña. Yo no sé por qué.

Entonces Colón las llenó de cosas de comer y agua para tomar. Porque en ese tiempo no había Coca-Cola. Y contrató a la gente que quería correr con él esa aventura. Era una gran aventura salir al mar navegando para el otro lado del que navegaban todos los barcos. Había el peligro de salirse de la Tierra si resultaba que no era redonda como decía Colón.

Y un buen día se embarcaron. Todos los parientes fueron a despedir a la gente al puerto de Palos. Ellos izaron las velas cantando. Cuando sopló el viento las hinchó como si fueran tambores. Las carabelas partieron como enormes castillos navegando despacito, y los que las miraban las vieron perderse de vista poco a poco.

Eso fue el 3 de agosto de 1492 y a mí no se me olvida porque el 3 de agosto se me cayó el primer diente y también porque 1492 es el único número de que me acuerdo.

Yo digo que la señorita Carmen me tiene mala barra porque siempre le da con preguntarme.

—Papelucho, ¿cuánto tiempo navegó Colón sin divisar tierra?

—Mucho tiempo —dije porque ya sabía que las carabelas no tenían motores y que cuando no soplaba viento la cosa era a puro remo.

—¿Cuánto crees tú? ¿Diez años, dos meses o una semana?

Yo ya sé que ella siempre dice lo que hay que contestar entre medio y trata de confundirlo a uno. Pero a mí no.

—Dos meses —dije.

—Muy bien, Papelucho. ¿Y estarían contentos los tripulantes navegando dos meses sin ver tierra?

—Todo lo contrario —le dije, porque yo ya sé lo que son dos meses. Cuando me quebré la pierna estuve dos meses sin chutear. Y estar dos meses haciendo la misma cosa, aunque sea tomando helados, es tremendo.

—¿Qué sucedió entonces? —preguntó.

—Lo que tenía que suceder... —dije yo.

—Muy bien, Papelucho. Como tú dices, la tripulación se puso rabiosa porque creía que Colón los había engañado. También estaban cansados de comer pura carne salada y frutas secas. Los remeros rezongaban y Colón vio que se podían sublevar. ¿Qué pasaría entonces?

—Motín a bordo —dije yo. No se me olvida nunca lo que me gusta el motín a bordo en los cuentos de piratas. Me habría gustado que Colón fuera pirata.

—Muy bien, Papelucho. Si la tripulación hacía motín a bordo matarían a Colón y la gran aventura no habría resultado. A Colón no le quedaba más remedio que pedirle ayuda a Dios o morirían todos en altamar. ¿Qué hizo entonces?

—Rezó —dije yo. Porque para pedirle ayuda a Dios hay que rezar, creo yo.

—Se encerró en su camarote y se arrodilló al pie de su litera. ¿Qué pasó entonces?

—Se quedó dormido —dije porque cuando yo rezo mucho a veces me pasa eso.

—Y despertó con unos gritos que al principio él no comprendía. Tal vez creyó que había estallado el motín a bordo. Golpeaban furiosamente en su puerta. Colón se levantó a abrir sin saber si lo iban a matar. Los marineros tenían la cara rara y gritaban todos a un tiempo. ¿Qué gritaban?

—¡Tierra, capitán! —dijo Gómez, que hacía de marinero en la comedia que representaron el otro día. Era el descubrimiento de América, y lo único que tenía que decir Gómez en toda la comedia era eso.

—¡Qué lástima! —dije yo.

—¿Lástima de qué?

—Lástima de que Colón rezara tanto. Habría sido mejor el motín a bordo.

—No digas tonterías, Papelucho. ¿Por qué decían “Tierra, capitán”?

Yo no contesté. ¿Hasta cuándo me preguntaban a mí?

—Papelucho...

—Presente.

—Te estaba preguntando. ¿Por qué no contestas?

—Porque estoy ocupado —dije.

—Ya sé lo que te pasa. Estás distraído otra vez. Pon atención y trata de comprender.

—Tengo un poco de hipo —le dije.

—Bueno. Voy a explicarles bien, pero pongan mucha atención. Cuando Colón salió del camarote, estaba amaneciendo. Los marineros parecían locos de alboroto y gritaban.

—¡Tierra, capitán! —chilló Gómez otra vez.

—“Había un pájaro en el mástil, capitán”, dijo uno. “Lo hemos visto y esa es seña de que estamos cerca de tierra”. Colón se persignó y dio gracias a Dios. Enfocó el catalejo y miró al mar.


Por fin se divisaban unas manchas oscuras. Todos querían verlas y pedían el catalejo. Gritaban...

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