Loe raamatut: «Lupicinio y los secretos de la calle Abtao»

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Table of Contents

LUPICINIO Y LOS SECRETOS DE LA CALLE ABTAO

Dedicatoria

Indice

NOTA DE AUTOR

PRÓLOGO

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EPÍLOGO

Recuerdos

Esbozo de proyecto

Discurso de Rosa

Destino de los personajes

GLOSARIO DE TÉRMINOS

FOTOGRAFÍAS

Acerca del autor


LUPICINIO Y LOS SECRETOS DE LA CALLE ABTAO

Marco León Linares

Primera edición: febrero de 2022

© Copyright de la obra: Marco León Linares

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

Código ISBN: 978-84-124649-6-2

Código ISBN digital: 978-84-124649-7-9

Depósito legal: B 20356-2021

Ilustración portada: María Gavilán Herrera

Corrección: Teresa Ponce

Diseño y maquetación: Cristina Lamata

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier me- dio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o trans- formación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titula- res, excepto excepción prevista por la ley»

Dedicatoria

Dedicado a la memoria de los vecinos de tantos barrios de Madrid, que padecieron y sufrieron las consecuencias de un régimen represivo y golpista, que representa el momento más triste de la historia reciente de España. No sé si para recordar, pero sí para no olvidar.

Este libro no hubiera salido a la luz sin la lucha callada y arriesgada de mi padre, que día a día era víctima de tanta persecución vengativa.

Indice

Nota de autor

Prólogo

1. Rosa Martínez y sus conversaciones con Macandito

2. Infante, esencia de Lupicinio

3. Torturas

4. Silencio y terror

5. Martín el carretero

6. La excursión

7. Alejandro y Sotero

8. La poza

9. Los pendientes

10. El circo

11. La verbena

12. Ramón y sus condecoraciones

13. El hijo del botijuela

14. Botellas milagrosas

15. Mariluz y Palmiro

16. La raza patriótica

17. Adopción fallida

18. Familia Villar. El taller de la fábrica de ampollas

19. Rocío y Leandro

20. El golpe de Estado

21. El proyecto de Rosa

22. Vaquería precintada

23. Ubaldo

24. Los corralones

25. El acuerdo

26. Monólogo interior de Rosa

Epílogo

Recuerdos

Esbozo de proyecto

Discurso de Rosa

Destino de los personajes

Glosario de términos

Fotografías

NOTA DE AUTOR

Querido lector:

Corría el mes de febrero de 1941, y al preso número 12234 le comunicaban libertad provisional bajo juramento al Régimen y fidelidad al Movimiento Nacional, para que, en combinación con un alto mando del Glorioso Movimiento, pusiera a su servicio todos sus conocimientos profesionales para la construcción de un canal de experiencias en el municipio de El Pardo y un convento en La Puebla de Montalbán, provincia de Toledo. El proyecto iba a ser lento, y el alto mando destinó al preso Francisco Herrera a La Puebla de Montalbán para ser presentado al prior del futuro colegio-convento. Dos días más tarde, le mandaron llamar para darle instrucciones de los pasos a seguir en los nuevos encargos, atribuírle la responsabilidad total y absoluta de maestro de obras del Canal de Experiencias del Municipio de El Pardo y encomendarle la finalización del colegio-convento para el año 1949. El preso Francisco Herrera fue a presentarse e identificarse al despacho de su superior, y, para su sorpresa, dentro del despacho se encontraba esperándole un viejo conocido, un ingeniero de minas y arquitecto llamado Miguel Ángel García, que tiempo atrás dirigió las minas de Linares (Jaén), donde Francisco Herrera era su mano derecha. Una vez resuelta la incógnita de su puesta en libertad del campo de concentración y con vistas a su futuro, comentó a su superior que para cuándo iba a comenzar la actividad, y este le contestó que todo era urgente y que hasta no terminar el colegio no empezarían con el canal de experiencias. Miguel Ángel entregó dos sobres a Francisco Herrera, uno para el prior de los franciscanos del convento y otro para él, el cual contenía trescientas pesetas de la época para cubrir los gastos del viaje a La Puebla de Montalbán, la manutención de su familia y sus emolumentos.

Herrera agradeció a Miguel Ángel tanto favor, y este le contestó: «Sigue aplicando tu talento como cuando nos conocimos, que me sentiré holgadamente pagado».

Cuando llegó a su casa y comentó a Rosa Martínez, su mujer, todo lo acontecido, esta respiró en hondo sentir la alegría de la buena nueva.

El colegio de La Puebla de Montalbán se terminó en la fecha prevista, y Herrera y Rosa vieron incrementada la familia con un varón nacido en 1943 llamado Rafael, siendo el humilde servidor que está narrando estos hechos.

Herrera nunca pudo olvidar las miserias del campo de concentración, ni el trato vejatorio y amenazante, que los temblores de las mañanas no correspondían a las escarchas del frío campo, sino a la lectura de las listas de aquellos inocentes que tenían la calamidad y el azote de ser elegidos para ir llenando cunetas. Y Herrera no tenía otra obsesión que derecha, izquierda, derecha, izquierda... Según bailaba el «azar» del listero, así alargaba o acortaba la vida de tantos inocentes.

Herrera vivía en una pensión de La Puebla de Montalbán, y allí, después de salir del trabajo, en los papeles de estraza de los alimentos que la cocinera de la pensión le guardaba escribía todas sus experiencias, tanto del campo de batalla, nada más empezar la guerra, como de tiempo después, cuando fue hecho presionero a finales de 1936 en la frontera francesa de Perpiñán por las tropas alemanas.

Un día mi padre me dijo: «Rafael, hijo, ¿quieres venir conmigo a La Puebla y de esta forma conoces más chicos de tu edad, y cuando yo salga de trabajar te cuento cosas de los libros que leo, y así aprenderás muchas historias de la vida?». Yo le contesté: «Sí, padre, pero tendrá que ser el mes que viene, que me dan las vacaciones en el colegio».

De esta forma yo empecé a conocer a mi padre, su sentir, pero sobre todo sus pensamientos. Era un devorador de libros y, en general, de toda la cultura. La señora Amanda, bajo secreto, le enseñó un cuarto lleno de libros muy antiguos y le concedió el usar todo cuanto quisiera. Mientras estábamos en el cuarto mi padre me leía en voz alta, y yo, como si fuera una esponja, captaba todas las palabras, y aquello que no entendía me lo explicaba para mi buena comprensión. A él le debo el amor a tantos y tantos libros que por suerte pasaron por mis manos, para hacer de mí un hombre que solo soñó en aprender. Un día estando dentro del cuarto de los libros, la señora Amanda le comentó a mi padre que el ilustre Fernando de Rojas, siendo niño, también se alimentaba de las riquezas culturales de aquel cuarto secreto.

De tantas conversaciones como tuve con mi padre en La Puebla, recuerdo con amor cuando un día me dijo: «Todo cuanto te he contado y leído, así como los escritos en papel de estraza, quiero que los grabes en tu memoria y los guardes en sitio perpetuo de tu conocimiento, y el día que se pueda lo saques a la luz, y nunca olvides la grandeza de tu madre, que ella buena guía para tu vida será.

Una vez ya afincado en la calle Abtao, y mi padre trabajando en el Canal de Experiencias, yo seguí las enseñanzas del colegio religioso y mis andaduras y correrías fueron las de un niño más por el barrio.

Justo a la altura del número 26 de la calle Abtao, pisaba un farol de gas que se ganó todo el cariño del barrio, tanto de mayores como de toda la chiquillería, y fue bautizado con el nombre de su farolero, Lupicinio Infante. Lupicinio alumbraba las reuniones vecinales en verano, donde las conversaciones entre los vecinos tenían el ruido del querer ser y el silencio del no poder. Pero sí es verdad que entre las familias del barrio existía cierta fidelidad y un vínculo de unión secreto entre todas ellas, ya que estaban unidas por el papel de estraza y sus manchas de aceite. Infante representaba secretamente con sus notas el poder evitar cualquier error que pudiera afectar a un descuido vecinal, ya que la información que él recibía se la aportaba su hermano, que trabajaba en los archivos de Gobernación.

La barriada de mi niñez era una mezcla de pobreza y de familias pudientes, donde la indiferencia de estos últimos los convertía en lenguaraces contra la clase humilde, ya que contaban con el apoyo del jefe de barrio. El jefe de barrio, impuesto por los altos mandos falangistas y de nombre Battista, era un italiano que vino a luchar contra la República y, una vez terminada la contienda, como servil del régimen franquista, solicitó un cargo de servicio al Régimen y, como fiel delator que era, fue recompensado con la categoría de jefe de barrio ―de modo que todas las gestiones, tanto administrativas como ejecutivas, tenían que pasar por su mano― y con un segundo empleo de chivato laboral en una empresa metalúrgica. Este personaje era la crueldad de la ignorancia, pues su única misión era acaudalar denuncias en el barrio para aflorar el miedo en las familias.

Como consecuencia de la situación opresiva que se estaba creando en el barrio, el señor Herrera mandó llamar a Frutos, el Manquillo, y al señor Cócera ―dos vecinos ejemplares― para elaborar un plan de aviso al vecindario, con el fin de tomar medidas de protección por las llegadas nocturnas que realizaba la Político Social (PS) con sus bulos para el registro de los hogares. El plan consistía en que Infante (el farolero) traería la información que le suministraba su hermano y la introduciría, en forma de notas, en la rendija de la puerta de alimentación de gas del farol llamado Lupicinio, para ser recogidas más tarde por Cócera o el señor Herrera y repartidas por su cantidad correspondiente, depositándolas en el chiscón de la limpieza de cada finca. Después, cualquier miembro de cada una de las familias recogía una nota y la llevaba a su casa, y siempre antes del cierre de los portales por el sereno. El plan se aprobó y se puso en marcha en el más absoluto de los silencios.

Rosa Martínez tuvo una importancia vital en la unión y estructura de la colaboración vecinal, dada su fuerte personalidad. Querido lector, cuando leas el monólogo de Rosa entrarás espiritualmente en lo que Rosa llama el mundo «irreal», que, a diferencia de la vida «real» que vivimos, es esa vida espiritual en la que solo participamos nosotros, con esas conversaciones internas donde lo existente es eterno.

Y ya para terminar, quiero que sepas que toda esta historia está contada por uno de tantos hombres humildes que sufrieron las mayores vejaciones de una posguerra tiránica que esquilmó a tanta generación sacrificada.

Marco León Linares

PRÓLOGO

Año 1906

Fuente del Pisar, Linares, Jaén

Con tan solo seis años, Rosa Martínez iba con un cántaro a la fuente del Pisar cuando un pastor le salió al paso y le dijo:

—¿Vas a por agua y no a la escuela?

Y Rosa Martínez contestó:

—Somos pobres y servimos.

Macandito, el pastor cabrero, astuto, sagaz e ingenioso como la madre tierra contestó:

—Servir al señorito es servir al diablo, porque nunca serás libre. ¡Solo serás libre cuando vayas a la escuela.

1
Rosa Martínez y sus conversaciones con Macandito

Macandito fue un ser parido en sangre de rojo sol poniente. Su madre, por lecho, cueva le dio. Criado fue en pecho materno y a los tres años de vida campeó con el ganado que su madre desollaba para ganarse el sustento. Años de sabiduría materna recibió de esta, humildad, integridad y la protección de su alma cuando el mal acechaba.

El honor y el respeto a su madre fue su arma más valiosa para luchar en la vida. A los diez años, crecido y envuelto en sabiduría del bien que siempre le proporcionó su causa materna, manejaba el rebaño con los trinos de su voz y su carea llamada Luna, que le miraba esperando el silbido del camino al redil. Nunca fallaban, era una coordinación perfecta. Su raíz maternal le obligó a que el amor por su madre le empujara al deseo de que ella dejara de trabajar, él procuraría el sustento. Pero nunca llegó con Macandito, porque el señorito falleció y heredó el tirano de su hijo. Las leyes para el cabrero cambiaron, y el sustento pasó a ser frutos silvestres, leche y queso de sus cabras. Falleció su madre y oscurecieron sus días. Enterró a esta bajo la copa de un nogal que ellos cuidaban como parte de su alimento, y su delicadeza fue tan hermosa al enterrarla que entre sus brazos le dijo: «Fui parido en sangre de rojo sol poniente y dísteme el amor a mi ser, a mi ser real de hoy y mañana. Te cantaré en el tiempo y bautizaré mis canciones con el aliento de tu parto, porque eterno será en mí, ¡madre!».

Mis sueños son como los gritos a la libertad que claman en el vacío de la «nada», ¡y yo me veo presa en una sinrazón que me ata a lo impuesto! El sueño me cubre en «azul» y el resplandor que recibo me ciega en completo sentir, y camino en soledad como el verbo en el espacio mudo, donde la «nada» encuentra su silencio. Acompañada me veo, pero no distingo quién. Sujeto mi vara a dos manos y busco a Macandito por el olor de su ganado, presa quedo en mi ceguera cuando en llamada le oigo. ¡Y sé que rica seré en saberes! Porque en mis oscuras dudas él allanará los caminos de mis andares y encontraré su rebaño acompañándome en el tiempo, hasta ser alumbrada con sus conocimientos y el sentido de su propia existencia, que alcanzará mi ser hasta romper la duda del tiempo en mi «irrealidad».

—Macandito, ¿qué es el tiempo?

—Es el gozo que acompaña al bien cuando la bondad gobierna en la eternidad.

—¿Y la eternidad?

—¡El espíritu del tiempo!

—¿Y el alma?

—¡Es la compañera del «ser» que sufre los quebrantos en «lo real»!

—Macandito, si no has ido a la escuela, ¿por qué sabes tantas cosas?

—Porque mi escuela han sido los caminos de la vida.

—¡Pues ya me dirás cuáles son esos caminos! ¿Eh, Macandito?

Macandito siempre fue pobre en riquezas materiales, solo conocía el cobijo de una cueva y el cercado de piedra para su rebaño. Se alimentaba de frutos silvestres y leche de su ganado porque su señor no aportaba ni quinqués para alumbrar las cercas. Sus botas eran de madera en su base y forradas de tela vieja que le daban en algún que otro pueblo, y él hábilmente se protegía los pies acolchando las telas que le daban con hojas de parra y así poder caminar por tortuosos senderos. Pero era tan rico en saberes que nunca le faltó la luz para recorrer tantos trechos de alegrías y sinsabores. A sus careas les puso el nombre de Sol y Luna para su buena compaña en los días y las noches.

En la puerta de su cueva representó con piedras de pedernal todas las estrellas que él veía por las noches, y había formado un firmamento con la fuerza de su imaginación y la expresión que él recibía del cosmos. ¡Era una auténtica obra de arte! Macandito repartía riqueza allá donde iba, jamás negó un saber a quien lo necesitara, porque su humildad crecía con el aumento de sus pensamientos y su nobleza era comparada con el amor del eco a sus montañas. Gritaba, gritaba y gritaba con la fuerza de un trueno porque quería recibir el don de la eternidad y repartirlo con su rebaño, dándole a sus careas las coronas de guiarlos en el tiempo. Así era Macandito.

—Macandito, he tenido un sueño muy extraño. Caminando a por agua, se me apareció un hombre muy bien vestido y me preguntó que dónde había una fuente porque tenía mucha sed. Le dije que yo iba a por agua y se ofreció a acompañarme hasta la fuente del Pisar. Cuando llegamos, empezó a beber y la fuente se secó. Yo no le dije nada y, al terminar de beber, yo no reconocía su cara, era otro señor. Entonces me dijo: «Me han contado que te gusta la escuela y que quieres aprenderte todos los libros que hay en ella, ¿es cierto?». Y yo le contesté: «¡Sí, señor! Pero como soy pobre y mi madre sirve a unos señoritos, yo no puedo ir porque tengo que cuidar de mis hermanos». Y el señor me preguntó: «¿Y esos señoritos a los que sirve tu madre... cómo se llaman?». «Les llaman los Lujaneros y tienen muchas tierras y ganado», contesté yo. El señor me miró fijamente y me dijo que si yo quería ir a la escuela hablaría con los Lujaneros. Y yo le dije que sí, pero me puso una condición: que cuando acabara los estudios yo tendría que servirle a él. Yo callé y solo le dije que por qué tenía otra cara y no me contestó, me miró y me dijo: «Volveré a verte y hablaremos». Desapareció de la fuente y esta empezó a manar agua a raudales. ¡Tengo mucho miedo! ¿Qué he de hacer, Macandito?

—No tengas miedo, porque tú vienes del «tiempo irreal impuesto», y él no tiene sitio en tu principio eterno. Yo te limpiaré las huellas de tu sueño y ya no volverás a tener miedo. Los Lujaneros tienen la maldición del diablo, porque este les dio todas las riquezas que tienen. Y al final de sus días tendrán que pagar a su amo todos los intereses de su vida. Y como no tendrán medios, porque los gastaron en el tiempo, tendrán que pagar con su alma. Y la eternidad les marcará el camino a tomar. Y siempre serán siervos del diablo. Tú eres limpia y pura, tu existencia eterna no conoce mal, por eso fuiste engendrada en el tiempo. Tu camino «real» estará lleno de adversidades, pero tu honra final estará llena de honores y esplendor.

—Macandito, ¿qué es la sabiduría?

—La sabiduría, Rosita, es la esencia divina que la naturaleza te regala gratuitamente todos los días, ¡todo está en ella!

—¿Algún día seré sabia?

—No tienes que preocuparte porque, si recoges las lágrimas de la naturaleza y su humildad y nunca te dejas llevar por la soberbia y la petulancia, tu integridad será de acero y tu humildad allanará los caminos del falto. Porque la humildad del sabio es saber que ignora todo.

—Macandito, ¿cuántos dioses hay? Porque siempre le oigo a mi madre decir: «¡Ay, Dios mío!», y las penas y las quejas siguen en mi casa. ¿Acaso hay dioses ricos y dioses pobres?

—Rosita, los dioses no existen. Lo que se conoce como Dios es la palabra cobarde que el hombre y las religiones han utilizado para atemorizar a la humanidad. Solo existe lo que ves y la comunicación interna de tu espíritu con la grandiosidad de tu «irrealidad», siendo esta tu punto de partida en el tiempo. Y tu energía, el valor de tu ánimo, porque la eternidad seguirá abrazada al tiempo y en el tiempo estamos todos como las estrellas del firmamento.

—Macandito, no entiendo la forma de vivir en «lo real». Es una amalgama de hechos, circunstancias y situaciones, unas concretas y otras no, que, aunque se sepan las causas, no se pone remedio para que no oscile el equilibrio de nuestra existencia. Para mí, es un desatino, y no casual, del tratamiento que el propio hombre se administra como si fuera una droga necesaria para su propia existencia, cuando los resultados son totalmente negativos en el tiempo.

—Rosita, el hombre camina ciego porque su corazón no tiene ojos. Solo entiende que únicamente para él se creó la vida. Y la vida es la existencia de todo cuanto vemos, sentimos y compartimos en el tiempo. Y ya sabes que el tiempo es el gozo que acompaña al «bien» si la bondad gobierna. Pero el hombre no entiende que su propio «bien» es que le gobierne la bondad. Porque la bondad no es engañarse, es un sentimiento que rechaza todos los despropósitos que perjudican al «ser real». Y en ese sentido el corazón está coronado para que su rectitud sea un camino de perfección que marca las directrices espirituales de la bondad.

—Macandito, si el bien y el mal existen, ¿nunca seremos bendecidos por la bondad?

—Rosita, la bondad es eterna, porque su tiempo también lo es, y el mal es una actuación en «lo real» que no tiene cabida en «lo irreal», porque «lo irreal» es eterno y «lo real» limitado.

Macandito fue ese espíritu de sueños que siempre te acompañaba en tus ilusiones. Su humildad hacía florecer los campos que pisaba con sus botas bendecidas por su imaginación y un rebaño y dos careas, Sol y Luna, que le aportaban la alegría de vivir.

Era caminante de sueños en la noche, contaba las estrellas y hablaba con ellas, y para cada una tenía una copla, y ellas parecían sonreírle con gestos de amor y le mandaban besos y abrazos que él agradecía con sus coplas. Su trino de voz hacía envidiar a los pajarillos silvestres que de mañana componían las más bellas notas para agradecerle al día la luminosidad del sol. Macandito hacía lo propio para estar en paz por el regalo que recibía del cielo. Una mañana su carea Luna enfermó y murió de viejecita. La enterró bajo una higuera para que su aroma acompañara los ladridos de su eterno viaje. Macandito susurraba en paz y decía:

—No buscaré más caminos y piedras porque mi guía en la noche siempre me la marcó mi Luna. Cantaré y trinaré en mis recuerdos porque ladridos de amor me diste, y acariciabas mis manos, cortadas por el frío, con tu lengua. Tú me las curabas, y yo te abrazaba junto a Sol, y con la manta guiñapeada nos dábamos calor los tres en la cueva, como amantes sin destino. ¡No tendré más que una Luna, y esa Luna serás tú!

Un día fui a por agua más temprano que de costumbre y cuando llegué Macandito no había venido. Me extrañó mucho porque él siempre acudía muy temprano. Hice tiempo y al rato vi acercarse a Sol a beber agua y tuve un presagio. Al ver a Macandito triste imaginé que a Luna le había pasado algo. Le pregunté y al darme la noticia lágrimas brotaron de mis ojos, y no tuve por menos que abrazar a mi amigo y consolarle en la medida en que yo podía.

La falta de Luna fue un golpe tan duro que Macandito nunca se recuperó. Luna fue su primera compañera, de tantas y tantas fatigas como pasaron por aquellos caminos, y siempre tuvieron la fidelidad de la hija al padre. Macandito no volvió a ser el mismo, yo le colmé de cariño, pero su semblante pasó a ser el reflejo de un espejo donde el tiempo ya no cuenta.

Una mañana, acudí a por agua y Macandito no apareció. Me volví rápido a mi casa después de llenar el cántaro y se lo dije a mi padre, y me dijo que se enteraría si le había pasado algo. Cuando volvió mi padre al mediodía me dijo que nadie le había visto por Linares, y yo tuve una corazonada. No volví a verle jamás, solo en sueños. En uno de mis sueños comprendí que su marcha ya estaba en el tiempo. Macandito dejó la huella del ser, quería ser recordado y amado eternamente.