Loe raamatut: «Presente imperfecto»
Presente imperfecto
Nando López
Ilustraciones de Rubén Chumillas
Primera edición: noviembre de 2021
PRESENTE IMPERFECTO © 2021 Nando López
Representado por la Agencia Literaria Dos Passos
© ilustraciones del interior y de la portada: Rubén Chumillas
© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.
Publicado por Dos Bigotes, A.C.
ISBN: 978-84-124023-2-2
eISBN: 978-84-124023-8-4
Depósito legal: M-27132-2021
Impreso por Kadmos
Diseño de colección:
Raúl Lázaro
Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.
El papel utilizado para la impresión de Presente imperfecto es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.
Impreso en España — Printed in Spain
Índice
PRIMERA CONJUGACIÓN
Rebobinar antes de devolver
El juego
Las leyes de Tántalo
La huida
SEGUNDA CONJUGACIÓN
Despedida (intento de)
El tobogán más feo del mundo
El pañuelo
Chueca
TERCERA CONJUGACIÓN
4 de julio
Todo va bien
La piel y la aritmética
«Maricón de qué»
A mis «yoes», porque sin vosotras y nuestras risas, el presente —más que imperfecto— sería improbable.
Y a Juan, por cada sueño y cada día que seguimos conjugando juntos.
«Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido».
El nadador, John Cheever
presente
1. adj. Que está delante o en presencia de alguien, o concurre con él en el mismo sitio.
2. adj. Dicho del tiempo: que es aquel en que está quien habla.
3. m. Obsequio, regalo que alguien da a otra persona en señal de reconocimiento o de afecto.
4. m. Gram. Tiempo que sitúa la acción, el proceso o el estado expresados por el verbo en un lapso que incluye el momento del habla.
5. m. Gram. Forma gramatical que corresponde al presente. Diccionario de la RAE
PRIMERA CONJUGACIÓN
reencontrar(se)
1. tr. Volver(se) a encontrar.
2. prnl. Dicho de una persona: recobrar cualidades, facultades, hábitos, etc., que había perdido.
Rebobinar antes de devolver
rebobinar
1. tr. Referido a una película, desenrollar la cinta de una bobina para que se enrolle en la otra.
El mensaje llega, como todos los que importan, en el momento inadecuado. Justo cuando empiezo a instalarme entre reliquias que debía haber dejado en el piso anterior y que mi nostalgia se ha traído hasta aquí. El sonido del móvil hace eco entre las paredes de este apartamento lleno de cajas que ahora mismo no sé si deshacer o desahuciar y, mientras lo decido, miro la pantalla esperando encontrarme otro de los reproches que Iván y yo nos hemos cruzado estas semanas.
La nuestra debería haber sido una ruptura modélica, pero ni siquiera la unanimidad de la decisión nos ha salvado de las mezquindades en que nos habíamos prometido no caer. A él no pienso decírselo, porque hasta yo tengo mis límites a la hora de inmolarme, pero una parte de mí le agradece que me haya permitido desprenderme del esfuerzo cortés con que nos hemos empeñado en disfrazar esta situación en la que ninguno de los dos acaba de sentirse bien. Ni quien lo ha decidido —él— con la convicción de que ya no nos hacíamos felices, ni quien ha tenido que asumirlo —yo— con la duda de si alguna vez hemos llegado a serlo.
Alcanzo mi teléfono con dificultad entre las dos cajas repletas de películas y libros donde sospecho que debe de haberse venido conmigo algún ejemplar que no me pertenece. Intento no tropezar con ellas a la vez que me pregunto cuánto tardará Iván en hacer un listado de los títulos que falten en el que ahora es su (y antes fue nuestro) estudio, el rincón del piso que decidió que le pertenecía y en el que mis libros vivían como rehenes entre los que él acumulaba con más ahínco del que ponía en leerlos. Incluso llego a sospechar que ese inventario de hurtos inconscientes pueda ser el contenido del mensaje que acabo de recibir y que, para mi sorpresa, ni siquiera firma Iván.
Es breve y conciso, así que deduzco que su escritura ha sido meditada. De lo contrario, es probable que su emisor hubiese acabado perdiéndose en un texto tan largo y farragoso como la respuesta que me dispongo a improvisar.
«Te he encontrado por casualidad», miente después de un escueto «hola» y, a continuación, añade un «soy Daniel Martín Hernández» que leo con la misma musicalidad monótona con que sonaban nuestros nombres al pasar lista en clase.
Quizá sí que haya sido el azar el culpable que lo ha traído hasta mi móvil en medio de la marejada de stories anodinas que solo recorro en busca de indirectas, alusiones más o menos sexuales o, según los casos, incluso interferencias. La posibilidad de lo fortuito resulta verosímil, aunque mi ego, tan desordenado como este apartamento de muchos menos metros cuadrados de los que requiere mi ansiedad, prefiere creer que miente.
«Hace mucho que no sabía de ti, Raúl, ¿te apetece que nos pongamos al día con un café?».
En otras circunstancias, si no estuviera leyendo su proposición encima de una caja donde acabo de descubrir los primeros libros intrusos que me costarán la siguiente discusión con Iván, le diría que no. Siento un rechazo inmediato por las expresiones que cosifican las relaciones, abaratándolas como si fueran una tarea pendiente más. Por supuesto, declinaría su invitación afirmando, siendo fiel a mi costumbre de evitar el conflicto y convertir en promesas de futuro lo que no es más que una sucesión negativa de presentes.
Ya quedaremos. Ya nos veremos. Ya hablaremos. Ya te escribiré.
Un futuro que en lo gramatical es imperfecto y en lo vivencial, mentiroso: una falacia que, dependiendo del interlocutor, tarda un plazo variable en desvelarse.
«Eso es lo que menos me gusta de ti», se desahogó Iván el domingo que acordamos para empaquetar lo poco que quedaba en el que había sido nuestro piso, «me asquea que hayas acabado incorporando —así lo dijo, como si yo en vez de su pareja fuese un sistema informático— el cinismo que siempre hemos criticado».
A mí me asqueaba que no hubiera elegido un verbo menos repulsivo, pero en medio del naufragio no parecía sensato buscar auxilio entre matices léxicos cuando lo único que urgía era salir cuanto antes para ponerse a salvo. Además, para mí el cinismo tiene que ver con quienes me metieron en su cama prometiendo algo que no iban a cumplir. No con quienes entran en la mía con la certeza de que lo único que obtendrán es exactamente aquello que les he propuesto. Pero él encontró en la confusión de ambas circunstancias una excusa perfecta para no admitir que no soportaba haber incorporado esa apertura en la que creíamos haber estado de acuerdo y que ahora, en su acelerada caída por la pendiente del aburguesamiento, le estorbaba.
«No tiene nada que ver con que te tires a otros tíos, joder, tiene que ver con que los manipulas para follártelos».
Si no hubiera estado tan cansado, porque el esfuerzo de dividir los objetos devino en una metáfora demasiado tangible de la vida que estábamos desguazando, habría respondido a su exabrupto. Pero como había puesto todas mis energías en contener las evocaciones que me atacaban desde cada estantería con sadismo proustiano, me limité a contestar con uno de los que él llama mis silencios elocuentes. Un gesto que, como casi todos los hábitos que construyen una relación, pasó pronto de ser un guiño cómplice a convertirse en un tic molesto. La misma capacidad para decir sin articular palabra, que había transformado nuestro primer encuentro en la promesa de una conexión profunda, acabó transformándose en el inicio de la incomunicación que nos aislaría en nuestros respectivos laberintos.
«Juegas con ellos, Raúl. Juegas a ofrecerles posibilidades que no son reales con tal de mantenerlos a tu alrededor. Siempre en el centro. No vaya a ser que Narciso se quede sin hombres en su espejo con los que acostarse».
Me molestó la metáfora mitológica, no tanto por su innecesaria repelencia como por el hecho de que, al elegirla, Iván había mostrado un repentino desconocimiento de mí mismo y, en particular, de todas las inseguridades que le había llegado a confesar durante el tiempo que habíamos compartido. Tal vez si no me hubiera dolido corroborar que no había modo de pasar desde mi laberinto hasta el interior del suyo, le habría explicado que yo no manipulo a nadie. Que solo empleo las estrategias justas —ni siquiera con demasiado esmero— para lograr mi objetivo y conseguir esos instantes compartidos en los que la piel vuelve a ser piel, esos momentos en que disfrutar de la torpeza de los otros me hace desear con fuerza la afinada precisión de la nuestra. El ritmo conseguido a su lado gracias a los años juntos y al conocimiento de un cuerpo que, si bien impide la novedad, a cambio nos permite la pericia y hasta el egoísmo consentido.
Pero él habría entendido mi respuesta como una justificación que yo no pretendía ofrecerle, así que me callé y tampoco aludí a cómo su obsesión por avanzar —signifique eso lo que signifique— me había empujado justo en la dirección contraria. Buscando modos de escabullirme de ese deseo de paternidad que a él había empezado a obsesionarlo y que lo llevaba a estaciones —matrimonio, familia, adopción— que no sé si quiero visitar. Quizá si me hubiese dejado pensarlo, si no hubiese impedido que siguiese siendo yo mientras aprendíamos a ser nosotros, habría acabado sustituyendo las notables ventajas que aún le veo a la apertura por la voluntad de satisfacer deseos que no sé si comparto. Pero como temía que hablar desembocara en acusarnos, me apresuré a empaquetar mis cosas para salir de aquel piso cuanto antes. Por eso, si aquí hay alguno de sus libros, la culpa es solo suya, me repito mientras respondo al mensaje de Dani con un inesperado «qué tal mañana».
Me arrepiento nada más darle a enviar, pero, por mucho que lo intento, no encuentro en esta aplicación ningún modo para deshacerlo y borrar mi texto. Debía haberle pedido su WhatsApp, así me habría evitado la vergüenza de tener que cancelar el encuentro cuando llegue la hora que él se apresura a fijar y ante la que sé que padeceré de mi síndrome del abandono entre cuarenta y cincuenta minutos antes.
No se trata de un diagnóstico científico, ni tan siquiera de una apreciación mínimamente fiable, pero forma parte, junto con mis silencios elocuentes, del idioma que construí con Iván y que ahora no sé si debería eliminar para siempre de mi vocabulario. Bastante complejo ha resultado determinar a quién le correspondían los objetos como para dirimir a quién le pertenecen las palabras.
«Allí estaré», respondo en un futuro que en esta ocasión es imperfecto por ser temerario, mientras me arrepiento de haber recurrido a un síndrome al que puso nombre Iván para el reencuentro que me propone Dani.
Él no puede saber que mi síndrome del abandono consiste en mi tendencia a hacer fracasar en el último momento —y por culpa de mi desidia— un encuentro, un proyecto o cualquier otra iniciativa que involucre a más gente y que, quizá por eso mismo, me hacía estremecer cada vez que Iván aludía a su sueño de ser padre. Ni siquiera creo que Dani, si me recuerda del modo en que yo lo recuerdo a él, piense en la abulia como uno de mis rasgos. Sospecho que en su memoria seguiré siendo el adolescente esforzado de notas más bien altas y perfil social más bien bajo a quien conoció en segundo de BUP y al que, desde que sus caminos se escindieron en COU, no ha vuelto a ver.
Habría sido sencillo buscarse, pero durante un tiempo pensé que si no lo hicimos fue porque habíamos intuido que estábamos equivocándonos. O que acabaríamos haciéndolo si seguíamos transitando ese camino impreciso entre lo que parecía unirnos y lo que nos había terminado distanciando.
Con Iván nunca hablé de Dani. Ni con ninguna de las dos parejas que precedieron a Iván y que, en mi biografía emocional, ocupan los tres únicos lugares que se merecen nombre propio. No sé si tres es una cifra elevada o ridícula, si he alcanzado la media de fracasos conyugales que debería haber cumplido todo hombre de cuarenta y pocos o si el hecho de haber centrado mi atención en el bagaje sexual —que arroja una cifra mucho más abultada— ha lastrado las posibilidades del sentimental. De acuerdo con Iván, eso sería cinismo. A mí, sin embargo, se me antoja que no es más que la consecuencia de ser coherente con mis prioridades y no acabo de entender por qué, después de seis años de relación, ahora le parece tan inapropiado que me reivindique como alguien que no concibe vivir sin alimentar su instinto.
En la foto de perfil no hay una imagen de Dani. Y, por mucho que la amplío, no logro adivinar de qué se trata. Quizá un paisaje. O un detalle de un cuadro. Los colores y las formas resultan confusas y abigarradas, así que sin contexto soy incapaz de interpretar el contenido ni, mucho menos, de obtener una imagen actualizada de mi interlocutor. Podría buscarlo en Twitter, o en Facebook, o incluso optar por una opción tan escasamente excitante como la de LinkedIn, pero no hacerlo me permite responder al Dani de los quince, al de las camisetas blancas con el logo de Adidas, las deportivas gastadas y los Levis 501 que no se quitó desde el mismo día en que, por fin y tras mucho insistir, se los regalaron.
Venzo la tentación de enviarle una solicitud que me permitiría asomarme a lo que esconde bajo ese candado. Prefiero escribirle desde el compañero de clase que aún hoy lo recuerda como un adolescente moreno, alto, con gafas diminutas y brazos más fibrosos que la media que, lamentablemente y para disgusto de quienes habríamos disfrutado con otro tipo de atuendo, ocultaba bajo su habitual combo de sudadera holgada y cazadora vaquera más amplia todavía.
Hablar con ese Dani desde el yo que fui entonces me divierte más que con el que se oculta hoy bajo un perfil privado. Incluso me excita. Tanto que tengo que buscar un lugar entre las cajas que quedan sin abrir para sentarme y apoyarme contra la pared. Me hace sonreír la erección que me provoca la idea de responder a su mensaje y hasta tecleo algo que sé que no voy a enviarle mientras deslizo mi mano dentro de mi pantalón y noto el sexo casi tan duro como la primera vez que nos quedamos solos en su casa.
Analizada desde la distancia, esa era una de las ventajas de ser un adolescente gay en los noventa. Nadie veía peligro en la soledad doméstica que mi hermana, sin embargo, jamás pudo tener con ninguno de sus novios.
Y esa, vivida entonces, era también la maldición de cumplir quince siendo gay en aquellos años. Aprovechar la ocasión requería usar palabras de un idioma que, educados en la invisibilidad, no habíamos empezado a construir.
No sé si él lo notó entonces. Ni si habrá vuelto a pensar en ello al cabo del tiempo. Su mensaje de hoy, sin embargo, parece responderme que sí. Que, al igual que yo estoy a punto de hacerlo, no es la primera vez que se masturba con el recuerdo de una tarde que, quizá porque no tuvo lenguaje, acabó transformándose en uno de esos instantes a los que se regresa cuando el sexo que nos ofrece el ahora es mucho más mediocre que el que nos hemos encargado de idealizar.
Incluso cuando no era.
Dejo el móvil a un lado y, sin contenerme, decido quitarme los pantalones mientras pienso en todas las respuestas que no sé si voy a escribir. El teléfono, desconsiderado, vibra con fuerza y permite que llenen su pantalla el nombre y la imagen con que he actualizado esta misma mañana el contacto de Iván.
Se me hacía raro verlo irrumpir encarnado en esa fotografía que nos hicimos cuando empezábamos, sentados en uno de los bancos del Retiro donde nos gustaba besarnos en público para paliar todas las ocasiones en que, mucho antes de conocernos, no nos habíamos atrevido a hacerlo. Eso —pienso mientras silencio el móvil— Iván y yo tampoco lo hemos hablado nunca, pero tal vez no habría sido mala idea analizar si todo lo que hemos vivido juntos nació de lo que nos unía o de lo que, en nuestra adolescencia, nos habíamos robado.
Con Manuel y Teo, los anteriores, no llegué a dar el paso de la convivencia, así que no fue necesario distanciarse de la rutina que, en el caso de Iván, alejábamos coescribiendo la comedia romántica que nuestro yo quinceañero habría imaginado, el mismo que se distraía en la clase de Latín cuando Dani, por culpa del calor de un aula en la que siempre hubo más alumnos que espacio, se quitaba la sudadera para quedarse en mangas bajo su eterna camiseta blanca.
Podría escribirle todo lo que ahora mismo imagino, todo lo que en este momento estoy recordando, pulsar en la solicitud de seguimiento y permitir que la conversación desemboque en una llamada o, si así lo prefiere Dani, en una conexión donde vernos y dejarnos llevar a través de las cámaras. Pero ese sexo inmediato no solo pondría en peligro el café de mañana, sino también las imágenes pasadas, los fotogramas que me obligan a seguir acariciándome en busca del morbo que dominaba a aquel chico asustado e inseguro que no sabía si lo que estaba sucediéndole se podía decir. Ese adolescente que, después de una tarde confusa y decepcionante, no se atrevió a decirlo.
«Mejor te vas ya, ¿no?», me despidió Dani aquel día.
Ahora, su brusquedad hasta me resulta tierna si la comparo con las frases que yo mismo he llegado a decir a los hombres que he conocido en barras y aplicaciones, en vagones y en parques, en algunos bares de La Latina y en ciertas reuniones de trabajo. «Podrías hacer un catálogo con todos los tíos que te has tirado», me espetó Iván poco antes de que esa capacidad mía de socialización dejara de ser lo que lo había seducido para convertirse en el fantasma que ponía en jaque su confianza. Me pregunto cómo calificaría él, desde su baremo de toxicidades, la abrupta despedida de Dani aquel viernes en el que habíamos quedado en su casa para ver juntos una película.
Y eso fue lo que hicimos: ver una película.
Mañana, si mi síndrome del abandono no se impone, deberíamos reírnos de la obediencia con que cumplimos todos y cada uno de los pasos en aquella sesión de cine casero. Desde las monedas con que pagamos el alquiler del VHS a los minutos que, tras ver aquel film, Dani y yo pasamos rebobinando la cinta tal y como demandaba la carátula del videoclub. Es curioso que, tantos años después, no recuerde qué vimos —estoy seguro de que cualquier título que mencione aquí será un intento tramposo por anclar ese recuerdo en una referencia válida o, peor aún, idealizada—, pero sí puedo revivir la sensación de esos instantes en que, sin saber qué decirnos, solo oíamos el ruido de los cabezales del vídeo al girar y, sobre él, el de nuestra propia respiración.
Sentados en su sofá, reclinados sobre las horrendas fundas de ganchillo que lo cubrían, ambos tuvimos la oportunidad de acercarnos ligeramente, hasta de arriesgar aproximando la mano lo bastante como para comprobar si era posible que nuestros dedos se acabaran enlazando y siendo así el preludio de lo que deberían haber hecho nuestros labios. Tal vez habría ocurrido si, antes de alquilar esa película, hubiésemos tenido el coraje de decirnos a nosotros mismos quiénes éramos. Si el tiempo que perdí mirándome al espejo y pensando cuál de mis sudaderas me haría parecer más atlético, lo hubiese destinado a asimilar por qué la idea de entrar con él en el videoclub y, cuando no estuviesen sus padres, en su casa me excitaba tanto. También nos habría ayudado elegir una película algo más extensa, cuyo rebobinado durase todos los minutos que requeríamos para que nuestras manos entablaran el diálogo que los dos habríamos querido comenzar. Lamentablemente, como el cine de los noventa no solía transgredir los sanos límites de los cien minutos, la cinta se detuvo antes de que nos atreviésemos.
«Me voy, sí», respondí dando muestras de una innegable agudeza dialéctica para las situaciones de alto calado emocional.
Busqué mi cazadora mientras Dani guardaba la película en su caja con una expresión en la que pude leer mi propia frustración. Si hubiera ocurrido unos años después, no le habría permitido abrirme la puerta, ni me habría dejado guiar hasta ella. Antes habría intentado probar suerte con uno de esos roces que, aunque se finjan fortuitos, nunca lo son. O incluso habría expresado un insolente «¿y nada más?» que hubiese dado pie a las acciones que le faltaron a nuestra casta sesión cinematográfica.
Con el tiempo, después de que la universidad fuera una excusa para perder el contacto que había comenzado a debilitarse aquella misma tarde, ese instante que no sucedió se convirtió en uno de mis refugios habituales. Un espacio al que regreso cuando me agota la evidencia a la que he llegado a acostumbrarme y necesito recuperar esa ambigüedad en la que a veces invento que hicimos todo lo que no hicimos aquella tarde.
Mañana puede que se lo pregunte. Aunque dudo que su versión sea más fiable que la mía. Ignoro si su relato describirá cómo se desplazaba por el sofá sin que pudiera saber si buscaba alejarse de mí o, por el contrario, trataba de aproximar sus piernas a las mías. Si estuviera inventándolo, esas piernas irían enfundadas en un pantalón deportivo muy corto, lo bastante como para lucir esa musculatura que le hacía sobresalir en las clases de Educación Física —entre nosotros, gimnasia— y que, sin embargo, él nunca exhibía. O porque no era consciente de su propio cuerpo o porque hacerlo podía ayudarme a interpretar de un modo distinto sus oscilaciones en el sofá.
«Me hace ilusión verte», me escribe. Y justo cuando parecía posible, añade un «jeje» (esa maravillosa interjección que o bien no significa nada o bien solo cabe traducirse por tienessitio-erespasoact-paracuándobuscabas) y un emoticono (¿el del gorrito de fiesta y el matasuegras?, ¿en serio?) que, de repente, lo banalizan todo. No son más que un par de detalles seguramente insignificantes y ni siquiera puedo explicar por qué me molestan tanto —«ni tú mismo te entiendes», me despidió Iván cuando acabé de cerrar la última de mis cajas—, pero me resultan suficientes para alertarme de los riesgos de cambiar nuestra memoria analógica por un remake digital.
Acaba de exiliarme de ese cuarto, de esa película para la que no tengo título y hasta de esos minutos en que el ruido desabrido y hosco del rebobinado acompañó las dudas con que me mordía el labio, pensando si Dani me había invitado para compartir solo lo que había ocurrido o para que nos atreviésemos a lo que, si la cinta dejaba de girar antes de que yo tomase la iniciativa, ya no iba a suceder.
No sé si me molesta más ese recurso a una síntesis gráfica que infantiliza cualquier tentativa de diálogo o la segunda llamada perdida de Iván, que al final opta por dejarme un audio de más de dos minutos en el que, tras una introducción que se finge diplomática, incluye el listado de libros que me he llevado por error porque, apostilla, está seguro de que no puedo ser tan mezquino como para habérselos robado.
Sonrío, esta vez sí, con cinismo, al comprobar que él también ha incorporado ese modo de confundir lo que se afirma con lo que se niega y me concentro en el posible café con Dani para que no me hieran el «mezquino» y el «robado» de su mensaje.
A su audio —que escucho a doble velocidad para distorsionar su voz tanto como hemos llegado a distorsionar nuestra relación— suma una captura del cuaderno donde ha anotado, uno por uno, los títulos ausentes, con esa cargante perfección suya que lo lleva a incluir también autoría, editorial y hasta lugar y año de publicación. «No urge», termina diciendo, «pero no me gustaría que te olvidases».
¿De los libros? ¿De él? ¿De —si es que lo fuimos— nosotros?
Desconcertado ante su calculada ambigüedad, respondo con un escueto «esta semana te los devuelvo» antes de darle la vuelta al móvil, dispuesto a no permitir que nadie —ni Iván con sus exigencias, ni Dani con sus interjecciones— interrumpa el recuerdo en el que he decidido instalarme.
Cierro los ojos y me dejo llevar mientras busco de nuevo mi sitio en ese sofá junto a un compañero de clase en quien la erección es cada vez más evidente. Noto un temblor que creía lejano y que tal vez tiene que ver con el acné inoportuno, con el cuerpo desgarbado que, use la sudadera que use, me devuelven todos los espejos, con el esfuerzo público por ser sin que se note cómo soy de verdad. Y mi mano, que ahora está en mí, se posa con decisión sobre su cintura, desanudando la lazada que sobresale del elástico de su pantalón y buscando el modo de convencerlo de que no me detenga justo cuando estoy a punto de bajar hasta él y probar su miembro endurecido con mi boca aún pringosa de las palomitas y la Coca-Cola. Es necesario hacerlo bien, a pesar de los nervios y de la inexperiencia, para que no me aparte con la fuerza de la que dan cuenta sus triunfos deportivos y en la que somos evidentemente desiguales. La misma fuerza con que espero que sea él después quien desabroche mis vaqueros y agarre el sexo que ahora, por culpa de ese sofá y de ese VHS, está a punto de desbordarse.
Intento convencerme de que, si no hubiese sido por su interjección y su emoticono, mañana acudiría, pero hasta a mí me resulta ridículo escudarme en una excusa que apenas enmascara los verdaderos motivos por los que no quiero compartir pasado ni café con él. Quizá sea culpa de Iván, de ese «mezquino» que ha usado en su mensaje, o de esos libros que me he traído conmigo porque, tras haberlos recorrido a su lado, hoy se hallan en la frontera de lo que, como nuestro fracaso y nuestra memoria, nos pertenece a los dos por igual.
«Mejor no rebobinar, ¿no te parece?».
No estoy seguro de si Dani habrá entendido todo lo que pretendía decirle, porque ni él vuelve a responder ni yo encuentro valor para preguntar. Sin embargo, quiero creer que lo que me atraía de aquel chico era algo más que un físico que siempre lo hizo parecer un par de años mayor que el resto. Algo que, aunque entonces no supiera expresarlo, tenía que ver con esa forma de hablar a pesar del hermetismo que, después de él, he buscado en todos los hombres con quienes he seguido inventando y ampliando nuevos códigos a lo largo de mi vida.
Espero el tiempo necesario frente al teléfono antes de cerciorarme de que el silencio es, en ambos, su única respuesta.
El mensaje en visto de Iván, que me hace sentir culpable por razones que exceden su torpe excusa bibliográfica y a quien le aseguro, por segunda vez, que le haré llegar los libros robados —acotación intencionada— lo antes posible.
Y el mensaje sin contestar de Dani, que me otorga así el don de seguir rebobinando nuestra escena tantas veces como lo necesite. Un recurso que ahora que tengo que comenzar a ser de nuevo —¿la adolescencia no era eso?— puede que me sirva de amuleto en medio de una vida adulta que ha resultado estar más llena de prosa y de cajas que de giros argumentales satisfactorios.
Le agradezco, mientras despliego el futón que de momento será mi dormitorio, que no me haya preguntado por qué no le he pedido desvelar las imágenes bajo su candado. Por qué no me sentaré mañana a tomar ese café. Y por qué no dejaré que quienes somos hoy hagan algo que envilezca lo que hicieron, aunque no creyésemos que lo estuvieran haciendo, quienes fuimos entonces.
Bastante derrota he traído conmigo en estas cajas como para robarme también las únicas victorias que, gracias a que no sucedieron, nadie podrá arrebatarme jamás.