Una canción de juventud

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Apenas terminada la Guerra Civil en abril de 1939, estallaría, pocos meses más tarde, un conflicto de proporciones mucho mayores que sacudiría al mundo entero hasta los cimientos, causando un número incalculable de víctimas: la Segunda Guerra Mundial. A mi padre siempre le daba mucha pena, según decía, que sus hijos hubiésemos pasado tiempos de guerra durante casi nueve años de nuestra vida, hasta el punto de que Bernardo, el menor de mis hermanos, no recordaba otra cosa. Nuevamente, al menos para mí, veo en estas vivencias la intervención de Dios, que me iba preparando, como a todos mis hermanos, para tomarme en serio la vida.

Si me he detenido a contar estos detalles, que parecen salirse de mi propósito, es para mostrar cómo el Señor tenía previsto ya todo para la tarea que pensaba confiarme más adelante: unos padres buenísimos, la experiencia de una familia unida, cuatro hermanos mejores que yo, una abuela con coraje... De modo que, cuando Dios un día me dijese: Hazme esto y lo otro, estaría preparada para escucharle y para seguirle. Además, como he contado, el Señor me fue “enseñando idiomas” que más tarde me serían utilísimos: en mi casa se hablaba el italiano, en la calle el español, el alemán en la escuela alemana, con algunos miembros de la familia el suizo-alemán... Puedo decir, por lo tanto, que en mi familia aprendí a querer a Dios, y que fue en mi hogar donde me puse en situación de entregarle, años después, mi vida entera. San Josemaría, como ya he dicho, nos enseñó siempre a cuidar y querer mucho a nuestros padres, lo llamaba el dulcísimo precepto, sabiendo que todos los amores humanos, y en especial el que tenemos a nuestra familia, son camino para amar a Dios: No tengas miedo de querer a las almas, por Él; y no te importe querer todavía más a los tuyos, siempre que queriéndoles tanto, a Él le quieras millones de veces más[5].

[1] Conversaciones, n. 32.

[2] Conversaciones, n. 104. «Suelo decir, a los miembros de la Obra, que deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos».

[3] Amigos de Dios, n. 138.

[4] Modo coloquial, marcado por el acento del sur de España, de denominar al hambre.

[5] Forja, 693.

II.

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

TRAS LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, nuestra vida continuó su ritmo normal en Andalucía. Europa convulsionaba, y aunque las olas del conflicto no alcanzaron nuestra tierra de forma directa, sí hubo algunas influencias que encontraron lugar en nuestras cabecitas y corazones de niños. Ya antes de que estallara este espantoso conflicto, nuestros padres empezaron a preocuparse ante la admiración manifestada por sus hijos, aún pequeños, hacia el nacionalsocialismo. Como ya dije, íbamos todos a la escuela alemana. Debía ser sorprendente para mis padres cuando les contábamos que, antes de cada clase, había que gritar «Heil Hitler!», brazo en alto. Yo me daba cuenta de que, teniendo mis padres —y los hijos también— buenísimos amigos alemanes, no había ninguna simpatía por ese aspecto de Alemania, por lo que yo, en lugar de «Heil Hitler!» decía por lo bajo «Heil Etter!», como se llamaba entonces el presidente de la Confederación Helvética. Teníamos también algunos amigos judíos a quienes apreciábamos mucho, pero que no iban al colegio alemán, por razones obvias.

Un día, debimos llegar todos a casa contando con entusiasmo cómo Alemania había anexionado Austria a sus territorios mediante el llamado Anschluss[1]. Repitiendo las ideas de los profesores que simpatizaban con el nazismo, afirmábamos que «Alemania, con su habitual generosidad, había querido ayudar a los austriacos». Fue la gota que colmó el vaso: todos los suizos tomaron la firme y unánime decisión, con mi padre a la cabeza, de sacar a sus hijos del colegio alemán, decisión que alguna vez me gustaría comentar con algunos de los que en estos últimos tiempos han tachado a Suiza de simpatizar con el nazismo. Durante la Guerra Mundial, mi padre figuró en la lista negra de los servicios secretos alemanes y, por este motivo, durante un viaje a Suiza, se vio en la imposibilidad de volver a España, con la consiguiente angustia por parte de mi madre. Las cosas se resolvieron cuando ella se encontró casualmente en la calle con un vecino nuestro, conocido falangista —se llamaba Escandón—, que prometió intervenir. En efecto, así fue: poco después mi padre pudo regresar de Suiza sin percances.

Por todo esto me gustó siempre oír a san Josemaría desestimar todo tipo de racismo y de discriminaciones sociales:

Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros[2].

San Josemaría sustentaba ese rechazo al racismo en la enorme dignidad de cada persona de ser criatura amada de Dios: Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo[3]. Gracias a Dios, en mi casa, siempre habíamos entendido esa gran dignidad de cada persona al ver cómo trataban nuestros padres a todas las personas, fueran quienes fueran.

También recuerdo cuánto nos impresionó en esa época que mi padre fuera convocado desde Suiza para incorporarse al ejército y tomar parte en la Grenzbesetzung, la defensa de la frontera suiza. El pequeño país helvético se encontraba rodeado por el furioso mar de las naciones en guerra, como una isla perdida en medio del océano. Fritz, el mayor, nos dijo que teníamos que ser muy buenos, porque mis padres estaban muy preocupados. Mis padres se conmovieron al saber del sentido de responsabilidad de mi hermano, que por ser el mayor se daba más cuenta de la situación y quería evitarles disgustos adicionales. Fuimos todos a despedir a mi padre en la puerta de la casa donde pasábamos las vacaciones, cerca de Ronda, y vi a las mujeres de los obreros llorar de pena. Gracias a Dios, aquella convocatoria fue una falsa alarma, y mi padre pudo regresar casi enseguida.

Pasado un año muy difícil con profesores particulares, en que nos volvimos indisciplinados y perezosos, y en que olvidé hasta las tablas de multiplicar, empezamos a ir a la escuela francesa. En un primer momento, mi padre no había querido enviarnos a esta escuela, al contrario que los demás padres suizos, porque le parecía faltar a la neutralidad, pero ante la situación no tuvo más remedio que ceder. Afortunadamente, durante ese año mi padre, que era un apasionado de la historia y la literatura —pasión que también yo he heredado—, nos hacía ejercitar el alemán para que no olvidásemos esa lengua: le gustaba hacernos leer un capítulo de un libro clásico, y luego teníamos que resumirlo en cinco páginas, después en tres, después en una y finalmente en media. También nos hacía traducir poesías al castellano, sin exigir que los versos rimaran, pero sí que fuesen de la misma longitud. Estos ejercicios de lectura y redacción me han servido mucho en la vida. También de esa época datan mis primeros conocimientos de inglés, que mi padre me enseñaba leyendo una novela conmigo.

Una vez en la escuela francesa, las cosas se normalizaron. Aprendimos el idioma con bastante facilidad por ser aún pequeños, y porque teníamos profesores de gran calidad, que también ponían el acento en la literatura y en la historia, además de enseñarnos muy a fondo la gramática y la sintaxis. Como es lógico, insistían principalmente en lo referente a Francia: la lengua, la historia, la geografía... Muchos años más tarde, pasé unos meses en París para hacer prácticas en hospitales de esa capital. Me fue facilísimo orientarme, porque, por la escuela, conocíamos París como nuestra propia casa, sin haber estado nunca. En cambio, las Ciencias no se enseñaban con el mismo nivel, por lo que supusieron una dificultad para mí durante el bachillerato.

Pero lo más relevante de aquellos años fue que, en la escuela francesa, descubrí algo que más tarde irrumpiría en mi vida con fuerza inusitada y que casi no conocía entonces: la religión, concretamente el catolicismo. En mi casa, aunque reinaba un profundo respeto y caridad, no había una especial piedad. Sí recuerdo que cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, mi madre venía a rezar una pequeña oración infantil cuando estábamos en la cama. Pero después dejó de hacerlo, quizá porque íbamos siendo mayores. Siempre se hablaba con mucho respeto de todas las religiones y desde luego, de Dios, pero sin profundizar. Más adelante, no recuerdo cómo, aprendí el Padrenuestro en alemán. Me parecía una oración bonita, y la recitaba sola todas las noches, antes de dormirme, porque era lo único que sabía hacer por Dios. Pero ni la entendía demasiado ni le daba tampoco mayor importancia.

Aunque en la escuela alemana apenas habíamos oído hablar de Dios, allí tuvo lugar un hecho de gran trascendencia, por más que entonces para mí no lo fuera: mi bautizo por un pastor protestante alemán que vino de Madrid. Antes, casi no había sido posible celebrar esta ceremonia, o al menos no con un pastor conocido por mis padres. Yo tenía algo más de cinco años, y conmigo recibieron este sacramento mis dos hermanos menores, Mirta y Bernardo. Lo que más me impresionó fue el bonito vestido blanco. El agua para la ceremonia fue presentada en una especie de fuente profunda, de estaño, que tenía grabadas unas palabras del Salmo 127: «Mirad que del Señor son los hijos, merced suya es el fruto de la entraña». Mi padre conservó este objeto hasta su muerte y después lo heredó una de mis sobrinas. Además de esta ceremonia, que tuvo lugar durante los años de estudio en el colegio alemán, recuerdo tan solo a un profesor, uno de los que más quería, que un día —debía ser por Semana Santa— nos contó la Pasión del Señor con mucha piedad. Tengo que confesar que no entendí gran cosa pero, no sé por qué —tal vez por ser un tema poco tratado en casa de mis padres—, me dio tal respeto que no lo comenté con nadie.

 

Después, con la llegada del nacionalsocialismo, desapareció todo vestigio de religión en la escuela. Efectivamente la ideología nazi, lejos de las tierras alemanas, iba empapando poco a poco aquella sede educativa. Había, por ejemplo, un profesor que era conocido como uno de los más afines, que tenía unos métodos nada delicados. Un día prometió abofetear al primero que hablase y tuve la desgracia de ser yo: me dio un manotazo que pensé que quedaría sorda para toda la vida. Pero peor me pareció el día en que se burló de un alumno español porque llevaba al cuello una medalla de la Virgen. Dijo que aquello no era cosa de hombres. Aunque nosotros, los suizos protestantes, no llevábamos “esas cosas”, el hecho me pareció muy poco delicado y me indignó, y el apuro de mi pequeño compañero me dio mucha pena. No cambiamos de colegio por el asunto religioso, pero este se ponía de relieve en nuestras nuevas aulas del colegio femenino francés.

Hasta aquel entonces no le había dado excesiva importancia a la religión, pasaba desapercibida en nuestro día a día, pero en la escuela francesa era un asunto cotidiano. Así, por ejemplo, en aquella escuela se rezaba cada día un Avemaría en francés antes de las clases. Nunca me interesé por su significado, pero cuando mi amiga Luz Gómez —hija del pastor protestante— dijo que no lo quería rezar, me pareció que exageraba. Un profesor le aconsejó rezar como si cantase una canción con una letra cualquiera, por ejemplo, Qué bella es Viena. No me pareció un razonamiento muy inteligente, pero no le di más vueltas. Pienso que mis padres nos hubieran reñido si nosotros no hubiéramos querido rezar, porque había que respetar las costumbres de las demás religiones.

En la escuela había profesoras muy piadosas, algunas pertenecían a una institución llamada las Damas Catequistas. La religión se hacía especialmente presente en algunos momentos específicos del año. En el mes de mayo colocaban un altar en el salón de actos y todas —alumnas y profesoras, incluyendo las protestantes— íbamos a cantarle a la Virgen y le llevábamos flores. Además, los sábados por la tarde (en aquella época había clases los sábados y durante todo el día) las Damas nos reunían en el patio de recreos a todas las chicas y nos leían algo de un libro. No tengo idea de qué libro era, pero con el tiempo me pareció entender que contenía comentarios del Evangelio. Yo no ponía mucha atención y más bien me aburría, pero recuerdo un día específico en que sí agucé el oído. Ese sábado, el libro trataba sobre la fe protestante, y argumentaba que, puesto que cada uno podía interpretar las Escrituras libremente, podía llegar a haber tantas opiniones como creyentes. El comentario terminaba con la pregunta: «¿Cómo puede haber tantas opiniones diferentes sobre la fe, si la verdad solo puede ser una?». Aquella pregunta me impresionó, y quedó grabada en mi mente porque me pareció una cuestión de lógica.

Pero si a algo era yo sensible, era a un posible “ataque” a mi religión. Algunas veces, alguien me había preguntado si no me quería convertir. Me molestaba cuando me hacían aquella pregunta, especialmente cuando me invitaban a “hacerme cristiana”, pues yo ya era cristiana. Ante aquellas preguntas que consideraba poco adecuadas, siempre reaccionaba con cierta vehemencia y orgullo, diciendo que no tenía la menor intención. Y prometía luego a Dios que nunca cambiaría de fe, a la vez que le pedía su ayuda para conseguirlo. Recuerdo que una vez hice esta promesa estando sola en la azotea de mi casa, y tengo aún presente el aspecto del cielo, nublado y de un gris plomizo, que me parecía marcar la solemnidad del momento. Para entonces, como se puede intuir, el hecho religioso ya empezaba a preocuparme más, quizá simplemente porque me iba haciendo mayor, y en parte también por mi amistad con Luz, que necesariamente me llevaba a plantearme algunas cuestiones acerca de la trascendencia. A la vez que iba pensando más en Dios, iban aumentando mis prejuicios contra el catolicismo, quizás animados por un libro sobre la Inquisición que me prestó Luz o su padre.

En aquellos momentos, con Europa revuelta, también mi alma comenzaba a inquietarse. En cierto modo me encontraba frente a frente con Dios, o más bien, lo observaba desde un poco lejos, tratando de dejar claros mis presupuestos y condiciones para acercarme. Entonces me inquietaba mi fe, pero no buscaba los porqués: más bien me aferraba a unos esquemas vividos que consideraba, sin demasiados argumentos, los únicos aceptables.

No estaba yo empeñada en desentrañar las cuestiones relacionadas con la fe verdadera, y mucho menos pensaba en establecer algún diálogo ecuménico. Sin embargo, aunque yo no ponía demasiado afán ni en mi alma, ni en aclarar mis dudas, el Señor iba haciéndose hueco poco a poco, esperando al momento oportuno.

[1] Hitler, siguiendo el programa de expansionismo totalitario que había trazado en su libro Mein Kampf, había empezado a actuar para unir a todos los alemanes en una patria común. Después de recuperar lo que habían perdido en la Primera Guerra Mundial, se pasó a la integración de Austria, llamada Anschluss, de un modo solo parcialmente espontáneo y violento en la forma. Algunos austriacos estaban de acuerdo, pero no pocos se daban cuenta de que se trataba de un sometimiento a los nazis.

[2] Es Cristo que pasa, n. 106.

[3] Es Cristo que pasa, n. 80.

III.

VOCACIÓN PROFESIONAL

SIN DUDA, POR INFLUENCIA DE LOS diversos sucesos de mi primera juventud —el ejemplo de mi familia, el ambiente religioso de la escuela francesa y la confrontación con la pobreza, el dolor y la muerte—, cuando cumplí trece años empecé a preguntarme por el sentido de la vida. Sobre todo, me planteaba qué quería hacer cuando fuera mayor, a qué quería dedicarme. Me imaginaba casada, con un buen marido protestante, y dedicándome a los idiomas, a la literatura y a la historia.

Por supuesto, siempre pensé que el matrimonio sería parte de mi vida, y que, al igual que mis padres, sería madre de varios niños. En mi casa, los niños daban alegría al hogar, a mis padres les gustaban mucho y siempre recibían con alegría los nuevos embarazos. Mi padre tenía un don especial para tratar bebés: en cuanto tomaba uno en sus brazos, aunque estuviese llorando desconsoladamente, se calmaba. Incluso, durante la Guerra Mundial, y sobre todo después, llegaron a plantearse varias veces adoptar a algún niño huérfano a causa del conflicto, aunque el plan no llegó a realizarse. Yo también soñaba con una familia numerosa, con un mínimo de ocho hijos; me ponía ese límite sin ninguna razón especial. Me indignaba que algunas compañeras de clase me preguntasen si no me habría gustado ser hija única, para gozar así de todos los mimos de mis padres. La verdad es que me entristecía la posibilidad de tener que renunciar a alguno de mis hermanos e imaginaba lo que me hubiera aburrido sin ellos.

Pero antes de casarme quería hacer algo por la humanidad. Sabía que la vida era breve y había que aprovecharla bien. Años más tarde, cuando leí por primera vez el primer punto de Camino, lo entendí perfectamente, porque correspondía a mis reflexiones:

Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.

En realidad, siempre he pensado que aquello era un primer barrunto de mi llamada al Opus Dei: quería poner mis capacidades al servicio de la sociedad, no con afán de fama u honor, sino con la ilusión de poder contribuir a hacer de este mundo un lugar mejor, aunque fuera desde algo pequeño y ordinario. Cuando me planteaba qué podría yo hacer en beneficio de la humanidad, solo se me ocurría ser enfermera: curar a personas que sufren, ayudarlas en lo que necesitasen y darles algún consuelo en medio del sufrimiento y del dolor me parecía el máximo al que podía llegar la utilidad de una vida. Incluso pensé en ser diaconisa: esas enfermeras protestantes que no se casan para dedicarse a la cura de enfermos. No conocía nada bien esta realidad de las diaconisas, por lo que en mi casa tan solo hablé de estudiar enfermería.

En aquella época, tenía un profesor de francés —el que nos enseñó a enamorarnos de la literatura francesa— que me tenía bastante simpatía y que conocía bien a mis padres. Al enterarse de mis planes, nos sugirió, a mis padres y a mí, que estudiase Medicina. Me encantó la idea y recordé mi antiguo interés por la anatomía: ya de pequeña solía observar en la cocina cómo desplumaban y vaciaban los pollos, y me interesaba por la función de cada uno de sus pequeños órganos.

Pienso que a mi padre le gustó mi decisión, pero no dejó de poner algunas pegas. Era normal que mi ilusión le dejara algo confuso, puesto que en aquella época eran aún pocas las mujeres que estudiaban una carrera universitaria. Cuando más tarde me examiné de reválida, a los 17 años, pregunté a una de mis compañeras de examen, que era de otro colegio, qué pensaba estudiar. Me contestó muy digna que ella no lo necesitaba. Esa era entonces la mentalidad dominante: las mujeres solo estudiaban si lo necesitaban para sacar a su familia adelante. Pero mi padre tenía, además, otros “peros”. ¿Y si se trataba únicamente de una ilusión de juventud, un sueño que dejaría de lado en el momento de casarme? Antes de comenzar la universidad, había que cursar el bachillerato; quedaba un camino todavía largo de estudios. Mi padre me recordó que ciertas mujeres estudiaban con esfuerzo una carrera, que luego abandonaban al casarse. Así había ocurrido con mi prima Laura, hija de la hermana mayor de mi padre, quien había estudiado precisamente Medicina y nunca ejerció la profesión. Pero además de todas sus objeciones, había un obstáculo más cercano y material: convertir las pesetas en francos era un negocio muy caro, y mi padre pensaba que no me podría pagar una carrera tan larga, salvo que la estudiase en España. Tendría pues que renunciar a estudiar en la patria, como hacían, sin excepción, todos los chicos y chicas de la colonia suiza.

Ya he relatado la preocupación de los padres de la colonia suiza si por algún motivo no podían enviar a sus hijos a estudiar a la patria. A mí, por el contrario, me alegró la posibilidad de quedarme en España, porque a pesar de la diferencia de religión, tenía una gran “pandilla” de amigas y amigos con la que lo pasaba estupendamente, sobre todo en la escuela y durante la Feria de Abril, fiesta típica de Sevilla en primavera, con mucha gente por la calle, guitarras y baile, vino, caballos con chicas vestidas de sevillanas a la grupa, alegría. Mis amigos y yo teníamos mil planes juntos, nos encantaba divertirnos y pasar por encima de cualquier dificultad juntos. Así, por ejemplo, durante los meses de invierno, representábamos una obra de teatro a la que acudían familiares, amigos y conocidos. El precio de la entrada nos permitía ir ahorrando para poder montar una “caseta”, una especie de tienda de lona, donde reunirnos los amigos durante la Feria. Pensar que, además de estudiar Medicina, podría seguir disfrutando de todo aquello me llenaba de gozo. A mi padre, aunque nunca lo dijo, estoy segura de que le ilusionaba tener una hija médico y que al menos uno de nosotros permaneciera más tiempo con ellos en casa. Y, por supuesto, pienso que mi madre sentía lo mismo.

Yo entonces no lo sabía, pero una vez más el hilo conductor tendido por Dios en mi vida se iba desenrollando. Si me hubiese marchado a Suiza, como todos mis compatriotas, probablemente no habría conocido nunca el Opus Dei, o si acaso, mucho más tarde, puesto que, como relataré más adelante, no se comenzó en aquel país hasta el año 1964. Pero antes de encontrarme con esa espiritualidad, Dios me fue preparando.

 

Con la pandilla de amigos solía ir a ver los pasos de Semana Santa. Por esa época leí una novela en la que el protagonista, precisamente un suizo protestante, se convertía al catolicismo al asistir a esas procesiones. No sé si esto ocurriría alguna vez en la realidad, pero yo seguía ciega en cuanto a la belleza del culto y sobre todo en cuanto a lo que aquellas celebraciones de Semana Santa expresaban. Lo que sí comencé a captar era que algunos de mis amigos tomaban muy en serio esa semana y todas aquellas manifestaciones de la religiosidad popular. Yo respetaba el recogimiento y piedad de mis amigos, y aunque no lo compartía, alguna vez sentí que aquellas imágenes removían algo dentro de mí. Fue al ver pasar un paso procesional que representaba al Crucificado, una estupenda imagen de Martínez Montañés —supongo que sería el Cristo de los Gitanos, según la costumbre sevillana de dar un nombre especial a cada imagen—. Me fijé de pronto en que aquella representación de Jesús tenía las rodillas heridas, como de haberse caído camino del Gólgota. Sentí mucha pena.

Sin embargo, como buena protestante, el culto a las imágenes no me atraía en absoluto. El pastor me contó un día que el Cristo de los Gitanos se llamaba así porque el escultor se había inspirado en un gitano moribundo. Me pareció penoso, como una falta de respeto a Jesucristo. Años más tarde, recordando esta anécdota, ya no vi inconveniente en que se hubiese copiado la cara de un hombre moribundo, puesto que Jesucristo era —y es, como le gustaba recordar y decir a san Josemaría— verdadero hombre además de verdadero Dios. Siendo ya católica aprendí a amar a Jesús en su divinidad y en su humanidad, y por eso, ya no volví a asustarme al ver el parecido de Jesús con los hombres normales. San Josemaría lo expresaba en Camino, haciéndonos caer en la cuenta de ese inmenso amor humano del Señor: Jesús es tu amigo. —El Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti [1]. Con el tiempo comprendí que, pese a los posibles abusos que se puedan dar en la veneración de imágenes, representar al Señor, a su Madre y a los santos, o tener un crucifijo colgado de la pared, puede hacer mucho bien. También aprendí del Padre a utilizar las imágenes como medios para acordarme de Dios durante el día y procurar un diálogo continuo con Él y con su Madre, la Virgen.

Al pasar a bachillerato, el cambio de clase supuso también conocer nuevas compañeras. Con Esperanza Carrasquilla y las hermanas Angelines y Conchita García Gordillo formé enseguida un cuarteto muy unido. Sabíamos pasarlo muy bien a pesar de los apuros del estudio y de los exámenes. Eran chicas buenísimas y piadosas, que frecuentaban los sacramentos. El profesor de Literatura de la escuela era ateo, cosa que preocupaba mucho a mis compañeras, y un poco también a mí. Ellas solían defender la religión ante él con mucho ardor, pero entre nosotras nunca hablábamos del tema, quizá por temor a una desunión. Solo una vez recuerdo que me preguntaron si rezaba, y empecé a recitarles la oración infantil que mi madre nos había enseñado. Les causó risa, por lo que me sentí profundamente ofendida y nunca más quise tocar el tema.

Además de mi pandilla, Dios también aprovechó los estudios que todavía tenía pendientes para ir metiéndose en mi vida. Antes de comenzar los estudios universitarios, como ya he dicho, tenía que cursar el Bachillerato. Debido a las “idas y venidas” de las distintas escuelas a las que había asistido, al comenzar el bachillerato tenía bastante retraso en mis conocimientos respecto al resto de mis compañeras. Por eso tuve que estudiar más intensamente y concentrar contenidos de varios años para poder presentarme al examen de reválida. No me importó demasiado, ya que me gustaba mucho aprender y estudiar. El bachillerato era muy completo, sobre todo desde el punto de vista humanístico. Estudié de nuevo con alegría la historia y la literatura —ahora a nivel mundial, y no ya solo francés—, así como el latín y un poco de griego. Además, en esa época se cursaba toda una serie de asignaturas comunes sobre Religión: Historia Sagrada, Dogmática, Moral, Sacramentaria, e incluso Liturgia. Estas clases venían precedidas de unas bases de Filosofía, materia que no había estudiado antes y que me apasionó.

Estudiaba la Religión como una materia más, y me examinaba siempre pensando: “Sé que esta es la Religión católica, pero no va conmigo”. Como si se tratase de Física o de Geografía, procuraba entender los conceptos, y nada más. Teníamos como profesor de estas asignaturas a un anciano sacerdote, muy santo, que me tenía un gran afecto: don Alfonso Espinosa. Solía decir que yo explicaba el tema de la gracia mejor que nadie. Mis padres también le apreciaban. A lo largo de aquellas clases y de las conversaciones surgidas a raíz de dudas —meramente teóricas— que yo planteaba, nunca me insinuó la idea de la conversión: probablemente se daba cuenta de que aún no había llegado la hora.

Cuando mi padre finalmente se mostró de acuerdo con que me quedase en España para cursar mi carrera universitaria, me hizo prometer que, terminado el bachillerato y antes de empezar mis estudios de Medicina, pasaría un año en Suiza para conocer bien mi país. Al menos, tendría así la oportunidad de conocer la patria y, entre otras cosas, recibir la Confirmación protestante. Aunque mi padre no practicaba demasiado su fe, y el protestantismo no considera la Confirmación como un sacramento, comprendía que ese evento era de una importancia decisiva desde el punto de vista social. Por supuesto yo accedí a aquella petición, me parecía justo, y me alegraba la oportunidad de conocer mi país de origen.

EL AÑO SABÁTICO

En julio de 1947 aprobé la reválida, el examen final de bachillerato, con una edad algo mayor de la habitual en España para esta prueba, pues tenía dieciocho años. En octubre de ese mismo año, partí hacia Suiza con mi hermana Mirta, para iniciar lo que considero mi año sabático. Estuvimos un año en un internado protestante para chicas en el pueblo de Horgen. Casi todas las habitaciones eran individuales, pero como a mi hermana y a mí nos encantaba tener muchas amigas y hacer pandilla, con asombro de la dirección, pedimos dormir en la única habitación de ocho camas que había en el instituto. Nos divertimos muchísimo, aunque en realidad aprendimos bastante poco: algunas nociones de inglés —siempre he lamentado no saberlo mejor— y bastante economía doméstica.

Debo reconocer que lo más enriquecedor fue descubrir mi afición por la cocina. Evidentemente, aquellas clases de cocina estaban marcadas por una creatividad propia del contexto de la inmediata posguerra, que llevaba a hacer platos muy sencillos, como mermeladas con edulcorantes artificiales. Una nueva “ingeniosidad” del Señor, que seguía preparándome para comprender y hacer propio cada uno de los aspectos del espíritu del Opus Dei. San Josemaría consideraba como verdaderamente importantes —por ser oportunidad de encuentro con Dios— todas las profesiones, incluyendo el trabajo propio del hogar. Insistía en la profesionalidad que tienen esos trabajos de servicio en el hogar, y en su trascendencia:

Yo os digo que esta es una gran ocupación, que vale la pena. A través de esa profesión —porque lo es, verdadera y noble— influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales[2].

Por eso, proponía que aunque se tuviese otro trabajo profesional, todos deberían colaborar de algún modo en las tareas de la casa, para mantener el hogar como un ambiente luminoso y alegre, sencillo y sin lujo, en donde poder sentirse a gusto después de bregar en otras tareas durante todo el día. Así que me vino muy bien haber dedicado ese “año sabático” precisamente al cuidado de la casa.

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