Loe raamatut: «El capital odia a todo el mundo»

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El capital odia a todo el mundo

MAURIZIO LAZZARATO

No se trata de revisar una de las conquistas del pensamiento del 68, la articulación de la micropolítica y la macropolítica, sino de afirmar que la situación cambió radicalmente. La acción bélica y represiva del capital se ha venido manifestando claramente desde 2008 y el estancamiento de la economía “real” […] requiere más bien que la imbricación de la política y la economía vire hacia la “guerra”. Lo que está en juego detrás del surgimiento de los nuevos fascismos es este viraje.

“Vivimos tiempos apocalípticos”, sostiene con tono urgente Maurizio Lazzarato frente al ascenso de los nuevos fascismos y la renuncia del pensamiento crítico a pensar en términos de revolución. Son tiempos que “ponen de manifiesto, que dejan ver”. Y de forma clara y contundente, analiza diversos procesos del mundo contemporáneo: los chalecos amarillos en Francia, la primavera árabe, la presidencia de Donald Trump, las dictaduras latinoamericanas de los años setenta, el ascenso al poder de Jair Bolsonaro.

Vivimos tiempos que ponen de manifiesto que la alternativa “fascismo o revolución” es asimétrica y desigual. El fascismo, el racismo y el sexismo se inscriben de manera estructural en los mecanismos de acumulación del capital al tiempo que el ciclo de revoluciones mundiales quedó clausurado a fines del siglo pasado: el neoliberalismo se encargó de borrarlo del mapa y de la memoria.

Vivimos tiempos de un creciente neofascismo –la otra cara del neoliberalismo– y las “guerras contra las poblaciones” son los mecanismos para lograrlo. Lazzarato, uno de los intelectuales más originales y agudos del presente, aporta herramientas para pensar cómo salir de este aparente destino, en diálogo y discutiendo con Rancière, Foucault, Marx, los feminismos, para elaborar estrategias que nos permitan crear hoy nuevos posibles.

El capital odia a todo el mundo

MAURIZIO LAZZARATO

Fascismo o revolución

Traducción de Fermín A. Rodríguez


INTRODUCCIÓN
TIEMPOS APOCALÍPTICOS

Al margen del pensamiento del límite no hay ninguna estrategia, por tanto ninguna táctica, por tanto ninguna acción, por tanto ningún pensamiento o iniciativa verdaderas, ninguna escritura, ninguna música, ninguna pintura, ninguna escultura, ningún cine, etc., posibles.

LOUIS ALTHUSSER

Vivimos tiempos “apocalípticos”, en el sentido literal del término: tiempos que ponen de manifiesto, que dejan ver. (“Apocalipsis” significa, etimológicamente, quitar el velo, descubrir o desvelar). Lo primero que revelan es que el colapso financiero de 2008 abrió un período de rupturas políticas. La alternativa “fascismo o revolución” es asimétrica y desigual: estamos inmersos en una sucesión en apariencia irresistible de “rupturas políticas” ejecutadas por fuerzas neofascistas, sexistas y racistas; y la ruptura revolucionaria resulta ser por el momento una mera hipótesis dictada por la necesidad de reintroducir lo que el neoliberalismo logró borrar de la memoria, de la acción y de la teoría de las fuerzas que luchan contra el capitalismo. Esa ha sido su victoria más importante.

Lo que los tiempos apocalípticos también ponen de manifiesto es que el nuevo fascismo es la otra cara del neoliberalismo. Wendy Brown sostiene con mucha seguridad una verdad de signo opuesto: “Desde el punto de vista de los primeros neoliberales, la galaxia que engloba a Trump, el Brexit, a Orbán, a los nazis en el Parlamento alemán, a los fascistas en el Parlamento italiano convierte al sueño neoliberal en una pesadilla. Hayek, los ordoliberales o incluso la Escuela de Chicago repudiarían la forma actual del neoliberalismo y especialmente su aspecto más reciente”.1 Esto no solo es erróneo desde el punto de vista de los hechos, sino que también resulta problemático para entender el capital y el ejercicio de su poder. Al borrar la “violencia fundadora” del neoliberalismo, encarnada por las sangrientas dictaduras de América del Sur, cometemos un doble error político y teórico: nos centramos solo en la “violencia conservadora” de la economía, las instituciones, el derecho, la gubernamentalidad –experimentados por primera vez en el Chile de Pinochet– y presentamos al capital como un agente de modernización, como una potencia de innovación. Además, dejamos de lado la revolución mundial y su derrota, que son el origen y la causa de la “mundialización” como respuesta global del capital.

La concepción del poder que se deriva de ello queda pacificada: acción sobre una acción, gobierno de las conductas (Foucault) y no acción sobre las personas (de las cuales la guerra y la guerra civil son las expresiones más acabadas). El poder estaría incorporado a dispositivos impersonales que ejercen una violencia soft de manera automática. Por el contrario, la lógica de la guerra civil que se encuentra en la base del neoliberalismo no ha sido reabsorbida, eliminada ni reemplazada por el funcionamiento de la economía, el derecho y la democracia.

Los tiempos apocalípticos nos hacen ver que, aunque no haya ningún comunismo amenazando al capitalismo y a la propiedad, los nuevos fascismos están reactivando la relación entre violencia e institución, entre guerra y “gubernamentalidad”. Vivimos una época de indistinción, de hibridación entre estado de derecho y estado de excepción. La hegemonía del neofascismo se mide no solo por la fuerza de sus organizaciones, sino también por su capacidad de odiar al Estado y al sistema político y mediático.

Los tiempos apocalípticos revelan que, bajo la fachada democrática, detrás de las “innovaciones” económicas, sociales e institucionales, está siempre el odio de clase y la violencia de la confrontación estratégica. Basta un movimiento de ruptura como el de los chalecos amarillos, que no tiene nada de revolucionario o incluso de prerrevolucionario, para que el “espíritu de Versalles” se despierte y reaparezcan las ganas de disparar contra esa “basura” que amenaza al poder y a la propiedad, aunque no sea más que simbólicamente. Cuando el tiempo del capital se interrumpe, hasta un columnista burgués puede captar la emergencia de algo del orden de lo real: “El imperio actual del odio resucita fronteras de clase y de castas que han sido borrosas desde hace mucho tiempo […]. Y de repente, el ácido del odio corroe la democracia y envuelve súbitamente a una sociedad política descompuesta, desestructurada, inestable, frágil e impredecible. El viejo odio reaparece en la Francia tambaleante del siglo XXI. Debajo de la modernidad, el odio”.2

Los tiempos apocalípticos también ponen de manifiesto la fortaleza y la debilidad de los movimientos políticos que, desde 2011, han estado tratando de desafiar el poder monolítico del capital. Terminé este libro durante el levantamiento de los chalecos amarillos. Adoptar el punto de vista de la “revolución mundial” para leer dicho movimiento (pero también la Primavera Árabe, Occupy Wall Street en Estados Unidos, el 15-M en España, los días de junio de 2013 en Brasil, etc.) bien puede parecer pretencioso o alucinado. Y sin embargo, “pensar en el límite” significa volver a empezar a partir no solo de la derrota histórica sufrida en los años sesenta por la revolución mundial, sino también de las “posibilidades no realizadas” que fueron creadas y levantadas como bandera por las revoluciones, de manera diferente en el Norte que en el Sur, tímidamente movilizadas por los movimientos contemporáneos.

La forma del proceso revolucionario ya se había transformado en los años sesenta, pero se había encontrado con un obstáculo insuperable: la incapacidad de inventar un modelo diferente al inaugurado en 1917 por la larga sucesión de revoluciones del siglo XX. En el modelo leninista, la revolución todavía tenía la forma de la realización. La clase obrera era el sujeto que ya contenía las condiciones para la abolición del capitalismo y la instalación del comunismo. El pasaje de la “clase en sí” a la “clase para sí” debía ser realizado por medio de la toma de conciencia y la toma del poder, organizadas y dirigidas por el partido que aportaba desde afuera lo que les faltaba a las prácticas “sindicales” de los obreros.

Sin embargo, desde los años sesenta, el proceso revolucionario tomó la forma del acontecimiento: el sujeto político, en lugar de estar ya allí en potencia, es un sujeto “imprevisto” (los chalecos amarillos son un ejemplo paradigmático de esta imprevisibilidad); no encarna la necesidad de la historia, sino la contingencia del conflicto político. Su constitución, su “toma de conciencia”, su programa y su organización están basados en un rechazo (a ser gobernado), una ruptura, un aquí y ahora radical que ninguna promesa de democracia y de justicia por venir es capaz de satisfacer.

Por supuesto, por mucho que le pese a Jacques Rancière, la sublevación tiene sus “razones” y sus “causas”. Los chalecos amarillos son más inteligentes que los filósofos porque han “entendido” que la relación entre “producción” y “circulación” se ha invertido. La circulación –de dinero, bienes, personas e información– prevalece actualmente sobre la “producción”. Ya no ocupan más las fábricas, sino las calles y las plazas de la ciudad, y atacan la circulación de la información (la circulación del dinero es más abstracta: será necesario, para alcanzarla, otro nivel de organización y de acción).

La condición de la emergencia de un proceso político es evidentemente una ruptura con las “razones” y las “causas” que lo generaron. Solo la interrupción del orden existente, solo la salida de la gubernamentalidad puede asegurar la apertura de un nuevo proceso político, porque los “gobernados”, incluso cuando resisten, son el doble del poder, su correlato, su pareja. Al crear nuevos posibles inimaginables antes de su aparición, la ruptura con el tiempo de la dominación constituye las condiciones de la transformación del yo y del mundo. No es necesario recurrir a ninguna mística de la revuelta ni idealismo de la insurrección.

Los procesos de constitución del sujeto político, las formas de organización, la producción de conocimiento para la lucha que la interrupción del tiempo del poder hizo posible se enfrentan inmediatamente con “razones” como el beneficio, la propiedad y la herencia, que la revuelta no hizo desaparecer. Por el contrario, son más agresivos, invocan inmediatamente la restauración del orden, anteponiendo su policía, continuando como si no hubiera pasado nada con la implementación de las “reformas”. Las alternativas son entonces radicales: o bien el nuevo proceso político logra cambiar las “razones” del capital, o bien estas mismas razones terminarán por cambiarlo. La apertura de posibles políticos queda frente a la realidad de un problema doble y formidable: el de la constitución del sujeto político y el del poder del capital, porque el primero solo puede tener lugar en el interior del segundo.

Las respuestas que las Primaveras Árabes, Occupy Wall Street, junio de 2013 en Brasil, etc., ofrecieron para estas preguntas son muy débiles; los movimientos continúan buscando y experimentando sin encontrar una verdadera estrategia. No hay ninguna chance de que este impasse pueda ser superado por el “populismo de izquierda” practicado por Podemos en España. Su estrategia logró la liquidación de la revolución iniciada en el pos-68 por muchos marxistas cuyo marxismo había fracasado. La democracia como lugar de conflicto y subjetivación reemplaza al capitalismo y a la revolución (Lefort, Laclau, Rancière) en el mismo momento en que la máquina del capital literalmente engulle la “representación democrática”. La afirmación de Claude Lefort –“en una democracia, el lugar del poder es un lugar vacío”– ha sido desmentida desde principios de la década de 1970: este lugar está ocupado por el capital como “soberano” sui generis. Cualquier partido que se instale allí solo puede funcionar como su “apoderado” (muchos se han burlado de la “simplificación” marxiana, que ha sido completamente realizada de manera casi caricaturesca por el actual presidente de Francia, Emmanuel Macron). El populismo de izquierda le da una nueva vida a algo que ya dejó de existir. En el neoliberalismo, la representación y el Parlamento no detentan ningún poder, y el poder está tan concentrado en el Ejecutivo que no obedece las órdenes del “pueblo” o del interés general, sino las del capital y la propiedad.

La voluntad de politizar los movimientos posteriores a 2008 aparece como reaccionaria, ya que impone precisamente lo que la revolución de los años sesenta rechazó y lo que cada movimiento que ha surgido desde entonces rechaza: el líder (carismático), la “trascendencia” del partido, la delegación de la representación, la democracia liberal, el pueblo. El posicionamiento del populismo de izquierda (y su sistematización teórica por parte de Laclau y Mouffe) impide nombrar al enemigo. Sus categorías (la “casta”, “los de arriba” y “los de abajo”) están a un paso de la teoría de la conspiración y a dos pasos de su culminación, la denuncia del “judaísmo internacional” que controlaría el mundo a través de las finanzas. Esta confusión, que los líderes y los teóricos de un inviable populismo de izquierda están interesados en mantener, continúa atravesando los movimientos. En el caso de los chalecos amarillos, la confusión viene de los medios de comunicación y del sistema político, lo cual expresa la vaguedad que aún caracteriza la modalidad de la ruptura. Hay que decir que en el desierto político contemporáneo, labrado por cincuenta años de contrarrevolución, no es fácil orientarse.

Al igual que los límites de todos los movimientos que se han venido dando desde 2011, los límites del movimiento de los chalecos amarillos son evidentes, pero ninguna fuerza “externa”, ningún partido puede hacerse cargo de enseñar “qué hacer” y “cómo”, como lo habían hecho los bolcheviques. Estas indicaciones solo pueden venir desde adentro, de manera inmanente. El interior está constituido, entre otras cosas, por los saberes, la experiencia, los puntos de vista de otros movimientos políticos, porque las luchas de los chalecos amarillos, a diferencia de las de la “clase obrera”, no tienen la capacidad de representar a todo el proletariado, ni de expresar las críticas de todos los dominios que constituyen la máquina del capitalismo.

Constituido sobre la división Norte/Sur, el movimiento de los “colonizados internos” que reproduce un “tercer mundo” en el seno de los países centrales implica necesariamente, además de la crítica de la segregación interna, una crítica de la dominación internacional del capital, la explotación global de la fuerza de trabajo y los recursos del planeta. Algo que está ausente en los chalecos amarillos. Privado de este componente “racial” e internacional del capitalismo, el movimiento ofrece a veces la imagen de un nacionalismo “franchute”. Pero no es posible ilusionarse con un espacio nacional: el Estado-nación, en el siglo XIX, debió su existencia a la dimensión global del capitalismo colonialista, y el estado de bienestar a la revolución mundial y a la escala planetaria de la confrontación estratégica de la Guerra Fría.

La fractura racial sufrida por los “colonizados” dividió no solo la organización mundial del trabajo, sino también la revolución de los años sesenta. Hoy, las condiciones para la posibilidad de una revolución mundial radican, por una parte, en la invención de un nuevo internacionalismo que los movimientos de neocolonizados (inmigrantes, en primer lugar) incorporan casi físicamente y que los movimientos de mujeres, gracias a sus redes alrededor del mundo, movilizan de manera casi exclusiva; y, por otro lado, en la crítica de las jerarquías capitalistas, que no deben limitarse a la esfera del trabajo. Las divisiones sexuales y raciales estructuran no solo la reproducción del capital, sino también la distribución de las funciones y los roles sociales.

Hoy en día, un movimiento centrado en la “cuestión social” no puede ser espontáneamente socialista como en los siglos XIX y XX por el hecho de que la revolución mundial y social (que implica el conjunto de las relaciones de poder) haya pasado por allí. Sin una crítica de las divisiones raciales y sexuales, el movimiento queda expuesto a todas las recuperaciones posibles (desde la derecha y la extrema derecha), a las que hasta aquí, a pesar de todo, ha podido resistirse. Si las subjetividades que encarnan las luchas contra estas diferentes formas de dominación no pueden ser reducidas a la unidad del “significante vacío” del pueblo, como desearía el populismo de izquierda, el doble problema de la acción política común y el poder del capital permanece intacto. La incapacidad de pensar en el capital como una máquina global y social, cuya explotación y dominación no se limitan al “trabajo”, es una de las causas fundamentales de la derrota de la década de 1960. Desde este punto de vista, la estrategia no ha cambiado: hoy como ayer, estamos lejos de tener una.

Desde 2011, los movimientos son “revolucionarios” en cuanto a sus formas de movilización (inventiva en la elección del espacio y el tiempo de la lucha, democracia radical y gran flexibilidad en las modalidades de organización, rechazo de la representación y del líder, sustracción a la centralización y totalización por parte de un partido, etc.) y “reformistas” en cuanto a sus reivindicaciones y a la definición del enemigo (nos “liberamos” de Mubarak, pero no tocamos su sistema de poder, de la misma manera que las críticas se concentran en Macron cuando él simplemente es, sin ninguna duda, un componente de la máquina del capital). La ruptura no produce cambios notables en la organización del poder y la propiedad, sino en la subjetividad de los insurgentes. Y si, a corto plazo, los movimientos son derrotados, los cambios subjetivos seguramente continuarán produciendo efectos políticos. A condición de no caer en la ilusión de que una “revolución social” pueda producirse sin “revolución política”, es decir, sin superación del capitalismo.3 El pos-68 ha demostrado que cuando la revolución social se separa de la revolución política, puede integrarse a la máquina capitalista sin ninguna dificultad como un nuevo recurso para la acumulación de capital. El “devenir revolucionario” inaugurado por estas transformaciones subjetivas no puede separarse de la “revolución”, bajo pena de convertirse en un componente del capital, por lo tanto de su poder de destrucción y autodestrucción, que se manifiesta hoy en el neofascismo.

1 Wendy Brown, “Le néolibéralisme sape la démocratie”, AOC, 5 de enero de 2019. Disponible en: https://aoc.media/entretien/2019/01/05/wendy-brown-neoliberalisme-sape-democratie-2.

2 Alain Duhamel, “Le triomphe de la haine en politique”, Libération,9 de enero de 2019.

3 Tal como Samuel Hayat explica en relación con los chalecos amarillos: “Se trata de un movimiento revolucionario, pero sin revolución en el sentido político del término: es más bien una revolución social, al menos en ciernes” (Samuel Hayat, “Les mouvements d’émancipation doivent s’adapter aux circonstances”, Ballast, 20 de febrero de 2019. Disponible en: https://www.revue-ballast.fr/samuel-hayat-les-mouvements-demancipation).

1. CUANDO EL CAPITAL SE VA A LA GUERRA

El poder de una clase dominante no es simplemente el resultado de su fuerza económica y política, o de la distribución de la propiedad, o de la transformación del sistema productivo: siempre implica un triunfo histórico en el combate contra las clases subalternas.

MICHAEL LÖWY

DE PINOCHET A BOLSONARO Y VICEVERSA

La elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil marca una radicalización de la ola neofascista, racista y sexista que barre el planeta, cuyo único mérito es el de aclarar su sentido político de manera definitiva –eso es lo que esperamos–. Llamarla “populista” o “neoliberal-autoritaria” es una forma de mirar para otro lado.

Si la victoria de Bolsonaro es escalofriante, es porque reenvía directamente al acto de nacimiento político del neoliberalismo: el Chile de Augusto Pinochet. El gobierno de Brasil, con generales en puestos clave y un ministro de Economía y Finanzas ultraliberal, alumno de los Chicago Boys, es una mutación de la experimentación neoliberal construida sobre los cadáveres de miles de militantes comunistas y socialistas en Chile y en toda América Latina. Milton Friedman, líder de los Chicago Boys, conoce a Pinochet en 1975; Friedrich Hayek, el adalid de la “libertad”, es recibido en Chile en 1977. Declara que “la dictadura puede ser necesaria” y que “con Pinochet, la libertad personal es mayor que con Allende”. Según se infiere de estas afirmaciones, en los “períodos de transición”, en los que se tiene el derecho de matar a todo aquel que no se someta a la libertad del mercado, es “inevitable que alguien detente poderes absolutos para evitar y limitar el poder absoluto en el futuro”. Sobre estas bases, durante una década (1975-1986), los economistas neoliberales gozaron de las condiciones “ideales” para experimentar con sus recetas, y la sangrienta represión de la revolución eliminó todo conflicto, toda oposición, toda crítica.

Otros países latinoamericanos han seguido estas políticas “innovadoras”. Los Chicago Boys han ocupado cargos clave en Uruguay, Brasil y Argentina. A partir de la toma del poder por parte de Jorge Rafael Videla, responsable con la Junta Militar de otra masacre, tal vez más atroz aún, los neoliberales se incorporan al gobierno de los militares y tratan de replicar las políticas chilenas de reducciones masivas de los salarios, recortes del gasto social, puesta en marcha de la privatización de la educación, la salud, las jubilaciones, etc. Estas políticas fueron inmediatamente reconocidas y adoptadas por el Banco Mundial con el nombre que sigue identificándolas: “ajustes estructurales”. Luego se aplicarán en África, el sur de Asia y llegarán mucho más tarde al Norte.

¿Cómo pensar estos fenómenos? La tradición de análisis que domina hoy, iniciada por Michel Foucault, ignora por completo la genealogía oscura, sucia y violenta del neoliberalismo, donde los torturadores militares se codean con los delincuentes de la teoría económica. El problema que esto plantea no es “moral” (la indignación con respecto al aniquilamiento armado de los procesos revolucionarios en América Latina), sino ante todo teórico y político. La gubernamentalidad, el empresario de sí mismo, la competencia, la libertad, la “racionalidad” del mercado, etc., todos estos bellos conceptos que Foucault encontró en los libros y que jamás cotejó con procesos políticos reales (¡una elección metodológica deliberada!) poseen un presupuesto que nunca se explicita y que, por el contrario, resulta cuidadosamente omitido: la subjetividad de los “gobernados” solo puede construirse en condiciones de una derrota, más o menos sangrienta, que la haga pasar del estado de adversario político al de “vencido”.

América Latina constituye en este sentido un caso de manual. Sus luchas fueron parte del ciclo de la revolución mundial de posguerra contra el colonialismo y el imperialismo, un ciclo que ha desestabilizado profundamente al capitalismo y a su economía-mundo. Se produjeron, en intensidad y extensión, niveles de organización y de lucha incomparables con los de Occidente. A estas subjetividades revolucionarias comprometidas en la superación del capitalismo y sus formas de dominación hubiera sido imposible imponerles o solo proponerles que se conciban como “capital humano”, que se involucren en la competencia de todos contra todos, cultiven el egoísmo y codicien los “logros” y el “éxito” individual. Jamás se les podría haber hecho creer que si aceptaban el mercado, el Estado, la empresa, el individualismo, gozarían de “un control de su propia vida”, jamás hubiera sido posible controlarlas y conducirlas individualmente hacia la “realización de uno mismo”.

Después de que Salvador Allende ganara las elecciones y tomara el poder por la vía democrática, los estadounidenses decidieron destruir militarmente este proceso y eliminar físicamente a los revolucionarios que lo llevaron adelante. Fue esta tabula rasa subjetiva, a costa de miles de muertes, la que hizo que los experimentos neoliberales pudieran implantarse y que los “vencidos” quedaran “disponibles” para un imposible devenir empresario de sí mismo.

El neoliberalismo no cree, como su antecesor, en el funcionamiento “natural” del mercado; sabe que, por el contrario, hay que intervenir continuamente y respaldarlo a través de marcos legales, estímulos fiscales, económicos, etc. Pero hay un “intervencionismo” previo llamado “guerra civil”, que es el único que puede crear las condiciones para “disciplinar” a los “gobernados” que tienen la osadía de querer la revolución y el comunismo. Por eso los Chicago Boys se abalanzaron como buitres sobre América Latina. Había allí una subjetividad devastada por la represión militar, cuyo proyecto político había sido derrotado y sobre el cual podían operar “libremente”. Esta historia, que desapareció rápidamente de la memoria del pensamiento crítico, no es específica del neoliberalismo: antes, el ordoliberalismo solo había podido desplegar sus recetas sobre las subjetividades alemanas aniquiladas por la experiencia nazi.

En el Occidente de la posguerra, la lucha revolucionaria nunca alcanzó la intensidad y extensión que tuvo en América Latina y en el “Sur global” (de Vietnam a Argelia, de Cuba al Congo, de Yemen a Angola, Mozambique, etc.). Las organizaciones del movimiento obrero estaban plenamente integradas a la gubernamentalidad keynesiana, y los nuevos sujetos políticos surgidos durante la Guerra Fría resultaron incapaces de pensar y organizar un proceso de ruptura con el capitalismo, de manera que la derrota se produce de forma diferente. Más que en el Sur, la “revolución imposible del 68” fue anticapitalista tanto como antisocialista. Criticó enérgicamente la acción política codificada por las revoluciones rusa y china, pero también las estrategias de la socialdemocracia y los partidos comunistas. Atrapada entre un modelo revolucionario que era aún el del siglo XIX y una revolución del siglo XXI que no supo inventar, terminó en una derrota histórica sin ninguna auténtica estrategia confrontativa. A pesar de la magnitud de los conflictos (millones de huelguistas en fábricas, rebeliones en las universidades, revueltas en familias y hospitales psiquiátricos, insubordinación en el ejército, etc.), los capitalistas y el Estado no tuvieron que enfrentarse con verdaderas revoluciones. Bastó que Margaret Thatcher derrotara a los mineros y Ronald Reagan a los controladores aéreos para que el “enemigo” colapsara.

La ruptura no vino de la multiplicidad de movimientos de protesta (los intentos revolucionarios se desarrollaron en los márgenes o de manera aislada, como en Italia, donde la represión fue inmediata y brutal), sino de las empresas, el Estado, los círculos conservadores que, a medida que se iban dando cuenta de que no tenían enfrente a enemigos políticos, sino solo a rebeldes y contestatarios, sacaron todavía más ventaja elaborando, en diez años, una verdadera teoría y práctica de la “contrarrevolución”. Los métodos no eran los mismos que los del Chile de Pinochet, de Friedman y de Hayek, pero los modos de gestión de los poderes ejercidos a partir de las victorias logradas de manera diferente sobre los “vencidos” en múltiples derrotas convergieron rápidamente.

Los capitalistas y sus respectivos Estados siempre conciben sus estrategias (guerra, guerra civil, gubernamentalidad) en relación con la situación del mercado mundial y los peligros políticos que allí se presentan. Son estrategias que se construyen en el curso de los conflictos y que son dosificadas de acuerdo con las resistencias, el grado de oposición y las confrontaciones con las que se encuentran en el camino. Pero no debemos cometer el error de separar un Sur “violento” y un Norte “apaciguado”: se trata del mismo capital, del mismo poder, de la misma guerra. Los neoliberales, guiados por un odio de clase del que carecen sus oponentes, no se equivocaron al movilizarse en América Latina. No solo porque el capitalismo es un “mercado global” de forma inmediata, sino también porque la revolución, que por primera vez en la historia aparece como mundial, tenía en el Sur su hogar más activo. Tenía que ser aplastada como requisito previo de cualquier “gubernamentalidad”, incluso si tenía que aliarse con fascistas, torturadores y criminales –y, por ende, legitimarlos–. Algo que los liberales (neo o no) están siempre dispuestos a hacer y a volver a hacer cada vez que la “propiedad privada” esté amenazada, incluso de manera virtual.

En el siglo XX, el capital no solo se enfrentó con la conflictividad del trabajo, sino también con el ciclo revolucionario más amplio e intenso de la historia. La revolución mundial fue portadora de novedades que los revolucionarios no reconocieron, valoraron ni organizaron: la revolución no depende del desarrollo de las fuerzas productivas (trabajo, ciencia, tecnología), sino del nivel y la intensidad de la organización política; dejó de ser el coto de la clase obrera, ya que desde la Revolución francesa, una gran parte de las revoluciones victoriosas han sido llevadas adelante por “campesinos”.

Para tratar de entender lo que nos está sucediendo, debemos volver a principios del siglo XX. La cita de Michael Löwy en el epígrafe de este capítulo es una buena síntesis, fiel y eficaz, del pensamiento de Walter Benjamin, uno de los pocos marxistas que fue capaz de captar plenamente la ruptura que representan la guerra total y el fascismo. La definición que brinda del capitalismo amplía y radicaliza la de Marx, ya que el capital es para él tanto producción como guerra, poder de creación y poder de destrucción: solo el “triunfo sobre las clases subalternas” hace posible las transformaciones del sistema productivo, del poder, de la ley, la propiedad y el Estado.