Loe raamatut: «Diferentes razones tiene la muerte»

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Foto: Anónimo / Coordinación Nacional de Literatura-INBAL

María Elvira Bermúdez

(Durango, 1916 - Ciudad de México, 1988) fue de las primeras mujeres en graduarse de la Escuela Libre de Derecho, trabajó como actuaria en la Suprema Corte de Justicia, fue defensora del derecho de las mujeres al voto, pionera del género policiaco en México y crítica literaria. Diferentes razones tiene la muerte, su primera y única novela, fue publicada en 1953. A ella siguieron al menos cinco libros de cuentos policiacos, donde dio vida al personaje de María Elena Morán la primera mujer detective de Latinoamérica. Sus historias plantean enigmas con un agudo sentido del humor, al tiempo que muestran un profundo interés por la psicología y cuestionan los convencionalismos sociales de la época.


Foto: © Gala Phenia

Aniela Rodríguez

(Chihuahua, 1992) es maestra en letras modernas por la Universidad Iberoamericana. Ha colaborado en diferentes medios electrónicos y antologías. Fue becaria del programa Jóvenes Creadores, del Fonca en 2014 y en 2019. Publicó el poemario Insurgencia (icm Chihuahua, 2014). Su libro de cuentos El confeccionador de deseos (Ficticia, 2015) obtuvo el premio Chihuahua de literatura en 2013, y en 2016 obtuvo el premio nacional de cuento joven Comala con el libro El problema de los tres cuerpos (feta 2016 y Editorial Minúscula, 2019).

colección vindictas

novela y memoria


Contenido

A manera de introducción

Personajes que intervienen en la novela:

I. Un abogado y su mamá

II. La familia ortiz

III. Diana la impetuosa

IV. El pobre abelito

V. Un legítimo representante del pueblo

VI. Protagonistas

VII. El principio del Fin

VIII. Sombras que caminan

IX. El delegado interviene

X. La historia de siempre

XI. Aparece el detective

XII. Resumen psicoanalítico

XIII. Una llave

XIV. La recóndita voz

XV. Pedro, el mozo

XVI. Armando y desarmando hipótesis

XVII. ¿Era abelito, en realidad, un pobre diablo?

XVIII. La muerte envanecida

XIX. Antecedentes

Aviso legal

Otros títulos de colección vindictas. novela y memoria

a manera de introducción

María Elvira, escritora de la resistencia

Leí por primera vez a María Elvira Bermúdez hace un par de años y desde entonces, tuve la sensación de que pudimos haber sido grandes amigas; por lo menos, compartir un café o una cerveza en su casona de la colonia Roma, donde se dice que recibía alegremente a colegas y jóvenes que buscaban aprender algo de ella. Su irrefrenable vocación como cuentista (que, en mi opinión, es la primera disidencia a la que puede enfrentarse un narrador) logró cautivarme: yo soñaba con tener ese punzante instinto con el que Bermúdez se movía por este género. Quería, como ella, retratar la sombra que espera pacientemente en las calles de una ciudad como la nuestra.

Bermúdez ocupa un lugar eminente en aquel género que durante mucho tiempo fue colonizado por los hombres. Heredera de grandes como Chesterton, Christie y Poe, la escritora duranguense se obsesionó con la cadencia del policiaco, pues le otorgaba la libertad de pararse en un pedestal que muchos otros habían hecho a un lado y que apenas volvía a repuntar en las mesas de novedades. Fiera aficionada a los relatos criminales y una seguidora incansable del short story (muy al estilo anglosajón), pronto se convirtió en una gema en medio del desierto: la primera escritora policiaca en Latinoamérica.

Nacida en Durango en la década de 1910 (no se tiene certeza de su año de nacimiento: bien pudo ser 1916 o 1912), pero emigrada a la capital del país a edad temprana, María Elvira decidió asumir los retos que suponía nacer mujer en la primera mitad del siglo xx. Se matriculó en la Escuela Libre de Derecho y fue de las primeras mujeres en licenciarse como abogada, en un ámbito (que hoy en día sigue siendo) predominantemente machista. Su incursión en las leyes le granjeó la pasión por el relato policiaco, un universo que le permitió explorar la semilla del crimen y sus vericuetos desde una zona mucho más íntima.

Tenía 32 años cuando sus primeros relatos vieron la luz en periódicos como El Nacional y revistas como Selecciones policiacas y de misterio; la última acogió por lo menos una docena de sus historias, aparecidas entre las décadas de los años cuarenta y sesenta. Publicó, además de Diferentes razones tiene la muerte (1953), cuatro libros de cuento: Alegoría presuntuosa (1971), Cuentos herejes (1984), Detente, sombra (1984) y Encono de hormigas (1987). Como la voraz lectora que era, volcó sus ambiciones en el cuento y teorizó largo y tendido sobre los pormenores de este género.[1] Justo ahí emergieron Armando H. Zozaya y María Elena Morán, los famosos detectives que protagonizaron sus historias; ésta última, considerada un alter ego de la autora, se convirtió en la primer mujer detective dentro de la literatura latinoamericana.

Cierto es que no todas las mujeres tenemos acceso a aquella habitación propia que Virginia Woolf proponía hace ya casi un siglo. Muchas debemos trabajar en horarios avasallantes para ganarnos la vida, encargarnos de las labores domésticas, maternar desde la trinchera que nos toca. Escribir, en cambio, requiere tiempo, silencio, libertad: tres cosas que, por desgracia, continúan siendo un privilegio en pleno siglo xxi. No basta con ocupar una habitación: hace falta encender todas las luces, habitar un sitio seguro, que se extienda más allá del canon que por siglos ha tratado de invisibilizarnos. Ser mujer y ser escritora es renunciar voluntariamente a la oscuridad.

Eso es justamente lo que María Elvira decidió: abrazó su escritura, la llenó de luces y de contrastes; poco le importó adentrarse en mar abierto, como lo era el policiaco en esa época. Participó activamente en la lucha por la igualdad de género (sobre todo, por el derecho al voto). En su nada breve producción literaria, procuró bosquejar a una mujer empoderada (es el caso de María Elena Morán, la célebre detective que se dedica a resolver crímenes, teniendo como única escuela su afición a las novelas de misterio), a partir de personajes que constantemente desafiaban el papel tradicional del ama de casa sumisa y entregada de lleno al hogar. Buscó la inclusión de protagonistas femeninas fuertes y emancipadas o, en su defecto, que denunciaban la sistemática opresión de un sistema patriarcal. Con escritoras como Bermúdez (la Agatha Christie mexicana, como la llamara Marco Antonio Campos en su momento), estamos en deuda. La resistencia que les debemos está en la lectura y la difusión de su obra: sólo así seremos capaces de regresarlas a la luz, donde siempre han pertenecido.

Más allá de la sombra

El policiaco es un género de precisión matemática. Sobrevive a partir de fórmulas y variables que, aunque encuentran distintos caminos por los cuales desdoblarse, siempre parten de un mismo supuesto: equilibrar la balanza entre el crimen y la justicia. Quizás de ahí viene el secreto de su infalibilidad. Como lectores, entendemos que la trama nos conducirá por un laberíntico juego de señuelos y acertijos, y que logrará sacudir cualquier percepción que nos hayamos formado previamente. ¿Su as bajo la manga? Un detective curioso, con un (generalmente) feroz instinto para conectar rostros, motivos y secretos. Un mago del enigma. En el policiaco, lo importante no siempre es lo que uno busca, sino lo que termina por encontrar en el camino. Finalmente, el misterio quedará resuelto y el detective revelará al lector los complejos atajos que tomó su psique para desenmascarar al responsable. Pues bien, si conocemos de pies a cabeza cómo funciona el relato detectivesco, ¿cuál es aquella urgencia que nos motiva a seguir devorándolo?

El policiaco es prácticamente una apología de los claroscuros, donde, detrás de la podredumbre y la sordidez del crimen, casi siempre suele asomarse un tenue halo de luz. Dentro de la narrativa policiaca (como sucede en Diferentes razones tiene la muerte), las partes iluminadas del texto pueden ser suficientes para calmar, por un momento, nuestra sed de justicia. Sin embargo, hay algo que se oculta en la otra cara de la moneda, y que es la clave para resolver la incógnita. El misterio se alimenta de la sombra: eso que no somos capaces de ver y que constantemente nos resbala, nos burla. Se mofa en nuestra propia cara, cuando creemos tener la respuesta indicada. Ya Edgar Allan Poe lo dejaba claro en “La carta robada”, una historia novedosa para su tiempo, donde la resolución del caso aparece todo el tiempo bajo las narices del mismo detective.

No sé si hablo por todos, pero, como lectora, prefiero los libros que me retan y me llevan al límite. Aquellos que no sólo me vuelven cómplice, sino que me hacen sentir que estoy en un laberinto en el que, a cada momento, voy pisándole los talones al culpable. ¿Cuándo habré de alcanzarlo? ¿Cuál será ese escondrijo que he pasado de largo? Eso es lo que enamora del detectivesco, y la novela de Bermúdez no es la excepción. Las reglas del juego se presentan claras: desde un inicio, nos familiarizamos con los personajes y su cotidianidad, entendemos su contexto y su rol dentro de aquel tablero que es la anécdota e, incluso, tratamos de meternos en sus zapatos para comprenderlos desde lo más íntimo. Es decir, bailamos con ellos un vals que sólo es posible en la más completa cercanía. El policiaco y el noir, como una especie de religión inocua, buscan la empatía a ojos cerrados: quien es capaz de mirar en el mismo ángulo en que lo hacen los personajes, está un poco más cerca de resolver el puzzle.

¿Qué se esconde detrás de cada puerta en la hacienda de Georgina Llorente? ¿Qué tienen en común personajes como Diana Leech y Abel Fernández, la una sumergida en la misión de “brillar en sociedad”, y el otro, atolondrado por el alcohol y el yugo de un amor no correspondido?¿En dónde habrá de poner el ojo Zozaya, detective aficionado al psicoanálisis y determinado a resolver el caso a toda costa? Toparse con las páginas de Diferentes razones tiene la muerte es sumergirse de lleno en sus personajes, clasemedieros arquetípicos de la cosmopolita Ciudad de México en los años cuarenta. Los tenemos de todos los sabores: desde la adolescente obsesionada con la moda y el mundo de las apariencias, hasta la abnegada viuda que condena los derroches de la high class. María Elvira hace una punzante crítica a la sociedad mexicana del incipiente siglo xx; una en la que las aspiraciones, la ciega idolatría de los valores occidentales y la marcada sumisión de la mujer ante la figura del patriarca aparecen retratadas con una fidelidad que sorprende. Al mismo tiempo, el sarcasmo, la ironía y el humor negro se revelan como un arma filosa, pero muy necesaria. No sólo nos reímos una y otra vez de los personajes: también lo hacemos de nosotros mismos y de esa parte que, lo mismo en Román Arana que en María López del Campo, aparece para reafirmar nuestra condición falible; humana, al fin y al cabo.

Con mucho tacto, Bermúdez consigue dibujar el abismo de disparidad entre hombres y mujeres. Los mecanismos de dominación dentro del matrimonio, la búsqueda del ideal femenino como el fin primigenio de nuestro género, la sumisión y la devoción de la mujer en las relaciones afectivas son sólo algunos de los temas con los que María Elvira polemiza. Incluso, se burla con sorna en la cara del macho alfa, y reproduce expresiones que aún rozan nuestro día a día, a pesar de haberse escrito hace poco más de 70 años: “¡Oh! ¡Las mujeres! Son agradables por una temporada, pero después se vuelven celosas y exigentes. ¡Todas son iguales!”, o acaso: “[…] recordó lo que frecuentemente leía en el Para ti y en La familia, acerca de que de las esposas depende que sus maridos las quieran. Esas mujeres que escriben así deben saber lo que dicen”.

Diferentes razones tiene la muerte es, en esencia, una novela de contrastes. Divertida, crítica y, sobre todo, aderezada con la precisión de una escritora que conoce a la perfección las lindes del género. Hija pródiga de los grandes maestros del misterio, Bermúdez nos hace cómplices y victimarios, se burla de y con nosotros, juega a cazar y a cazarnos. Hay lugar para todos en este libro, que carece de florituras innecesarias y se concentra en entregar una historia ágil, sencilla, que engancha desde el primer párrafo. La de antorchas que enciende María Elvira en esta historia, nada más para recordarnos que hay ocasiones en las que no hay más que incendiarlo todo, y abrazar la resistencia donde sea que nos encuentre.

aniela rodríguez

1 En una entrevista publicada en La Jornada de forma póstuma, María Elvira Bermúdez reconoce que, más allá de su incursión en el género policiaco, le gustaría ser recordada como crítica literaria, labor que ejerció activamente por más de 40 años. Bermúdez se dedicó a entender el relato policiaco en México, y publicó tres antologías de cuento en las que incluyó lo más representativo de un género que ganaba cada vez más popularidad en Latinoamérica.

DIFERENTES RAZONES

TIENE LA MUERTE

personajes que intervienen
en la novela:

(por orden de aparición)

Miguel Prado, de 28 años de edad. Hijastro de Georgina.

María López del Campo, de 49 años. Ex esposa del segundo marido de Georgina.

Celia Ortiz, de 22 años. Hija de Adela.

Adela Menchaca de Ortiz, de 42 años. Actual esposa del ex marido de Georgina.

Mario Ortiz, de 48 años. Ex marido de Georgina.

Diana Leech y García, de 35 años. Superficial amiga de Georgina.

Abel Fernández, de 46 años. Incondicional admirador de Georgina.

Octavio Román Arana, de 43 años. El hombre a quien Georgina ama.

Georgina Llorente, viuda de Prado, de 41 años. En función suya, directa o indirectamente, actúan todos los personajes del relato.

Juan Requena, de 45 años. Celoso enamorado de Georgina.

Armando H. Zozaya, de 31 años. El investigador.

Familiares, criados, policías, delegado del ministerio público.

Época: septiembre de 1946.

Lugar: República mexicana.

i
un abogado y su mamá

Todos los lunes, Miguel Prado despertaba con ánimo optimista y voluntad de trabajar. En su libreta negra de cantos rojos las anotaciones correspondientes a esos días eran profusas y breves:

“1º Entrevistarse con el señor A. –2º Dictar los escritos de los asuntos F y N. –Copiar los acuerdos del día en Tribunales. –4º Ir a la Corte por el asunto V.-5° Ir a la Peni y visitar a los reos P. y G. —6º Volver al despacho y…”

Y así sucesivamente. El joven abogado jamás quería convencerse de que los asuntos listados para el lunes ocupaban en la práctica uno o dos días más; se obstinaba en acumularlos de una vez, y el resultado era que, a la mitad del primer día de la semana, se encontraba invariablemente de mal humor.

Había abandonado la costumbre de comer en el centro porque sabía ya que lo que pudiera ahorrar en tiempo, lo desperdiciaba en dinero y en salud. Por ello, aquel lunes de septiembre, a las 14 horas, abordó apresuradamente un camión Santa María Mixcalco. Habituado por toda su existencia al bullicio y tránsito de la metrópoli, no lograban distraerlo de sus pensamientos ni los gritos de los camioneros, ni las estridencias de los cláxons, ni ese rumor complejo, formado por voces y chirridos, que caracteriza a la ciudad abigarrada.

Pensaba en su trabajo, en las mil cosas pendientes que le urgía llevar a cabo y también, en su casa y en su madre. Pocas veces Miguel pensaba en sí mismo. El estudio primero y luego el trabajo formaron siempre dúo inseparable con el cariño a la madre austera y abnegada. Ambicioso y altivo, dejaba para después, para cuando tuviera el dinero suficiente, el propósito de vivir su vida. Hasta ahora, sus diversiones habían sido las de cualquier joven de la clase media mexicana; y sus amores, intrascendentes.

“El camino se va haciendo largo”, pensaba Miguel. No el camino hacia el modesto hogar; éste, una vez que descendió, se encontraba a la vista; sino el camino hacia la realización de sus ambiciones. “En nuestro país, un joven abogado, que no es político ni líder, difícilmente se convierte en un hombre rico.”

Con un suspiro que a la vez significaba fastidio y resignación, arrojó al suelo el Delicado no fumado del todo, buscó su llave y abrió una de las cuatro puertecillas idénticas de aquella casa de departamentos de la colonia Santa María.

Una escalera angosta, peligrosa, almacenaba el tufo de la comida; a la derecha, un comedor minúsculo se ofrecía ya listo para el yantar cotidiano. Nunca se resignó a contemplar, en aquella reducida estancia que hacía las veces de sala y comedor, cómo se amontonaban los viejos muebles que supieron de tiempos mejores: el ajuar Luis XV, la alfombra inmensa y raída que se doblaba sobre sí misma al topar con la pared, y las pesadas cortinas que habían sido bastilladas; ni el mueble más extraño, inútil y estorboso que era precisamente el más querido de su madre: una jardinera de nogal con enorme espejo biselado. Doña María López del Campo prefería entre todas sus pertenencias aquella jardinera que en los primeros meses de su matrimonio vio siempre colmada de alcatraces o gladiolos. Para ella era un símbolo de felicidad; amaba sus muebles casi tanto como se aferraba a sus convicciones, y si había tenido que desprenderse de parte de su mobiliario para atender a necesidades apremiantes aseguraba que, por el contrario, jamás se amoldaría a las escandalosas costumbres modernas.

Miguel saludó a su madre, fue a lavarse las manos y comió a solas, como acostumbraba, ya que doña María era a la vez que el alma, la sirviente de la casa.

Al terminar, pensando de nuevo febrilmente en su trabajo se disponía a salir, cuando su madre le dijo a gritos desde la cocina:

—Espera, Miguel, no te vayas.

—¿Qué pasa, mamá? —inquirió el joven abogado—. ¿Quieres dinero? Dime pronto, porque tengo mucho que hacer.

—No, hijo, espérate —contestó la señora.

Entró en la salita y tomó asiento. Sin dar tiempo a que su hijo la interrogara de nuevo, le tendió una carta y le dijo:

—Ten, lee esto.

Miguel se sentó a su vez y dio vueltas entre sus manos a un sobre alargado color violeta que exhalaba penetrante perfume.

—¿Es de ella? —preguntó.

—Léela —contestó ceñuda doña María.

El sobre, afeado por las vulgares estampillas, mostraba en una esquina un monograma con las iniciales G. Ll. P., e iba dirigido a: Sra. María López del Campo e hijo.

Miguel comprendió inmediatamente por qué su madre adoptaba esa expresión de santa y justa ira. Ella, pese al divorcio que en vida obtuvo su marido, jamás dejó de considerarse como la esposa legítima primero, y luego como la viuda de Alfredo Prado. Miguel había eludido siempre comentar ese punto; una vez más pasó en silencio la afrenta, y se apresuró a leer la carta.

Era una invitación inesperada, cínica y cortés a un tiempo. Decía así:

Distinguida señora:

Seguramente le causará a Ud. extrañeza recibir letras mías, la que subirá de punto cuando conozca el objeto de las mismas.

Me permito invitarla a usted, en compañía de su hijo, a pasar unos días en mi quinta de Coyoacán. Se trata de reunir a viejos conocidos; y aunque supongo que usted se inclinará a rehusar, espero del buen sentido de Miguel que aceptarán.

Es tiempo ya de olvidar rencores y de hacer las paces, ¿no creen ustedes? Ello quizá sería en bien de Miguel.

Los espero, entonces, el viernes próximo a las diecinueve horas en esta su casa.

Atentamente,

Georgina Llorente, viuda de Prado

Miguel Prado no tuvo tiempo de analizar la impresión que le causó la lectura de la carta porque su madre, con voz temblorosa, estalló:

—¿Qué te parece? La muy...

Doña María era una señora decente y católica; se limitaba a sugerir los epítetos que sus labios nunca se hubieran atrevido a pronunciar.

—Realmente —contestó Miguel—, es el colmo de la desfachatez invitarnos a su casa.

—¡A su casa! —clamó la señora—. ¿Cómo, su casa? Todo lo que tenga esa... es nuestro, por ser de tu padre, mi marido. Si ella lo tiene es porque lo ha robado, porque en este mundo no hay justicia, ni hay leyes que protejan la inocencia. Pero al cabo hay un Dios en los cielos...

—Sí, mamacita —atajó Miguel entre impaciente y tímido.

Sabía de memoria lo que su madre tenía qué decir. No solía contradecirle, aunque no estuviera de acuerdo con sus invectivas; pero en aquellos momentos una idea sugestiva se esbozaba en su mente, y consideró necesario transmitírsela a su madre. Continuó:

—Pero, ¿si esto quisiera decir que se arrepiente y que quiere darnos algo de...

—¿Darnos? ¿Darnos algo, así, como limosna?

—No, mamá. Tú y yo sabemos que no sería una limosna, que tenemos derecho a ello; derecho moral, por lo menos, ya que no legal...

—¡Ah! ¿Conque no tenemos derecho?

—Mira, mamacita, esto es un asunto complicado. Desgraciadamente las leyes no siempre favorecen a quienes más necesitarían de ellas...

—¡Claro! Como que las leyes son obra de los hombres y nada más sirven para proteger a sinvergüenzas. La ley de Dios es muy distinta.

—Bueno, mamá; pero tienes que reconocer que, buenas o malas, de las leyes humanas vivimos tú y yo. Si no hubiera leyes, no habría abogados; y si no hubiera abogados, ¿cómo me ganaría yo la vida?

—Podrías ganártela de otro modo.

—Sí, claro, como zapatero o como cargador. Pero dio la casualidad, y tú lo sabes, de que mi padre quiso que yo fuera abogado, como él y como mi abuelo, y que me ayudó en mis estudios mientras vivió, que me regaló la biblioteca de mi abuelo, y que ser hijo de Alfredo Prado, y nieto de don Alfredo Prado me ha servido de mucho en mi carrera.

—Bueno, bueno. Pero eso no quita que las leyes le sirvieran a tu padre para irse con esa perdida y para dejarnos en la miseria. ¡Es que nombrarla a ella su única heredera!

—Eso, eso me ha hecho sufrir tanto como a ti, mamacita. Precisamente el vivir al día, el tener que matarme trabajando es lo que a veces me desespera. Yo quisiera tener dinero, mucho dinero, para que tú tuvieras una casa grande, y comodidades, y yo...

—Y pensar que tenemos ese dinero, que deberíamos tenerlo. Porque todo lo que esa... gasta y derrocha es dinero de tu padre.

—No, no todo. Ella heredó también de sus padres y de un hermano, pero sí, gran parte de lo que tiene es lo que mi papá le dejó. Por eso, mamá, muchas veces he pensado que ella debía ayudarnos, pues con lo suyo tiene de sobra; he pensado a veces en decirle...

—¿Has pensado en ir a pedirle?

—No, no precisamente. En fin, mamá, ya que ahora sale de ella...

—¿Qué quieres decir?

—Pues que nada perderíamos con probar. Ya ves que dice que quizá sería para mi bien, y que apela, a mi buen sentido.

—No, hijo mío, jamás. Eso es una locura.

—Pero, ¿por qué?

—¿Yo, en casa de esa...? Parece que te olvidas de que tu madre es una mujer decente.

Miguel suspiró. Era muy difícil convencer a su madre. Él quería ir, pero...

—Bueno, mamacita, como tú quieras —dijo, tratando de poner punto final a la conversación; pero prometiéndose a sí mismo ir por su cuenta.

Como si doña María leyera su pensamiento, le preguntó:

—¿Tú quieres ir, verdad?

Miguel no contestó. Su mirada se encontró con la de su madre y ambos sonrieron débilmente. Tras unos segundos de silencio dijo la señora:

—Fíjate, hijo, yo no puedo ir allí. Yo soy católica, no puedo ir a la casa de una mujer que vive en pecado.

—Eso sería en vida de mi padre —objetó Miguel—, ahora ya no. Ya han pasado diez años, mamá, y ahora las cosas son distintas. Es tiempo, como ella dice, de perdonar. ¿No nos manda nuestra religión perdonar?

En doña María la indignación y el rencor iban cediendo paso a la ambición. “¿Y si de veras nos llamara porque le remuerde la conciencia y quiere restituirnos lo que es nuestro? Yo podría volver a tener piano, y comprarme un rosario de filigrana de oro, y poner todos los días gladiolos en la jardinera… Dios aprieta, pero no ahoga.”

Miguel, considerando el silencio de su madre como un buen síntoma, la apremió:

—Fíjate, podemos ir nada más un día, como prueba. Si te gusta, nos quedamos, si no, no. ¿Qué te parece?

Doña María elevó los ojos al cielo y contestó:

—¡Ay, Miguel! ¿De qué sacrificios no es capaz una madre?

Y así, en aquel lunes de septiembre, quedó decidido que Miguel Prado y su madre serían huéspedes de Georgina Llorente en la quinta de Coyoacán.