Loe raamatut: «Quemar el cielo»

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Mariana Dimópulos

Quemar el cielo

Novela finalista del premio Medifé-Filba 2019-2020



Dimópulos, MarianaQuemar el cielo / Mariana Dimópulos.- 1a ed.Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2020Libro digital, EPUB - (la lengua / novela)Archivo digital: descargaISBN 978-987-8388-07-61. Narrativa Argentina. 2. Crímenes. 3. Novelas de Misterio. I. Título.CDD A863

la lengua / novela

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariana Lerner

1a edición

© Mariana Dimópulos, 2020

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2020

www.adrianahidalgo.com

Adriana Hidalgo editora agradece a los hijos de Graciela Sacco,

Clara y Marcos Garavelli, por la cesión de la imagen

de la obra que se reproduce en la tapa.

ISBN: 978-987-8388-07-6

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito

de la editorial. Todos los derechos reservados.

Índice

Portadilla

Legales

Índice

Quemar el cielo

Agradecimientos

A la memoria de Diana Cruces,

la que dejó y la que se llevó consigo.

Sólo tendrá el don de encender en el pasado

la chispa de la esperanza aquel historiador

que esté atravesado por la siguiente certeza:

si el enemigo vence, ni siquiera los muertos estarán a salvo.

Y ese enemigo no ha dejado de vencer.

Walter Benjamin

Ella va o yo voy, da casi lo mismo.

Se trata de ir, a toda costa, la línea es ir.

Si gritan deténgase, si dicen alto, seguir de largo.

Voy a la cita en un lugar demasiado céntrico, en un bar de la avenida Córdoba con tantas luces, temiendo, aunque en esto nada haya de clandestino. Voy como si ella fuera. Me espera una mujer que, según lo acordado, me pondrá en contacto con otros sobrevivientes, una mujer de quien no conozco la cara. Digo sobreviviente y me desdigo. Voy como si fuera ella para averiguar de un pasado que no me pertenece, pero que hubiera debido desde hace un tiempo, desde la confabulación de las paredes, el insomnio y la noche.

Soy una hipótesis, o al menos voy con su paso ligero.

Tiene, de pelo, un arbusto. Está sentada en una última mesa junto a la puerta del baño. Sé que es la mujer de mi cita porque viene de hacerme un gesto de nada, ni con los ojos ni con la boca ni las manos, y cuando me acerco pone la cara redonda de lado, con aire inconmovible, como de hoja o de flor.

–Hola.

Digo por inexperiencia.

En este corto trayecto desde la puerta de la confitería acabo de olvidar su nombre.

–¿Sí?

–Soy Monique.

Aventuro.

–¿Y entonces? Estás confundida, no nos conocemos.

–Precisamente.

Le insisto.

Me dice lo siento con los hombros y después tira al suelo una pila de servilletas debidamente acomodadas y una cuchara que, como campana o agüero, repica.

Esta misma mujer me había dicho hace unos días: por supuesto que nos reunimos, a las siete en La Real, llevo datos, nos vemos, Raquel.

Me agacho en forma automática a recoger lo caído y desde su cara redonda y botánica me advierte:

–Fijate en el baño, detrás del inodoro.

Después saluda a un supuesto alguien al otro lado de la ventana. Tengo una paloma en el pecho, atada o moribunda, y se agita. Con este corazón entro al baño. Se revela esa cosa mísera a la que estamos acostumbrados en estas latitudes, el agua que gotea ha dejado el consabido arabesco, el espejo con sus bordes moteados nos muestra un fantasma. ¿Para qué asomarse? Me asomo detrás del inodoro y nada, y el alivio me pica en las mejillas. Salgo triunfante porque ha sido una confusión la que hubo entre nosotras, y de pronto ya no siento ninguna tarea pendiente ni ningún pasado que rememorar. La mujer, fuera o no esa tal Raquel, ya no está en la mesa. Debe haberse arrepentido de serlo. Como cualquier ciudadano con moneda suficiente pido un café, que revuelvo haciendo que pienso en lo próximo con aire soñador. Me viene desde los pies un contento. He fracasado justo cuando me hacía falta; de modo que puedo volver a casa, dar de comer al gato –si lo tuviera–, entristecerme o alegrarme por el marido perdido, por los hijos, consolarme en las faldas de una manta o un libro.

Voy al baño entonces sin comparaciones, el paso es mío y no lo regalo. Las paredes están cubiertas de unos azulejos naranjas, de cuarenta o cincuenta años atrás. Mientras me anudo los pantalones y me subrayo los labios veo la punta de un sobre que asoma por detrás del inodoro. Es el mismo baño de antes, como si antes no hubiera querido ver o me hubieran fallado los ojos. Tiro del sobre, es pesado.

Tengo el buen tino de abrirlo antes de salir de mi reducto.

Pienso: adentro debe haber un animalito muerto.

Miro. Hay una pistola.

Ella va.

La cita que viene de conseguir por un contacto de un contacto hace una semana la tiene con el mal dormir desde hace días, a los tumbos, por la noche, y esto a pesar del sueño justo de los jóvenes. Llega con diez minutos de antelación y se pregunta si dar una vuelta, si en la esquina o más allá. Se decide por entrar en La Real y no camina hasta el fondo sino que se detiene en la barra, ofrece una tímida sonrisa, pregunta por el baño. Ha juzgado que volver a salir, ahora que anochece, en días como estos, terminaría por resultar sospechoso.

La mujer joven que está sentada en una mesa del fondo tiene el pelo renegrido y mira por la ventana con una naturalidad que no le pertenece, como si mirar le diera trabajo: mira y no mira por la ventana al invierno.

Ella pasa de largo y entra al baño.

Se estudia la propia cara, enmarcada por azulejos naranjas relucientes, porque como ella, todo es nuevo en ese baño de 1969. ¿Era Siete Días o Panorama la revista que serviría de clave para el encuentro? Se le hace un nudo, ha olvidado el dato que le pasó el contacto. Y ahora siente una repentina vergüenza por la ligereza en su acto de decir quiero una cita, de venir hasta acá, de mirarse, y olvidarse de lo mínimo indispensable. Había sobre la mesa de un hombre una revista Panorama bien visible. Duda, debe sentarse y tiene sólo el inodoro. ¿Qué había dicho el contacto, era un hombre o una mujer? Sale cuando son las en punto.

Esta vez la mujer levanta la vista y hace una seña con nada, ni la cabeza ni los ojos. Ella se acomoda enfrente, la otra se estira para saludarla con afecto, como si se conocieran.

–¿Cómo estás?

Le dice en voz bien clara. Pero con otra voz le señala que ha llegado demasiado temprano y que eso no siempre es bueno. La revista Siete Días descansaba a un costado, amaestrada en su lugar de la mesa. Ella le dice que está en una agrupación de la facultad, que los han corrido en La Plata con gases por estar reclamando nada más que lo que les corresponde.

–Ningún reclamo es nada.

Se miran. Entonces ella se pone a hablar de la injusticia, de la explotación, y ante todo de los chicos con hambre y con frío. Eso no podía sacárselo de la cabeza; sonrió como si fuera su culpa.

Volcaron unas bebidas en vasos que ninguna tocó.

–Ahora me levanto.

Dijo finalmente la mujer, sin hacerlo. Luego repitió:

–Ahora me levanto y voy al baño. Cuando salgo, que pase un minuto. En estas cosas el reloj importa. Después entrás vos, a revisar, que algo vas a encontrar. Lo que encuentres se lo das a tu contacto.

Ella no entendía y dijo que sí.

–En unos días te doy por el contacto una nueva cita. Y te llega material de lectura.

–¿Pero qué va a pasar?

–Depende de lo que quieras hacer.

–Yo, todo.

A los cincuenta y cuatro años conocer así el insomnio y que no sea por haber visto la cara del misterio, como los poetas, ni tener el corazón hundido en un duelo. O sí acaso. Esto que tengo, las paredes, alguna puerta, creo merecerlo sin más. Ni los hijos idos, ni el marido vuelto pasado: nada se llora. Como soy persona sin embargo, como estoy habituada al hábito, el insomnio parece un bosque y está poblado. No sólo lo motiva el sobre de papel madera que vengo enterrando y desenterrando con metódico desconcierto desde aquella cita del martes en la vieja confitería La Real. Todos mis intentos de comunicarme con la dueña fueron vanos. Yo no quería de ella más que una historia pequeña, hasta minúscula, de alguien que hubiera conocido a mi prima Lila, y lo que me traje fue un metal forjado. Yo quería un sentimiento hecho de cosas pasadas y ahora guardo, en el placar, como un muerto la muerte posible.

–¡Nos matan, compañeros! Por salir a defender la autonomía universitaria, los comedores, nuestros derechos, por salir a la calle sin nada. Por salir nos matan. ¿Y nosotros qué hacemos? Nosotros seguimos saliendo, nosotros seguimos hablando. Nos dicen violentos y ellos nos matan. ¿Y nosotros nos vamos a dejar matar?

El hall de la facultad, lleno de luces, hacía de escenario, y la escalera de cielo o de nube a los oradores. Venían de otra convocatoria tan prohibida como esta, y puesto que habían salido ilesos de una pretendían ahora lo mismo de esta asamblea. La primera había sido en el barrio de Belgrano y alguien los había delatado a la policía. Ahora, los subidos a la escalera como una nube consiguieron una consigna sobre el levantamiento en Córdoba, que se declaró y se cantó. Una consigna se establece y se enuncia, por justa y necesaria, hasta que llegue la policía y reparta lo único que sabe o que recuerda, que es realmente muy poco. A nadie molestó que la rima fuera débil.

Lila, entretenida en su tos, no podía cantar. Había que asegurar la puerta, y la puerta fue asegurada. ¿Por qué ventana hicieron volar los uniformados sus gases hacia dentro del edificio tomado de la facultad? Volaron y entraron los gases. Lila y su compañero se replegaron en el primer piso; otros sembraron obstáculos en las escaleras.

–Rescaté a Cicerón, casi lo pierdo.

El contacto había dejado el maletín con las molotov a un costado, y les había hecho una seña encargándolos de su custodia. Una distracción sirvió a un desconocido, que fue hasta donde ellos estaban, abrió el maletín y se puso a armar las armas. Lila se levantó de un salto.

–¿Adónde vas a tirar eso? ¿Querés que nos quememos todos?

–Por la ventana. Al patrullero.

Se desató una discusión que Lila ganó con razones y con fuerza; contra el piso apagó la mecha de tela atada a la botella llena de alcohol. Alguien gritó que habían subido, que la guardia de infantería había despejado las escaleras. Los que se resistieron o parecieron hacerlo fueron ungidos por el trabajo de palos y porras. Uno rodó cuando lo empujaban. Lila respiraba como un molino, moliendo trabajosamente lo que obtenía en cada inspiración. Su amigo Tito abrazaba un ejemplar de una antigua batalla romana, cuando fueron tocados ambos por la vara de los que habían llegado. Esa la maravilla de los tiempos: un golpe, y uno era mágicamente culpable.

Pero no dormir no es sólo el resultado de esa conversación de un martes con una exmilitante de los años setenta. Se debe también a las paredes de mi habitación, que vengo de pintar en un arrebato de progreso: una pared blanca, la flaca náusea provocada por los químicos, era para mí hasta hace poco la mejor promesa de lo claro y lo nuevo. Y eso mismo limpio se ha convertido ahora, con las noches, en un bosque, y está repleto, y por las noches como todo bosque ennegrece. Entonces, en vez de dormir, pongamos, aguzo los ojos y aparecen pájaros.

El más nítido de este bosque es el de la prima Lila. Aquella noche había uno estampado en su vestido, recién ahora me doy cuenta. Siempre viene uno atrasado en el darse cuenta, siempre estamos en el después.

El vestido era corto y ella tenía unas piernas que lo remataban largamente y con alegría.

Abrió mi madre, Teresa. Vimos a Lila agitada, y en el pájaro de su vestido una mancha de sangre. Venía escapando de algo.

Después ella duerme, con toses y silbidos. Después mi madre me arranca de al lado del sillón, donde por la mañana me quedo mirando a Lila y las uñas rojas que trae en manos y pies.

Todo lo demás lo sé por la añadidura de los años, y no por eso dejará de ser preciso y de ser cierto. Ellas se habían quedado buena parte de la noche hablando ante la mesa, Lila había llorado por un muerto asesinado en la calle, Teresa la había consolado sin grandes logros. Se habían dicho cosas del mundo gravemente, por el estado agravado de nuestro mundo. Yo lo sé, aunque dormía en mis cinco años. Por la mañana, la mancha de sangre del pájaro había desaparecido.

Digo desaparecido y me desdigo.

Pero en el bosque de estas cuatro paredes, el pájaro todavía tiene su mancha y canta una sola canción. ¿Y ellos qué cantaban, la prima Lila y los que con ella corrían? Qué poco mía es toda esa prisa de ellos. Vengo de años desentendiendo la urgencia, y no soy la única. En mi cabeza, apoyada en el sillón, su cara no resulta ninguna cosa. Si quiero a Lila me esperan otras tareas: entrevistar gente que la haya conocido, revisar materiales, leer libros ya comprados. Todo para saber de Lila y de los que corrían y para correr si hace falta. No, no. Todo para que Lila se detenga, ni corra ni conspire ni dispare.

Esta idea se me esconde tras los ojos.

Con una idea tal tras los ojos, se entiende cuán vanas pueden ser a esta altura de las horas las sábanas y las tisanas.

Deseo que algo no pase en el pasado: desandar errores, deshacer revoluciones, para que Lila viva. A quién se le ocurre.

Viernes era, todavía en junio, el 27 de junio de 1969. Algo decía que atardecía o casi; había que recogerse, había que estudiar algún suceso de la historia de la civilización romana del que alimentarse como por un tubo echada en la cama, convaleciendo de no saber. Así lo hacía ella, todo a lo largo de la cama de estudiante que aún la contenía, demasiado tersa la colcha acogedora. Se arrancó y se levantó.

En el living, el padre leía el diario tardíamente, la madre cosía el ruedo de un vestido verdadero.

–Tu hija vuelve a irse.

–Tiene derecho, es adulta.

Lila se había prometido mentirles sobre el objeto de esta noche. Ocultó la toma de ayer, los gases de la policía y el arresto de su amigo como pudo y echó otra evasiva al fuego de la conversación, aunque sólo para pronto tropezarse en una nueva sinceridad.

–En todas partes ganan los norteamericanos.

–Acá no van a ganar.

Dijo Lila y recogió la cartera cargada.

–Pero si acá... ¿Qué tenés ahí adentro?

El ritual familiar progresaba en este tipo de atmósfera, bajo estas luces, ante estos vasos del aperitivo, en sofás y sillones, en la comodidad más o menos exasperada de decirse lo que tenían en esa tribu, darse y recibirse esas monedas antes de que cada uno volviera a la soledad animal de su yo, en eso trabajaban aunque no exclusivamente, no Lila del todo, Lila cada vez menos. El último instrumento que resonaba en la casa ritual era su propia respiración. Había que inculparlos de algo para irse.

–¿No les da vergüenza estar sentados, no les dan vergüenza estas sillas?

La madre no entendía, el padre se burló. A cualquier otro hubiera resultado benéfico el frío de la calle conquistada. Lila esperó lo que el resto y se subió al colectivo que, redondo, la llevó hasta la plaza de Once aunque no precisamente, porque las calles estaban cortadas. Había gente en las veredas y más allá, en la plaza sucia de palomas, aunque sin palomas, huidas ahora. Por detrás vio un carro celular, un policía montado, como estatuas primero, luego vivos. No corrió porque nadie corría aún. Iban midiéndose, los que iban y los que quedaban.

Son tan insuficientes las cajas analógicas que guardamos, cuando uno las abre lo constata. No hay más que una foto de ella sola o casi: la prima Lila tiene su cara definitiva de la juventud, con un bebé en brazos que ni siquiera sé si fue suyo. En otra somos todos aún el clan de la infancia que supimos ser hace más de cuarenta años, y Lila, que era la mayor de los primos, muestra junto a los abuelos las suelas de unos zapatos, demasiado gastadas para sus veintitantos.

El sillón de la foto parece el de la casa de Córdoba. Entre Buenos Aires y el sur de Córdoba nos repartíamos los veranos de infantes, confundiendo ese territorio con el de la inocencia.

Eso nos había dicho Lila, con su cara de aquel verano:

–Ustedes tienen la inocencia, y hay muchos otros chicos que no la tienen. Van a fábricas, van al campo con la lluvia.

–¿Por qué van con la lluvia?

Preguntábamos nosotros. Era entonces cuando el tío Julio se llevaba a Lila de un brazo, sin que ella ejerciera resistencia alguna aunque hubiera podido. Debe ser el último verano que la vimos pasar. Había llegado de noche y se había ido lo mismo. Debe ser fines de 1975 o principios de 1976.

En mi mesa la caja, un pan, una taza. Espero a la nostalgia, tenemos una cita. Pasan las horas y nada o muy poco me sube de su marea.

Me levanto y uso el teléfono.

–Hice una locura y tengo una pistola.

Le digo a mi hijo en un mensaje, y lo que sube ahora es una satisfacción violenta, de plata y preciosura, que corro a mirarme al espejo.

Venía bajando Lila. A las ocho menos veinte llegó a la esquina de Corrientes y Pueyrredón; los caballos quedaron atrás. Uno que pasó le dijo: está cerrada la facultad de Ciencias Económicas, como si se conocieran. Trató, corrió. Los negocios mostraban la indiferencia de sus marquesinas hasta que comenzó la música de esa noche del 27 de junio. Contra las paredes de los edificios resonaron las bombas de estruendo; desde arriba debían verse como una mísera llovizna estos volantes, también los que llegaban desde la plaza en su fajina de jinetes portando armas. En la esquina unos cincuenta manifestantes a los que Lila se une. Con el tercer gas se desbandan, a pie, en tierra, torpemente, por las dos avenidas. Todo el aire se carga y se espesa. Una mujer abraza a un hijo. Hay que correr y hay que detenerse, al mismo tiempo. Vuela una molotov. En el jardín de las prohibiciones vuela perdidamente, con ala de insecto, en busca de su destino. Va y poliniza. Es un auto el que la recibe, y se prende fuego con ella. Lo mismo un panfleto con la consigna anti-Rockefeller, que supo arder en el aire negro del invierno. Hace sin embargo un inmenso calor. Se frenan algunos: se han puesto a armar una barricada que hasta parece natural, hecha de los escombros acumulados de un edificio en construcción y un vehículo que, habiendo pertenecido a los muchos del tránsito, se había frenado por un desperfecto. Van y vienen fotógrafos más o menos camuflados por el miedo. La policía les da caza, motorizada, a todos los que corran. El ciudadano respetable va con su halo de consternación como un sombrero, que apenas lo protege. La policía los alcanza en la esquina de Jean Jaurès y Tucumán. Lila usa su menudez para coincidir con un hueco. Ahí no quiere permanecer pero lo hace; la policía cambia de armas, recibe las piedras y otras voladuras de los que huyen, y embiste a los que logra.

Son las 20:04. Esa última oleada de policía ha logrado desertificar la calle, por un instante. El hueco de Lila acaba de ceder: ha caído de costado una tabla que le hacía de techo junto al edificio en construcción.

Resonaban desde lejos bombas de estruendo hasta hacía unos minutos y de pronto nada, se ha desplegado un telón de silencio a pesar del mal reparto de personajes para que a las 20:05, en la esquina siguiente, donde perseguidos y coda han avanzado, se oiga bien una serie de disparos, en breve código morse. Uno, dos tres cuatro.

Unas almas sin uniforme, ni civil ni de las fuerzas, corren ahora en la dirección opuesta a los disparos. En medio del asfalto ha quedado, tras el paso de los perseguidores bajo el alumbrado público sobreviviente, una pistola. Es la pistola de un agente; debe haber tenido suelta la funda.

Pronto el dueño reparará en su ausencia, volverá a buscarla.

Lila se apresura. Sin mirar para ningún otro lado la recoge.

Me visto y apertrecho, salgo a la calle con todas caras e imagino por un momento a Lila en su juventud de ausente andando a la par, tocándome una mano. Cruzo esquinas y respeto semáforos. Subo luego por la explanada de la Biblioteca Nacional lentamente, como un caracol herido. Hago trámites, asciendo y desciendo, doy la vuelta y regreso, siempre con la pierna a la zaga, con la pierna de sombra. ¿Qué me pasa, por qué no marcho por qué no voy? La hemeroteca tiene su piso de linóleo y sus luces de frío. Me entregan al fin, tras varios ruegos burocráticos, lo que he pedido: no se trata de ningún sucedáneo digital sino de un grueso tomo, que abro y hojeo, de diarios de la época. ¿Marzo, abril? ¿Cuándo fue esa noche en que Lila llegó a casa de mi madre? Debe ser antes de julio de 1969, porque en julio de 1969 el hombre con la hache gigante llega a la luna y para entonces, nosotras, mi madre Teresa y yo, ya no estamos solas en aquel departamento –ha nacido el bebé–. Las grandes hojas que hojeo en la hemeroteca hacen su música de frufrú. Es largo, larguísimo el tiempo; va pasando de fecha en fecha en su lámina granulada y publicitaria, con toda gente desconocida y unos nombres como moscas posándose en todos lados: Vandor, Onganía, Perón, la CGT. Tosco, que no es un adjetivo en este caso. Me desconcierta pensar que el tiempo es viejo, que está vencido. Hay generales en todos los titulares y por todas las tapas escanciados que al principio, en marzo, me resultan indiferentes, pero que en abril me suscitan curiosidad, que en mayo quiero resolver sin falta. En junio me quedo como en un lugar. En junio de 1969 hay espacio suficiente para pasarse una vida; llueven bombas sobre Vietnam y balas, y las batallas son ganadas sin cesar por los heroicos soldados norteamericanos, y los muertos son comunistas a secas.

Hubo un muerto esa noche de Lila.

Hay elecciones en Francia. Están las fotos y están las noticias, perimidas, que anuncian, ¿qué cosa?, lo olvidado, hay todo ese espacio en el tiempo en que uno se cae. Un segundo del año 1969 de junio de un día de fin de mes: uno se cae por ese segundo como por el largo laberinto de una recta. Israel, que amenazado amenaza y viceversa. Una y otra vez, de atrás hacia delante la página y de adelante, se sabe. Salto de un salto y me bajo.

Pienso en la pistola, en la mujer que me la dio, en el rastro perdido.

Elijo una página y digo: debe haber sido una de esas noches. Mi madre marchaba en el paso lento, casi sabio, de la plenitud de su embarazo en junio de 1969.

Estoy ante el gran tomo de la última semana. Hay un enviado extranjero del gobierno de Nixon, un Rockefeller de montañas de oro, que se anuncia. Llegará en la página 7 de un 29 de junio. En las páginas de antes constato que nadie lo quiere o pocos; la gente se resiste en Perú, en Uruguay, en República Dominicana a su llegada. Hay muertos poblando.

Me propongo detenerme. Pero sigo al veinticinco, al veintiséis de las tomas de facultades en todo el país, de los “atentados” que se suceden, digo “atentado” y me equivoco de vuelta, y quisiera quedarme entre las bombas amables que resuenan el veintisiete y el veintiocho, la foto pésima muestra las roturas de la facultad de Filosofía y Letras que no pudo ser tomada en la ciudad de Buenos Aires, la otra de una mujer por la calle abrazando a un chico, las miro y me hundo por las narices, tratando de despojarlos de peinados y vestidos para hacerlos a mi modo universales y míos, hay atentados y tratados, falsas bombas y panfletos, voladuras y volantes, viajes de ida y viajes de venida, ningún lugar donde quedarse acaso, entre los disturbios, la mujer del chico, y el auto blanco de la foto –¿un Valiant?– detrás del que matan al militante gráfico Emilio Jáuregui la noche del veintisiete, me quedo en el veintisiete, corro en el veintisiete, me balean o casi, me escapo o casi, digo esa es Lila, fue esa noche que llegó después de la represión a casa con el pájaro ensangrentado en el pecho. Entonces suena el timbre, abre Teresa, mi madre, entra ella y hacen eso de hablar de temas graves, y mi madre mantiene el puño cerrado bajo la mesa y el vientre, donde guarda el bebé que vendrá.

Suena en la esquina próxima un último disparo, como al aire. ¿Nadie grita?

A unos quince metros de la esquina siguiente hay un hombre tendido.

El código morse del arma de fuego ha hecho su transmisión.

Ya varios se entregan, el vencedor momentáneo trae su largo camión adonde hace subir a una veintena de frescos detenidos, con las manos en la cabeza y los pies de luto.

Lila se equivoca, una y otra vez. Mantiene el arma a un costado bajo el tapado, sin revisar si está o no trabada con el seguro.

Leo Nelson Rockefeller y pienso en Henry Kissinger. ¿Cuántos nombres de esos habrá para mí? En las imágenes de video de aquella época un hombre de anteojos gruesos sonríe forzadamente, pienso en sus dientes y en su traje, en lugar de pensar en la política que trae, en los acuerdos que guardará bajo el cobijo de esas mangas.

Veo el video de Internet como si fuera un largo, larguísimo cuadro renacentista. Este es un mundo en blanco y negro, que repele un poco por lo gris. El recienvenido Rockefeller, madonna o querubín, está siempre rodeado de periodistas, guardaespaldas y comitivas. En la imagen un auto es un auto, no importa qué modelo de qué año, y sin embargo el auto que cruza las puertas de hierro forjado de la cancillería, auto que debería sugerir grandeza y prestigio y tantas otras virtudes extranjeras, en este museo del pasado aparece antiguo y descolorido, es una carroza mal pintada, en nada sugiere aquella que llevaba por los aires a los héroes en sus nubes.

Esto me desalienta aunque me diga qué importa la imagen.

El gris, el auto viejo, que estén muertos los que andan y sonríen.

Hay que atenerse a los hechos como a una cuerda tensa, me digo, y por la tenacidad de las fechas voy.

Se queda de pie a unos cincuenta metros. Después se agacha.

Desde su ángulo puede ver al hombre moribundo.

Son las veinte cero seis y las veinte cero siete y cero ocho y cero nueve.

Han dibujado un cerco invisible alrededor del hombre y nadie se le acerca ni puede.

Una vez que han decidido por su suerte lo creen librado a la propia.

Lila cruza como si fuera un animal nocturno, nadie la mira, no recibe ni un golpe. Se acuclilla. Ve que el hombre todavía se muere y son las ocho y diez y once.

–Andate, no te quedes.

Le dijo uno con una cámara de fotos.

–¿No ves que se están llevando a todos?

Insistió.

–¡Hijos de puta!

Se oyó a lo lejos.

–Pero hay alguien tirado en la vereda.

–Había; ahí vienen.

Lila hizo caso al periodista, dio media vuelta, retrocedió por Tucumán hasta la avenida como si no quisiera perderse ni uno de los obstáculos pasados y aún posibles, las marquesinas ahora han respondido a los estruendos y han apagado las luces, y es hora además. Todas las fuerzas del orden del desorden marchan a contracorriente de Lila, como un río, por la avenida. Cuando esté de vuelta en casa habrá perdido todo su traje de la lentitud y del resguardo: entonces será visible y arrestable. Como otros, llevará en una extraña tinta pintada sobre la frente la palabra no. Habiendo caminado las treinta cuadras que la separaban de su casa, habiendo perdido en la marcha y para siempre el hábito de la civilidad, ahora que nada la separa de lo que sabe del mundo, ahora que coincide el mundo y se acaba el miedo, ahora el miedo comienza. Sabe que la injusticia sería infinita si la dejaran crecer. Así desnuda, sin protección se detiene a cien metros del edificio de la familia que aún le es propio en algo, por ascendencia, apenas. Afloja el brazo bajo el que traía el arma, entre el abrigo y los riñones. Podría haberse disparado, pensó, cuando la deja caer.

Con respecto al trágico episodio ocurrido anoche, la Policía Federal informó ayer que a las 19:55, en Anchorena y Tucumán se encontraba de servicio el agente Agustín J. Elaut, chapa 3618, de la comisaría 7ma. En esas circunstancias –expresose– fue alevosamente atacado por una persona que, separándose de un pequeño grupo de manifestantes, le efectuó varios disparos con una pistola calibre 7.65, resultando herido de gravedad en el pecho, lado izquierdo. El agente, desde el suelo, extrajo el arma de la repartición y repelió la agresión, alcanzando a herir de un disparo al atacante en el pecho, falleciendo este en forma instantánea.

La cabeza de cualquiera da vuelta de gerundios.

Se estableció que el atacante resultó ser Emilio Mariano Jáuregui, argentino, veintiocho años, hijo de Emilio Mariano y de Julia López, domiciliados en la calle Montevideo 1296, Capital Federal.

El padre no tiene apellido y el muerto veintiocho años.

La policía le secuestró el arma empleada, una pistola Walter 7.65, 3 cargadores, uno de ellos vacío, declarándose que hay testigos presenciales del hecho.

El agente se encuentra grave y será intervenido quirúrgicamente.

Pienso en el agente, todavía vivo, y espero que no se muera.

Observo este sentimiento de cerca, moviéndose como una bacteria bajo mi lente de minucias.

Pero el artículo de diario trae los antecedentes del muerto, y hay que conocerlos, porque es esa la noche en que Lila aparece con el pájaro en casa de mi madre, y ese muerto es el muerto del que habló y lloró ante nuestra mesa.

Dicen que había sido del Partido Comunista.

Registra sedición y otros delitos en 1964.

Es decir, merece la pena que le ha sido infligida.

Otras sediciones.

Varias detenciones.

Un rumor lo sindicaba erróneamente a un asesinato.

Esto me alegra tristemente. Algo debo hacer. Me levanto y me voy de la sala de lectura de luces bajas dando grandes pasos y me siento a preguntarle a la sibila digital en sus colores, porque el muerto no debe ser un asesino sino un asesinado, a secas.

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