Loe raamatut: «El Molino»

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EL MOLINO

Mireia Corachán Latorre



EL MOLINO

© Mireia Corachán Latorre

© de esta edición: Loto Azul, 2021

ISBN: 978-84-17307-70-7

Producción del ePub: booqlab

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KALOSINI, S. L.

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A Juanjo, con amor y agradecimiento

A mi familia, siempre

A Victoria y a todas las mujeres valientes

«Volver con la frente marchita

Las nieves del tiempo platearon mi sien

Sentir que es un soplo la vida

Que veinte años no es nada

Que febril la mirada, errante en las sombras

Te busca y te nombra

Vivir con el alma aferrada

A un dulce recuerdo

Que lloro otra vez».

ALFREDO LE PERA

CAPÍTULO 1: EL CUADRO

València

2002

El óleo se ha resentido a golpe de años y de humo de tabaco rubio. La contemplación del mar gris salpicado por tres figuras oscuras abrazadas por la espuma siempre fue un privilegio.

La pintura, sin embargo, llegó a la familia desde tierras de interior, de campo y viñedos. Pero no fue justamente evaluada hasta que mi madre la salvara del fuego y yo me decidiera a registrarla ante notario, sin sospechar que, casi un siglo después de ser pintada, esa imagen me serviría para sobrevivir a mi propia historia.

Tengo veinte años y casi todos los sueños por cumplir. Vivo en una gran casa de campo familiar, rodeada de objetos dispares y exóticos. Con un gran salón a dos alturas, acristalado y con salida a un precioso porche, rodeado por buganvillas y presidido por un enorme y orgulloso olmo, el mejor ejemplar que yo he visto nunca. En la sala huele a tabaco rubio, sabe a tostadas, café y zumo de naranja, y suena al mejor jazz, sobre todo los domingos por la mañana.

Este es un domingo cualquiera y yo estoy hojeando una de esas revistas de moda que acompañan la prensa del fin de semana. Billie Holiday hace el resto con su melodía dulzona.

Frente a mí hay un gran sofá que forma una L con respecto al que yo ocupo. Una mesa de centro de caoba cierra el espacio con elegancia y, sobre el cristal, diversos cachivaches dispuestos con fingido azar. Cajas de madera de países lejanos, un cuenco africano, una tetera china, un huso tailandés y pilas de revistas del último mes. El rincón del salón está reservado a una mesa camilla y dos butacas Luis XIV, que dan paso a una bella alfombra kilim turca. Sobre la mesa, en la pared, un gran espejo señorial heredado de tiempos de la bisabuela y aquel cuadro... Es un óleo original que evoca un mar grisáceo en un día sombrío. La temperatura del agua debe ser muy fría —imagino— y aun así hay tres oscuras figuras surcando el mar, con el pantalón arremangado, y ajenos al clima. No están de paseo ni toman un baño, indolentes, en un plácido día de recreo familiar. Esos tres hombres tienen una misión y yo no sé cuál. Tampoco la firma se distingue con claridad: los años y el tabaco rubio han sido inclementes.

CAPÍTULO 2: LOS ORÍGENES

El Cubillo, Cuenca

1934

Era noche cerrada y el frío cercenaba sus manos. El aire de la sierra les mantenía alerta pese a la falta de sueño de los días pasados.

La última semana había sido una fiesta. El trabajo era duro allí y la vida no era relajada. Por eso, cuando tocaba celebrar, se hacía por todo lo alto. Festejaron la matanza y elaboraron sin descanso todo tipo de viandas según las recetas tradicionales. Lomo de orza, embutidos, fiambres adobados... Se reunieron en casa de Felicidad varias noches seguidas y comieron y bebieron hasta caer rendidos.

Aquella noche fue su luna de miel. Tal vez no era lo que esperaban, pero la promesa de un futuro mejor les alentaba a continuar. Toda la fuerza de la juventud y el porvenir surcada en dos rostros jóvenes y castigados. La mirada al frente y las manos amarradas esperando el alba como un buen presagio.

Rememorar su reciente boda lograba distraerlos del miedo, la noche y la incertidumbre. La decisión de marcharse no se había cuestionado en ningún momento. El Cubillo no era lugar para la esperanza y el tío Constancio había acordado una buena oportunidad con los señores de El Molino, la finca más próspera en kilómetros a la redonda.

Claudio era natural de Utiel, pero su padre provenía de esta pequeña aldea de Cuenca. Tan solo acudía a El Cubillo en sus fiestas mayores. Es allí donde conoció a Felicidad, de la que quedó prendado. Felicidad, cansada del duro trabajo que afrontaba desde que era una niña, vio en Claudio una clara posibilidad de salir de la aldea. Felicidad perdió a su madre cuando no levantaba dos palmos del suelo y su padre se casó de nuevo con una mujerona que no quería bien a la pobre niña. Felicidad fue sometida a duras penalidades en su más tierna infancia y deseaba escapar de allí. Por eso, acordó con Claudio un plan de huida. Juan, un mozo que ofrecía transporte en la zona, vendría a recogerlos y se marcharían a Utiel buscando un futuro mejor.

Felicidad había dispuesto en una cesta todo lo necesario para el viaje. Ni una sola de las viandas ni la ropa de abrigo habían sobrado. Dos enormes mantas cubrían el carro casi en su totalidad. Juan no se abrigaba en exceso porque la costumbre y un atuendo adecuado le hacían soportables los largos viajes hasta Cuenca, Utiel o Requena, tierras más ricas donde era necesario desplazarse para según qué menesteres o, a veces, para no volver.

Todavía era noche cerrada cuando cruzaron las Hoces del Cabriel, la frontera natural que separa las provincias de Cuenca y València. Los kilómetros y el cansancio hacían mella en los tres, pero no había postas donde parar y se habían propuesto llegar a El Molino con el alba.

El amanecer los sorprendería llegando a un Utiel que aún se desperezaba de la noche anterior. Las calles casi desiertas y el comercio cerrado confirmaban sus buenas previsiones: llegarían a la casa justo a tiempo. Esperaban incorporarse al horario del servicio sin causar mayor estorbo.

Cruzaron la villa de Utiel por las Ramblas sin perder ningún detalle. Era su primer viaje propiamente dicho y en comparación con su aldea aquello parecía, sin duda, una gran ciudad.

—Felicidad, si Utiel le impresiona, espere a ver El Molino. No he visto una casa así en doscientos kilómetros. Dicen que los amos son buenas personas, ¿verdad, Claudio?

Claudio llegó a El Molino con doce años después de quedarse huérfano de madre. Era primo de leche de doña Elisa y su tío Constancio le pidió a la señora que lo acogiera en su casa ante la imposibilidad de su padre de hacerse cargo de él. El padre de Claudio trabajaba incansable en el campo y no podía ocuparse de su hijo como correspondía.

—Son ustedes unos afortunados y yo que me alegro —dijo Juan a los recién casados.

Claudio sonrió por lo bajo. Pero Felicidad alzó su cabeza orgullosa:

—De ninguna manera, Juan. La suerte hay que ganársela.

Enfilaron el camino principal a poca distancia de la finca. Los rayos del primer sol acariciaban los álamos que rodeaban la casa, protegiendo como centinelas su misterio.

CAPÍTULO 3: EL VIAJE

València

2002

Los preparativos me encantan. Dispuse todo el material sobre la cama y lo repasé. Prenda a prenda. Incluso me probé un par de monos. No me creía aún que realmente saliéramos mañana. Ninguna de mis amigas es aficionada a esquiar y convencer a Núria para acompañarme no había sido fácil. Pero ¡voila! Estaba decidido. Mañana partíamos hacia Pirineos y no había marcha atrás.

Soy muy exagerada para hacer equipajes, lo sé. De hecho tuve que coger dos maletas, y aun así no me cerraban. En busca del material de esquí, pasé de nuevo por delante de aquel cuadro que me hipnotizaba y lo contemplé con calma. El mar, la bruma, la luna, las tres misteriosas figuras que cruzaban la playa, la vieja barca... Descolgué el cuadro para verlo de cerca y fijarme en la precisión de las pinceladas, en el grano del pigmento, en su color y su luz. Una extraña sensación de paz invadió todo mi cuerpo. Cuando lo cogí para volver a colgarlo, un raído sobre cayó de la parte trasera del marco. Con rapidez, lo abrí y descubrí una arrugada y carcomida cuartilla en la que se podía leer:

Con cariño y gratitud, para mis queridos amigos, Claudio y Felicidad.

Vuestra siempre,

E.

¿Felicidad y Claudio? Me sonaba que eran mis bisabuelos, aunque tampoco estaba segura. Pero E... ¿quién diantres era E.?

Anoche no podía dormir. Un ejército de hormigas invadió mi cuerpo sin que pudiera remediarlo. Las imágenes se sucedían en mi mente a una velocidad vertiginosa. Núria y yo viendo las cimas nevadas a vista de pájaro. Ambas en el hostal riendo sin parar antes de dormir. Un aperitivo rápido en la cafetería a pie de pista. La música estridente nublando nuestros oídos en un cálido pub de piedra... Entonces pensé en el cuadro y el sueño me abrazó, mimoso.

Por fin ha amanecido. Es necesario salir pronto, aunque a las dos nos cueste tanto madrugar. He encendido el televisor para ver el canal de noticias 24 horas. No tengo remedio. Necesito dos cafés, un par de cigarros y la actualidad en píldoras rápidas que me brinda la programación ininterrumpida. Llamo a Núria. Está preparada.

Tengo el Corsa rojo limpio e impaciente por iniciar la marcha. ¡Es todo tan emocionante!

Está sonando La Unión. Me fundo con la música y canturreo. Los primeros rayos de sol luchan por colarse entre las lunas delanteras y abro la ventana para que el frío entre. Siento sus caricias heladas mientras llego a València.

Núria está congelada. Esperando en la parada de bus con una mochila de esas de montañera, más grande que ella. No hay apenas tráfico, por lo que puedo parar en el carril bus sin ningún problema. Maletero listo. Entre las dos ya lo hemos llenado. Dos besos y el acelerador.

A pleno sol, Núria es preciosa. Los pómulos marcados y esa boca perfilada. La melena rubia suelta y sus grandes ojos de gata.

Escucha bien, mi viejo amigo,

no sé si recordarás

aquellos tiempos ahora perdidos

por las calles de esta ciudad.

Leímos juntos libros prohibidos.

Creímos que nada nos haría cambiar.

Vivimos siempre esperando una señal.

En el límite del bien

(el límite del bien).

En el límite del mal

(el límite del mal).

Te esperaré

en el límite del bien y del mal.

He cambiado de disco. «En el límite del bien y del mal», gritamos. Cuando salimos de València la sensación de libertad es brutal. «Nunca más tendremos veinte años», me digo. Nos encanta cantar juntas. Y eso que lo hacemos bastante mal.

—Tenemos otras virtudes —me dice. Risas.

Me cuenta que ha vuelto a ver a Jaime. Que apenas han hablado pero que su cuerpo se ha llenado de mariposas. No tiene remedio, pienso. Jaime no es tan raro como otros tipos que me ha presentado. Lo malo es que es bajista. Los músicos y los poetas suelen mentirnos, le recuerdo.

Es extraño, pero circulamos bastantes kilómetros sin hablar, cantando mientras nos despertamos. El paisaje es claro. Esa nitidez preciosa de los días helados y despejados de diciembre. Es agradable sentir que el sol te calienta mientras conduces. Los límites de velocidad no van con nosotras. Un radar y luego el control policial nos sorprenderá en Teruel. Bajen del coche. Y el resto de protocolo. Ya se pagaba en euros. Nuestra pequeña reserva ya se ve mermada en unos cuantos.

Nos reímos de todo. De aquel percance también. Paramos en un sucio bar de carretera a tomar nuestro primer café. Volvemos a hablar de Jaime. Y de Óscar, cómo no. Queremos olvidar de una vez por todas y esperamos que cientos de kilómetros lo hagan posible.

Volvemos al coche. He puesto Tam Tam Go y seguimos cantando. Las horas pasan deprisa. Risas y confidencias nos acompañan por media España. Parece que cada ladera, cada prado, cada monte, lo hayan pintado para nosotras. La vida nos sonríe y somos felices.

Sin casi darnos cuenta hemos entrado en la zona de los Prepirineos. Ya está atardeciendo y a lo lejos se dibujan los primeros montes nevados. Las cimas están cinceladas a la perfección y parecen de algodón de azúcar. Nos gusta observarlas mientras se pone el sol. Núria lleva el mapa en la mano y masca chicle de fresa. No debemos andar lejos del refugio. Aún daremos un par de vueltas y preguntaremos a algún lugareño antes de encontrarlo. Es de noche y la temperatura ha bajado. Nos ponemos los guantes antes de descargar el coche.

Nos recibe un señor de unos sesenta años. Con una sonrisa nos da la bienvenida y nos explica el horario de desayunos y dónde está la consigna para el material de esquí. Nos acompaña a nuestro cuarto. Apenas una litera y un pequeño armario. Tal como lo imaginé. Las camas están hechas con gruesas mantas rojas a cuadros.

El viaje ha sido largo y estamos hambrientas. El comedor es aséptico y frío, pero la sopa de fideos nos reconforta.

Es nuestra primera noche y estamos excitadas. Los nervios nos impiden conciliar el sueño y nos entregamos a largas conversaciones. De madrugada, cansadas de reír, decidimos que es hora de acostarse y relajarse. Caemos rendidas.

Nos levantamos enérgicas pese a las pocas horas de sueño. Café con leche y magdalenas, una lavada de cara y el kohol negro en los ojos y ya estamos preparadas. Nos montamos en el coche dispuestas a quemar el día y nos dirigimos a las pistas más cercanas, Cerler. Primero toca parar en la tienda de alquiler de material para que Núria se pruebe las botas y le preparen los esquíes.

Siente la dureza de la bota en su pierna y se asusta con el primer clic de los cerramientos. Se queja porque está incómoda y me encojo de hombros. «Es lo más normal, no te preocupes». Me confiesa que le parece difícil poder moverse con ese calzado y para más inri con unos esquíes. Me temo que esto no será fácil, pero la animo. Ya estamos listas y subimos en el telesilla rumbo a las pistas. Todavía necesitaré una parada técnica para mi segundo café y un cigarrito.

Cuando lo recuerdo reconozco que fue una equivocación, pero entonces nos pareció muy práctica y económica la idea de no coger cursillo y que fuera yo misma quien le enseñara. Así que empezamos la clase con buena disposición. Núria parecía un pato mareado y la paciencia no es mi fuerte. A trompicones y tras algún que otro porrazo comenzaron a notarse sus progresos. Pero el humor no la acompañaba en su primera incursión en el mundo del esquí. Se desesperaba y protestaba, al tiempo que yo también me desesperaba y protestaba. Pocos minutos después, ya estaba suplicando otra visita a la cafetería para relajarse y contarme sus tempranas impresiones.

Escogemos un sitio apartado en el solárium y lo primero que hacemos es abrir los cerramientos de nuestras botas. Sensación de liberación, el sol calentando nuestros cuerpos, las cimas nevadas a lo lejos. Es un momento brillante como la nieve que nos rodea. Núria es una persona asertiva y de decisiones rápidas, así que no me sorprende lo que me dice a continuación.

—Me doy un segundo día y, si mañana la cosa no cambia, me marcho.

Me cae como una gélida estocada. Mil ilusiones partiéndose en pequeñas partículas. Solo atino a esbozar un «de acuerdo» y me quedo en silencio digiriendo sus palabras.

—No tenemos prisa. No hay que batir ningún récord. Aprenderás poco a poco y con humor —le propongo cuando me siento con fuerzas.

—Si por más buen humor que le pongo no alcanzo a estar más de diez segundos en pie... Tengo el culo helado y las piernas cansadas. No volvería a ponerme esos artilugios diabólicos.

Nos reímos las dos y decidimos tomar un bocata al sol y recargar pilas.

La tarde no es mucho mejor. El cielo se nubla de pronto y una seca ventisca nos araña la cara sin piedad. No es agradable esquiar cuando la climatología no acompaña. Núria pone de su parte, pero sigue pasando más tiempo en el suelo que en pie. Sus músculos están entumecidos y su ánimo bajo mínimos. Yo veo mis esperanzas descender como tantos esquiadores por las pistas. Al llegar abajo se dinamitan tras un fuerte golpe. ¡Zas!

Vámonos ya al hostal. Mañana será otro día.

Dicho y hecho tomamos el telesilla para bajar al pueblo. Laderas heladas, la vista al frente luchando contra la ventisca, cada parte de nuestro cuerpo paralizada por el frío. Y un triste presagio que no nos abandona.

La ducha es un regalo. Cierro los ojos y noto el agua caliente recorrer mi cuerpo maltrecho. El miedo se confunde con la espuma del jabón y yo dibujo círculos con los dedos sobre la mampara. Me dejo abrazar por la toalla y entro en la habitación. Por suerte, la temperatura es perfecta y noto cómo el calor sana todo mi cuerpo. Núria está vestida y se desenreda el pelo con calma. La expresión de su cara no es la misma. Está relajada. Lleva unos vaqueros con unas mallas debajo y un grueso suéter verde de lana. Copio su atuendo cambiando el verde por el rojo y nos disponemos a salir.

Benasque nos recibe amable. Sus empedradas calles llaman al paseo y el pueblo está repleto de turistas animando plazas y bares. Paramos en una tienda de souvenirs y compramos unos pendientes color cobre con piedras azules. Mis buenos momentos siempre están acompañados por este accesorio, que compro cada vez que visito un lugar especial. Nos encanta Benasque, hay ambiente y sus calles están llenas de cafeterías acogedoras y pequeñas tiendas con encanto. Callejeamos mirándolo todo con grandes ojos hasta llegar a un local que nos llama la atención. La fachada es de piedra y grandes luces de neón anuncian la entrada. Nos parece un buen refugio donde empezar la tarde.

Tómate esta botella conmigo

y en el último trago nos vamos.

Quiero ver a qué sabe tu olvido

sin poner en mis ojos tus manos...

Nos miramos en silencio y sonreímos. Es un buen comienzo. Brindamos con gin tonic. Un pie delante, un pie detrás, movimiento de cadera, una bola de discoteca expandiendo sus destellos por todo el pub, varias miradas robadas... La felicidad son momentos.

El local está bastante lleno. La luz es tenue y la temperatura adecuada. Mi ritmo cardíaco se acelera al compás de la música. Me siento bien y sonrío sin parar. El buen rollo se contagia y pronto nos vemos rodeadas por un grupito de chicos que nos miran con intención. Le mantengo la mirada a uno de ellos y sonrío nuevamente. Es muy guapo. No sabemos qué decirnos pero el duelo no cesa. El juego es ver quién aguanta la mirada durante más tiempo. Núria ríe divertida. Yo espero otro gesto por su parte. Él no se hace esperar demasiado.

—¿Venís mucho por aquí?

—Es nuestra primera vez —contesta Núria.

—Llegamos ayer de València. Seguro que volveremos a este local. La música me encanta —explico yo.

Seguimos con esa charla intrascendente, pero nuestro lenguaje corporal habla por sí mismo. Roces, miradas, risa tonta. Todos los ingredientes están dispuestos para el cortejo.

Pero el reloj manda y tenemos la cena en media hora en el albergue. No hay intercambio de teléfonos ni ninguna otra concreción. Entonces no teníamos móviles. Las cosas sucedían despacio, a un ritmo natural. Un par de besos, encantadas y de vuelta a nuestro refugio.

La cena es insípida pero está caliente. Es más de lo que podemos pedir por el precio que hemos pagado. El dueño se llama Rafael y es muy amable. El sitio es bastante acogedor, a excepción del sobrio comedor. Durante la cena, comentamos con detalle las impresiones sobre nuestros nuevos amigos. No sabemos si los volveremos a ver, pero eso también es un aliciente.

De vuelta a la habitación no hay más ganas de charla. Estamos agotadas y nos dormimos en un santiamén. Mañana será otro día.

Nos duele todo el cuerpo y no queremos madrugar. Pero las circunstancias obligan. Hacemos un esfuercito y nos enfundamos en nuestro kit de esquiador. No es cómodo pero es abrigado. Nuestro primer café con leche nos sabe a gloria bendita.

El camino en coche hasta Cerler es corto pero intrincado. Me gusta conducir y tomo con rapidez las curvas. El día está nublado y suenan Los Ronaldos.

Tomamos el telesilla y permanecemos en silencio durante el trayecto. Sensación de quietud y un cielo gris ante nosotras. Ascendemos con el aliento gélido empapándonos del paisaje. Laderas nevadas salpicadas de pinos y algún pequeño lago congelado acompañando el silencio eterno de aquellos montes.

Alcanzamos la cota 2000 en unos diez minutos y nos dirigimos a la cafetería para nuestro segundo café. Lo tomamos de pie en la terraza viendo a los primeros esquiadores surcando las pistas. Hace frío y el café bien caliente nos sienta bien. Nuestra segunda y definitiva jornada de esquí está a punto de comenzar.

Núria está más tiempo de pie que tumbada. Es un alivio porque hace un frío que pela. Sus maneras son aún muy forzadas pero noto cierta evolución. De momento, no hemos salido de las pistas verdes cercanas a la cafetería. Llevamos allí un par de horas haciendo ejercicios de cuña y practicando los giros. Pero Núria ya está harta y volvemos a la cafetería.

Aprovechamos que ha salido el sol para coger sitio en la terraza. Nos quitamos los cerramientos y pedimos un par de cervezas.

—Nena, creo que esto no es lo mío. Aprovecharé lo que queda del día y me volveré mañana en bus.

Me cae como una fuerte bofetada. No lo entiendo. Ha mejorado y lo estamos pasando bien. Pero no debo interferir en sus decisiones. Espero en silencio a que ella retome la conversación.

—¿Por qué no te vuelves conmigo? Anda, no te quedes aquí sola.

—Lo estoy pasando muy bien y ya sabes lo que me cuesta venir a esquiar. Me quedaré, aunque sea sola —le digo con convencimiento—. Mañana te acerco al autobús y me quedo unos días —zanjo el tema.

Visto lo visto, le sugiero comer fuera de las pistas, en un sitio más tranquilo y económico. A Núria le parece una magnífica idea, puesto que quiere dar por concluida su jornada de esquí. Buscamos un lugar apetecible en Cerler y encontramos una sencilla pizzería poco concurrida. Enciendo un cigarro para calmar los nervios. Aunque trato de aparentar entereza, la marcha de Núria me ha caído como un jarro de agua fría. Aun así, intento llevarlo de la mejor forma posible y, sobre todo, sin que su decisión interfiera en mi relación con ella.

Comemos en silencio. Puedo notar ya su ausencia como un anticipo de lo que vendrá. Núria también está un poco triste y preocupada por la idea de dejarme sola.

Decidimos ir al albergue a descansar. Las dos lo necesitamos.

Antes de cerrar los ojos acuden a mi mente recuerdos dispares. Me acuerdo de aquel viaje de fin de curso en que me ocurrió por primera vez. Era primavera y yo cursaba octavo de Educación General Básica (EGB). De un día para otro, tan repentina como una fuerte ráfaga de viento, vino a visitarme la tristeza. Era una pena profunda. Una sombra pasajera que derrumbó todo a su paso y lo intentó cambiar de sitio.

Recuerdo también el olor a colonia de una niña con trenzas los domingos en la plaza de las palomitas y la última canción de Golosinas sonando como el deseo desde un lejano aeropuerto.

Vienen a mi memoria ese silencio blanco y negro de los negativos en el cuarto oscuro de nuestra infancia o las películas compartidas junto al brasero.

Recuerdo la sonrisa de mi abuelo cuando conduje su R12 dorado matrícula E. O el tiempo detenido en la mirada acuosa de mi tía la tarde en que desfilaba por la calle de la Paz.

Pienso en la mirada azul gélida de esa desconocida en aquel extraño retrato que descansa sobre el aparador de mi casa. Y también en aquel cuadro precioso que me intriga y me inspira. Y en E. ¿Quién será E.?

Así, con la visión del cuadro poco a poco, voy entrando en un sueño profundo y reparador.

Cuando me despierto no sé si es de día o de noche. Cómo me llamo o dónde estoy. Es como si hubiesen pasado años desde aquel mediodía en la pizzería y apenas han transcurrido un par de horas. La voz de Núria me sobresalta. Me llama por mi nombre con delicadeza. Aun así, me lleva unos minutos situarme y le digo:

—Vamos a tomar un café, por favor.

Así lo hacemos. El café entra suave, delicioso y caliente. Poco a poco, voy recuperando mis constantes vitales. Pruebo con la voz.

—Lo he pasado mal. No sabía dónde estábamos. He dormido demasiado para estas horas del día —le digo.

—Se nos ha ido un poco de las manos. —Entonces se calla y cambia el gesto—. No me voy tranquila —me dice—. No me parece buena idea que te quedes aquí sola.

Otro silencio incómodo. Está midiendo sus palabras.

—Además, te noto un poco rara —añade.

—¿Rara yo? Para nada. ¿En qué me notas rara?

—Estás demasiado contenta —es su extraña respuesta.

—¿Y qué narices tiene eso de malo, Núria? Anda, vámonos al pub.

Es mi manera de dar por finalizados aquel café y aquella charla. Volvemos a la habitación a maquillarnos un poco y a por el resto de ropa de abrigo. Gorro, guantes y bufanda. Parece un exceso, pero al atardecer, en el pueblo, no te sobra ni el aliento.

En menos de un cuarto de hora hemos llegado a Benasque. Sus calles están preciosas al atardecer, pero hace un frío de mil demonios. Así que aligeramos el paso hasta nuestro pub. Las grandes luces de neón nos dan la bienvenida y, al entrar, una melodía dulzona nos seduce.

Si te vuelvo a ver pintar

un corazón de tiza en la pared

te voy a dar una paliza por haber

escrito mi nombre dentro...

Me pongo a bailar mientras me quito la chaqueta, los guantes, el gorro y la bufanda, y busco un buen lugar cerca de la barra. Núria me sigue a trompicones (voy muy rápido y el local está abarrotado). Pedimos un par de gin tonics y nos relajamos dejándonos llevar por la música.

Me parece que aquel día tú empezaste a ser mayor

me pregunto cómo te han convencido a ti.

¿Te dijeron que jugar era un pecado

o es que viste en el cine algún final así?

Noto que mi pulso es entrecortado y rápido. Pero sigo bailando, ajena a las señales de mi cuerpo. Veo al chico de ayer y le observo mientras mueve su pierna con gesto distraído. Tiene la actitud propia de un ganador. Lo desprecio por eso. Pero la atracción es más fuerte y me aproximó a él. Para llamar su atención, le tomo la mano. Cuando él se gira no puedo refrenar el impulso y le beso. Apasionadamente. Siento unas ganas inmensas de huir de allí. Pero no puedo dejar a Núria sola. Ella me mira a lo lejos, perpleja.

—Mañana estaré sola. ¿Nos vemos aquí a la misma hora?

Él asiente. Y nos volvemos a fundir en un largo beso.

Vuelvo con Núria riendo sin parar. Ella no sale de su asombro.

—Estás desconocida —dice.

—Hemos quedado mañana —anuncio.

Pasan las horas rápidas en aquel local. Llega la hora de la cena y nos marchamos. Después de cenar, ya en la habitación, Núria prepara su equipaje en silencio. No me lo dice, pero sigue preocupada. Aun así, está decidido. Se marchará mañana.

Sabemos que nuestro viaje juntas termina y, pese a todo, no tenemos muchas ganas de fiesta. Ambas necesitamos descansar y nos vamos a la cama pronto. Núria se queda dormida enseguida pero a mí me llevará unas horas conciliar el sueño. Pienso en él. No sé ni su nombre. ¿Qué demonios me pasa? No es propio de mí besar a un desconocido sin apenas mediar palabra. Los pensamientos fluyen deprisa y de forma casi automática. No logro distinguirlos. Estoy sudando. Doy vueltas en la cama sin éxito y me tomo un Orfidal. Me pierdo en el mar grisáceo del mar del cuadro de mi comedor. Y solo así empiezo a relajarme.

Ya ha amanecido. Me he despertado con el alba. Núria todavía duerme y no quiero despertarla. Repaso mentalmente lo que llevamos de viaje. Velocidad, vértigo, risas, alcohol, dudas, deseo... Mi mente ha viajado tan rápido como nosotras. A la vuelta de la esquina tengo los exámenes parciales. Y no me preocupa en absoluto. Solo deseo ser feliz y beberme la vida a grandes sorbos. No llevo el control de mis actos pero no me importa. No me preocupa mi estado de semiembriaguez. No me preocupa casi nada. Ni siquiera la marcha de Núria.

Paso un par de horas en la cama porque la cafetería del refugio está aún cerrada. A las ocho en punto despierto a Núria. He quemado mis opciones para convencerla de quedarse. No hay marcha atrás.

Toma su equipaje y montamos en el coche. Conduzco sin parar de hablar. Le cuento que apenas duermo. El sol nos acompaña. La montaña está preciosa con esa intensa luz. Conduzco deprisa. Pronto habremos llegado.

La estación de autobuses es pequeña. Su autobús está parado en una de las filas. No será una despedida con lágrimas. Un abrazo afectuoso, un te quiero y un buena suerte.

Veo partir a Núria y me siento liberada.

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