Loe raamatut: «Por un cine patrio», lehekülg 5

Font:

CAPÍTULO 1

LA APARICIÓN Y CONSOLIDACIÓN DE UNA CULTURA CINEMATOGRÁFICA EN ESPAÑA EN EL PRIMER TERCIO DEL SIGLO XX

Durante los años veinte y treinta se produjo la consolidación del espectáculo cinematográfico entre los hábitos de ocio de los españoles, pero también su afirmación como medio artístico y ámbito cultural. No hay que perder de vista que el cinematógrafo nació al margen de las instituciones culturales tradicionales y en sus primeros desarrollos como industria y espectáculo no jugaron un papel determinante intelectuales y artistas. El cine se situó en sus orígenes en el ámbito de las atracciones de feria y los espectáculos lúdicos, sin que se planteara que pudiera pertenecer al campo de la estética, la cultura o el arte, en un momento en el que artes institucionales y espectáculos populares eran concebidos como dos campos autónomos e incompatibles entre sí. Pero a lo largo de las primeras décadas del siglo, el desarrollo extraordinariamente rápido de la técnica cinematográfica y las fórmulas narrativas fílmicas, la estabilización de los sistemas de exhibición y explotación y el entusiasmo del público hicieron que el cine captara la atención de los intelectuales. En un ambiente intelectual preocupado por definir y explicar el fenómeno de la cultura de masas (y las masas como sujeto social y político),1 el cine suscitó encontradas reacciones. Desde el principio coexistieron los discursos que atribuían al cine un sinfín de posibilidades con los que lo demonizaban. Entre estos últimos, prevalecía la asociación del cinematógrafo a un público de «clases bajas», inculto y frecuentemente feminizado, y la expresión del temor de que el cine pudiera degradarlo y envilecerlo más aún.2 El alto porcentaje de mujeres en el primer público fílmico fue percibido como un alarmante fenómeno social que confirmaba la descomposición de los valores tradicionales y desafiaba las divisiones tradicionales entre esferas culturales y domésticas. La cultura de masas fue comúnmente personificada como «femenina», con capacidad para inducir pasividad, vulnerabilidad e incluso corrupción.3

De forma paralela, fueron apareciendo una serie de discursos escritos, fundamentalmente en la prensa, que se interrogaban sobre la naturaleza y posibilidades del medio cinematográfico, obra de una serie de intelectuales y periodistas que promovieron el cine y se preocuparon de garantizarle un puesto en el sistema de las artes. Esta práctica de escribir sobre cine hizo posible la integración en el sistema cultural de un medio expresivo que había nacido en sus márgenes.

La bibliografía especializada ha estudiado la aparición e institucionalización de la escritura cinematográfica como un campo diferenciado, lo que nos permite trazar, de modo muy sucinto, un bosquejo de este proceso. 4 El primer germen de una reflexión sobre el cine se puede rastrear en la pluralidad de discursos que acompañaron su nacimiento y primera difusión, un periodo que se situaría aproximadamente entre 1907 y 1914 y en el que, según Richard Abel, puede localizarse algo parecido a lo que Michel Foucault definió como el umbral inicial de una práctica discursiva. 5 Si bien pueden inventariarse reflexiones de interés anteriores, 1907 representa un año crucial para la historia del pensamiento sobre el cine. Por una parte surgió en diversos ámbitos geográficos una prensa cinematográfica especializada, aunque de tipo corporativo, pues a menudo las publicaciones estaban ligadas a las casa de producción y se dirigían principalmente a los responsables de los sectores de producción, distribución y exhibición. A este tipo de prensa se sumaron pronto las revistas dirigidas al público (que podríamos denominar fan magazines). Por otra parte, el cine se convirtió en objeto de una serie de discursos que certifican, por su propia heterogeneidad, un interés creciente hacia él. entre los responsables de esos discursos, ocuparon un lugar destacado los periodistas (el espacio fijo dedicado a la recensión de películas en la prensa favoreció rápidamente el nacimiento de una especialización cinematográfica), a los que se añadió el trabajo de hombres de cine y, finalmente, algunos intelectuales y nombres de la cultura en general, cuyas intervenciones fueron esporádicas pero significativas.

En la segunda mitad de los años diez se asistió a un evidente salto cualitativo en el pensamiento sobre el cine. Por una parte, junto a las revistas corporativas y fan magazines comenzaron a aparecer algunas publicaciones no ligadas directamente a la industria cinematográfica ni a las editoriales de masas y orientadas hacia la reflexión teórico-estética y a la crítica independiente. Por otra, el espacio creciente que se dedicaba a la discusión sobre el cine en la prensa cotidiana y en las revistas literaias y culturales pone de manifiesto la consideración que la nueva forma de expresión estaba adquiriendo en el ambiente de la cultura oficial. Y, además, en este periodo se comienzan a publicar en Europa y Estados Unidos, aunque todavía esporádicamente, los primeros libros de tipo especulativo enteramente dedicados al cine. Según se aproxima el final de la década, el discurso formulado sobre el cine tiende a hacerse más complejo y profundo. Los tratados centrados en los aspectos tecnológicos y productivos del nuevo medio y la polémica sobre su valor moral y su función educativa fueron perdiendo interés de forma paralela a la afirmación de la primacía de la dimensión estética que caracterizó mayoritariamente las reflexiones de los años veinte. En la tercera década del siglo, el cine se confrontó y comparó con formas artísticas acreditadas (teatro y literatura sobre todo, pero también pintura, música o danza), se combatió por su plena admisión en el sistema institucional del arte al mismo tiempo que se procuraba su individualización por contraste.

Una muestra de la consolidación e institucionalización de la reflexión teórica a lo largo de los años veinte la constituye su progresiva diferenciación geográfica, la formación de verdaderas y propias escuelas nacionales, caracterizadas, junto con la divergencia entre cada autor, por la presencia de un sustrato unificado de ideas compartidas. Son ejemplares en este sentido los casos de Francia y la Unión Soviética, que durante esta década se impusieron como los dos centros mundiales del debate sobre el cine, de los que provinieron (con excepciones) las contribuciones más relevantes de esos años. No puede obviarse, asimismo, el nacimiento a lo largo de los años veinte del cineclubismo y las salas especializadas.6 en la década siguiente no se produjeron grandes innovaciones en el terreno teórico, pues la revolución tecnológica que supuso la transición del mudo al sonoro no se tradujo en el plano teórico en un verdadero cambio de paradigma, si bien generó encendidas discusiones entre los partidarios del sonoro y sus numerosos detractores. El rápido desarrollo y difusión del sonoro condujo a una todavía mayor cobertura del cine en la prensa diaria y semanal en los años treinta, década en la que la prensa general y especializada continuó proporcionando el principal espacio para la discusión sobre el cine.7 así, en los años treinta el cine estaba ampliamente integrado en la vida cultural e intelectual, y la crítica cinematográfica era, en buena medida, una forma establecida de escritura.

La historia de este proceso por el que el cine se convierte en cultura a lo largo del primer tercio del siglo XX está todavía por hacer en el ámbito español, si bien los trabajos de rafael Utrera, Joan M. Minguet, C. Brian Morris o romà gubern han sido decisivos para el estudio de la reacción de los intelectuales ante el cinematógrafo.8 asimismo, en los últimos años puede constatarse un interés renovado de la historiografía española por la prensa cinematográfica de la primera mitad del siglo XX (más como objeto de estudio en sí mismo que como parte de un proceso cultural), si bien no ha sucedido lo mismo con otros fenómenos como el cineclubismo o los congresos cinematográficos.9 Por los estudios con que contamos, el caso español encaja en la cronología que hemos trazado anteriormente; asimismo, al igual que en el resto de europa, su penetración en la vida cultural se hizo por medio de la prensa, en ella se desplegaron las preocupaciones más diversas (científicas, morales, técnicas, pedagógicas o estéticas) en torno al cine. A partir de mediados de la segunda década del siglo, secciones, publicaciones y periodistas especializados, junto con personas del mundo del cine y de nombres de la cultura en general, fomentaron cada vez más el interés por el cine y lo convirtieron en un objeto digno de ser analizado. Se creaba así una cultura cinematográfica, clave para la comprensión del fenómeno cinematográfico y su participación en los procesos de construcción de identidades. en este sentido, como se ha señalado anteriormente, la cultura cinematográfica juega un papel fundamental en la definición de los cines nacionales. Por la cronología planteada en esta investigación, no puede obviarse que quienes escribieron sobre el cine español en los años treinta estaban inmersos en ese proceso de «invención» de una cultura, de legitimación a través de prácticas y criterios culturales de un espectáculo que había sido subestimado o ignorado por buena parte del mundo intelectual.

en este capítulo se tratará de trazar algunas líneas generales de este proceso para situar la cultura cinematográfica especializada que se fragua a partir de los años veinte y su desarrollo durante la república en el contexto cultural e intelectual del momento. Un proceso en el que, salvo contadas ocasiones, no participa el estado, sino que responde a intereses culturales o comerciales emergentes de la sociedad civil. en este sentido, se abordarán las apreciaciones (positivas y negativas) de los intelectuales hacia el cine, los principales discursos que surgieron en torno al fenómeno cinematográfico y la aparición de plataformas culturales que supondrán la institucionalización de la cultura cinematográfica. desde esas plataformas, especialmente las revistas especializadas, periodistas y críticos se preocuparon de elaborar y defender la idea de cine nacional, a través de lo cual reflexionaron sobre españa y sus esencias.

1.1. LAS REACCIONES INTELECTUALES INICIALES ANTE EL CINEMATÓGRAFO

1.1. (1896-1914)

El cinematógrafo de los hermanos Lumière llegó a España en 1896. En la prensa fue descrito con expresiones como «ingenioso aparato», «maravillosa invención», «espectáculo sorprendente», «grandioso invento » o «realmente curiosísimo».10 Merece la pena destacar, por la temprana fecha en la que se hizo, la opinión del crítico literario, teatral y artístico del Diario de Barcelona Francesc Miquel i Badia, quien justo tras la presentación del cinematógrafo en Barcelona en diciembre de 1896 le dedicó un artículo entusiasta en el que otorgaba categoría artística al nuevo invento por su capacidad para reproducir la realidad.11 Esa valoración positiva del cinematógrafo derivaba de la defensa de un realismo objetivista, constante en la labor crítica de un antimodernista como Miquel i Badia;12 no obstante, no deja de ser destacado que un crítico conservador nacido en 1840 manifestara una apreciación en términos artísticos hacia el invento de los Lumière. Pero es ésta una consideración prácticamente excepcional en este momento. En la recepción en prensa del cinematógrafo convivían las apreciaciones de «espectáculo» y «novedad científica».13 Si en un principio la prensa hablaba sobre todo del nuevo invento como un adelanto científico, en poco tiempo el cine apostó por el espectáculo antes que por la ciencia.14 Pronto las proyecciones cinematográficas comenzaron a aparecer en todos los espacios dedicados al ocio, desde teatros y cafés a proyecciones ambulantes en ferias y fiestas locales, y en las discusiones sobre el nuevo medio en prensa primó su consideración como puro entretenimiento.

La popularidad que rápidamente alcanzó el espectáculo cinematográfico dio pie a la aparición de las primeras publicaciones específicamente dedicadas al mismo. La prensa cinematográfica apareció en España en 1907 (fecha clave en la historia de la cultura cinematográfica, pues marca la aparición de la prensa de información cinematográfica por toda Europa) con la publicación de El cinematógrafo ilustrado en Barcelona. A lo largo de los años siguientes aparecieron diversos tipos de publicaciones que divulgaban cuestiones relativas al cine. Entre las primeras revistas importantes hay que destacar las barcelonesas Arte y cinematografía (1910), El mundo cinematográfico (1911) y El cine (1912), que tendrán además una larga vida. En Madrid, una de las primeras fue Artístico-Cinematográfico, boletín quincenal surgido hacia 1907, y unos años después Madrid cinematográfico, revista gratuita de la industria dedicada a la publicidad.15 estas primeras revistas alternaban en sus primeros años la información cinematográfica con la de otros espectáculos, como el teatro o los toros, y la publicación de poemas o folletines. Progresivamente se fueron especializando en el medio fílmico y enriquecieron su material gráfico. Desde sus inicios, la prensa cinematográfica jugó un papel fundamental en la difusión de la mitología cinematográfica, en la creación de una fascinación cultural hacia el mundo del celuloide, que a partir de los años diez quedó encarnado especialmente en las estrellas de cine. En las primeras décadas del siglo XX sería muy problemático establecer una distinción entre lo que podríamos denominar prensa corporativa y prensa especializada, pues las revistas se nutrían de la publicidad subvencionada por productoras o distribuidoras (al igual que los espacios que podían dedicarse al cine en la prensa regular) y no puede decirse que existiera una crítica independiente. De hecho, ésta nació en la prensa no especializada, como se expondrá más adelante. Estas primeras publicaciones cinematográficas tenían una función informativa y propagandística, no especulativa.

El cinematógrafo se estaba estableciendo, así, como un espectáculo popular, fuera del mundo intelectual español. Hay que señalar que el cine nace cuando se está construyendo la figura del intelectual moderno en España, al igual que en toda Europa.16 Es necesario insistir en que la emergencia del cine se produjo al margen de ese campo de poder intelectual que se estaba fraguando desde las décadas finales del siglo XIX, al margen de una serie de escritores que estaban adoptando nuevas posturas hacia la cultura y la política.17 El interés de los intelectuales españoles por el discurrir cinematográfico fue un proceso lento y muy diverso. Rafael Utrera se encargó hace ya tiempo de matizar la afirmación comúnmente extendida de que la generación finisecular no prestó la menor atención al cine, pero lo cierto es que los autores que se interesaron por él, como pueden ser los casos de Ramón M. del Valle Inclán, Azorín o Manuel Bueno, no lo hicieron al menos hasta la segunda década del siglo, mientras escritores como Miguel de Unamuno o antonio Machado manifestaron una actitud abiertamente hostil al cine.18 de igual modo, de los denominados por la historiografía literaria como poetas modernistas, sólo Manuel Machado hizo referencia al cine, y ya a partir de 1916. Para buena parte del mundo cultural, lo que había sido recibido como un adelanto científico se había convertido en un entretenimiento para los sectores sociales más bajos, y en este sentido el cinematógrafo recibió la indiferencia o el desprecio de muchos medios periodísticos y de la mayoría de intelectuales.19 Los discursos sobre la baja consideración del cinematógrafo incluyeron la denuncia de la perniciosa influencia del cine en el comportamiento de los espectadores, particularmente en los niños, de los peligros sociales que conllevaban las salas de proyección, por su oscuridad y por la proximidad de hombres y mujeres, y de la inseguridad de los locales (los accidentes e incendios en las salas de cine fueron un argumento recurrente empleado por los enemigos del cinematógrafo).20 Así, estos discursos contrarios al cine que se centraban en la inseguridad y en la inmoralidad expresaban una preocupación por la incidencia del espectáculo cinematográfico en lo que repetidamente se denomina como clases bajas.

El blanco principal de los que atacaban al cine eran las películas «de argumento», mientras los filmes de información de actualidades prácticamente no fueron cuestionados. Incluso entre quienes negaban al cinematógrafo cualquier cualidad artística, muchos valoraban positivamente su capacidad para reproducir la realidad, su funcionalidad documental e informativa. Por ejemplo, Emilia Pardo Bazán se confesaba en 1908 admiradora de las películas «limitadas a reproducir espectáculos y cuadros de la naturaleza y la realidad», que demostraban que las «teorías ortodoxas» de la estética podían aplicarse hasta a los cinematógrafos, mientras los filmes de ficción le provocaban un terrible desdén.21 también ramiro de Maeztu valoró el cine como una técnica capaz de sintetizar o prolongar los fenómenos de la naturaleza que incluyeran movimiento, pero consideraba que el problema empezaba cuando el cine invadía el terreno de la literatura, de la novela y el drama. Por ello Maeztu no fue nunca un entusiasta del cinematógrafo, juzgaba que el espectador sólo se quedaba con los efectos de «la ambición, la codicia, la sexualidad y la sangre».22

Una de las primeras reflexiones en extenso sobre el fenómeno cinematográfico fue la conferencia del escritor y periodista Luis Bello titulada «La moral en el cine», leída en el teatro de la Comedia en noviembre de 1912 y publicada en 1919 en el volumen Ensayos e imaginaciones sobre Madrid.23 en ella, Bello calificaba el cine como una «fuerza social», el nuevo teatro popular que había triunfado por su mezcla de melodrama y folletín:

Ha creado un mundo nuevo que no exige otra cosa sino un lienzo blanco; que ahorra la molestia de leer; que en las invenciones más estúpidas da pedazos de vida y que transporta hasta las almas más humildes que no tienen alas. Nos le trae una industria mundial muy poderosa, con todas las artes del reclamo. Está patrocinado por los niños y por las señoras. Todo lo cual quiere decir que ya no puede ser destronado.24

A lo largo de la conferencia se refrenda una postura de desaprobación hacia el cine como espectáculo que mezcla proyecciones, variedades y género mínimo (forma de exhibición todavía habitual en el momento), advirtiendo de los efectos turbadores que podía provocar en las «gentes pueblerinas» que asistían a contemplarlo en Madrid, especialmente por la presentación de costumbres de otros países de moral distinta a la española. Sin embargo, Bello añadía que consideraba errónea la actitud de desdeñar por completo el cinematógrafo y apuntaba que el cine podía «redimirse » desligándose de la «barbarie castiza» de los otros espectáculos, convirtiéndose en un medio de arte y cultura. En este sentido, la aportación de Bello tiene enorme interés, pues manifiesta, por una parte, la actitud de menosprecio hacia los espectáculos populares pero, a la vez, introduce la consideración del cine como medio artístico y cultural, una apreciación prácticamente inédita entre los intelectuales de su generación a la altura de 1912.

Puede detectarse una especial preocupación por el cinematógrafo en el ámbito intelectual catalán, posiblemente porque en torno a 1906 y 1923 es el momento en el que Barcelona era el centro de producción y distribución cinematográfica más importante de España, y la ciudad tenía una destacada densidad de salas dedicadas a la exhibición de películas.25 El modernismo catalán, con su reivindicación de un arte de elites frente a lo popular, no vio con buenos ojos el éxito social del cinematógrafo, y algunos intelectuales como Santiago Rusiñol o Joan Maragall dedicaron varios escritos a atacar al cine directamente. Rusiñol consideraba que todo el cine era antiartístico y perjudicial, una reproducción fría y mecánica de la vida, cuyo carácter democratizador igualaba (en sentido negativo) en la sala a la gente de diferente nivel cultural y condición social: «tots, sense distinció, poden gaudir amb democràcia de la mateixa lletgesa, de la mateixa tontería, de la fosca i del mal exemple».26 El cine representaba la invasión de «l’ art de les majories» y de la democracia, con la consecuencia de la generalización de la incultura. Como se señalará más adelante, poco más de una década después la opinión de Rusiñol hacia el cine había experimentado un giro radical, hasta el punto de formar parte de la junta directiva de un cineclub. Maragall señalaba que el cinematógrafo era un buen invento que, sin embargo, estaba provocando el «rápido embrutecimiento de las gentes», pues se había pervertido y apartado de su fin, informativo, para entrar en el ámbito de la creación. Y eso por culpa de los gustos del público, que disfrutaba de la vileza de los dramas y las pantomimas, «esto es lo que quiere la bajeza natural del público, y esto se le da».27 En estos autores, aunque son catalanistas, no encontraremos ninguna reivindicación de un cine nacional catalán, pues rechazaban completamente el cinematógrafo.

No obstante, pueden encontrarse excepciones en esa apreciación negativa del cine dentro del modernismo catalán, algunas de gran relieve. Éste es el caso de Adrià Gual, quien desde una fecha tan temprana como la temporada 1904-1905 incorporó proyecciones de películas cómicas breves a sus espectáculos. De esta parte cinematográfica se encargó el pionero Segundo de Chomón. En la década siguiente, fue madurando la idea de realizar él mismo películas con el proyecto de crear un film de arte catalán al estilo de los que se hacían en Francia. Para ello, buscó asociados y consiguió implicar a personas relacionadas con el poder político. Así nació a finales de 1913 la productora Barcinógrafo.28

Otro escritor catalán que manifestó también una actitud abierta hacia el cinematógrafo fue el dramaturgo Àngel Guimerá, quien, según manifestaciones de los cineastas de la época, proporcionó sus obras con interés cada vez que le fueron solicitadas para ser adaptadas a la pantalla29 (de hecho, fue el dramaturgo catalán que vio más obras adaptadas al cine en los primeros veinticinco años del cine catalán, hasta seis). Con motivo del estreno de La festa del blat (J. de togores, 1914), escribió una carta felicitando al director de la película en la que reconocía que se había conmovido al verla y destacaba el potencial del filme en dar una representación verídica de Cataluña:

Quines masies i quins pobles més de nostra terra! Quina veritat per tot, fins els últims termes dels paissatges, plens de llum, i l’aire que sab greu veure desaparéixer! Quin… tot més a la catalana, que farà conèixer pel món la individualitat d’aquesta regió ibérica on la bellesa és ben propia i ben varia dintre la unitat que la caracteritza. La meva felicitació més entusiasta, amic Togares, més encara que per mi, per la nostra aimada Catalunya.30

El Noucentisme catalán fue un movimiento especialmente implicado en la crítica al cinematógrafo, e intelectuales como Eugeni d’Ors, Ramón Rucabado o Josep Carner se manifestaron públicamente en contra del cine alegando motivos estéticos y morales. Aunque el noucentisme se presentaba como un movimiento contrario al modernismo, puede verse una continuidad entre ambos en los argumentos contra el cine, de claro contenido elitista. Los noucentistas vieron en el cine, con su vertiginosa expansión, un enemigo cultural y social de su programa.31 Entre 1906 y 1908, D’Ors publicó diversos artículos en los que dejaba clara su opinión negativa sobre el cinematógrafo, que quedaba asociado al caos y la oscuridad, una visión que trasladaba a la sociedad:

Són visions anguniosament trontollantes: una convulsió gris al capdavall d’una llança de claror, de blancor brutal, entre tenebres. En la convulsió gris, un món: món de deliri. Dins una llum lívida, les presses, les angúnies, els esveraments, les decisions súbites, les solucions boges, la dansa epilèptica de la natura i dels homes, de la vida i la mort. Esclava aquest món delirant, del no-res. Viu un minut. De seguida, de sobte, impensadament, mor. Fa un tremolor últim i la negra boca del caos se’l menja… Un dia, enfront de la claror del llenç blanc, lluu altra sinistra claror. I el deliri de la pel·lícula s’encomana a la vida.32

D’Ors insistió en negar cualquier valor artístico al cinematógrafo, si bien defendía su funcionalidad documental, que podía permitir un conocimiento más directo de la realidad, y en alertar sobre sus perniciosos efectos (apoyándose en los incendios de locales de proyección).33 Asimismo, solicitó reiteradamente una política intervencionista y de censura en todas las formas «menores» de espectáculo como era el cine, un «arte industrial » diferente a las «artes clásicas».34

Pero sin duda el nombre del noucentisme más implicado en la denuncia pública del cinematógrafo fue Ramón Rucabado, un destacado introductor del catolicismo social.35 Desde 1908 publicó con frecuencia artículos en la prensa barcelonesa en los que planteaba su oposición al medio cinematográfico, basada no tanto en motivos estéticos, como D’Ors, sino morales. Además de formar parte del círculo «d’orsiano», Rucabado tuvo una importante influencia del pensamiento de Josep Torras i Bages, figura clave del catalanismo católico durante la restauración.36 En 1911 inició en la revista La Cataluña, que en esos años dirigía, una encuesta entre diversos intelectuales catalanes y españoles para «comprobar» la percepción del grado de inmoralidad que estaba provocando el cine en la sociedad del momento.37 La formulación de las preguntas dejaba muy clara la posición de Rucabado:

El cinematógrafo, que tanta popularidad disfruta, es acusado de perturbar y disolver lentamente la conciencia moral del público, de excitar morbosamente el sistema nervioso de los asiduos espectadores, de envenenar el alma de los niños, infiltrándoles con alarmante persistencia sugestiones de índole sexual y criminal. I.- En vista de ello, ¿debe fomentarse el apartamiento del cinematógrafo, o bien someter este espectáculo a algún control especial? II.- ¿Debiérase cuando menos alejar de este espectáculo a los niños? III.- ¿Por qué otro espectáculo o diversión popular podría ser substituido con ventaja el cinematógrafo?38

Esta iniciativa alcanzó una importante dimensión, pues el cuestionario fue repartido entre muchas personalidades de la vida política y cultural española y catalana, si bien los que finalmente contestaron pertenecían al ámbito catalán y mayoritariamente simpatizaban con el ideario noucentista. 39 En conjunto, las respuestas publicadas (entre diciembre de 1911 y febrero del año siguiente) suscribían mayoritariamente la opinión de que el cine envilecía la moral y se mostraban partidarias de solicitar intervención institucional, al menos para prohibir a los niños su asistencia. Rucabado siguió realizando su campaña «anticinematográfica» con escritos y conferencias hasta los años treinta y, en 1920, se publicó la que es su reflexión más acabada contra el cine, el opúsculo El cinematògraf en la cultura i en els costums, impresión de una conferencia dada por el autor en diciembre de 1919 en l’Institut de Cultura i Biblioteca Popular per a la dona.40 a lo largo del texto, Rucabado toma continuamente como referencias la revista italiana Civiltà Cattolica y al jesuita Mario Barbera, que desde Italia se había convertido en uno de los principales impulsores del discurso sobre la inmoralidad del cinematógrafo, para denunciar que el cine era un «arma terrible» que trasladaba al público los peores vicios e inmoralidades:

no hi ha audàcia a què els editors de pel·lícules no hagin gosat, ni pudícia que no hagin ultratjat, ni refinament criminal que no hagin imaginat, ni vici o degeneració humana que no hagin representat, ni cap violència contra l’ordre natural i moral que no hagin fet figurar en l’argument d’alguna pel·lícula.41

Asimismo, denunciaba que el cinematógrafo generaba los efectos perversos en la mente del espectador, provocando alucinaciones, sobreexcitación cerebral y perturbaciones mentales varias. Una tercera impugnación que hacía Rucabado era que el cine alteraba la organización de la actividad social, su generalización había trastornado el orden consuetudinario y social:

es va al cinema no sols les festes, sinó cada dia. Es parla, es pensa, es menja, es somnia, amb el cinema. No sols hi van els grans, sinó també els petits de les cases, sovint encoratjats per la inconsciència de llurs pares. No hi ha per ell rics ni pobres, és l’espectacle de tothom i ningú no sap estar-se’n. Ja es necessita com el pa, i àdhuc, segons podem judicar pels tristos dies actuals, més que el pa, perquè els cinemes són plens de obrers que fa tres dissabtes que no cobren setmanada.42

A ello se añadía la promiscuidad que fomentaba la oscuridad de las salas, el incremento de la delincuencia infantil por el efecto de los filmes de crímenes y el trastorno del orden estético y el gusto, ya que el cinematógrafo embotaba las capacidades sensitivas y pervertía el criterio estético. Los desafíos que planteaba el cine eran, pues, de tal magnitud que el establecimiento de una censura no sería sino un parche que no solucionaría el problema (aunque Rucabado lo consideraba un primer paso y daba cuenta detallada de las diversas medidas adoptadas en otros países), como tampoco la selección cuidadosa del film o la vigilancia de las salas. La única solución para los que quisieran «salvarse» era la abstención, resistir las «tentaciones» del cinematógrafo y no asistir a sus proyecciones. Rucabado hacía esta recomendación muy especialmente a su público femenino: «esteu convençudes que el més gran favor que podeu fer a Catalunya per a la millora de la nostra gent, pel bé de vosaltres mateixes, pel bé de vostres germans i fills, actuals o futurs, és l’abstenció del cinema».43