Mientras el cielo esté vacío

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Mientras el cielo esté vacío
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Vélez Saldarriaga, Marta Cecilia



Mientras el cielo esté vacío / Marta Cecilia Vélez Saldarriaga. – Medellín: Editorial



EAFIT, 2020



410 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)



ISBN: 978-958-720-675-3



ISBN: 978-958-720-676-0 (versión EPUB)



1. Novela colombiana. I. Vásquez R., Victoria. II. Tít. III. Serie



C863 cd 23 ed.



V436



Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas





Mientras el cielo esté vacío



Primera edición: octubre de 2020



© Herederos de Marta Cecilia Vélez Saldarriaga



© Editorial EAFIT



Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23





http://www.eafit.edu.co/fondo





Portal de libros:

https://editorial.eafit.edu.co/index.php/editorial



Correo electrónico:

fonedit@eafit.edu.co



ISBN: 978-958-720-675-3



ISBN: 978-958-720-676-0 (versión EPUB)



Editora y correctora: Claudia Ivonne Giraldo G.



Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes



Imagen de carátula y guardas:

Peque-2001

, Jesús Abad Colorado, (Fotografía en blanco y negro)



Retoque de color: Alina Giraldo Yepes, autorizada por el autor.



Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.



Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.



Editado en Medellín, Colombia





Diseño epub:




Hipertexto – Netizen Digital Solutions









Presentación





Mientras el cielo esté vacío

 es la senda que construyó Marta Vélez caminando sobre las huellas de los trashumantes, por los posibles lugares de una geografía interminable, intercambiable, compuesta de pasos, errancias, pérdidas, caminos, barcos y barqueros, búsquedas y empatía. Recorre distancias, el camino, el movimiento impetuoso, un flujo eternamente cambiante y transformador que constituye una de las características esenciales de la existencia, y de la vida de Marta en particular. Indaga en las señas, en los rostros, en las huellas, en los rastros, en los contornos, en los matices, en las actitudes, en busca, no de la verdad, sino de la comprensión del propio sentido de nuestro estar en el mundo y de tener consciencia del otro, saber y reconocer su presencia.



Repite y reitera los pasos sobre los pasos, pues en la repetición hay siempre algo incomprendido, algo no resuelto, algo que presiona para recobrar el sentido en una búsqueda eterna en este territorio en donde se quebraron los sueños. En donde se ha convertido a los seres humanos en cosas, en objetos prescindibles, fácilmente sustituibles y reemplazables.



Las voces en la novela, cada personaje en sus diálogos y sus silencios o en las conversaciones interiores que sostienen con los otros que viven en ellos, que también son ellos, podrían ser una sola voz que denuncia el triunfo y el fracaso de los señores de la muerte.



Marta sugiere, como opción de supervivencia, el cuidado del otro, el amor, porque como le gustaba decir, repitiendo la frase de Jung, solo el amor hace alma.



En esta primera novela de Marta –novela póstuma– encontramos una coherencia temática y estilística. Se desplaza también con sus personajes trashumantes, múltiples y contradictorios, por los asuntos que siempre marcaron su pensamiento: las mujeres en los ámbitos públicos y privados, los desposeídos, los desplazados, los expulsados, los habitantes de las márgenes de las ciudades, la violencia, la inequidad... el cuidado, el amor, el lenguaje.



Hay temas como el río, yacer en las aguas, la errancia, la identidad de “los otros y otras” que también viven en cada personaje, la animalidad, las fieras... que pertenecen, sea en el fondo o en la forma, a conceptos que Marta trabajó durante toda su vida y remiten a la psicología, a la Tragedia Griega, a sus propias obras anteriores o a homenajes a otros autores.



Marta entra y sale de sí misma con los ritmos de la música y de la respiración y habla, trata, de narrar la errancia con la voz de los otros, de contar el horror con palabras trenzadas con el hilo conductor de una empatía creciente que transformó su propia vida.



El ejercicio de escritura personal de Marta fue muy parecido a su propia forma de estar en el mundo: tesón, angustia, rabia, risas y alegría. En una palabra, pasión.





Victoria Vásquez Ricardo





Septiembre de 2020







Nota de la editora





La lectura de

Mientras el cielo esté vacío

, de Marta Cecilia Vélez, significa una inmersión o un viaje personal hacia el Hades; se trata de un descenso guiado por una escritura desgarrada, poética, casi un canto y una oración.



Hay en ella el propósito cumplido de acercarse desde el alma –esa que ella conoció bien– al origen de nuestra violencia endémica, del odio heredado, de la crueldad sobre las mujeres. Hay una fiera desatada que surge en todos los ámbitos y que enfrentan las dos mujeres, Noemi y Elena, personajes centrales de la historia. Enfrentarla como un ver de frente y no rehuir la mirada para saber de las razones de los otros, pero, sobre todo, para saber de sí.



Cercana a la tragedia griega y a la sicología profunda de Jung, Marta otorga a los personajes de esta novela una voz unívoca, convierte todas las voces en un verdadero “coro”, elimina casi la polifonía de la novela moderna. Así, la narradora-autora “participa”, comenta a través de la voz principal de Noemi, quien habla desde el límite entre la escritura y la vida, entre el público (lectores) y los actores (personajes) y puede entablar diálogos amorosos o punitivos –verdadera Euménide– con otros personajes o actores de la historia.



Coreutas, las mujeres de

Mientras el cielo esté vacío

 lloran, buscan enterrar a sus muertos, despojadas de todo hasta de los recuerdos, componen un desfile por el escenario de una patria desolada. Pero también denuncian a los “señores de la muerte” y sus motivos carentes de compasión. En esa denuncia está la única esperanza de que nuestro cielo vuelva a llenarse de humanidad.



Publicamos esta novela póstuma de Marta Cecilia Vélez Saldarriaga con profundo respeto y admiración, y con la convicción de que se trata de una obra sin par en la literatura nacional de los últimos años.





Claudia Ivonne Giraldo G.





Septiembre de 2020












Si nada conmueve a los dioses, que permanezca por siempre esta noche





Séneca







OBERTURA





La piel de la noche se templó sobre los árboles y un toque profundo hizo temblar el silencio de las sombras. Retumbó. Tumbados todos. Un golpe seco sonó. Enmudecidos primero, luego mudos: habían sido conminados a bailar sobre la música letal del horror, eran vallenatos, era el pavor, eran ellos caídos, derrotados, inmóviles, atrapados en las redes ensangrentadas de miles ya silenciados.



Los toques repetitivos de un acordeón, vaciado él también y muerto el pálpito alegre de sus sones, son ahora la ironía de quienes han sobrevivido para narrar el horror, para que el temor y la desesperanza se propaguen con el viento, paralicen los cuerpos y derroten los ánimos de quienes pronto recibirán a aquellos visitantes. Los próximos. Retumban los corazones asustados, acelerados con la marcha imparable de la violencia certera.



El ruido denso golpea la tierra, tiemblan las ramas de los árboles, se sacuden las hojas, huyen los pájaros nocturnos, el viento arrastra ayes con un canto de río desatado, y se eleva un adiós inmisericorde, tajante. Es un compás sucesivo, obsesivo: el ritmo apagado y seco de la caída de los cuerpos en la vaciedad de la tierra.



El miedo paraliza los labios y los cierra en un adentro que repetirá cada imagen una y otra vez en las mentes atormentadas de los que permanecen. Esa noche es hoja tatuada, escritura la tierra removida, cifra la sangre derramada. Memoria y huella que guarda cada sonido, cada piel desgarrada, cada suspiro atrapado. Grafismo del horror.



Cavan, quieren que todos los cuerpos desaparezcan sabedores de esa otra muerte que es la muerte desaparecida. Para que el horror se prolongue entre los que quedan. Aquellos otros, a quienes les han sido sentenciadas la búsqueda y la memoria.

 



Los árboles quebrados señalan los caminos: cicatrices que se han abierto por la marcha de aquel furor encarnado, del odio vivo con sus muertos entre las garras. Los asesinos entran con el ánimo enaltecido, ebrios de sangre, saben que ninguna otra acción superará aquel horror: triunfan. Lo habían aprendido de la historia, de esos horrores que un día asombraron los corazones y terminaron convirtiéndose en cotidianidad.



Los días y las noches se sucedieron marcados por una música que era danza al ritmo de las balas y del aserrar sobre los cuerpos. Atrás quedaron los pueblos sumidos en el estupor y la desgracia. Lacerada en la memoria de los sobrevivientes la música, su música, agonizaba en aquella orgía de odio y furia. Entre las sombras cabalgaban los ecos de las palas, acongojada la noche, enmudecidas ya las balas, detenido el zigzagueo sordo y empantanado –sangre el pantano– de las motosierras. Entonces la tierra fue la mordaza que cerró, acaso para siempre, la posibilidad de realizar los ritos funerarios para despedir a los muertos y erigir un lugar para su memoria, y la montaña herida albergó en su seno el mal y su imposible justificación. Moriría el pueblo.



En adelante, grupos de mujeres como aves enlutadas tras los despojos, trajinarán los caminos de la tierra en afán desenterrador: volverán una y otra vez a abrir su vientre, buscarán cada signo que señale las fosas, cada pista exigua que conduzca a los desaparecidos; muchas veces, perdiendo su horizonte, seguirán tras otras huellas y otros paisajes a otras que tienen sus mismos dolores, que están en su misma desolación, pues todas, indistintamente, son las habitantes del duelo, del terror permanente y del abandono. Detrás de los asesinos van las masas de mujeres que buscan a sus muertos. Un fuerte lazo los une: el miedo, que mientras se inocula en ellas, los fortalece a ellos, ambos, odiosamente unidos, desesperadamente atados.







CAPÍTULO 1





SOBRE LAS HUELLAS DEL ODIO





El sol anida en sus labios en pequeños cráteres por los que corren hilos de sangre, está huyendo de la muerte. La tierra que pisa despierta una memoria que ella, niña como es, desconoce; por aquellos polvorientos caminos, miles de seres humanos transitaron y tanto huyeron que se fueron a morar en el olvido. Repite los mismos pasos vacilantes, el mismo miedo palpita por sus venas y el mismo rojo tiñe sus ojos y mancha el horizonte.



Reconoce en su cuerpo la orden de partir. Lleva en su mente las heridas y los gritos desgarrados que atormentan sus oídos y una sed que la asedia arranca de sus músculos el primer impulso y su cuerpo trastabilla, obnubilado, lento. El calor húmedo le roba el llanto, la visión y el miedo, al exigirle detener la huida, inclinarse, dejarse caer, dormir sobre la arena. Las fuertes convulsiones que la atacan en forma de arcadas, son impulsos que ella apenas sobrepasa, solo se sostiene por momentos a la sombra de algún árbol donde en otro tiempo, con la felicidad de las fiestas de su pueblo y acompañada por otros niños, se subía ágil para amarrar de sus ramas banderolas multicolores.



Quiere vomitar, pero ¿qué? Lleva días caminado sin comer ni beber, sin hacia dónde; todo lo han interrumpido las balas, todo ha sido cegado con el golpe reiterado de las ametralladoras; el sol reversó su curso, abrió las sombras y trajo la más terrorífica noche sobre aquellos montes y sus pueblos. Y la oscuridad con sus fantasmas se ha precipitado antes de tiempo. Vomitaba, pero ¿qué? No lo que había visto, tampoco el sonido de la caída de los cuerpos sobre la arena húmeda de sangre, ni la cerrazón de sus ojos cuando fue cortada la luz del pueblo. A veces anda en círculos, pues instintivamente rehúye los caminos y se interna en parajes solitarios que le prometen la muerte. Es apenas una niña sobre cuyas espaldas pesa el horror, el odio obsesivo, la matanza reiterada. Es la misma que desde hace siglos huye con el descubrimiento precoz de un odio antiguo.



Hacía rato había amanecido y el sol la golpeaba con un resplandor que contrastaba con su cuerpo moribundo y perdido. Caminaba por el límite donde solo laten ya, tenues y a punto de cesar, los instintos. A lo lejos se escuchaban los sonidos caóticos de diversos sones y un constante repiquetear de tambores y chirimías que venían desde distintas partes en aquella maraña de pueblos que se empinaban entre los montes, o quizá eran recuerdos de músicas de otro tiempo, alucinaciones. Vencida, no logró mantenerse en pie ni dejar los ojos abiertos, una nubosidad velaba el camino y se quedó quieta, muda y enceguecida bajo la sombra de un árbol. Sintió que alguien se acercaba sigilosamente y quiso huir, pero unos brazos rodearon su cuerpo; quiso defenderse, pero no pudo hacer nada, unas gotas cayeron en sus labios, alguien le hablaba, pero ella no lograba articular palabra y no tenía fuerzas para gritar. Sintió que se hundía profundamente en un sueño.



Una mujer había llegado silenciosa y lenta; escondida entre los matorrales, notó el caminar desacompasado y errático, vio el cuerpo lánguido deslizarse hacia la tierra y caer. Venía huyendo también. Desde lejos, esa figura recogida sobre sí misma le parecía una vegetación más. Segura de que nadie llegaba, se acercó y dejó caer agua sobre sus labios en llaga. Le preguntó su nombre, de dónde era y por qué estaba allí sola pero no obtuvo respuesta, y cuando quiso insistir, escuchó unas voces que venían del camino que había recorrido en su huida. Con el temor de que las descubrieran, la mujer condujo a la niña en sus brazos hacia unos matorrales. Estaba terriblemente cansada y a punto de rendirse, pero el miedo es un aliado que no cede. Toma un trago de agua, le humedece los labios a la niña y le da pequeños trozos de bollo limpio. Así permanecen, sin hablar, atentas. El viento trae unos sones desordenados. Múltiples resonancias de compases que se entrelazan y torturan los oídos. La fiesta de horror y sangre continúa, y en el fondo de las caóticas músicas, está el sonido de los cuerpos que caen sobre la arena.



Los ecos hacen que la niña se refugie en el cuerpo de la mujer, en un movimiento instintivo de cercanía. Entre los pliegues de su ropa humedecida por el sudor, en el verde de su camisa, la niña ve paisajes y aves revoloteando. Sobre el calor de ese cuerpo se ve corriendo, jugando “la lleva”, saltando en una “golosa” que le promete el cielo. Se encuentra en una distancia que es límite, y busca el seno, el soplo. Busca la vida, asimilarse a ella, descubrir su aliento en el latido del corazón. Ritmo que su pueblo supo conservar en los tambores que le permitieron sobrevivir, con cada pulsación, al ímpetu arrollador de la violencia. Se ve a sí misma en aquellos momentos detenidos. Un acontecimiento le ha arrebatado la posibilidad de estar unida a ellos, contempla su vida como algo lejano y quizá ya muerto. Ovillada al cuerpo de la mujer la niña permanece inmersa en las febriles imágenes en las que ella ya es otra, separada de los recuerdos, retratos apenas de un mundo que se hundió cuando sintió las ráfagas de metralleta, los gritos de alarma y el apretón de una mano que la haló fuerte, y le dio la orden drástica de correr hacia el monte.



A lo lejos se divisaba un caserío que plateaba en los techos de zinc. La mujer pensó en los miedos que la asaltaban desde niña. Un recuerdo persistente se apoderaba de ella ya caída la noche y la sumía en el terror, era una imagen en la que lloraba ante una puerta cerrada en medio de la oscuridad. Solo cuando el sueño la vencía, el recuerdo se borraba de su mente hasta que retornaba de nuevo con las sombras. Y cada noche desde aquella noche, en cada una de las noches de todos los días, surgía este recuerdo para sumirla en la desazón. Su corazón palpitaba ahora como entonces y como palpitaría siempre frente a un casi sabido porvenir. Y frente al sol en llamas y al espejear del caserío lejano, vio el desierto.



Si la búsqueda de sus hijos que la acompañaba desde hacía tiempo, pensaba, no la mantuviera alerta y no dilatara ahora su cuerpo respondiendo a la urgencia de salvar una vida, se hubiera dejado morir así como la niña se iba entre su pecho.



De nuevo se sobresaltaron por las voces de unos campesinos que bajaban en burro por la trocha. Entre balbuceos, la niña le pidió que huyeran, pero ella le hizo gestos para que se calmara. Transcurrieron apenas unos minutos cuando las ráfagas de las ametralladoras de unos hombres armados, vestidos de camuflado, retumbaron, sacaron a la naturaleza del sopor y a ellas las hundieron en el terror de la muerte. La niña temblaba, pero la fuerza de la mujer al apretarla contra su cuerpo, la contuvo e impidió que gritara. Entonces, aquella boca rígida, paralizada y seca se abrió en una mueca de espanto y se oyeron unos gritos rasgados y aullantes, cacofonías aterradas que venían de la carretera.



Mil muertos se abrieron paso detrás de los párpados; aquello que no querían ver, ya había sido visto, ya vivido. Dos niños gritaban y lloraban y dos mujeres arrodilladas; una bajaba la cabeza sobre los cuerpos asesinados, otra suplicaba a los asesinos que se reían a carcajadas, “pídanselo a la guerrilla” gritó uno, mientras, sin vacilar un instante y con el furor ebrio del odio que la sangre le producía, la atacó, otro de los hombres cogió a los niños y les torció el cuello mientras la otra mujer se abalanzaba como un animal herido, y ellos, una y otra vez, clavaban las armas en su cuerpo. Allí se había detenido el tiempo.



Aquella visión había arrancado todo ímpetu y había horadado sus exiguas fuerzas; no sabía qué hacer, no se atrevía a salir de los matorrales. En pocas horas caería la tarde y la mujer sabía que no podían pasar allí la noche. ¿Hacia dónde caminar? Ella había huido sin dirección, apartándose siempre de los caminos; lo había hecho durante varios días deteniéndose pocas horas para descansar, en una duermevela sobresaltada e inquieta. Entonces tomó el rostro de la niña que permanecía silenciosa sobre su pecho y le preguntó si sabía dónde estaban; con sus ojos negros fijos, la niña movió la cabeza negativamente. Aquella mirada hundida en el desamparo, ausente y lejana como si nadie habitara en ella, la desgarró; ella conocía esos ojos vacíos, atrapados en la distancia. Muchas veces los había visto frente al espejo.



¿Contra qué imágenes se abisma su mirada, se preguntaba, sobre qué fondo permanece estática y muda? ¿Acaso la ha alcanzado ya el odio? ¿Gritará en sueños en un cuarto oscuro y ante una puerta cerrada, sin saber lo que ocurre? Aquellos ojos la impresionaron, pues ella conocía las consecuencias del terror en el alma, de la vida humana extenuada, los estragos del odio y la extraña lejanía a la que conducían: su apariencia era el retraimiento, el silencio, la acritud, y su visibilidad era la más terrible desconfianza. La soledad camina al lado como la sombra. Entonces se incorporó y comenzó a caminar. Tampoco conocía esa región, había llegado hacía apenas algunas semanas, porque le habían hablado sobre la existencia de unas fosas comunes, pero aún no era capaz de ubicarse.



Lenta y temerosa, la niña la seguía y, para animarla, la mujer le dijo que buscarían un lugar donde estuvieran más seguras, allí comerían y dormirían. Se internaron más en el monte. El sol manchaba de ocres el horizonte y el fogaje golpeaba sobre sus rostros y traía ondas intermitentes de la música que derrotaba sus almas y denunciaba la presencia de aquellos hombres en los pueblos. “Continúa la matanza –pensó la mujer–, tengo que encontrar un refugio antes de que caiga la noche y nos topemos con esas bestias”.



Llegaron a un alto donde la vegetación era más tupida; no había sembrados ni animales en los alrededores cercanos. El cansancio las obligó a dejarse caer sobre la tierra. La mujer vació su mochila, sacó dos bollos de yuca, una botella de agua, un pañuelo, unos pedazos de panela y una monedera y los extendió en el suelo.



—Desde hace años llevo cosas como estas en la bolsa, para salvar la vida, sobre todo si hay que huir.



La niña no hizo ningún comentario, solo comía. La mujer dirigió su mirada al horizonte y recibió agradecida la brisa. No sabía cómo salir de allí y esquivar los lugares por donde esos hombres patrullaban. Además, la apremiaba saber que pronto se terminarían el agua y la comida. Unas lágrimas rodaron por los surcos prematuramente marcados en su rostro, pues aunque tenía un poco más de cuarenta años, revelaba muchos más. A lo lejos se divisaban unas aves volando en medio de las corrientes de aire.

 



La mujer se acercó a la niña que dormía acurrucada sobre el suelo árido, la inclinó suavemente, le puso la cabeza sobre sus piernas, tenía unas cejas gruesas y tupidas, unas pestañas largas que pronunciaban aún más sus ojos; los labios, ahora abiertos, eran gruesos y generosos y la nariz un poco achatada. Recorrió esas cejas con la yema de los dedos y luego las introdujo entre el grueso cabello. Lloraba al hacer estos gestos. Con la mirada en el horizonte, esperó a que el sol se ahondara definitivamente; temía dormirse.



A su mente regresaba el espanto vivido en la tarde y por momentos se le confundía con los recuerdos de los horrores padecidos durante su vida. Sobre esas imágenes se superponían las de sus padres, las de sus tíos que tenían las mismas historias de aquellos asesinados en el camino. Vio a conocidos y desconocidos, gente del común, todos terminaban sobre charcos de sangre. Los veía a todos, menos a sus hijos, ellos no se calcaban sobre los cuerpos vencidos. Nunca los había visto en otros recuerdos. Sus hijos no se presentaban de esa manera en su mente y esto lo consideraba un buen augurio, y aunque desde hacía dos años no sabía nada de ellos y todas las evidencias apuntaban hacia su asesinato, ella los seguiría buscando hasta que los huesos en sus manos confirmaran su muerte. Ahora, frente al atardecer, pensaba también en los habitantes de aquellos pueblos, sobre todo los del Carmen de Bolívar, de donde había logrado huir.



Esa noche no había dormido por el intenso calor, y abrió la ventana para refrescarse un poco; eran las once de la noche del viernes y los inquilinos y la dueña de la pensión habían salido a la plaza a divertirse. Se encontraba sola. ¿Los vio llegar? O quizá simplemente los olió y los sintió. Cuando se han vivido varios ataques, el cuerpo despierta unas alertas y aprende a sentir sin ver y sin escuchar el desplazamiento silencioso de la bestia. Desde la pensión donde entonces se encontraba, había visto a los paramilitares llegar silenciosos y ladinos por todos los costados del pueblo. Los había sentido, su cuerpo se alarmó; acostumbró sus ojos a las formas oscuras y pudo adivinar cómo se movían y se acercaban. En la plaza del pueblo se escuchaba música y las conversaciones alegres de la gente, sin embargo, en las afueras había una quietud de parálisis y una calma amenazante. Su corazón comenzó a palpitar con prisa; las luces de la pensión estaban apagadas; cerró la ventana, recogió los bollos que había comprado en la tarde y la botella de agua. En la mochila había panela envuelta en hoja de plátano. Se puso los zapatos y ató el pañuelo en su cabeza. Era todo cuanto tenía, ¡ah! y unos billetes enrollados en un monedero. Se puso la mochila en bandolera y volvió a asomarse discretamente por la ventana. Los primeros hombres estaban entrando al pueblo por el cementerio. Sintió terror, pero sabía que el miedo era ya una derrota que haría a aquellos hombres más poderosos y a ella una presa fácil. Decidió entonces, como otras veces, que era preferible morir huyendo, buscando una salida, que dejarse torturar, asesinar, o… No continuó, evocar aquello sería otra derrota. Observó a los hombres silenciosos que entraban ya en la calle. Sabía que siempre ingresaban por los costados, acordonando los pueblos con un cerco mortal y cerrándolo luego; asesinaban a quienes encontraran por el camino, hasta que finalmente llegaban a la plaza y como si fueran redes para peces, quienes estaban allí quedaban atrapados.



Cuando ya no bajaba ni uno más, salió a la calle y alcanzó a ver las espaldas cargadas de armas de los hombres que se abrían paso en varias direcciones. Corrió hasta alcanzar el cementerio. Allí se detuvo y volvió a mirar hacia el pueblo donde se escuchaban ya los primeros disparos y una gritería que interrumpió la alegría y desangró la música sumiendo a la gente en un pánico que poco a poco les cerró las bocas.



Caminó durante dos días y tres noches casi sin detenerse, ahorrando agua y comida. Se sentía deprimida: con el recuerdo la invadió una sensación de rechazo y desprecio hacia sí misma. Desorientada, con esa niña recostada sobre sus piernas, en medio del cerco y de la huida, en otro triste amanecer, volvía a preguntarse por el sentido de conservar la vida. Frente a una aurora enlutada, lloró: ¿cómo había podido huir del Carmen? No había hecho nada, no intentó ayudar. Por primera vez veía el pujar irrefrenable del animal que la habitaba.



Puso a la niña sobre el suelo, se desplazó unos pasos y vio que a lo lejos se elevaba un humo denso. Cuanto había vivido durante la larga búsqueda de sus hijos, le había enseñado que para esas jaurías de hombres poseídos por el odio, la muerte es un espectáculo para que los sobrevivientes aprendan cómo será su muerte en la muerte de sus compañeros, y en cada súplica, como en una representación macabra, asistan a los gritos y súplicas que serán los suyos; saben que cada golpe, que cada puñalada o cada bala en aquellos cuerpos, son por anticipado el golpe, la puñalada o el tiro que recibirán en los suyos; no saben cuándo, ésta es la expectativa, suspenso que inyecta el terror y lo deja marcado en el corazón de quien sobrevive para que lo narre una y mil veces, y para que esta historia, como el aire que se respira, llene las almas de todos los pobladores. Y cuando los verdugos se han ido, ebrios de triunfo y de la victoria anticipada que allí se inicia, el dolor y el desgarramiento se quedan atrapados en el pueblo. Ella sabe que en cada una de las víctimas, como en ella, se ha espantado la risa, han huido las esperanzas y sabe que están muertos en vida los que permanecen; vivirán en medio de fantasmas que gritan en sus sueños y en sus corazones pesará una derrota más: haber sido vencidos por ese animal que solo quiere sobrevivir; los azotará la culpa, mascullarán una y mil veces palabras que entonces nunca dijeron, y en el fondo de sus ojos cerrados, verán desfilar imágenes de acciones contra los asesinos, mas, abatidos y horrorizados ante sí mismos, abrirán los ojos a una realidad que les mostrará la inexistencia de aquellas imágenes y la decepción de ellos mismos.



Observó cómo se elevaba el humo y se dispersaba en el horizonte. Tomó del suelo una piedra y regresó junto a la niña. Partió la panela e introdujo algunos pedazos en la botella de agua, luego guardó todo en la mochila, la amarró a su muñeca y se recostó.



Cerró los ojos, muchas veces era suficiente para descansar, para hundirse en la oscuridad interior y permanecer así, reconociendo cada sonido, adivinando la dirección del viento o forzándose a inventar recuerdos que reemplazarán los verdaderos. Sin embargo, esta vez era imposible distraerse. Los ojos desorbitados, ensangrentados y saltones como si quisieran alcanzar una última mirada a la que el cuerpo ya no respondía, era lo común de aquellos rostros que venían entre las sombras. Esas miradas derrotaban noche a noche sus ganas de vivir y le arrancaban las ilusiones. Y cada mañana, la fuerza para buscar a sus hijos, le volvía a imprimir ímpetu. Únicamente deseaba saber qué les había ocurrido, se dijo con énfasis y resolución, y respiró hondo para calmar el batir intenso de su corazón. No soñaba con rehacer su vida, no podía pensar en rehacerla sin antes conocer la verdad.



La venció el sueño y las imágenes la llevaron hasta Trujillo; sintió el calor sobre su cuerpo y el sonido de las aguas del río Cauca que la mecían. Era verano, cuando la corriente desciende y despeja pequeñas playas de una arena oscura y suave. Los niños estaban en la rivera nadando y alborotando. Su mayor alegría era ir a nadar allí, y luego, bajo los árboles, comer unos deliciosos tamales que preparaba desde la víspera. De repente, una enorme sombra cubrió el horizonte, viajaba rápida y ella comenzó a llamarlos para que regresaran a la orilla. La espesa nube se acercaba amenazante. Sintió un frío que no era del ambiente, y no lograba levantarse, se sentía anclada a la tierra. Quiso gritar y hacerles señas con las manos, pero ningún sonido salió de sus labios y ningún movimiento agitó sus brazos. Estaba congelada y aquella oscuridad venía hacia ellos. Logró ponerse de pie, corrió hacia la orilla y pudo llamarlos. Al escucharla, los niños trataron de salir, pero la nube se convirtió en una enorme marea que los hundió; habían desaparecido. Del cauce no quedó más que un pantano rojo sobre el que ella caminó hasta el sitio donde los había visto por última vez. Sus pie