Los amos del cielo y de la tierra

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Los amos del cielo y de la tierra
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LOS AMOS DEL CIELO

Y DE LA TIERRA

© del texto: María Dolores Peña Rodríguez

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2022

Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24

Edificio SEVILLA 2,

41018 - Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com

www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: marzo, 2022

ISBN: 978-84-19228-84-0

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

LOS AMOS DEL CIELO Y DE LA TIERRA

MARÍA DOLORES PEÑA RODRÍGUEZ


A mis hijos Rocío y Curro. También le

dedico esta obra a todas las personas que

tienen la bondad de emocionarme.

Índice

PRÓLOGO María Jesús Gordon

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

Prólogo

Cuando es la emoción la que se adentra en la página en blanco, la pluma se desplazará por ella con soltura; parece lógico pensar pues, que la novela que surja de este acto creativo será apasionada y vibrante. Efectivamente, es ese el registro en el que, bastante cómoda, se mueve Mª Dolores Peña en Los amos del cielo y de la tierra, de ahí que sea tan fácil dejarse atrapar en su lectura. La autora navega con elegancia por el mar de pasiones que arrastra a sus protagonistas, olas a las que difícilmente pueden servir de dique unas pautas sociales en franca decadencia.

La luz de Sevilla envuelve deseos, traiciones, celos y amoríos de la casa de los Dávila que, como los Mañara, tratan de corregir con caridad los devaneos amorosos de su juventud, aun cuando en ello vaya la felicidad -y hasta la vida-de aquellos que se cruzan en su camino. La obra discurre en la primera mitad del SXX y a través de este sus personajes avanzan desde la culpa a la redención, desde el silencio cómplice al reconocimiento reparador, así la autora se recrea en el pasado para iluminar el futuro de unos personajes que luchan por crear sus propias historias vitales lejos de atavismos impuestos desde la cuna.

Con su primera novela Lola Peña trasiega por los sentimientos más nobles del ser humano.

Sin perder la línea de una novela romántica, profundiza en la descripción de la afectividad para construir un relato hermoso, lleno de calor y cautivador.

María Jesús Gordon


CAPÍTULO I
SEVILLA 1930

En el canto Regina Coeli, del convento San Millán, aquella mañana de Pascua faltaba una de las voces. Sor María Teresa, madre superiora, aguardaba en el locutorio una visita muy especial.

Un Ford Victoria burdeos avanzaba por la avenida de La Palmera a las doce del mediodía.

A la altura de la Real Maestranza de Caballería, la persona que ocupaba la parte trasera del coche hizo una indicación al chófer para que detuviera el vehículo.

—Gracias, Federico. Recógeme a las cuatro en El Albero. He quedado a comer con unos amigos.

—De acuerdo, don Alberto.

Alberto Dávila de Fabra bajó del automóvil. Sumido en sus pensamientos empezó a recorrer, a paso ligero, el Paseo de Colón.

Sevilla y su gente disfrutaba la primavera de 1930. La Exposición Iberoamericana se había clausurado meses atrás.

Los edificios, construidos para el evento, lucían formas caprichosas acordes con el país que representaban. Palacetes de todos los estilos llenaban la avenida a ambos lados de la calzada, desde la zona de Heliópolis hasta el palacio de San Telmo.

Federico, chófer de los Dávila de Fabra, disfrutaba del trayecto que le traía buenos y malos recuerdos. Casi cuarenta años trabajando para una de las familias más poderosas de la campiña del Guadalquivir daban para mucho.

«Muchas horas pasé en la taberna El Albero esperando a don Alberto padre, pensaba mientras conducía el lujoso automóvil de la familia Dávila. Siempre volvía de La Magdalena. Negocios, decía. Todo un señor, nunca supo su mano izquierda lo que hacía su derecha. Lo mismito que aquí... el vástago».

Los tranvías iban y venían transportando pasajeros. El sol daba de lleno en el río Guadalquivir. La Torre del Oro contemplaba, impasible, el paso del agua.

Alberto Dávila de Fabra ofrecía una imagen impecable. Moreno, alto, delgado. Con ese atractivo de los juerguistas empedernidos que, por otra parte, suele ser gente encantadora. Poseía, además, el porte elegante que le otorgaba su linaje y unos cuarenta y pocos años bien llevados.

Caminó hasta llegar a la altura de la avenida Reyes Católicos, dobló la esquina y se dirigió al convento San Millán, ubicado en los aledaños de la plaza de La Magdalena.

La casa sede del convento San Millán, propiedad de los Dávila de Fabra, había sido cedida en usufructo a un grupo de religiosas Cistercienses consagradas a la vida contemplativa, en régimen de clausura. Llevaban a cabo, además, obras sociales en beneficio de los más desfavorecidos.

La casa conventual era una genuina construcción de estilo mudéjar. En ella se encontraba el panteón de la familia Dávila.

Camino de la casa palacio, en la que su familia confió a las monjas, Alberto recordaba especialmente el patio. Patio que le haría evocar su infancia. Los tiestos sembrados con palmeras enanas, helechos y aspidistras. El ruido del agua en la fuente y el calor de la mano de su padre que lo sujetaba con fuerza para evitar que, con sus carreras, rompiera la paz del lugar.

—Sor Inés. Cuide de este mozalbete. Yo vuelvo enseguida —pedía a una de las monjas. Mientras, él se perdía por las pandas del claustro buscando alivio espiritual.

Cuántas veces había corrido por ese patio rodeando las macetas, mientras sor Inés lo perseguía para evitar que cometiera alguna travesura.

«La casa fue cedida a las monjas con la condición de que nada se moviera ni saliera de ella» pensaba Dávila de camino a La Magdalena.

Con estos recuerdos bullendo en su cabeza, Alberto llegó al convento, a cuyo interior se accedía por una puerta de la que colgaba un aldabón de hierro en forma de garra. En un lateral, una cadena unida al badajo de una campana. El visitante accionó la cadena. Al cabo de unos minutos, un chasquido de cerrojo abrió el postigo. Apareció el rostro de una monja enmarcado en un cornete blanco.

—Venga con Dios. ¿Don Alberto Dávila?

—Ave María Purísima. Sí, hermana.

Mientras la monja abría la puerta que facilitaba el acceso al visitante, le iba poniendo al corriente.

—Pase, señor Dávila, la madre María Teresa le espera en el locutorio. Sígame, por favor.

—Gracias, hermana.

Después de cruzar el zaguán decorado con muebles barrocos, muy oscuros y pinturas dieciochescas en las paredes, se dirigieron al interior por una de las galerías que rodeaban el patio. Las seráficas voces de las monjas y el olor a tierra mojada de los tiestos impregnaban el lugar que, de nuevo, trajo a su memoria recuerdos de su niñez.

Ya en el claustro, la monja y el visitante tomaron el ala derecha en dirección al locutorio.

Caminaba detrás de la religiosa. Esta miraba hacia atrás, de vez en cuando, como si quisiera asegurarse de que el caballero no se extraviaba.

Alberto llevaba en las manos un sombrero panamá, que movía constantemente, un traje gris perla con botonadura cruzada, camisa y corbata.

 

Conforme cruzaba las pandas del claustro tenía la sensación de que se cerraban tras él.

Llegaron al locutorio. La hermana que le acompañaba se detuvo junto a la puerta de entrada y le hizo un gesto indicándole que pasara. Él la despidió inclinando la cabeza.

El hacendado entró en el recibidor donde lo esperaba la madre María Teresa.

En la estancia, una mesa en el centro flanqueada por sillas de madera y cuero. Paredes enteladas con Damasco color mostaza y pinturas que representaban, en su mayoría, vidas de santos y pasajes bíblicos. Presidiendo la sala, un retrato que desentonaba con el resto de las obras expuestas. Un óleo de Alberto Dávila de Fabra, padre, con el que el visitante guardaba un gran parecido.

Al fondo, presidiendo la mesa cuadrangular, una religiosa con gesto grave le observaba mientras se acercaba. Le indicó una de las sillas.

—Pase, don Alberto, le estaba esperando. Venga con Dios. Tome asiento, por favor.

—Gracias, hermana.

—Dígame, ¿qué se le ofrece? —se interesó la monja después de una breve pausa.

Alberto se sentó al borde de la silla, a la izquierda de su anfitriona sin soltar el sombrero que mantenía, jugando con él, entre las manos.

—Veo, hermana, que la casa está en perfecto estado. Es justo decir que habéis conseguido mantenerla admirablemente.

—Todo está tal como ha estado siempre. Ese fue el deseo de su padre y así se ha cumplido, como puede comprobar. Solo se han hecho unos arreglos mínimos en la parte de arriba para adaptar las celdas de las hermanas. Todo lo demás continúa en su sitio. Hasta el último jarrón —respondió la monja en tono cáustico.

—¿Y sor Inés? Mi padre me dejaba a su cuidado cuando, de niño, me traía con él. Al resto de las hermanas no las recuerdo bien.

Sor María Teresa ajustó su toca y se puso de pie.

—Sor Inés se trasladó a Toledo hace ya muchos años. A la Casa Provincial.

—Me satisface ver que todo está en su sitio. Pero… vengo a tratar con usted un asunto. Bueno, dos asuntos.

La religiosa hizo un ademán para tomar la palabra. Él le indicó, con un gesto, que le escuchara.

—Vengo a comunicarle que esta casa, propiedad de los Dávila de Fabra y de la que ustedes disponen por deseo de mis antecesores, ahora es de mi propiedad. Me correspondió en herencia tras la muerte de mi padre. Es mi deseo, hermana, cederla de forma definitiva a la orden. Con todos los derechos. En propiedad. Siempre que se siga gestionando según lo dispuesto por mi familia.

El rostro de sor María Teresa se iluminó como si contemplase una visión celestial. Llevó las manos a su pecho y levantó la mirada al cielo dando gracias por el bien recibido. Luego se dirigió, emocionada, a su interlocutor:

—Gracias, don Alberto. No sé cómo agradecerle, en nombre de la orden y en el de mis hermanas, este gesto de generosidad y altruismo. Le aseguro que no se arrepentirá.

Alberto Dávila continuó:

—Además de esta casa recibiréis, en propiedad, la hacienda olivar que también forma parte de mi herencia. Es una finca pequeña pero muy productiva y rendirá lo suficiente para mantener la casa y vuestras obras de caridad. Esa finca me fue legada con ciertas condiciones. Es por lo que, de momento, no puede hacerse la transferencia patrimonial. Pero dispondré lo necesario para que así sea en cuanto pueda ser, claro está.

La monja quedó sorprendida, aquello era mucho más de lo que esperaba. Al fin terminarían sus desvelos basados en la incertidumbre de no saber si algún día se presentaría un Dávila para decirles que tenían que cambiar de residencia.

—Pero eso es demasiado, señor Dávila. No sé qué decir. Mas, tenga la absoluta certeza de que todo se empleará para las obras de beneficencia que se están llevando a cabo de manera incansable por parte de las hermanas. Con ellas se ayuda a muchas personas de esta y otras comunidades.

El heredero y benefactor se levantó y se dirigió al óleo que había en la pared del fondo de la sala, al retrato de su padre. Lo contempló durante unos momentos. Se tomó su tiempo para organizar mentalmente las ideas y tramar cómo le diría a la superiora lo que realmente había venido a decirle, lo que había venido a hacer. Comprar, con parte de su herencia, el silencio y la complicidad acerca de un asunto personal muy particular.

Sor María Teresa permanecía de pie junto a la mesa, lo miraba llena de gratitud. Él se volvió dando la espalda al óleo familiar.

La religiosa, una mujer de ojos claros, aparentaba unos cincuenta y pocos años. Se le adivinaba esbelta a través de su hábito. Alberto pensó, ¿qué hace esta mujer aquí? No está mal, es guapa. Luego se dirigió a ella con parsimonia.

—Hermana... hay otro asunto del que quiero hablarle.

—Dígame.

—Tengo que pedirle algo muy delicado. Tiene que hacerme un gran favor y le pido por Dios, que no se niegue.

Sor María Teresa, alarmada y temerosa, buscó su mirada.

—¿De qué se trata?

El hombre comenzó a hablar del verdadero asunto que le había llevado hasta allí aquel día de primavera.

—Tengo gran interés en que admita, durante una temporada en esta casa, a una muchacha para que se quede aquí, recogida.

—¿Como novicia? Usted sabe que aquí no hay noviciado. Este se lleva a cabo en Toledo, en la Casa Provincial.

—No, hermana, como novicia no. Como beneficiaria de una de esas campañas de caridad que organizáis para jóvenes de familias con problemas. Usted me entiende.

La monja, sabedora de que ahí no acabaría el asunto, fingió cierta calma y respondió con fingida inocencia:

—No hay ningún inconveniente para que esta muchacha asista todos los días a nuestros talleres de costura, o de lo que tengamos en marcha, siempre hay algo. Puede venir siempre que quiera, faltaría más. ¿Eso es todo?

Alberto se sentó lentamente, luego miró a sor María Teresa con impaciencia.

—No, hermana, eso no es todo, siéntese, por favor.

La religiosa cambió su expresión. Se tornó grave en cuestión de segundos. El hacendado continuó:

—Esta mujer, de la que le hablo, tiene que quedarse recogida. Vivir aquí una temporada. Tiene veintidós años. Es hija del capataz de la hacienda y... está embarazada. Lo que le pido es que la admita aquí durante el embarazo y que busque una buena familia, de lo mejor, claro, para entregar la criatura en adopción nada más nacer.

Alberto sintió como si hubiera vomitado todas las copas después de una noche de juerga. No fue capaz de volver a mirar el retrato de su padre. Había cometido muchos desmanes en su vida. Aquello se pasaba de la raya. Pero son cosas que pasan. Se decía a sí mismo.

El señorito guardó silencio. La hermana María Teresa quedó sin poder articular palabra. Tenía tantas preguntas agolpándose en su mente que no era capaz de organizarlas. Después de unos minutos reaccionó:

—Señor Dávila, esto que me pide es muy delicado, tengo que saber...

—Cuanto menos sepa, mejor. Es una muchacha sencilla y buena. Muy trabajadora. No les dará problemas. Además, ella está de acuerdo con el plan. Es consciente de que no puede quedarse con la criatura. Comprende que esto es lo mejor que podemos hacer, que es lo mejor para ella y para su hijo.

Alberto se puso a la defensiva. Notó la reticencia de la monja.

—Hermana, usted limítese a ejercer la caridad y no quiera saber detalles que podrían acarrearle problemas en un futuro. ¿No es suficiente todo el patrimonio que van a recibir gracias a mí? Creo que merezco ser atendido en algo que le pido como favor personal. Al fin y al cabo, os dedicáis a prestar ayuda a mujeres en situaciones difíciles.

La religiosa le miró con un gesto de desprecio impropio de su condición y sin temblarle la voz le dijo algo que no habría de olvidar jamás:

—Está bien, señor Dávila, sea como quiere. Pero déjeme decirle que tanto usted como yo llevaremos esto sobre nuestra conciencia durante el resto de nuestras vidas.

Alberto Dávila dio media vuelta tras hacer una inclinación de cabeza a modo de despedida y se dirigió a la salida. En el umbral de la puerta, se detuvo.

—Estaremos en contacto, hermana. Gracias.

Sor María Teresa le dirigió una última mirada mezcla de desconcierto e impotencia; pero no dijo una palabra. El señorito salió a la calle, se colocó el panamá y respiró como quien se quita un peso de encima. Miró su reloj y entró en la iglesia de la Magdalena a oír misa. El oficio religioso acababa de empezar.

Félix Vázquez Tena, abogado opositor a notaría, llegó a casa con el periódico bajo el brazo. Traía el ejemplar abierto y doblado por la página donde se acababa de publicar la lista de los nuevos notarios. Su mujer, María Luisa Mora, hija y hermana de juristas, salió al pasillo cuando oyó la cerradura de la puerta. Como siempre, le recibió con un beso; pero esta vez, Félix la levantó en brazos y seguidamente le extendió el periódico.

—Mira el número tres de esa lista, ¿le conoces?

Ella cogió el ejemplar hecha un manojo de nervios pues, imaginó de qué se trataba. Comprobó que la lista correspondía a los nuevos notarios. En el número tres figuraba el nombre de su marido. Lloró emocionada. Le abrazó durante un rato.

—Estaba segura de que lo conseguirías. Has trabajado mucho. ¡Habla con tu familia!

—Seguro que ya han visto la prensa. Llamaré a mi padre. Estará todavía en el despacho. Ah, esta tarde ponte guapa, más guapa si puedes. Te recogeré cuando salga del despacho. Lo vamos a celebrar con una cena y una botella de buen vino. Tú y yo. Solos.

—Será un placer, señor notario —asintió la esposa colgada, aún, del cuello de su marido—. Por cierto, antes de que se me olvide. Encima de tu mesa hay una nota que han enviado del convento San Millán —le dijo, mientras liberaba a su marido de sus brazos.

Félix fue a coger el mensaje para ver de qué se trataba. Sacó del sobre una cuartilla con el membrete de la Orden Cisterciense, la desdobló y leyó.

«Señor Vázquez, le ruego se pase por estas dependencias a la mayor brevedad. Necesito consultarle un asunto que esta casa ha de resolver. Me ha recomendado su bufete una persona allegada que trabaja con su tío, don Luis Vázquez. Espero su respuesta. Gracias.

Un saludo:

Sor María Teresa M.S».


CAPÍTULO II
SEVILLA 1930

El Ford Victoria de la casa de los Dávila de Fabra volvía a recorrer la avenida de La Palmera en dirección a La Magdalena. El reloj pasaba de la una de la madrugada. Había transcurrido una semana desde la visita de Alberto a la casa conventual de San Millán.

En esta ocasión, en el asiento de la parte trasera del coche había dos personas: Alberto Dávila y María de los Ángeles.

Federico miraba, de vez en cuando, a través del espejo retrovisor y no daba crédito a lo que veía y oía. Estaba siendo testigo de un engaño que, para calificarlo, no encontraba palabras.

—¿Vas bien? —preguntó el hacendado a la joven.

—Sí. No te preocupes. Es que no estoy acostumbrada a viajar en coche y me siento algo mareada; pero se me pasará enseguida. Bajaré la ventanilla.

—Quiero que sepas que hago esto por tu bien. Compréndelo. Además, yo no puedo hacerme cargo, de momento. Mi madre se llevaría un gran disgusto. Ya sabes, desde la muerte de mi padre está muy delicada de salud.

—Lo entiendo —dijo la muchacha que lloraba en silencio.

—Las monjas te tratarán como es debido. Ya he hablado con sor María Teresa, la superiora. Es una buena mujer.

—Por supuesto. No tengo miedo por eso. Pero yo podría irme al pueblo con el niño. Tú no tendrías problemas.

—Y ¿qué harías tú sola en el pueblo? Madre soltera, además. Ya sabes cómo es la gente. No te perdonarían. Yo no podría hacer nada. Hay mucha diferencia entre nosotros y no resultaría. Es la edad, la familia...

—Sí, hay mucha diferencia. Tanta, que aún me cuesta hablarte de tú. Después de todo.

—Mujer, entre nosotros, cuando estamos solos, la cosa es diferente.

 

—Mis padres, al ser un convento de clausura, no podrán verme. Las normas son muy duras. Eso tengo entendido.

—¡Qué va, mujer!, esas normas no van contigo.

Él intentó tomarla de la mano. Ella rechazó el gesto.

El chófer que oía la conversación y veía a María de los Ángeles, a través del espejo, sintió ganas de vomitar. El camino se le había atragantado. La conducta de su patrón lo estaba poniendo enfermo.

Ya en la puerta del convento, la joven bajó del automóvil. Antes de que abandonara el vehículo, él intentó darle un beso de despedida. Ella no se apartó, pero no le correspondió.

Federico sacó una maleta de la parte trasera y acompañó a la muchacha a la entrada de la casa conventual. Tiró de la cadena y sonó la campana. Se abrió un postigo, y apareció una monja que hizo entrar a la joven a la vez que cogía su equipaje. María de los Ángeles no se volvió a mirar al que hasta ahora y por siempre sería el gran amor de su vida. La puerta se cerró tras ella y supo que el mundo también lo hacía.

El vehículo emprendió, de nuevo, su marcha.

—Federico, vamos al Arenal a tomar café.

—Yo le espero en el coche, señorito. Si no le importa. Tengo el estómago revuelto.

—Como quieras. Ah, otra cosa, Federico. Confío en tu discreción, como siempre. Son cosas que pasan.

—Pierda cuidado, don Alberto. Soy una tumba. No diré esta boca es mía. Pero, aunque me la juegue, le voy a decir a usted una cosa. Le he visto cometer muchas locuras. Pero esto, esto no es una locura. Esto es una canallada con todas las letras. Y ahora haga usted conmigo lo que tenga que hacer.

—Voy a hacer como que no te he oído. Tendría que despedirte. Pero dónde encontraría a otro como tú. —Le puso la mano en el hombro y dijo—: Anda, tira para el Arenal.

El Ford Victoria se perdió en la noche, como una bestia, en busca de su presa.

Al día siguiente de recibir la nota de sor María Teresa, solicitando sus servicios, Félix Vázquez acudió al convento San Millán a hablar con la religiosa. Esta le recibió en su despacho.

—Pase, don Félix.

La madre superiora le esperaba detrás de su escritorio, desde donde dirigía los destinos de la Santa Casa. Una sala amplia rodeada de estanterías repletas de libros y carpetas.

—Con permiso, hermana.

El flamante notario entró en el despacho y se dirigió a la religiosa. Esta, con afable actitud, le señaló una silla ubicada delante de la mesa. Félix tomó asiento. La monja le ofreció unos documentos para que los mirase mientras le iba poniendo en antecedentes de lo que esperaba de él.

—Señor Vázquez, ahí tiene las escrituras de esta finca. Tiene además un documento de compraventa. Un precio simbólico naturalmente, para que esta casa pase a propiedad de la Orden bajo la administración y usufructo de las hermanas que aquí vivimos. Le hemos llamado para que formalice usted las escrituras. Ni que decir tiene que nuestro benefactor está a su entera disposición.

—Bien. Parece que está todo en regla. Falta iniciar los trámites para la transmisión del patrimonio y si el dueño actual está de acuerdo, no habrá ningún problema. Tendré que llevarme esta documentación, hermana.

—Desde luego. Todo lo que necesite. —La religiosa miró a Félix entornando los ojos—. La persona que nos ha recomendado su bufete lo ha hecho encarecidamente, asegurándonos una eficacia demostrada y una trayectoria profesional impecable. También nos dijo que... tendría en cuenta de que, al tratarse de personas, como nosotras, con pocos recursos económicos, su minuta no sería un disparate —la monja sonrió—, aunque, naturalmente, sus honorarios los dispone usted y no son discutibles.

—Tranquila, hermana, tendré en cuenta su observación —se vio obligado a decir el abogado.

—Me va a permitir que le dé un detalle para su esposa. Por su alianza veo que está casado. —Abrió un cajón y sacó de él una cajita—. Es un rosario. Está bendecido.

—Sí, estoy casado. Mi esposa sabrá apreciar su regalo. Muchas gracias, hermana.

Félix se levantó entendiendo que aquella reunión había concluido.

—Tendrá noticias mías.

—De acuerdo, don Félix. Espero que me tenga al día de cómo va todo. Permítame acompañarle.

Echaron a andar bajo las pandas del claustro.

—¿Tienen ustedes hijos, don Félix?

—Pues todavía no, hermana, pero esperamos que vengan pronto. Tanto mi mujer como yo estamos impacientes. Pero usted sabe que... vendrán cuando Dios quiera.

—Dios así lo quiera. Un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores. Desgraciadamente, las cosas no siempre suceden como es debido. Los designios del Señor son incuestionables. Hay muchos matrimonios que, después de mucho esperar, tienen que recurrir a la adopción. Cosa que, por otra parte, supone un acto de caridad cristiana. Hoy día hay instituciones que, por una pequeña cantidad, para gastos de burocracia, hacen realidad el sueño de ser padres.

—Tiene usted razón. Es importante en una pareja de esposos, poder materializar su compromiso en los hijos.

—Bueno, don Félix, no le entretengo más. Gracias por todo. Vaya con Dios.

Una religiosa, casi anciana, acompañó al letrado hasta la salida. Ya en la calle, este se percató de la habilidad que había derrochado la monja para ponerle en el compromiso de que le cobrara barato por el trabajo. Eso era propio de las monjitas, se dijo. Lo que a Félix no le pareció oportuno fue el segundo tema que abordó, el de los hijos. Después de todo, no tenía confianza para inmiscuirse en sus asuntos personales.

Félix llegó a casa a la hora de comer. Era un día caluroso, de esos de primavera en Sevilla. Nada más abrir la puerta empezó a deshacerse de corbata y chaqueta. Su esposa salió a recibirle.

—¿Qué tal tu día? Mucho calor hoy. El verano se acerca y se nota.

—Vengo del convento San Millán. Adivina qué querían las monjas. Ah, por cierto, la madre superiora me ha dado un regalito para ti —le dijo, mientras le entregaba la cajita con el rosario.

—Muy bonito. Es un detalle precioso. Por cierto, ¿para qué te han llamado? —preguntó la esposa.

—Un señor muy rico le ha regalado la casa palacio donde está ubicado el convento San Millán. Hasta ahora la tenían cedida. Me han llamado para que le haga los trámites de transmisión patrimonial.

—Bueno, bueno. ¡Qué generosidad! No sería el primer caso, desde luego. En mi familia ha habido quien ha hecho muy buenos regalos a monjitas de su devoción —dijo la mujer entre extrañada y divertida.

La pareja, ya en el comedor, se sentó a la mesa y se dispuso a degustar la comida que la asistenta comenzó a servirles. Después de un silencio...

—Me ha estado hablando del matrimonio y de los hijos, tan necesarios para la constitución de una verdadera familia. Me ha insinuado que, si los hijos no vienen, es un deber cristiano tomarlos en adopción.

—¿Te preguntó si teníamos hijos?

—Primero dedujo que estaba casado, por mi alianza. Y luego me recordó lo de la caridad cristiana. Ya sabes cómo son las monjas.

—Pues no le falta razón.

—Por lo que pude entender, ella sabe de instituciones que podrían proporcionar los medios para que las familias que no pueden tener hijos de forma natural puedan satisfacer sus deseos adoptando una criatura. Eso sí, por una módica aportación para gastos administrativos. No me lo dijo abiertamente, pero me dejó ver entre líneas que ella podría estar en condiciones de facilitar ciertos trámites para la adopción.

—Esa monja parece tener influencias, según me cuentas. Con la Iglesia hemos topado, como dice el refranero.

María Luisa Mora no quiso darle importancia al comentario de su marido; pero en sus ojos brilló una luz de emoción contenida. Después de varios años de matrimonio estaba perdiendo la esperanza de ser madre. Eso le dolía, más que por ella, por él.

Habían pasado varias semanas desde que Félix se hizo cargo del traspaso de la casa palacio de las monjas de San Millán. Este y su esposa se hallaban desayunando antes de que el nuevo notario, marchara a su despacho.

—Hoy vas más tarde que de costumbre. Me alegra verte desayunar tranquilo, aunque solo sea de vez en cuando —le dijo, mirando a su marido satisfecha.

—Estoy haciendo tiempo. Voy a pasarme por el convento a darle unos papeles a sor María Teresa.

La mujer quedó pensativa. Félix no lo advirtió y siguió dando buena cuenta del desayuno.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó la mujer.

—¿Qué se te ha perdido a ti en el convento?

No obtuvo respuesta. Pero no le negó el capricho a su esposa.

—De acuerdo, acompáñame si te hace ilusión.

Sí que le hacía ilusión. Por darle las gracias a la hermana, le justificó a su marido y por otros motivos que, de momento, le ocultó.

—Déjame arreglarme. Estoy en un momento.

El esposo no la creyó y comenzó a leer la prensa.

Mucho antes de lo que pensaba Félix, su mujer estaba dispuesta para salir.

—¿Nos vamos?

El hombre la miró con admiración. Había merecido la pena esperar, pensó.

—Bien. Vamos, señora de Vázquez.

La tomó del brazo y salieron a la calle en dirección a La Magdalena. Todavía había pocos transeúntes. Un penetrante olor a masa frita salía de los quioscos donde vendían churros y tazones de chocolate. Las barcas de pescadores volvían de faenar. Todo familiar y nuevo a la vez. María Luisa y Félix disfrutaban del ambiente. Al notario no se le fue por alto la intención de su esposa al querer conocer a sor María Teresa.

En la entrada del convento tocaron la campana de aviso. Una hermana asomó su cornete por el postiguillo.