Loe raamatut: «El cerebro en su laberinto»

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Tu compañía es mi hilo de Ariadna hacia la luz.

El cerebro en su laberinto

El cerebro en su laberinto

Los trastornos del neurodesarrollo

María José Mas Salguero


© De la Autora:

María José Mas Salguero

© Next Door Publishers

Primera edición: mayo 2020

ISBN: 978-84-121598-1-3

ISBN eBook: 978-84-121598-2-0

DEPÓSITO LEGAL: DL NA 981-2020

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Impreso por Gráficas Rey

Impreso en España

Diseño de colección: Ex. Estudi

Autora del sciku: Laura Morrón

Dirección de la colección: Laura Morrón

Editora: Laura Morrón

Corrección y composición: NEMO Edición y Comunicación


A todos los niños con un trastorno del neurodesarrollo y a sus familias.

A los que me han confiado, me confían y me confiarán su salud.

Gracias por sorprenderme.

Y también a los que aún no saben que las reglas se pueden cambiar.

Índice

Por qué un libro sobre trastornos del neurodesarrollo

Prólogo

Capítulo 1. ¿Quién es normal?

Capítulo 2. El desafío de los trastornos del neurodesarrollo

Capítulo 3. Clasificar lo impreciso

Capítulo 4. ¿Un solo trastorno con distintas manifestaciones?

Capítulo 5. El neurodesarrollo

Capítulo 6. Los patrones de la diversidad

Capítulo 7. Factores de riesgo

Capítulo 8. La semilla del laberinto

Capítulo 9. El punto de partida

Capítulo 10. La encrucijada del lenguaje

Capítulo 11. La conducta, una red de caminos

Capítulo 12. Buscando la salida

Anexo. ¿Cómo saber cuándo el neurodesarrollo no va bien?

Bibliografía

Por qué un libro sobre trastornos del neurodesarrollo

Los ojos ven, el oído oye, el corazón bombea, los pulmones respiran, los riñones filtran… ¿Y el cerebro1? ¿Se puede explicar en una palabra qué hace el cerebro? El cerebro es el que mira, escucha, acelera tu corazón, contiene tu respiración o te manda al cuarto de baño. El cerebro percibe las señales del entorno y atiende a las necesidades del cuerpo, genera movimiento y emociona, piensa y comunica, aprende e interviene en todo lo que haces porque el cerebro ajusta tu conducta a lo que sucede y responde a tus demandas corporales para mantenerte con vida. Quizá «adaptación» sea la palabra que buscas. Sí, el cerebro sirve para adaptarte.

Se trata de un cerebro humano, limitado por su biología y modificado por su entorno. Los genes de la especie Homo sapiens definen qué características nos son propias, se expresan en una cultura que moldea cómo deben hacer para sobrevivir con el mínimo esfuerzo y la máxima eficacia. Caminamos sobre nuestras piernas —bipedestación—, cogemos objetos con precisión gracias a la capacidad de oponer el pulgar a los otros dedos de la misma mano —pinza manual— y nos comunicamos emitiendo sonidos que se articulan con significado —habla—. Estas son tres de las características básicas que compartimos todos, pero cada uno las hemos desarrollado en un ambiente propio, en un lugar y momento determinados. Así aprendimos a andar sobre asfalto o entre las rocas y la arena de una playa, a escribir con pluma o con teclado, y a hablar español o cualquier otro idioma. Cuanto más temprano nos exponemos a una forma de hacer las cosas, más hábiles y eficaces somos en su ejecución. Porque nacemos con un cerebro, con un sistema nervioso humano que definen nuestros genes, pero que apenas se encuentra esbozado, por lo que crece y madura bajo el influjo de una cultura concreta. Su cualidad plástica propicia la formación y el ajuste de su estructura a través de la experiencia y el aprendizaje. Entonces, el neurodesarrollo ocurre gracias al papel que desempeña la plasticidad de nuestro cerebro en la interacción entre los genes y la cultura. De este modo se escribe la historia particular de cada cual, expresando nuestras características humanas de una forma única: la persona que somos.

¿Qué ocurre cuando la información genética está alterada? ¿O la capacidad plástica disminuida? ¿O las condiciones del entorno interfieren en el neurodesarrollo? ¿Qué le sucede entonces al cerebro, al sistema nervioso? Que su construcción se altera, sus habilidades tardan en aparecer o se muestran de forma aparentemente diferente, pero aun así cumple su principal cometido: preservar su función adaptativa y procurar alcanzar la máxima eficacia en el desempeño de sus tareas, aunque el esfuerzo requerido sea mayor y necesite de más apoyos para lograrlo. Cuando el neurodesarrollo se ve entorpecido, las anomalías en la construcción de los circuitos cerebrales se manifiestan en capacidades distintas que dificultan que la conducta se ajuste a lo que sucede en el entorno. En conjunto, estos problemas se conocen como trastornos del neurodesarrollo (TND).

Su origen, naturaleza y manifestaciones no siempre están bien establecidas y resultan tan variadas como niños con TND existen. Por estas y otras razones suele haber discrepancias entre los médicos, neurocientíficos, psicólogos y demás profesionales que se dedican a su atención, tratamiento y estudio. Esta falta de consenso es comprensible, puesto que nos queda mucho por conocer y la ciencia aún no puede ofrecer respuestas concluyentes, pero facilita la aparición de especulaciones, interpretaciones o simples ocurrencias de personas alejadas del método científico y del verdadero interés por el conocimiento. Así aparecen supuestos gurús que prometen curar el autismo, o bien que dicen haber inventado dietas para la hiperactividad o métodos de estimulación que prometen recuperar la movilidad de niños con parálisis cerebral.

Tampoco las personas que manifiestan estos trastornos se ponen de acuerdo sobre su condición. Así, mientras que unos prefieren asumir sus diferencias como parte de su personalidad y se autodefinen como autistas o hiperactivos, por ejemplo, otros se sienten más cómodos considerando que tienen autismo o hiperactividad. La diferencia puede parecer sutil, pero está claro que presenta implicaciones identitarias que abordan el concepto de enfermedad y han abierto un debate social que debe escucharse. Además, esta dicotomía resume muy bien el reto que han supuesto y aún suponen los TND para el conocimiento científico del sistema nervioso y su funcionamiento. De un concepto dualista que desvinculaba el cerebro de la mente y, por tanto, contraponía causas orgánicas a psicológicas, se ha pasado a contemplar los fenómenos de la conducta humana como el resultado de procesos cognitivos que a su vez se sustentan en una arquitectura cerebral individual y concreta, construida mediante la compleja y continua influencia entre la expresión genética y el ambiente en que sucede.

La diversidad funcional de los TND supone un reto para la ciencia. La medicina y la psicología tratan de abordar las consecuencias que estos trastornos tienen en la salud de las personas; la sociología y la antropología estudian cómo influyen los TND en la percepción de lo humano; y, por último, las ciencias básicas, como la genética y la neurociencia, consideran que estos trastornos enriquecen y aceleran el avance del conocimiento, ya que desde lo diferente es más fácil entender lo habitual.

Los TND se nos presentan, pues, como algo intrincado y confuso, como un laberinto —no en vano, la representación clásica de la complejidad de la existencia humana—. Según Paolo Santarcangeli2, «un laberinto es un recorrido tortuoso en el que a veces es fácil perder el camino sin una guía». Y así me siento a veces, como perdida en un laberinto, pues convivo a diario con todas estas incertidumbres. Mi profesión es la neuropediatría, cuyo objeto principal consiste en el estudio del neurodesarrollo, el diagnóstico y el tratamiento de sus alteraciones. No hay día de consulta en el que no atienda a algún niño con estas dificultades, en el que no necesite explicarle a su familia por qué su evolución es distinta a la de los otros. No siempre tengo las respuestas, pero nunca dejo de buscarlas. Este libro surge de esta inquietud y de la experiencia que me proporcionan todos y cada uno de mis pacientes cada vez que confían en mi criterio. Trato de exponer aquí cuáles son los conocimientos actuales sobre los trastornos del neurodesarrollo (TND), convencida de que servirá no solo a quienes conviven con ellos, sino también a los profesionales de la salud, a los docentes y a todas las personas que sientan interés por lo humano en cualquiera de sus manifestaciones. Es, por tanto, un texto dirigido a todo el mundo. Y, aunque soy muy consciente de lo atrevido que resulta abordar la enorme complejidad de estos trastornos, he procurado transmitirla de la manera más simplificada posible sin renunciar al rigor científico. Por otra parte, el texto está escrito utilizando el masculino genérico, que permite designar tanto a niños como a niñas sin distinción de su sexo. Esto simplifica el relato, agiliza la lectura y es lo propio del idioma español. En cuanto al uso de los términos que hacen referencia a los trastornos del neurodesarrollo, quiero remarcar la importancia de las palabras, pues sobre ellas se fundamentan nuestras ideas y con ellas las expresamos. Cuando hablan de ciencia deben ser, además, precisas, para evitar el equívoco y evocar con esmero lo que se quiere explicar, y así he procurado escogerlas, para que expresen la consideración y estima que siento por los niños con trastornos del neurodesarrollo y sus familias, a quienes dedico la mayoría de mi tiempo diario y también el trabajo de este libro. Pido disculpas al lector por mi falta de pericia si en algún momento no se interpretan de esta manera, y le ruego que no la tome por falta de sensibilidad, pues no es así en absoluto.

Si mi primer libro, La aventura de tu cerebro, trata de cómo se suceden las etapas en el neurodesarrollo que fluye sin dificultades, en este sigo el mismo esquema para explicar cómo van apareciendo de forma correlativa sus distintos trastornos. En los primeros capítulos se abordan los desafíos que plantean los TND: definir qué es la normalidad, así como delimitar y clasificar los TND y cuáles son los mecanismos comunes que los causan. En los siguientes se describen los patrones anormales del neurodesarrollo, qué circunstancias ponen en riesgo su progreso y, por fin, la secuencia en que se presentan las dificultades: primero las motoras, luego las del lenguaje y la cognición, y por último las de la conducta.

Hay, además, dos ideas principales que me gustaría haber dejado claras. La primera es que este orden en el que van surgiendo las manifestaciones de los TND refleja el de la construcción del sistema nervioso, que, aunque pone en marcha todas sus funciones de forma simultánea, completa unas antes que otras, y así los primeros circuitos en activarse son los motores, sobre los que van sustentándose de forma progresiva todos los demás. La segunda es que, debido precisamente a esta construcción imbricada, lo más común es que todas las funciones encefálicas se vean implicadas en mayor o menor medida cuando algo interfiere el neurodesarrollo.

Entremos, pues, lector, en este laberinto de los TND por el que espero guiarte con éxito hasta la salida.

Notas al pie

1. Considerado como el principal órgano del sistema nervioso central, que se diferencia del periférico porque está rodeado de hueso y se compone, de abajo arriba, de la médula espinal, el tronco encefálico, el cerebelo y el cerebro. Al conjunto de estos tres últimos órganos se lo conoce como encéfalo, palabra griega compuesta por el prefijo εν —pronunciado «en», que significa ‘dentro’— y la raíz κεφαλη —pronunciada «cefalé», que significa ‘cabeza’—, porque están alojados «dentro de la cabeza», rodeados por los huesos que conforman el cráneo. A su vez, la médula espinal está rodeada por la columna vertebral, y por eso no forma parte del encéfalo.

En todo el libro, cuando se use la palabra cerebro, será en alusión a este significado y por ello hay que tener siempre en cuenta que está en íntima relación con el resto de los órganos encefálicos y de todo el sistema nervioso.

2. SANTARCANGELI, P., II libro dei labirinti. Frassinelli, Milán, 1984.

Prólogo

Aunque ya han pasado unos cuantos años, recuerdo bien cómo conocí a María José Más. Fue una noche de noviembre, durante la gala de entrega de los premios Bitácoras. Unos premios a blogs en los que ambas estábamos nominadas.

Aquella fue la primera vez que vi esa sonrisa franca y a la vez tímida, característica de María José. Esa sonrisa que conocen no solo sus amigos, sino cualquiera que haya pasado dos minutos con ella. Una sonrisa capaz de transmitir paz y buen rollo al mismo tiempo. Yo estaba segura de que ella ganaría. Principalmente porque, como seguidora suya, era consciente de que su blog no solo era brillante, sino necesario. Si era obvio para mí, también habría sido obvio para el jurado.

Mi profecía se cumplió y María José subió a recoger el premio. Mientras pronunciaba unas palabras de agradecimiento, me di cuenta de la suerte que teníamos todos, y especialmente los padres y familiares de niños con trastornos del neurodesarrollo, de que una neuropediatra como ella hubiera decidido compartir su conocimiento más allá de su consulta en Tarragona. Gracias a su divulgación, ella también mejoraba la vida de muchas familias a las que nunca vería en persona.

Y si ya teníamos la suerte de que María José decidiera compartir su conocimiento más allá de la consulta, también tuvimos suerte de que decidiera hacerlo más allá del blog. En los últimos años su actividad se ha ido multiplicando dentro y fuera del mundo online, hasta convertirse en todo un referente de la neuropediatría española. De este modo, es frecuente encontrarla en eventos divulgativos de toda índole: en los escenarios, en medios de comunicación (como Órbita Laika) y, por supuesto, en el caso que ahora nos ocupa: en las librerías.

Tras el éxito de La aventura de tu cerebro, en este nuevo libro María José ahonda en el concepto del neurodesarrollo hasta sumergirnos, como ella misma define, en el “laberinto” que suponen los trastornos asociados. Antes de comenzar, lanza un aviso a navegantes reconociendo su ambición: su propuesta es un libro “para todos”. A priori podría parecer imposible que un libro sobre conceptos tan complejos pueda resultar interesante tanto para un profesional sanitario como para un paciente. Pero esa es, quizá, la mayor virtud de la autora: su estilo riguroso, pero a la vez cercano y sencillo, hace posible lo imposible.

El libro comienza de manera valiente y sin rodeos, abordando un problema al que pocos se atreven a meter mano y menos en los tiempos que corren: ¿qué es la normalidad?, ¿cómo se establece el patrón de normalidad?, ¿cuál es nuestra percepción y qué dice la ciencia?

Tras algunas explicaciones didácticas y necesarias sobre fisiología (¿qué ocurre dentro del cerebro?), la autora se mete en harina y a lo largo de los capítulos se suceden las descripciones de distintos trastornos. Es destacable que esto se resuelva de una manera elegante y empática. Nunca como una enumeración o como etiquetas donde encasillar a los pacientes. Porque como ella misma explica: en todos los trastornos del desarrollo, los límites entre uno y otro no son nítidos.

TND, TEA, TDHA o TDL son siglas frías que María José desmenuza hasta humanizarlas, con amabilidad. A ello ayuda que el abordaje no se realice estrictamente desde un punto de vista puramente médico, sino consiguiendo despertar la curiosidad del lector a base de salpicar las páginas con anécdotas y otras “historias de la historia”. Porque no hace falta ser un lince para saber que algo relacionado con la consanguineidad pasaba con Carlos II el Hechizado… pero solo María José es capaz de poner al lector a reflexionar sobre por qué Margarita Teresa, la protagonista de Las meninas de Velázquez, siendo su hermana, estaba sana como una manzana.

Como sucede siempre con los trabajos de la autora, la calidad científica del libro es impecable. No faltan los datos, las estadísticas o las citas a estudios actuales. Pero, mientras el recurso fácil sería encadenar una sucesión de papers, María José consigue dar una vuelta de tuerca. La magia en este caso reside en que las referencias a las investigaciones están acompañadas, siempre que es posible, de su lado más humano. Es decir, no solo se humaniza a los pacientes, sino también a los investigadores. Pocos se imaginan que al obstetra que diseñó la incubadora se le ocurrió la genial idea visitando el zoo de París. Sí, el Dr. Tarnier fue un día al zoo y, al observar que los huevos y crías de aves exóticas se incubaban en cajas de madera con botellas de agua caliente, pensó que quizá sería buena idea reproducirlo en el Hospital de la Maternidad de París. Así lo hizo. También estoy segura de que a muchos sorprenderá saber que la Dra. Apgar (a la que debemos el famoso test que se realiza tras el nacimiento del bebé) o la Dra. Wing (que observó y definió por primera vez que el autismo se expresaba como un espectro) son, efectivamente, mujeres.

Es posible que solo haya algo que podamos echar en cara a María José en este libro. Y es que no pone el menor interés en disimular su debilidad por la ciencia: “Si tuviera que elegir la actividad humana por antonomasia no dudaría en escoger la labor científica”. Una vez más, apuesta por la humanización de la misma y recupera el concepto de clínica o kliniké griega. Eso sí, ella apuesta por un concepto de clínica de lo más actual, ya que, lejos de todo paternalismo, un error en que sería fácil incurrir en una obra de estas características, María José pone especial interés en involucrar a las personas que están cerca del niño. Según ella, son las primeras y más cualificadas para detectar los problemas siempre que conozcan qué competencias son esperables en cada edad y cuáles son los motivos de alerta. Por este motivo, y si el libro empezaba de forma valiente, también lo remata en el mismo sentido. Las últimas páginas son una exhaustiva relación de adquisiciones desde el nacimiento a los diez años, describiendo con precisión los excesos y defectos que deben llevar a la consulta con el neuropediatra. Una información muy demandada por las familias que, bien empleada, supondrá una joya para los cuidadores.

Antes de dejarles, por fin, disfrutar de la lectura, permítanme dos cosas.

-La primera, agradecer a María José su esfuerzo al escribir este libro, que es un reflejo de su persona y de su generosidad. Aunque, como comentábamos, ella se cree ambiciosa en su propuesta, aún no es consciente de que el libro va un paso más allá. Estoy convencida de que no solo será útil a profesionales sanitarios y a cuidadores, sino que servirá para algo tan importante o más, como es la sensibilización para la población en general sobre los trastornos del neurodesarrollo.

-Y la segunda, agradecerle su amistad. Una amistad que se hizo más fuerte aquella noche de noviembre en la que nunca fuimos rivales, sino compañeras, en este maravilloso mundo de la divulgación donde tanto camino nos queda por recorrer juntas.

Marián García

Capítulo 1:

¿Quién es normal?

Para entender lo diferente, necesitamos establecer qué es lo normal, y aquí empiezan las dificultades porque ¿quién es normal? Si todos somos el resultado de las experiencias en las que hemos desarrollado nuestras capacidades, ¿cómo establecemos la normalidad? Sería bastante apropiado decir que, en una situación dada, actuar de acuerdo con las capacidades de cada uno es lo adecuado. Pero, aunque las capacidades de dos personas fuesen genéticamente iguales, como sucede en el caso de los gemelos idénticos, parece imposible que perciban, analicen y, por tanto, reaccionen de la misma manera ante una situación concreta. Porque, por muy iguales que sean sus genes, sus experiencias no lo son e influyen mucho en su respuesta, y las de ambos se consideran normales. Quizá podamos decir que la reacción que tendrían la mayoría de las personas es la que daríamos por normal. Pero normal no en contraposición a anormal, sino como sinónimo de lo más común.

Y, en efecto, esta es la manera que utilizan las ciencias biológicas para definir la norma, mediante la curva de distribución normal o campana de Gauss.

Cuando la dimensión o parámetro que se observa puede expresarse con una medición física, el asunto se simplifica. Por ejemplo, la temperatura corporal, la altura, la tensión arterial y la cantidad de azúcar en sangre son magnitudes medibles y, por tanto, comparables entre individuos. La altura de la mayoría de las personas de una población estará entre unas medidas que llamaremos estándar. Cuanto más lejos de los valores habituales nos situemos, más difícil será encontrar a un individuo que los tenga. Así, en nuestro entorno, resulta rarísimo encontrar a una persona de veinte años que mida menos de ciento cuarenta centímetros o más de doscientos, pues la estatura media de las mujeres españolas en 2019 es de 163 centímetros, y la de los hombres, de 178.


Figura 1.1. Distribución normal

La cuestión se complica cuando intentamos medir cualidades, y no cantidades. ¿Cómo se miden la armonía del movimiento, la cognición o la conducta? Debemos también establecer qué movimientos, patrones cognoscitivos o patrones de conducta son la norma, los más frecuentes para una población determinada. Y para eso inventamos los test.

Un test tiene valor y su resultado es fiable si se ajusta a criterios científicos. Por eso componerlo es un proceso complejo que requiere varias fases sucesivas, en las que los resultados de cada una son la base para realizar la siguiente.

Para confeccionar un test, empezamos por especificar el atributo que queremos medir, lo cual supone el primer escollo, pues, aunque todos comprendemos qué es la inteligencia o la personalidad, por ejemplo, su definición es difícil y controvertida. Después hay que elaborar las preguntas o acciones que usaremos para evaluar dicha característica, así como para analizar la dificultad de completarlas y la potencia con que describen la variable que se valora. Lo siguiente es determinar la fiabilidad del test, es decir, que sus resultados sean coincidentes, o prácticamente coincidentes, cada vez que se usa para una misma persona. Tras esta fase, hay que controlar la validez del test aplicándolo a una muestra de personas que pertenecen a la población donde se utilizará —por ejemplo, vocabulario en niños españoles de tres años—. Los datos obtenidos se llaman normalizados, porque, como su resultado gráfico coincide con el de una curva normal [figura 1.1], se les pueden aplicar una serie de reglas matemáticas que permiten compararlos e interpretarlos de forma homogénea o estándar, en un proceso conocido por el nombre técnico de tipificación. Lo último que se hace es fijar las instrucciones que permitan su correcta administración.

Aunque todos los pasos son importantes, la validación de la prueba resulta fundamental, pues queremos medir cualidades que varían de una población a otra, de una cultura a otra. Se debe evaluar con fiabilidad a la población concreta que pretendemos estudiar. Por ejemplo, si un test está en inglés y se valida para la población británica, no servirá para la australiana, aunque compartan la misma lengua, ni podrá traducirse sin más para usarlo en la población española. Es necesario aplicarlo primero a una muestra de cada población —australianos o españoles— para que sea válido.

Ya he advertido que se trata de un proceso muy complicado. Se intuye que, por bien que lo hagamos, asumimos un margen de error en su fabricación, además de otras inexactitudes. Así, no se pueden explorar los rasgos cognoscitivos, emocionales o de conducta de una persona aislándola de sus circunstancias. En el momento de pasar la prueba, puede tener dolor o hambre, estar preocupada o eufórica, y verse envuelta en muchas otras situaciones que cambian con el tiempo e influyen en el resultado. También el examinador es un factor decisivo, tanto en la elección de la prueba que utilizar como en la interacción con la persona a la que examina y en la calificación de su respuesta. Por último, en los test cognitivos de opciones múltiples, la elección de la respuesta correcta puede deberse a que se sabe la solución o a que se elige por casualidad.

En cualquier caso, y aun teniendo en cuenta todos estos posibles equívocos, en la interpretación del resultado tendremos el mismo problema que con las mediciones de atributos cuantificables, ya que las respuestas siguen también una distribución normal y, por tanto, solo podemos decir que, cuanto más alejado de la norma se encuentre un individuo, más probable es que tenga un problema, pero no es seguro que lo tenga.

A esa misma incertidumbre se enfrentaba desde 1882 el Gobierno francés de la tercera república. Entonces, siendo ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes el por otra parte racista y colonialista Jules Ferry, se aprobaron las leyes educativas que establecían que en Francia la enseñanza primaria debía ser laica, gratuita y obligatoria para niños y niñas de seis a trece años. En 1886 se complementan con la ley Goblet, que excluía a las congregaciones religiosas de la docencia en las escuelas públicas. En un plazo de cinco años, los maestros religiosos, cuya falta de formación se subsanaba con una simple carta de obediencia al obispo, debían sustituirse por docentes profesionales con el título oficial de capacitación. A esta escasez de maestros preparados, se sumaba la dificultad de enseñar garantizando el otro gran principio republicano, la igualdad, pues los alumnos tenían unos niveles de formación tan dispares que era imposible organizarlos por edades, aparte de que había que detectar a los alumnos necesitados de apoyos especiales. Urgía encontrar una forma rápida y eficaz de facilitar la educación a todos los estudiantes en un momento en que, un siglo después de la Revolución francesa, los valores de la república seguían amenazados por los poderes del antiguo régimen. Se hacía imprescindible una escuela pública que formara ciudadanos militantes en las convicciones republicanas y, para que fuera exitosa, la clasificación del alumnado debía hacerse según criterios científicos. En este contexto, el Gobierno francés crea la Comisión para la Educación de Estudiantes Atrasados. Alfred Binet fue uno de los principales miembros de esta comisión.

Nacido como Alfredo Binetti en Niza, en 1857, fue hijo único de un médico y una artista. Empezó a estudiar Ciencias Naturales en La Sorbona, pero abandonó la formación reglada por la autodidacta y, a través de los escritos de autores como Charles Darwin, Alexander Bain y John Stuart Mill, se interesó por la psicología y por las teorías de la inteligencia humana. Entonces tuvo la oportunidad de entrar a trabajar en el Hospital de la Pitié-Salpêtrière a las órdenes del gran neurólogo Jean-Marie Charcot, bajo cuya dirección publicó varios trabajos sobre la hipnosis. Parecía que todo iba bien para Binet hasta que se descubrió que los sujetos supuestamente hipnotizados de sus estudios estaban en realidad advertidos de lo que iba a ocurrir y de las respuestas que debían ofrecer. Binet había seguido todas las instrucciones del neurólogo, pero Charcot le obligó a asumir toda la culpa, para así quedar exento del escándalo.

Tras perderlo todo, no volvió a La Salpêtrière ni a mencionar a Charcot jamás.

Con el nacimiento de sus hijas, Madeleine en 1885 y Alice en 1887, Binet siente la fascinación de cualquier padre al observar cómo, al crecer, sus hijas van adquiriendo nuevas habilidades, y empieza a interesarse por el estudio de la inteligencia y su desarrollo. De manera que, en 1904, cuando se constituye la comisión, Binet ya ha publicado un gran número de estudios sobre el desarrollo cognoscitivo.

Trabajando con Charcot había aprendido el método científico y, tras su mala experiencia, se había vuelto mucho más crítico con los resultados de las investigaciones. Descartó enseguida las teorías biométricas de la época que pretendían que el tamaño y la forma del cráneo —frenología— o la fuerza aplicada al cerrar el puño podían servir para evaluar la inteligencia de una persona. En su lugar, propuso calcular la capacidad cognitiva basándose en la correcta ejecución de tareas lingüísticas y de cálculo.

Centró sus esfuerzos en diseñar un test con el que podía detectar qué alumnos necesitaban un apoyo adicional y cuáles eran sus dificultades. En 1905, junto con su exalumno el psiquiatra Théodore Simon, publica la primera escala de inteligencia Binet-Simon. Diseñada en francés y validada para niños franceses, consistía en completar treinta acciones de complejidad creciente. Estos ejercicios eran representativos de las habilidades propias del niño en diversas edades y para seleccionarlos se basaron en las investigaciones previas de Binet, fruto de su observación del neurodesarrollo de muchos niños en su entorno natural. Las tareas más fáciles podían resolverlas todos los niños, incluso los más pequeños y los que tuvieran alguna discapacidad; sin embargo, las más complejas requerían niveles de neurodesarrollo y de experiencia mucho más avanzados.