Relatos del Barro

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Relatos del Barro
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RELATOS DEL BARRO

Miguel Roselló Tarín

Relatos del Barro

Tiempo de Papel Ediciones

© Tiempo de Papel Ediciones, 2021 para la edición en español.

Diseño y maquetación: elmorenocreativo.es

ISBN: 978-84-09-30561-2 (ebook)

Dep. Legal: V-836-2021

Imprenta: Estugraf

Primera edición, marzo de 2021.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal).

EL LEGADO DE JOR-EL

Jordi Elorza era un buen padre de familia y un ciudadano ejemplar que con tan solo treinta y cinco años se había convertido en el abogado mercantil más resolutivo de Valencia. Gracias a su capacidad de organización y a su memoria prodigiosa había consolidado una carrera meteórica que fascinaba a sus colegas. Era un tipo metódico, exprimía las veinticuatro horas del día y regulaba su profusa agenda con meses de antelación. Sometía todos los parámetros de su vida a la dictadura del orden; por eso, cuando le diagnosticaron la terrible enfermedad que se lo iba a llevar por delante, quiso dejar los deberes hechos y abandonar este mundo con la conciencia tranquila.

Su mayor preocupación eran sus hijos. Tenía dos. Una niña de siete años, Nerea; lista, algo feúcha, con unos enormes ojos verdes que le daban cierta traza de batracio, pero simpática, con una sonrisa perenne en los labios. El otro se llamaba Tomás, un pequeño de apenas veinticuatro meses que ya daba muestras de tener una personalidad débil e insegura. Lloraba continuamente, sin consuelo, mantenía un constante estado de alerta, vivía tenso y presa de mil temores. Sus padres lo pasearon por todos los especialistas de la ciudad con la esperanza de que tuviera alguna enfermedad que justificara su llanto perpetuo; sin embargo, para su desesperación, no le sucedía nada, tan solo una tendencia natural al miedo que, según aseguraban los psicólogos infantiles, con los años iría desapareciendo. A Elorza le inquietaba su desarrollo como individuo. Quería un hijo fuerte, valiente, que supiera enfrentarse a las dificultades que se iba a encontrar en la vida; pero estaba convencido de que la ausencia de una figura paterna iba a empeorar la excesiva fragilidad del pequeño Tomy, así que empezó a cavilar un remedio que atajara aquel inconveniente.

La solución le sobrevino una tarde de mayo. Llevaba un par de meses con la quimio y se encontraba molido en el sillón, sin fuerzas ni para cambiar la cadena de televisión. Echaban el Superman de finales de los setenta. Le hizo gracia volver a verla; rememoró la época en la que alquilaba películas del videoclub y se maravillaba con los pósteres del hombre de acero. Cuando vio la escena de los cristales de Krypton surgió en su mente la idea: seguiría el ejemplo de aquel Jor-El interpretado por Marlon Brando grabando toda una secuencia de mensajes para guiar en la vida a sus dos hijos.

Tardó seis meses en preparar el material. Lo hacía en secreto, con el portátil, guardando una absoluta discreción. De día tomaba notas en el móvil con los consejos que le venían a la cabeza y por la noche se posicionaba frente a la cámara para recitarlos como en un confesionario. Con la ayuda de su amigo Jaume Peris, un trabajador de Canal 9, editó los archivos para que el resultado fuera más fluido, más conciso, más fácil de digerir. Superaba las duras jornadas del tratamiento meditando, buscando las sugerencias más adecuadas. Añadió anécdotas de su experiencia, momentos felices: atajos para no chocarse de morros con el duro muro de la realidad social. Organizó todo aquel maremágnum en grupos separados por franja de edad para dosificar su presencia, para que sus hijos disfrutaran de su compañía en el momento de madurez adecuado. Dispuso una carpeta para la niñez, otra para la adolescencia y una tercera con consejos para la vida joven y adulta. Cambió el tono y el lenguaje en función del momento de la vida que trataba. Trabajó sin descanso, consciente de que era su empresa más importante. El resultado fueron más de cuatrocientos gigabytes de vídeos. Todos numerados y clasificados, una especie de cápsula de los recuerdos con la que Elorza pretendía trascender a la muerte y acompañar a sus hijos para que, al menos de un modo virtual, no se quedaran solos en este mundo. También le guardó algunos vídeos a Elena, su mujer, mucho más cortos, mucho más escuetos. Vídeos con palabras de amor, de cariño, pero sobre todo, vídeos para que volviera a reconstruir su vida. “Solo tienes treinta y cuatro años. Guarda mi recuerdo con cariño, pero intenta rehacer tu vida”. “No te quedes sola, intenta cumplir con todos tus sueños”. “Descubre nuevas experiencias, no te quedes en el mismo sitio mucho tiempo, viaja, visita todos los lugares que por desgracia me perdí; y, sobre todo, no te quedes anclada con el peso de mi ausencia. Sigue volando y cuida de nuestros hijos”.

Unas semanas antes de dejar este mundo, ya con la enfermedad muy avanzada, le facilitó a Elena el procedimiento para liberar su rastro digital: las claves de las redes sociales, los pasos a seguir para facilitar el cobro de los seguros, la ubicación de todo el conglomerado de fotografías y archivos personales y, por último, la carpeta con los vídeos. Sin embargo, a última hora, separó de su legado las carpetas correspondientes a la adolescencia y la juventud. Después de darle muchas vueltas, consideró que sería más apropiado buscar un albacea ajeno al núcleo familiar. Algunos de los consejos podrían no ser del agrado de su mujer y cabía la posibilidad de que la relación personal entre la madre y los niños no discurriera por el cauce deseado. Incluso se imaginó a Elena borrándolo todo, al fin y al cabo es lo que esperaba de ella, que rehiciera su vida. Por este motivo decidió depositar el resto del material en manos de un amigo, Gerardo Sanchís, el padrino de Tomás, la persona con la que tenía más confianza en este mundo.

Sanchís y Elorza eran amigos desde el parvulario. Se habían criado en el barrio de San Isidro, a las afueras de Valencia. Fueron al mismo colegio y compartieron clase durante todos los cursos del instituto, pasaron mil tardes en el parque Viejo y deambulando por el centro comercial. Pese a tomar caminos diferentes en la universidad mantuvieron su vínculo mientras trotaban por el espectro infinito de las discotecas valencianas. Lograron estabilizar sus vidas al mismo tiempo por senderos diferentes y ya con más serenidad, dosificaron su relación. Jordi se convirtió en un abogado joven y prestigioso, con un despacho importante en el centro de Valencia. Gerardo no logró acabar su carrera, pero fue capaz de montar un próspero negocio inmobiliario con el que ganaba cantidades indecentes de dinero. Se casó con una modelo de segunda fila con muchas aspiraciones y juntos se dejaron llevar por el tren de los excesos. El comportamiento de su amigo le parecía algo inmaduro, pero Jordi sabía que por dentro rebosaba lealtad, era cumplidor hasta el extremo y por tanto la persona más apropiada para custodiar y entregar aquellos vídeos tan significativos.

*******

Los últimos cinco años habían sido maravillosos. Ganar dinero era tan fácil que a Gerardo le faltaba imaginación para quemar las descomunales cantidades que acumulaba. Descubrió la ostentación: la ropa de marca, los restaurantes sofisticados, la joyería, la existencia del club náutico o el concesionario de Porsche donde le vendieron su Cayenne. La ciudad había experimentado un frenesí y en ese contexto había logrado convertirse en un joven prodigio de la compraventa inmobiliaria; no había operación que no cerrase con un beneficio desconcertante y las cifras, que todavía se manejaban en pesetas, mareaban en una progresión geométrica que pronto se tuvo que camuflar bajo el disfraz del euro para que las ganancias no fueran tan insultantes. “¿Te costó doce millones? Reforma la cocina y pide cincuenta. No te preocupes, en el anuncio pondremos 300.000 euros y no parecerá tan caro, nadie va a pedir menos por un dúplex al lado del metro”.

Extasiado por la sinfonía del ladrillo, Gerardo no vio venir el tortazo que se le venía encima. En 2010 colapsó todo su universo y las desgracias comenzaron a lloverle. A los pocos meses de estallar la burbuja, su mujer inició un divorcio carroñero. De la noche a la mañana se olvidó de la boda en El Puig, del crucero por el Caribe y del Beetle descapotable de color rosa. En cuanto se dio cuenta de que se acababa el chollo, se puso a salvo hundiendo en el fango a un tipo que nunca le interesó más allá de la fachada. Sanchís tuvo que liquidar patrimonio, eliminar todos los lujos a los que se había acostumbrado y buscar un escondrijo para el dinero negro en casa de sus padres. Consiguió nivelar la balanza de pagos y salvar los restos del naufragio, así como mantener una pequeña inmobiliaria de barrio y un modesto piso en la Cruz Cubierta, muy humilde, pero reformado con buen gusto. Allí llevaba una vida de comadreja, impropia de un treintañero que había disfrutado de todas las mieles del éxito urbanístico. Para colmo de males, recibió la noticia de que su mejor amigo se estaba muriendo. Aquello fue una bofetada de realidad. Todas sus penurias, todos los disgustos que se había llevado con la llegada de la crisis quedaron eclipsados. Al fin y al cabo, seguía sano y con la vida por delante. En cambio, Jordi, paradigma del éxito, persona noble y razonable, amante esposo y padre de familia, se iba para siempre.

Quedaron una tarde en una cafetería del centro, junto al Palau de la Generalitat. Jordi se presentó muy desmejorado. Su rostro evidenciaba los efectos del tratamiento, se intuía la pérdida de su abundante mata de pelo bajo una gorra de Kangol que mantenía enhiesta como un símbolo de resistencia. Su cuerpo estaba expandido y, al mismo tiempo, consumido. A pesar de todo, Gerardo no quiso darle pábulo a las apariencias y fintó la tragedia dejando que la conversación fluyera de un modo cordial y entrañable. Recordaron anécdotas de la escuela, de aquellos días disparatados de alcoholismo y parranda; de pascuas en Gandía, de nocheviejas desenfrenadas y de escapadas por todos los campings de España. Ni una sola palabra sobre la enfermedad, ni un solo resquicio para la tristeza. Al final, después de muchas risas, Jordi miró su reloj de forma discreta y comprobó con fastidio que había llegado el momento de la verdad. Rebuscó en su pequeña bandolera de cuero y puso sobre la mesa de madera lo que a Gerardo le pareció una funda de videoconsola portátil, de color blanco nacarado. Parecía brillar.

 

—Necesito que me hagas un favor, uno de verdad. Muy importante.

—Jordi, lo que quieras, yo… siento mucho... —no sabía qué decir. Le horrorizaba poner una etiqueta a lo que le estaba sucediendo a su amigo. Por primera vez en el desarrollo del encuentro era consciente de que pronto se iría para siempre. Pensó en alegar que las cosas le iban mal, que se había quedado sin dinero, pero todos sus problemas le parecieron una solemne estupidez—. Haré lo que me pidas.

—En esta funda hay un disco duro. Quiero que lo guardes, con mucho cuidado. He grabado unos vídeos para mis hijos. Muchos vídeos en realidad. Están organizados por carpetas. Quiero que se los des a Nerea y a Tomás en momentos señalados. La primera carpeta, la de la adolescencia, cuando cumplan trece años; la segunda, el día que cumplan diecisiete. Cuando llegue el momento, copia los datos en otro disco duro y se lo haces llegar sin que se entere Elena.

Gerardo estaba estupefacto con aquella petición. Le pareció un plan extravagante, pero conocía a su amigo, sabía que era capaz de tramar algo así. Aceptó, sin valorar siquiera la idea.

—Cuenta con ello. Además, Tomás es mi ahijado. Me encargaré de que no le falte de nada.

—¡Uf! No estoy seguro de que puedas mantener una relación estrecha con mis hijos. Ya sabes cómo es Elena.

Era cierto, Gerardo sabía exactamente cómo era la mujer de su amigo. No es que se llevaran mal, mantenían las formas y el trato; pero ella no acababa de darle su aprobación. Cuando estaban juntos los silencios se hacían incómodos, costaba sacarle las palabras. Siempre flotaba una niebla en el ambiente que desenfocaba sus encuentros.

—Nunca le he caído bien.

—Ella te aprecia, pero a su manera. Supongo que ahora os distanciaréis y precisamente por eso quiero que custodies el material. Es muy posible que rehaga su vida y me temo que, al final, mi recuerdo quedará como algo difuso para mis hijos. Por eso he dispuesto este proyecto, para no desaparecer sin más. Para que todo salga bien necesito una persona externa en la que confiar.

—¿Por qué yo? No me entiendas mal, somos amigos desde siempre, pero sabes que soy un desastre.

Jordi dibujó con dificultad una leve sonrisa. Sí, Gerardo podía ser desordenado y algo caótico, pero siempre cumplía con su deber. No sabía nada de cómo se había desmoronado su estabilidad desde que se inició la crisis inmobiliaria.

—Sé que lo harás bien. Confío plenamente en ti.

—¿Qué hay en los vídeos? Bueno, no hace falta que me lo digas, supongo que es personal.

—Son consejos, reflexiones, anécdotas sobre mi vida. Una forma de que les quede algo de mí. Creo que podrían ser de utilidad para mis hijos. De todos modos, no abras los archivos, solo los has de guardar y entregar cuando toque. Asegúrate de que llegan a su destino a su debido tiempo. La primera carpeta se la tendrás que dar a Nerea dentro de seis años, en abril.

Gerardo sentía una mezcla de tristeza y curiosidad. Era una idea grotesca, pero alguna vez había oído hablar de esa especie de mensajes de ultratumba. Al fin y al cabo, si toda la vida se habían escrito cartas de despedida por qué no dejar un registro audiovisual. Se asomó un brillo entre sus labios: Jordi Elorza tenía que ser metódico hasta el fin de sus días. Por supuesto que cumpliría con aquel encargo, ¿cómo no iba a concederle un favor tan simple? Su amigo le había ayudado miles de veces, incluso le había facilitado el mejor abogado matrimonial de su bufete. Si no llega a ser por él estaría en la más absoluta de las indigencias. Luego rememoró los maravillosos recuerdos que compartían: las aventuras en el descampado, junto a las vías; las visitas con la moto al centro comercial, las eternas tardes de billares y pipas… No hicieron falta más explicaciones. Gerardo tomó entre sus manos aquella funda. La abrió para comprobar el contenido. Era un disco duro marca Samsung, de color azul marino similar a los que él utilizaba para guardar sus archivos informáticos, lo cerró y lo guardó con sumo cuidado. Pagaron la cuenta y salieron de la oscura cafetería. Había llegado el momento del adiós. En el confín de la estrecha calle, los últimos rayos de luz dibujaban sobre el levante la silueta majestuosa del Miguelete, que empezó a cantar las horas con su voz de barítono. Ambos se dieron un abrazo. Cerraron los ojos con fuerza. Dejaron que la respiración fluyera por sus cuerpos. Fue la última vez que lo vio con vida.

*******

Tras aquel encuentro, Gerardo inició un proceso de autodestrucción que degeneró hasta lo indecible su imagen. En tan solo tres semanas, amontonó en su apartamento un tropel de desechos esparcidos a discreción: bolsas de aperitivos, latas de cerveza y cajetillas de tabaco que, en suma, formaban el cuadro impresionista de su progresivo pasotismo. Había aumentado de peso, se había dejado crecer la barba y le venía justo para hacerse la comida dos o tres veces a la semana. El resto de los días se alimentaba gracias a los víveres que le suministraba su madre de modo que una jungla de envases sin fregar liberó sus raíces por los armarios de la cocina.

El salón se había transformado en la madriguera de un lobo estepario. Lo que antaño era una envidiable cocina office era ahora un difuminado contexto que envolvía el epicentro de su existencia: la mesa del ordenador. Gerardo pasaba horas jugando a videojuegos, consultando las redes sociales y consumiendo pornografía, su verdadera fijación. Acumulaba de forma insana tarrinas monstruosas de deuvedés que crecían formando rascacielos por todos los rincones de la estancia. A pesar de su tendencia al desorden, clasificaba su colección de actrices etiquetando con mimo cada disco, procurando tener a mano sus favoritas, que eran muchas. Riley Roberts, Alexis Channel, Shannon Grey… y, sobre todo, su preferida: Michelle Savage, de quien guardaba todo el repertorio que había sido capaz de piratear en la web. A menudo, después de autosatisfacerse, se daba cuenta de que tenía un verdadero problema con el consumo de material sexual. Quería engañarse, convencerse de que había caído en esa adicción por culpa del fracaso de su matrimonio, pero después recordaba que aquella tendencia al acopio, aquel complejo de Diógenes del porno siempre había estado ahí. “¿Cuándo vas a borrar a tus amigas del ordenador?”, le decía una y otra vez su ex mujer. Y sí, a veces borraba unos cuantos gigas de material, pero siempre acababa descubriendo una nueva chica cuyo rostro o cuyo cuerpo le resultaba intrigante; una excusa para rastrear la red en busca y captura de un nuevo vídeo; una emoción que despertaba su instinto primario de cazador, que le obligaba a repetir la misma costumbre sucia y retorcida.

Con todo, aquella noche aciaga de verano no era capaz de encontrar consuelo para sus apetencias. Necesitaba algo nuevo, algo que le excitara de un modo diferente, más físico, más depravado. Tanto era así que había considerado la posibilidad de contratar los servicios de una lumi a domicilio pero su economía ya no le permitía esos excesos. Con nostalgia, suspiró pensando en cómo, apenas unos meses atrás, cerraba tratos millonarios en los mejores prostíbulos de la ciudad. Entonces tuvo una idea algo más atrevida de lo habitual: escribió en el buscador “contactos de cibersexo” y se sorprendió entrando en una página web con fotografías de modelos que ofrecían servicios virtuales a través de la webcam. Le gustó una chica de Barcelona. Hablaron por teléfono. Le pidió dinero mediante un ingreso bancario, apenas quince euros por media hora. Le pareció razonable. Antes de conectar Skype, descargó un programa para grabar en vídeo la retransmisión. Aquella chica formaría parte de su biblioteca personal. Iniciaron la conferencia y en seguida se vio desbordado por la decepción. Su presa distaba mucho de lo que había visto en las fotos. Sí, era la misma, eso era indiscutible, pero con el rostro en movimiento perdía todo el atractivo. Delgaducha, profundas ojeras, nariz afilada; tenía un pecho bonito, pero poco más. Su figura era escuálida y endeble, parecía una toxicómana recién salida de la estación de autobuses. A pesar de no mostrar ningún entusiasmo, continuó con su plan y capturó toda la exhibición. Fingió deleitarse a través del chat, pero lo cierto es que siguió la masturbación de la joven con más curiosidad que excitación. Acabó el plazo del tiempo, se despidió agradeciéndole los servicios, aseguró haber disfrutado de aquel encuentro y apreció cierta cara de pena en la chica antes de despedirse. Por último detuvo la grabación del programa de captura de pantallas. Su cuerpo estaba más revolucionado de lo que pensaba. Después de todo, aquella chavala sí que había alterado su sensibilidad. Decidió ponerse uno de sus vídeos, pero antes quiso guardar el espectáculo por el que acababa de pagar. Con cierta extrañeza, reparó en una ventanita que le advertía del escaso espacio que le quedaba en la memoria. Necesitaba un soporte de grabación externo. Abrió el cajón de la mesa con precipitación y se encontró con la funda rígida de un disco duro. Lo abrió, era un Samsung azul oscuro. Lo conectó. Apareció una nueva ventana de alerta en la pantalla:

¿Desea analizar y reparar Disco extraíble (F:)?

No lo pensó y puso la opción que le pareció más lógica:

Analizar y reparar (recomendado). Esto prevendrá cualquier problema futuro al copiar archivos en este dispositivo o disco.

Durante un instante, casi un parpadeo, apareció una barra de progreso. Comprobó la capacidad del soporte. Estaba lleno. Entonces trasteó un poco el contenido y contempló con horror que aquel era el disco duro de su amigo Jordi. “Dios mío”, pensó, “me descuido y lo borro”. Lo desconectó, lo apartó a un lado y registró el cajón en busca de otro soporte. No encontró nada mejor que un deuvedé regrabable que ya tenía olvidado al lado de los altavoces. Le costó casi diez minutos almacenar a la chica de Barcelona y, ya saturado por el nerviosismo y el cosquilleo que le había producido en el pensamiento su cruda exhibición, decidió desahogarse con uno de los muchos vídeos de su idolatrada Michelle Savage. Acabado el pasatiempo, se adecentó en el lavabo y volvió al ordenador dispuesto a repasar el Facebook mientras se fumaba un cigarrillo completamente desnudo.

La actualidad de la red social le resultó aburrida y su atención no paraba de dar vueltas en torno al disco duro de su amigo. Por un lado quería asegurarse de que no se había dañado, pero por otro también le reconcomía la curiosidad. ¿Qué mensajes les había grabado a sus hijos? No podía evitarlo, deseaba explorar el contenido de aquel legado tan misterioso. Volvió a conectarlo y comprobó con alivio que el disco duro funcionaba a la perfección. Tal y como le había comentado Elorza, el itinerario se dividía en dos senderos: la carpeta de Tomás y la de Nerea. Abrió la de su ahijado y descubrió dos más: una titulada “13-17” y otra etiquetada como “18-25”. Desplegó la de la adolescencia y se encontró una larga lista de archivos ordenados del 1 al 56. Eran vídeos cortos, de apenas cinco minutos. Fue descubriéndolos uno a uno, sin demasiado interés, dando saltos en la línea de reproducción. En los primeros se encontró a un Elorza bastante entero, con el cabello intacto. Algunos incluían anécdotas de la adolescencia que Gerardo había compartido con él. Eran los más interesantes. Una historia en la que se encontraron con unos yonquis en el cauce del río que les desplumaron las pocas monedas de veinte duros que tenían; otra en la que narraba un encuentro con unas chicas del Colegio del Pilar que habían conocido en Cánovas y en la que quedaron retratados como dos pobretones de barrio... Todos tenían cierta moralina: “Sé precavido”, “Haz caso a tu madre”, “Cuidado con lo que te ofrecen”, “Mantén tu personalidad…”. Uno de los mensajes le revolvió las entrañas: “No consumas pornografía de forma compulsiva. El deseo sexual siempre está presente y la masturbación puede anularte como persona, cegar tus verdaderos objetivos, convertirse en una obsesión enfermiza”. Gerardo se quedó helado, llegó a pensar que era una broma, que su amigo lo había grabado adrede para él. Sopesó la posibilidad de dejar de husmear en aquellos archivos, sin embargo, una vez que se había zambullido era imposible salir de aquella fascinante piscina y devoró todo el material. Tuvo la sensación de que los mensajes echaban cierto tufillo retrógrado, no parecían las lecciones más apropiadas para niños crecidos en pleno siglo XXI pero, aun así, reconocía que la labor que había arrostrado su amigo a lo largo de los últimos meses era impresionante. Pronto quedó hipnotizado por aquel universo de palabras. Jordi hablaba de tú a tú, mirando continuamente a la cámara, con un plano cerrado. La ruleta de archivos lo reflejaba con un aspecto cada vez más deteriorado, en cada vídeo parecía mayor, más cansado, las palabras le salían con progresiva dificultad. En cambio los consejos le resultaban más retorcidos: “Rodéate de gente que te aporte algo positivo. Huye de aquellos que solo te piden favores, que se convierten en rémoras para tu verdadero camino. Los amigos de verdad quieren acompañarte en el viaje, no subirse a tus espaldas para llegar donde no llegarían por sí solos”. “Sé consciente de tus limitaciones y alcanzarás todas tus metas. Es el mejor camino para triunfar en la vida: saber hasta dónde podemos llegar y mejorar año tras año; evolucionar para superar los obstáculos que nos encontramos. El mundo está repleto de cretinos que se estampan contra el muro de la realidad, que acaban convirtiéndose en generadores de frustración”. Elorza también se atrevía con los consejos sentimentales: “Si encuentras a alguien que te gusta sé honesto con tus sentimientos y acepta una derrota antes de convertirla en un problema insuperable. Mantén una relación con alguien a quien quieras de verdad. En tu corazón sabrás si es así o no. No trates de autoengañarte. Si te rechazan, no te arrastres, no te conviertas en un perro faldero; no te mantengas en la sombra de una chica que no te quiere de verdad”. Reconoció en aquel consejo la turbia experiencia de Jordi con una novia del instituto que pasaba olímpicamente de él y que le secó las médulas aprovechándose de su interés. Era como contemplar en vivo el testimonio de sus vivencias, una confesión cariñosa congelada en el tiempo. Después, cayó en la cuenta de que daba por hecho que su hijo sería heterosexual. Le pareció gracioso.

 

Decidió entrar en la segunda carpeta, los vídeos se volvían más contundentes. Algunos todavía complicaban más el lenguaje, ya de por sí poco apropiado para un chaval de trece años. “Evita a las personas que te pongan límites y que no te aconsejen nunca con un espíritu constructivo. Esa negatividad a menudo es una especie de rencor provocado por la falta de ideas, por la envidia, por el miedo a salir de la cómoda mediocridad”. ¿Qué clase de consejo era ese? ¿A quién estaba haciendo referencia? Gerardo volvió a presentir una referencia indirecta hacia su persona. Reconoció que, en el trato con los demás, a veces era demasiado crudo y señalaba el lado negativo de las cosas; pero nunca lo consideró un defecto, es más, le parecía una demostración de sinceridad. Escuchó varios consejos más relacionados con la universidad y con el amanecer al mundo laboral: “Ten claros tus objetivos. Medítalos. Piensa en qué casa quieres vivir, con quién quieres compartir tu vida, qué tipo de coche necesitas… Si piensas antes de actuar te evitarás muchos gastos innecesarios”.

Los consejos eran pretenciosos y acababan volviéndose menos personales. Cuando agotó los contenidos, con un movimiento automático, comenzó a trastear las dos carpetas de Nerea. Los mensajes desprendían más cariño. Al fin y al cabo ella sí que iba a guardar un recuerdo de su padre. Los de la adolescencia estaban relacionados con posibles conflictos entre las amigas, sugerencias para llevar una relación correcta y estable con su madre y un montón de pequeñas pautas para sortear los problemas sentimentales en el instituto. Una vez más le hizo gracia que Elorza diera por hecho que su hija tendría novios y no novias. Encontró algún mensaje relacionado con el materialismo: “Esquiva las imposiciones de la publicidad, de la moda o de los líderes de tu entorno. Mantén tu propia personalidad, no necesitas ropa cara, ni vehículos absurdos, ni el último móvil que sale al mercado. Trata de ceñirte a tus verdaderas necesidades”. Si Nerea, como parecía, seguía los pasos de Elena, pasaría olímpicamente de ese consejo. Le resultó extraño otro mensaje que le chirriaba con la personalidad de Jordi: “Sé muy cuidadosa con tu intimidad. Airea lo menos posible tus asuntos personales. Vivimos en un mundo en el que todos quieren compartir sus secretos con el resto del planeta, pero hay que dejar algo para nosotros mismos. Ten cuidado con lo que dejas colgado en las redes sociales”. La segunda carpeta tenía muchos vídeos similares a los de Tomás: “No te quejes de un error o de un fracaso si no has agotado todos los intentos por superar un problema. Quejarse de la mala suerte, de la sociedad o de la situación económica es de perdedores. Tú eres fuerte, superarás todos los obstáculos que se crucen en tu camino”. “En la sociedad en la que vivimos, las relaciones personales son fundamentales, procura ser leal y honesta; simpática y agradecida; pero siempre eficiente y trabajadora. Si consigues abrirte paso dentro del círculo social que maneja la economía no te faltarán buenas oportunidades”. Quizás la diferencia más destacada estaba en los consejos relacionados con los hombres. Era evidente que Jordi quería evitarle una relación tóxica a su hija y continuamente rondaba esa idea: “Localiza al canalla por los desafectos, por su desinterés. Por si empieza a comer antes que tú en el restaurante. Si no te trata con cuidado y con cariño, mantén alerta la guardia”. Gerardo flipaba con aquellos consejos, era como pretender controlar a su hija desde el más allá. “Ten cuidado con los hombres que desprenden exceso de seguridad porque son los que te destrozarán sin remordimientos. Busca el afecto, la humildad, la sinceridad en la mirada. Evita los silencios, los planes ocultos, la falta de interés en los asuntos importantes de la vida pues son síntomas de libertinaje. ¡Ah! Y, por supuesto, huye de los vividores que buscan reconstruir su vida a los cuarenta o los cincuenta con una jovencita. Esos son los peores”.

El vídeo acabó y Gerardo se quedó aturdido con aquel mensaje. Transcurrieron en procesión cinco minutos y, de repente, sintió un profundo vacío que no lograba identificar. No era capaz de reconocer a su amigo en aquellas reflexiones tan obtusas; cuánto había cambiado desde que se había convertido en un padre de familia responsable. Aparte, sentía la conciencia alterada, como si se le olvidara algo, como si su intuición estuviera tratando de susurrarle un aviso al oído. Dedujo que, en el fondo, se sentía solo, que quizás no habría estado mal tener un hijo a quien transmitirle algo; pero aquella idea no acababa de parecerle convincente, es más, nunca había contemplado la posibilidad de formar una familia. Eran casi las cinco de la mañana, tenía los ojos vidriosos y las cervicales torcidas por el cansancio. Aun así, presa del vicio, decidió enchufarse la grabación de la chica de Barcelona y darse una nueva alegría antes de irse a dormir. Insertó el deuvedé y comprobó con fastidio que no se había grabado bien. De nuevo apareció una ventana de aviso.