Loe raamatut: «Cuando la hipnosis cruzó los Andes»

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MARÍA JOSÉ CORREA & MAURO VALLEJO

CUANDO LA HIPNOSIS CRUZÓ LOS ANDES: MAGNETIZADORES

Y TAUMATURGOS ENTRE BUENOS AIRES Y SANTIAGO

(1880-1920)

1ª EDICIÓN, SANTIAGO: PÓLVORA ED., 2019. 329 P.;

13,8 X 21,5CM.

COMITÉ CIENTÍFICO: MARIANO RUPERTHUZ |

MARCELO SÁNCHEZ | MIGUEL MORALES

ISBN IMPRESO: 978-956-9441-27-1

ISBN DIGITAL: 978-956-9441-61-5


© 2019, Pólvora Editorial

DISEÑO EDITORIAL Y PORTADA: CAMILA GONZÁLEZ S.

(ILACAMI)

Diagramación digital: ebooks Patagonia

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CONTENIDOS

Introducción

Capítulo 1. Sonámbulas viajeras, patentes de invención y revistas de hipnosis. Alberto Díaz de la Quintana en Buenos Aires, 1889-1893

La tríada insuficiente

El currículum de un viajero

Gabinetes y revistas de hipnosis para la gran aldea

Una lombriz solitaria y los primeros altercados con las autoridades locales

Sonámbulas, sillones vibratorios y molinos de viento

Vengadores, plagiarios e inquilinos

Capítulo 2. Espiritismo, estafa y persecución internacional de un charlatán. El conde Baschieri, un Chevalier D’Industrie en Chile, 1907

El espiritismo se pone de moda

Un seductor peligroso frente a la alianza policial internacional

De espiritista a estafador: la latencia de un embaucador transnacional

Capítulo 3. De hidalgos embusteros, teósofos despechados y pioneros de la psicología. El conde de Das entre los porteños, 1892-1894

Paraná 45, entre Rivadavia y Piedad

Un conde en las pampas

Higienistas, comisarios desobedientes y católicos letrados

Confesiones despechadas y médicos a disposición

Nomadismo y teosofía

Capítulo 4. Institutos científicos, formación a distancia y fraude médico. Leovigildo Maurcica, un profesor de filosofía hipnótica en Santiago de Chile, 1913

La careta de profesor y el valor de la enseñanza

The New York Institute of Science y la ciencia del buen éxito

Universidades, institutos y las tensiones de la educación hipnótica

Ciencia y fraude

Capítulo 5. Un telépata en ambos márgenes de la cordillera. Enrique Onofroff, del temor al fraude, 1895-1913

Buenos Aires, 1905. José Ingenieros arrepentido e hipermnésico

Consumidores de telepatía

Lo profano y su buena salud

El veredicto moral o los límites de la erudición médica

El despertar del show hipnótico en Chile

Del hipnotismo científico al fraude recreativo

Epílogo (por Annette Mülberger)

INTRODUCCIÓN

Un individuo letrado de hoy en día no conoce de la hipnosis otra cosa que su figuración caricaturesca, moldeada a partir del recuerdo turbio de olvidables películas americanas, o de la rememoración vergonzante de algún show de ilusionismo entrevisto en la televisión o en algún teatro bullicioso. En esa imagen indeleble se destacan siempre algunos elementos prototípicos: el hipnotizador, generalmente una figura masculina de mediana edad, voz cavernosa, gestos decididos e intachable aplomo, adormece con sus poderes a una mujer joven. Muchas cosas pueden variar en esa escena simplificada. Por ejemplo, el ámbito donde transcurre: puede tratarse de un escenario con luces bajas y público expectante, de un consultorio sin testigos, o también de un anfiteatro médico lleno de hombres de guardapolvo. Igual de heterogéneos pueden ser los fines de ese acto: del mero entretenimiento a la búsqueda de una sanación, pasando por la exploración experimental de ilusiones o anestesias. Similar indeterminación puede afectar a los protagonistas: quien lleva las riendas del asunto no siempre es un médico abnegado, algo en sus gestos devela quizá que es un farsante sin escrúpulos, un feriante que ante el menor accidente ha de salir corriendo, o tal vez un criminal que usa sus poderes taumatúrgicos para convertir a la joven autómata en su arma homicida. El perfil de la hipnotizada reconoce, en esta imagen arquetípica, diferentes modulaciones: histérica analfabeta, burguesa curiosa o mujer de circo.

Dicha caricatura no carece de asideros ni de genealogías en que rastrear su formación. Aquella recupera la representación más clásica que ha quedado de la hipnosis tal y como se practicó, hasta su productivo hartazgo, en la segunda mitad del siglo XIX. Nos resulta casi imposible pensar en el hipnotismo decimonónico sin que de inmediato se agolpen en nuestra mente las imágenes que, por un motivo u otro, parecen tener la virtud de compendiar mágicamente los rasgos de aquel hecho cultural que aún sigue despertando el interés de los historiadores. No podemos evitar recuperar la elocuente pintura (Une leçon clinique à la Salpêtrière) con que André Brouillet inmortalizó, en 1887, la naturalidad y la seguridad con que Jean-Martin Charcot diserta sobre el cuerpo hipnotizado de Blanche Wittmann, la paciente que está a su lado.1 O una de las litografías que ilustran el tratado popular de medicina doméstica del “Dr. Younger”, en la cual el magnetizador mantiene sus manos a unos centímetros del cuerpo de su “paciente”, colocado en posición horizontal entre dos sillas, sirviendo su cuello y sus tobillos como únicos y dudosos puntos de apoyo.2

Estos últimos rastros icónicos y aquella mudable caricatura tienen un punto en común. Todas ellas insisten en el elemento que ha primado en nuestras representaciones más espontáneas del hipnotismo del siglo XIX, y que incluso ha contaminado los abordajes más informados y cuidadosos de dicho fenómeno histórico. Estamos habituados a equiparar hipnosis con inmovilidad o quietud. Cuando reflexionamos sobre este dispositivo que tan fecundo se mostró en el siglo XIX, pensamos casi por inercia en la rigidez de ese cuerpo hipnotizado. Sabemos que la inducción o la disolución de parálisis corporales fue apenas un capítulo minúsculo de un hipnotismo que podía ser empleado para muchos otros fines. Pero incluso cuando aceptamos tomar en consideración las escenas en que la inmovilidad era inexistente, ella continúa manteniendo su reinado como esquema explicativo. Incluso cuando damos su debida significación a los experimentos que se caracterizan más bien por la distancia o la acción —hipnotizaciones efectuadas desde una incierta lejanía, órdenes poshipnóticas merced a las cuales el sujeto se veía impelido a partir, asesinatos bajo hipnosis, entre otros— el análisis sigue acechando el instante en que la parálisis, el reposo o la quietud (de los cuerpos o de la voluntad) ordenaron los fenómenos a suceder.3

El objetivo de este volumen no es poner en entredicho la veracidad de esos modos de figurar el hipnotismo de los siglos XIX y XX, sino más bien documentar que ese dispositivo fue también, o incluso más, un enjambre de cuerpos y objetos en movimiento. La historia de la hipnosis debe ser narrada, en consecuencia, como la incesante secuela de viajes, desplazamientos y circulaciones. Y cabe señalar que ese carácter transeúnte afectó a todos los engranajes de la maquinaria sonambúlica: las ideas, los saberes, los objetos, las personas, los gestos y los públicos. El desarrollo y la propagación del hipnotismo a partir de mediados del siglo XIX respondió, en gran medida, a procesos de tráfico que han recibido la atención de los estudiosos en las últimas décadas: circulación de libros y folletos, que cruzaron fronteras gracias a iniciativas y azares, gracias a emprendimientos y descuidos de comerciantes, traductores, curiosos y sabios; irradiación de teorías o marcos comprensivos, que lograron cruzar los lindes de su territorio de nacimiento siguiendo trayectos asaz imprevisibles; difusión de los emplazamientos que hicieron posible la observación o el consumo de los hechos hipnóticos, en un momento de expansión rápida, por caso, de la idea de laboratorio de fisiología humana, en que procesos patológicos podían ser examinados in situ.4

Ahora bien, el presente libro hace foco en sólo una de las facetas de ese carácter trashumante del hipnotismo decimonónico. Los propios hipnotizadores, esos grandes artífices de inmovilidades legendarias, fueron viajeros pertinaces.5 Al hacer foco en la naturaleza itinerante de esos taumaturgos, este libro intenta echar luz en varios frentes. Primero, en la esencia fecunda de ese nomadismo. Más que indagar los motivos psicológicos o comerciales que motorizaron esos desplazamientos, nos interesa sopesar las consecuencias que produjeron, sobre todo aquellas que debían quedar fuera de los cálculos o previsiones de sus responsables.6 Recordar que la teosofía pudo echar raíces en Buenos Aires porque la sonámbula que acompañaba a un hipnotizador itinerante decidió sentar cabeza y separarse de su sospechoso acompañante, es quizá el modo más convincente de ilustrar ese aserto. Segundo, en los tejidos culturales que tornaban hacederos esos viajes o que, al menos, hacían factible la implantación pasajera de tal o cual hipnotizador inquieto en parajes lejanos y ajenos. En tal sentido, este libro no hace sino ensanchar los ejemplos de procesos que forman el canon en los estudios sobre migración. Amistades o afinidades construidas allende estas latitudes, fidelidades masónicas, empresarios teatrales que tenían ya aceitadas las estrategias de recepción y promoción de los artistas, o la existencia de un mercado internacional de títulos de experticia, se constituyeron como algunos de los factores que permitieron, en tal o cual caso, que un hipnotizador llegara a Santiago de Chile o a Buenos Aires, y encontrara allí un terreno más o menos propicio para hacer valer sus pericias. Tercero, en las dinámicas y actores sociales que —dicho con un término que reaprovecha nuestro sesgo de indagación— se movilizaron alrededor de las acciones de los visitantes no tan ilustres. Médicos, espiritistas, policías, jueces y consumidores de productos terapéuticos fueron algunos de los agentes sociales implicados en las historias que se desplegarán en estas páginas. Más aún, cabe anticipar que su participación en los episodios que aquí interesan debe ser descrita con un lenguaje que, una vez más, da la espalda al tópico de la permanencia o la inmovilidad: el examen de las aventuras sureñas de aquellos expertos en hipnosis ha de servir para iluminar costados dislocados o inestables de identidades que, por ese entonces, eran menos idén ticas de lo que solemos suponer. A modo de ejemplo, anticipemos que si los médicos tuvieron por derecho propio un lugar destacado en estos episodios, ello no se debió exclusivamente al hecho de que llevaron adelante campañas de persecución contra los hipnotizadores trashumantes que venían a cuestionar su monopolio o a poner en riesgo la salud pública; con tanto o mayor ahínco, esos mismos profesionales fueron los primeros en tomar clases de hipnosis con dichos maestros itinerantes, o fueron los encargados de ensalzar sus virtudes en la prensa o en los foros judiciales.

Este libro revisa las trayectorias de cinco hombres —Alberto Díaz de la Quintana, el conde Baschieri, el conde de Das, Leovigildo Maurcica y Enrique Onofroff— que pasaron por Santiago y Buenos Aires como parte de giras científicas, entusiasmos personales, escapes judiciales y necesidades comerciales, y explora con igual interés las respuestas que generaron en distintos vértices de la trama social. Estos cinco taumaturgos fueron sólo un fragmento de las decenas o centenas de hombres y mujeres que, hacia fines del siglo XIX e inicios del XX, cruzaron el Atlántico cautivando y provocando al público latinoamericano con habilidades que transitaban entre la magia y la ciencia. Magnetizadores, hipnotistas, galvanistas, ilusionistas y espiritistas fueron algunos de los apelativos usados para nombrar a estas figuras, que prometiendo leer la mente, controlar voluntades o contactarse con espíritus, alcanzaron proscenios y obtuvieron una visibilidad que interesa explorar. Si bien algunos permanecieron largos años en estas tierras y otros estuvieron sólo unos meses, su estadía en Chile y Argentina no pasó desapercibida. Su talento fue publicitado, alabado, seguido y también cuestionado tanto en Buenos Aires como en Santiago, por públicos diversos cuya recepción demostró la atracción que ejercía la hipnosis, su transversalidad dentro de la población y la versatilidad que alcanzaba su aplicación.

Cada uno de estos taumaturgos viajeros es el personaje central de alguno de los cinco capítulos que conforman este volumen. Dicho en otros términos, lo que el lector tiene en las manos es lo que, a primera vista, parece un compendio de estudios de caso. Este último rótulo vale siempre y cuando se tenga en mente lo que sigue. Si bien hemos hecho lo imposible por rastrear cada uno de los movimientos dados por estos hipnotizadores durante los meses o años de su permanencia en uno u otro margen de los Andes, nuestro interés no va dirigido a construir un retrato o identikit truncado de un sujeto en constante migración. La vigilancia metódica de sus gestos, o de las reacciones que ellos suscitaron, busca más bien hacer de estos visitantes los prismas transitorios con que aprehender dinamismos, tensiones y conflictos de aquellas sociedades en transformación, de forma tal de poder extraer conjeturas y diagnósticos sobre cosas que van más allá de las desventuras o ardides de esos expertos en hipnosis.

La huella dejada por ellos y por otros en estas trayectorias es lo que permite seguir sus pasos y reconstruir sus itinerancias. La prensa periódica, con sus diarios, revistas y magazines, los textos académicos surgidos de la mano de los médicos, los informes de las autoridades que intentaban comprender el alcance y las consecuencias del espectáculo hipnótico, los expedientes judiciales en los que se negoció el carácter criminal o ilegal de estos trashumantes, las varias imágenes —fotografías, grabados y caricaturas— que retrataron a los itinerantes y sus metáforas, las poesías y escritos literarios que describieron sus actos y recordaron sus pasos; he ahí el listado incompleto de los registros que dieron cuenta de la riqueza de ese nomadismo, de los tejidos culturales que gestaban y acompañaban los tránsitos, y de las dinámicas que se movilizaron con la llegada y el actuar de estos hipnotizadores.

Por motivos que resultan casi obvios, este libro se vincula constantemente con interrogantes y documentos relativos a la historia de la salud y sus múltiples agentes, y en tal sentido dialoga con, y complementa a, una historiografía que ha tendido a reconstruir las prácticas terapéuticas desde el foco de la medicina académica y, dentro de ésta, desde el registro clínico o de la salud pública.7 Huelga aclarar que en tales recuentos la hipnosis y sus cultores no son del todo visibles.8 Desaparecen bajo el protagonismo dado a aquellos hipnotizadores ungidos por el sello universitario, cuyos retratos, para colmo de males, tendieron a esconder o silenciar los posibles vínculos que los unieron a los itinerantes. No se trata de pasar por alto la creciente atención que la historia local ha prestado al accionar de los defensores de modos alternativos de sanación. Por fortuna, se multiplican las indagaciones sobre curanderos y sanadores que trabajaron durante el siglo XIX en ambos lados de la cordillera.9 Pero sucede como si la acumulación de esas narraciones no hiciera mella en la vieja hipótesis de la medicalización de las sociedades de fines de aquella centuria. En tal dirección, los capítulos recogidos en este volumen aspiran a fortalecer la pujante perspectiva que, junto con sopesar la alta significación que los competidores de los médicos tuvieron en el mercado de la salud y en los modos de concebir y actuar sobre los desarreglos corporales, invita a cuestionar seriamente la pertinencia de dicha hipótesis.10

El análisis de las peripecias de aquellos taumaturgos nómades obliga a reconocer, de un lado, que los médicos eran los abanderados de apenas una de las múltiples formas de representar los procesos patológicos; de otro lado, que incluso hablar de “médicos” supone un gesto algo aventurado, pues bajo este epíteto quedan englobados profesionales que entendían de modos disímiles la esencia o la causa de las enfermedades, la naturaleza de la acción sanadora o el lugar social de los diplomados.11 Por último —y más adelante volveremos sobre esto—, que la medicina se hallaba acosada en esos años por los mismos enigmas que afectaban a otras parcelas de la vida científica: ¿Cuáles eran los dispositivos más propicios para producir y comunicar ciencia? ¿Cuáles eran los emplazamientos ideales para llevar a cabo esa tarea? ¿Había que apostar por los hospitales universitarios y los laboratorios institucionales, o acaso el teatro, la tribuna periodística o la experimentación casera podían conducir a idénticos resultados? Esa indeterminación explica, en cierta forma, la seductora atracción que los taumaturgos ejercieron sobre algunos médicos, pues éstos veían en los primeros mucho más, o mucho menos, que diestros competidores: los hipnotizadores podían devolverles, cual espejos, la imagen a partir de la cual moldear su propia identidad.

Volvamos unos instantes la mirada hacia los materiales en que esta investigación hace pie. La prensa y los archivos judiciales, entre otros registros, ayudan a cambiar el foco permitiendo identificar nuevas tramas que modelaron la circulación y uso de la hipnosis. La prensa informa de los recorridos de los hipnotizadores, mapea sus pasos, trasluce contactos y también acusa los obstáculos que enfrentan. Ayuda a texturizar los momentos, los tiempos particulares que acompañan y definen la instalación de nuestros taumaturgos. Y, por sobre todo, recuerda que la hipnosis no sólo se expresó en los proscenios teatrales, sino también en las páginas de los periódicos, entendidos como uno de los principales medios de comunicación y de comercialización de su show. Esas páginas colaboraron en dejar testimonio de sus visitas y ayudaron a insertarlos en la naciente sociedad de consumo que agitaba las capitales latinoamericanas, como un elemento más de la densidad urbana, de los encuentros citadinos y de las interrogantes que proyectaba la ciencia. La búsqueda de estos itinerantes llevó a la revisión de periódicos y revistas de distinta relevancia en términos de circulación. El examen de esas fuentes no sólo allana el camino para la comprensión del florido espectro de representaciones que tal o cual actor letrado podía generar acerca de la hipnosis, sino que también sirve para captar con cuánta astucia y tino esos taumaturgos echaban mano de los recursos de la imprenta, ya fuese para dar publicidad a sus emprendimientos, ya para hacer oír su voz en las polémicas que despertaban.

Los expedientes judiciales, por su parte, acercan un haz de luz que no siempre coincide con las versiones de la prensa. Invitan a recorrer los patrones de lo permitido y lo prohibido en términos de los usos y abusos de la hipnosis, muestran las negociaciones que se construyen en tribunales respecto a las identidades que se defienden y se criminalizan, y, quizás lo más sugerente, permiten acceder a la voz mediada de nuestros protagonistas. La judicialización de hipnotizadores como Onofroff resulta muy atractiva, toda vez que se transforma en un patrón común y en una experiencia reiterada, por un lado, para quienes ofrecen salud desembarcados del contexto universitario y, por otro lado, para quienes enfrentan la etiqueta de ilegalidad en cada uno de los nuevos países en los que se presentan. Entonces, así como la visibilidad que los hipnotizadores alcanzaron en la prensa de Santiago y de Buenos Aires no fue para ellos un hecho sorpresivo —siendo que, incluso, dieron muestras de saber reaprovechar con presteza los rumores que sobre ellos circularon—, podemos pensar que la justicia tampoco los tomó desprevenidos, pues muchas veces supieron utilizar sus procedimientos a favor de sus propias estrategias e intereses. Esto explicaría, quizá, el atrevimiento de uno de nuestros hipnotizadores trashumantes, Leovigildo Maurcica, quien decidió dar el primer paso y exponerse ante la justicia con el fin de solicitar un permiso para ejercer como profesor de hipnosis, pese al riesgo que conllevaba (y conllevó) transformar un apercibimiento en una prohibición. Si bien no todos los itinerantes tuvieron que someterse a los tribunales, la mayoría enfrentó momentos de juzgamiento donde sus identidades fueron cuestionadas, puestas a prueba, revisadas, aprobadas o rechazadas, en función de su quehacer.

Organizado en cinco capítulos, cada uno dedicado a un itinerante, Cuando la hipnosis cruzó los Andes desanda las trayectorias de sujetos cuyos (presuntos) nombres no habían merecido un lugar de privilegio en narraciones previas sobre historia cultural de la ciencia o de la salud: Díaz de la Quintana, Baschieri, el conde de Das, Maurcica y Onofroff. A modo de recapitulación, señalemos que el interés —que por momentos debe luchar consigo mismo para no trocar en fascinación— por sus itinerarios nace de varios impulsos. En primer lugar, interesa aprovechar todo cuanto la hipnosis tiene de objeto histórico y de dispositivo de índole versátil. En otros términos, motoriza nuestra tarea el deseo de construir herramientas de análisis que hagan justicia al estatuto y la localización de la práctica cultural llamada hipnotismo. Esa práctica nació, se desarrolló y supo ganar fieles y detractores, habitando desde siempre zonas híbridas: entre la ciencia y el espectáculo, entre el saber y el mercado, entre lo académico y la charlatanería. En el reconocimiento de su status bifronte reside el secreto del potencial iluminador de la hipnosis desde el punto histórico. Una exégesis que tome a su cargo esa naturaleza incorregiblemente mestiza se transforma en el camino regio hacia interrogantes que resultan fundamentales a la hora de comprender las urdimbres científi-co-culturales de la etapa decimonónica y del cambio de siglo. Así, las más rigurosas investigaciones sobre el hipnotismo toman de modo indefectible la forma de ensayos que registran la porosidad constante entre saberes legos y conocimientos sofisticados, o que deben medir con precisión cuán reiterados y prolíficos fueron los mecanismos de retroalimentación entre el teatro y el laboratorio, entre la feria y la universidad, entre la ciencia y las tradiciones esotéricas.12 De esta manera, a las preguntas iniciales que despiertan las fuentes que habremos de revisar —¿cómo fueron recibidos estos itinerantes?, ¿quiénes se vincularon con ellos y de qué formas?, ¿qué discusiones favoreció su presencia en Buenos Aires y Santiago?, ¿qué recursos utilizaron y hacia qué audiencias apuntaron?— es menester quitar cualquier tenor anecdótico o circunstancial. Las respuestas a estas interrogantes no hacen sino mapear qué lógicas se ponían en juego en un contexto en que aún se estaban dirimiendo demarcaciones que ahora nos resultan espontáneas, relativas, en primera instancia, a quiénes y de qué forma debían estar a cargo de la producción y visibilización de los objetos científicos: ¿los académicos o los sabios amateurs?, ¿los sabedores de todo o los especialistas en un rincón particular de lo real? En segunda instancia, referentes al locus en que debía llevarse a cabo esa gesta modernizadora: ¿eran los tablados teatrales o las sociedades espiritistas, por definición, sitios legítimos para observar? En tercera instancia, a la urgencia de trazar contornos a lo verosímil o lo posible: si el fonógrafo y luego los rayos X eran realidades incuestionables, ¿por qué tildar de ridícula la probabilidad de la transmisión a distancia de los pensamientos?

En segundo lugar, y en diálogo con autores que han seguido otros circuitos de apropiación del saber científico e indagado en la potencialidad de nuevos escenarios para la transferencia del conocimiento, nos importa explorar aspectos de la conformación y legitimación de ciertos proyectos médicos, para revisar de qué manera los doctores de la región intentaron hacer valer sus prerrogativas y estudiar esos ensayos en su relación con otras fuerzas como el mercado y la recreación.13 Si bien este propósito se anuda a la pregunta sobre el desarrollo de la hipnosis, se distancia en cuanto conduce la reflexión hacia otras fuerzas que operaron en la conformación del aparataje y anclaje médico de la temprana modernidad. ¿Qué relación existió entre el mercado y la terapéutica?14 ¿Qué cruces se dieron entre las prácticas médicas y las de los hipnotizadores itinerantes?

En tercer lugar, creemos relevante poner en cuestión categorías como charlatán, curandero, médico y práctico, como respuesta a una interpretación binaria del proceso de conformación de lo médico sustentado en la academia y en el Estado. De esta forma, a través del estudio de las formas de recepción de los taumaturgos itinerantes por parte de la comunidad médica y de algunos órganos del Estado, como el judicial, interesa identificar y analizar los esfuerzos de las autoridades y de los propios médicos por dar contorno y definición a la medicina, estableciendo los límites de lo permitido. Este anhelo de purificar la medicina se implementó por medio de la identificación de algunos de sus elementos como ajenos, entre ellos, aquellas figuras que parecían extrañas al perfil profesional de los médicos titulados. ¿Qué normativas existieron y cómo se usaron para ordenar lo médico? ¿Dónde operaban esos resguardos y en qué direcciones? ¿Qué espacios de gestión se les permitió a los llamados charlatanes? Bajo este marco, pese a que los itinerantes quedaron subsumidos a la categoría de charlatanes, y su propuesta a la de charlatanería, sus historias dan cuenta de las dificultades para establecer estas divisiones y la influencia que la supuesta periferia médica seguía teniendo en legos y expertos. En este sentido, se reconoce que la especialización médica y el desarrollo terapéutico no surgió sólo desde la unión dentro de las comunidades científicas, sino también desde la diversidad y, en momentos, desde el caos y el conflicto.15

La evocación del tenor caótico y conflictivo de los procesos que marcaron el destino de la medicina práctica invita a rehuir de los reordenamientos asépticos que se desesperan por acuñar clasificaciones y catálogos de consistencia indeleble. La historia de la ciencia, o al menos la versión de ella que aún puede prometernos algo, ha sabido prescindir del ademán del botánico que todo lo encasilla: de un lado médicos y de otro quienes no lo son, en una esquina los científicos y en la otra el púbico lego, en un vértice lo que es ciencia y en el otro lo que no puede serlo. Sin afán militante ni aspavientos contestatarios, este volumen aspira a reconocer la naturaleza irreductible de quehaceres e identidades, y desconfía de toda lectura que intente armonizar o integrar experiencias disímiles. Ni los médicos que aparecen en estas páginas, ni menos aún los hipnotizadores no diplomados, caben en las etiquetas rudimentarias de médico, charlatán, curandero o farsante. Si éstas recorren el texto, ello es el resultado de un ejercicio narrativo y no de un uso que propone una definición única, ni una aproximación binaria. En este sentido, no sería sensato cuestionar la existencia de esos rótulos. Lo que está en juego, simplemente, es sopesar las ventajas de una forma de narrar el pasado que, sin diluir la disparidad esencial de las experiencias históricas, se siente más seducida por la figura del inventario que por la del clan.

El libro se inicia con la trayectoria de un médico viajero que cruza el Atlántico para llegar a Buenos Aires a mediados de 1889. Alberto Díaz de la Quintana es su nombre y prontamente se hace un espacio de ejercicio particular de la hipnosis, al inaugurar un gabinete hipnoterápico y promover proyectos editoriales relacionados a la sugestión. A sus andanzas se suma, en el segundo capítulo, un adivinador en fuga, el conde Baschieri, cuya seducción y malicia lo llevan de Buenos Aires a Santiago bajo el lente policial. El despliegue de su arte hipnótico y su vocación espiritista lo enfrentan a la justicia en 1907, dentro de una red de comunicación policial transnacional. El tercer capítulo se centra en el escurridizo conde de Das, hipnotizador ocultista que en 1892 llega a Buenos Aires desde Madrid, y que en los años venideros será un incansable difusor del esoterismo así como un obstinado prófugo en muchas ciudades del continente, incluyendo las de Chile; durante su estadía en Argentina, que se prolongará hasta 1894, estará al frente de muchas empresas: será el fundador de un pionero Instituto Psicológico Argentino y más tarde abrirá las puertas de la primera rama local de la teosofía. Acompañado por su esposa Antonia Martínez Royo, pondrá a prueba la paciencia de los higienistas y logrará construir alianzas con más de un médico porteño. El capítulo siguiente continúa con la figura de Leovigildo Maurcica, un antiguo homeópata presentado como profesor de filosofía hipnótica, cuya historia despliega las nuevas instituciones educativas que intentan dirigir la formación en el ámbito de la sugestión. Finalmente, el libro cierra con los itinerarios realizados por el hacendoso ilusionista Enrique Onofroff en Chile y Argentina, cuyas pausas y avances en el tiempo permiten seguir la trayectoria de la hipnosis en términos más amplios, ajustados a las dinámicas personales e institucionales que guiaron su aplicación y legitimación.