Loe raamatut: «La niña en la ventana»

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NATALIA S. SAMBURGO

La niña en la ventana


Editorial Autores de Argentina

Samburgo, Natalia S.

La niña en la ventana / Natalia S. Samburgo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0810-2

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicado a toda mi familia en Argentina y en Estados Unidos.

Para mis amigas.

Para mis lectores.

Introducción de la autora

El magistral paisaje de Mendoza se erige rodeando sucesos día a día. Algunos salen a la luz, y otros quedan ocultos... En esta provincia argentina, han ocurrido hechos sorprendentes que dejarían a más de uno con el aliento contenido.

Luego de llevar un caso muy importante durante meses, Iván y Jacinto tendrán que enfrentarse a la realidad que los atormenta mientras resuelven una nueva intriga. Aunque, quizás, las cosas no son tan novedosas como parecen y los hechos se vienen pergeñando desde hace muchos años.

Te invito a acompañarme a resolver este caso junto a ellos. Necesitarán de mucha ayuda y deberán confiar en sus instintos. Pero los problemas personales y los fantasmas amenazarán con perjudicar su trabajo.

Un nuevo jefe al que deberán apoyar y aprender a entender. Un nuevo caso, que no será tal hasta que lo descubran. Una nueva sospecha y un nuevo compañero que se ganará un lugar entre ellos.

Acompáñame a observar que están haciendo. Quién te dice... tal vez, podemos ayudarlos.

Los hombres no son prisioneros del destino,

son solo prisioneros de sus propias mentes.

Franklin D. Roosevelt

Prólogo

Buenos Aires, Argentina. Febrero de 2019.

Aguardó, mientras el tono de llamada se repetía en la línea. Intentaba comunicarse con su madre. Por fin, al cuarto sonido se escuchó el aló del otro lado.

—¡Hola, mamá!

—¡Hola, hijito! ¿Cómo está todo por allá?

—Muy bien. Tengo novedades. Estoy súper feliz.

—Quiero saber ya mismo qué es lo que te tiene tan contento.

—Me dieron el trabajo. Ya estoy en mi puesto desde el lunes. —El muchacho esperó expectante la reacción de su madre.

—¡Oh! ¡Eso es maravilloso! ¿Fuiste al estudio jurídico que les recomendó el tío Aldo? —la mujer se refería a su hermano, quien les había brindado el contacto de un bufete de abogados bastante nuevo que buscaba estudiantes de abogacía, principiantes, para incorporar a su nómina.

—Sí, mamá. Igual no fue fácil. Me hicieron todas las entrevistas correspondientes y, por lo que me enteré, fueron muchos los postulantes.

—¡Bravo, hijo! Felicitaciones... De todas maneras, te pido que no descuides lo otro.

—No. Eso lo maneja muy bien mi hermano. Pero yo necesito este trabajo, para algo estudié —mencionó decepcionado. Su madre siempre se ocupaba de opacar los momentos felices.

—Sí, lo sé, cariño, lo sé. Pero, por favor, no dejes a tu hermano solo. Tiene muchas cosas de las que ocuparse.

—No te preocupes, mamá. Él está muy contento por mí y, además, ya está tramando algo para lograr ventajas desde la posición que yo obtenga en el estudio.

—Ese hombre es un genio. Lo entrené muy bien, parece...

—Bueno... —titubeó el muchacho algo ofendido.

—“Ambos” son mi orgullo —aclaró la mujer alertada por el silencio de su hijo, que dejaba entrever los celos hacia su hermano.

—Gracias. Bueno... quería contarte esta buena noticia.

—Sí, mi amor. Gracias por compartirla conmigo.

—¿Cuándo venís a visitarnos? —consultó el joven, sonando ahora algo melancólico porque extrañaba a su madre.

—Pronto, hijo. En cualquier momento estaré por allí.

—¿Y nosotros para allá? ¿Alguna vez podremos ir? ¿Cómo está papá?

—Él está bien. No vuelvas a preguntar si van a venir a esta ciudad. Sabés muy bien que eso es imposible —dijo la madre de manera delicada, pero con un tono más autoritario.

—Lo sé, pero nunca voy a perder la esperanza de que las cosas cambien.

—Quiero que lo entiendas de una vez por todas: las cosas nunca van a cambiar.

La llamada se cortó.

Capítulo I

Mendoza, Argentina. Año 2003.

Salió de la clínica abrazando a su mujer. Quería protegerla de las miradas acusatorias o de lástima, con que la acribillaban. La gente se amontonaba a la salida del sanatorio. Los móviles de TV ocupaban la calle, la policía y el personal de seguridad intentaban controlar el paso. Bea no debía sufrir, ya había tenido suficiente, y él se encargaría de eso. Habían perdido un hijo. Otro hijo. La peor noticia llegó a sus oídos pasadas las dos de la madrugada. La espera se hizo insostenible y su corazón ya no aguantó. Murió con la esperanza de que ese órgano llegara desde algún lugar. Murió con la sonrisa que lo mantenía vivo día a día.

Martín Valente era un niño de ocho años que había nacido con una enfermedad congénita. Su insuficiencia cardíaca se hizo notar desde muy pequeño. Luego de varias operaciones, tuvo unos años de tranquilidad solo con controles y estudios periódicos. Fue un niño alegre, sostenido por sus padres, acompañado de su tío que lo mimaba hasta el infinito. La pérdida de su hermano lo había afectado anímicamente y se preveía un futuro incierto. A los seis años un nuevo episodio lo dejó a la deriva, a la espera de un milagro que jamás alcanzó a llegar.

Osvaldo Valente, padre de Martín y director del Instituto para Sordomudos de la Provincia de Mendoza desde hacía tres años, estaba devastado por el dolor de la pérdida y, más aún, por suponer, con fundamentos, que su mujer no se repondría tan fácilmente. Estaba muy preocupado por ella. Sin embargo, con mucho valor fue Bea quien se encargó de los trámites y de preparar el cuerpo de su hijo. Ella no dejó que él se ocupara de nada. Le ahorró ese dolor.

Cinco años atrás habían perdido otro hijo, víctima de la misma enfermedad y que también estaba a la espera de un corazón, y Bea había procedido igual: a pesar del momento fatal, se ocupó de todo, dejándose caer en la depresión luego de que todo estuvo resuelto.

Les quedaba su hija Maribel, nacida unos meses atrás. Hasta el momento, no presentaba signos de tener la misma enfermedad que sus hermanos, aunque su padre la hacía pasar por constantes controles de igual manera. Los médicos lo tranquilizaban con que la beba estaba en perfectas condiciones, pero él insistía en someterla a estudios complejos para descartar cualquier patología.

Desde el momento en el que la niña nació, se había jurado a sí mismo protegerla de cualquier mal. Ahora que había perdido un segundo hijo, esta idea se reafirmó y era momento de llevarla a cabo. Debía poner manos a la obra. Pensó en que contaría con el apoyo de su hermano Rodrigo, un integrante de la institución que él dirigía. No estaba seguro de si su esposa lo ayudaría, aunque ella misma le había contado algo acerca de un negocio que conocía y que tenía muy buenos resultados. El tiempo le demostraría que no solo lo apoyaría, sino que idearía un plan macabro.

* * *

Rodrigo observó a su hermano con mucha atención. Osvaldo le había pedido que no lo interrumpiera, necesitaba contarle su idea de manera detallada, sin filtros y sin baches. Los ojos del hermano menor se fueron abriendo. Iba comprendiendo los pormenores del asunto y tenía ganas de salir corriendo. Pero no lo haría. Su hermano le estaba pidiendo ayuda, y él estaría siempre dispuesto para acompañarlo.

Minutos más tarde se miraron. Estaba todo dicho. Solo quedaba aguardar la respuesta de Rodrigo, que tardó en comenzar a mover las manos. Expresó su opinión. No estaba del todo de acuerdo. No le gustaba nada la idea, en especial, porque él tendría que llevar a cabo la peor parte. Aunque con el tiempo, quizás no sería tan mala. De todas maneras, él apoyaría a su hermano. No importa lo que hicieran, eran incondicionales el uno con el otro.

Desde aquel momento un pacto quedó sellado, y el silencio, asegurado. Se dieron un abrazo. Rodrigo comprendía el dolor de su hermano mayor. Él también sufría por la pérdida de sus sobrinos, pero no lo demostraba. Hacía gala de su porte de macho superado, su altura y contextura, para demostrar que nada lo afectaba. Pero no era cierto. Lamentaba las pérdidas como cualquier otro. Tras esa mirada fría, siempre mostrando dudas, demostrando que no era capaz de comprender del todo, se escondía un alma inteligente, sagaz y amorosa...

* * *

Beatriz se acomodó en el asiento trasero del automóvil. Esperó a que su marido entrara y cerrara la puerta. Los anteojos oscuros ocultaban sus ojeras y sus lágrimas. No quería que la prensa la enfocara en ese estado. Los habían perseguido durante días. Los querían entrevistar para hablar sobre el niño. Todo el país estaba pendiente del caso, pero el corazón no aparecía. Las falsas alarmas se suscitaban y hacían llevar esperanza, para luego hacerla caer en un abismo. Bea no quería que esto saliera a la luz, pero la prensa se había enterado y todo se hizo masivo.

La sociedad estaba dividida. Estaban quienes los apoyaban y hacían cadenas de oraciones por la salud de Martín. Y otros que los acusaban de no buscar los medios necesarios para obligar al gobierno a tomar una resolución sobre el asunto.

La cruel realidad era que esperar un corazón compatible no era tarea sencilla. Cinco años atrás hubo un donante. Era un adolescente fallecido, cuyos padres decidieron donar sus órganos. Pero llegó tarde. Los tiempos de la burocracia no son los del cuerpo humano, el papeleo no tiene en cuenta la urgencia médica. Es muy triste, pero es así y, mientras el corazón viajaba en avión desde Formosa en una cámara refrigerante, el hermano mayor de Martín falleció.

Ahora el caso había sido distinto. Nunca apareció un donante. Ni de un niño, ni de un adulto, ni de nadie. Y la desesperación se hizo eco en ella, una madre que acompañó a sus hijos hasta el final, incluso descuidando a su hija recién nacida.

Fue creciendo en ella una sensación de impotencia que se alojó en su centro más profundo. Pasaron los días, se acostaba y se levantaba con la misma sensación de vacío. Se convirtió en una especie de humana autómata. Ni siquiera miraba a su hija al darle de mamar. Dejaba que su marido se hiciera cargo de todo, porque lo sabía capaz. Confiaba en él. Poco a poco él pensaría igual que ella.

Una noche, meses después de la muerte de su segundo hijo, tuvo un sueño. Un corazón llegaba justo para salvar la vida de un niño, luego otro, y otro más. Una sucesión de órganos eran donados en masa y muchas personas de todas las edades eran salvadas. Ese día despertó con otro ánimo y le contó sobre el sueño a su esposo. Había una esperanza de revertir la situación y ella se encargaría de eso. Su marido la ayudaría, sabía que él haría cualquier cosa por ella.

Cuando charló con Osvaldo sobre su plan, él sonrió satisfecho. No se alejaba tanto del que él había ideado, pero este era más controvertido, peligroso y deberían incluir a otras personas. No sería suficiente con ellos tres. Su marido no estaba del todo convencido. Sin embargo, Beatriz no pensaba igual. Ella sabía que muchas más personas que las que su marido suponía, estaban y estarían implicadas, pero no era necesario que Osvaldo estuviera al tanto de todo, lo dejaría hacer al punto de que se creyera que él era el ideólogo de todo. «Incrédulo», pensó. Debían comenzar lo antes posible. Su marido debía acceder a un alto puesto en algún sanatorio amparado por su título de médico, Rodrigo tendría que reformar la casa donde vivía y la de otros conocidos. Ella debería hacer valer su título de enfermera... ya mismo.

Capítulo II

San Rafael, Mendoza, Argentina. Febrero de 2019.

—¡Polla! ¡Polla, abrime! —insistía Jacinto, golpeando la puerta de la casa de Iván desde hacía, por lo menos, veinte minutos. Él sabía que su amigo estaba dentro. No lo iba a engañar haciéndole creer que había salido. Le iba a ganar por cansancio.

Jacinto había ido a buscar a su amigo porque lo sabía triste. Hacía muy poco tiempo que su hermano había muerto, al igual que otros tres hombres a manos de dos mentes macabras. Y la injusticia divina había querido que la asesina de Vicente Pollastrelli se escapara sin dejar rastros. El saber que se hallaba en alguna parte del mundo, viviendo una vida tranquila, no dejaba dormir en paz a los dos amigos.

Se oyó el giro de la llave en la cerradura de metal de la puerta. La manija liberó la traba y la hoja de madera se abrió. Nadie se asomó. Jacinto entró, cerró tras de sí y se detuvo a observar la estancia. Había desorden, mugre, restos de comida (casi completa) y ropa tirada en el piso. Sintió el sonido de un cuerpo hundirse en los almohadones del sofá. Era evidente que Iván volvía a la misma posición en la que se hallaba antes de levantarse para abrir la puerta.

—Polla, ¿qué pensás hacer de tu vida? —pronunció Jacinto, mientras se disponía a levantar la ropa del suelo.

—Dejá todo como está. No sos mi mucama para ponerte a limpiar.

—Veo que te queda algo de consideración por el prójimo, pero nada para vos mismo. Dejate de joder, Polla. ¿Podés levantarte?

—No tengo ganas —respondió Iván tapándose los ojos con el brazo cruzado sobre su cara. Esa posición dejó al descubierto la aureola amarillenta de la camisa en la zona de la axila, señal de que había transpirado y que no se cambiaba de ropa desde hacía varios días.

—¿Hace cuánto que no te bañás?

—Que te importa.

—¡Mierda, Polla! Sos terco, amigo... Necesito que te levantes, te bañes y comas algo. Hacelo por mí.

—Ni en pedo.

—Iván, hablo en serio. Esto no es sano para nadie. Lautaro hace días que pregunta por vos y no sé qué decirle —Jacinto se refería al sobrino de Iván—. Él también está triste, perdió un padre al que casi no conoció y está desorientado sin su tío. Te necesita.

Si bien era verdad que Lautaro preguntaba por su tío, no era por tristeza, sino porque quería contarle varias cosas importantes. No se había visto afectado demasiado por la muerte de un padre ausente. Pero Jacinto apeló a esa artimaña, porque sabía que tocaría la fibra más íntima de Iván y lo creía capaz de cualquier cosa por un sobrino al que casi había criado.

Iván cambió su posición. Se sentó en el sillón y miró a los ojos a su amigo.

—Maté a mi hermano. ¿Cómo pretendés que siga adelante? —dijo casi en un susurro. De igual manera, Jacinto alcanzó a comprender lo que había pronunciado.

—Vos no lo mataste. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¿Acaso hay alguna causa abierta en tu contra acusándote de asesinato?

—Eso no es necesario. No hay nadie que pudiera acusarme. Yo mismo debería abrirla.

—Debería haber estudiado psicología —pronunció el hombre al mismo tiempo que suspiraba—. Dejate de joder, Iván. La cantinela del pobrecito ya no te queda. Tenés razón en estar triste por la muerte de tu hermano, pero de ahí a culparte hay años luz de distancia. Vos no sabías que la hija de puta de Victoria había puesto veneno en las facturas. Punto, se terminó el tema —Jacinto se refería a su anterior jefa, la que había ocasionado la intoxicación de Iván y de Vicente, la cual tuvo consecuencias mortales para este último. Victoria infectó con cianuro unas facturas que luego Iván le llevó a su hermano, quien se hallaba escondido en una habitación de hotel, preso del pánico de que otra asesina lo encontrara.

Iván comenzó a llorar, dejando escapar las lágrimas contenidas. Se tomó la cabeza con las manos y la escondió entre sus piernas, como queriendo desaparecer y no volver a sentir nunca más. Jacinto se acercó para abrazarlo, pero el hombre detectó sus intenciones, elevó la cabeza y lo frenó con firmeza.

—¿Cómo hacés para sobrellevarlo? —consultó Iván, fuerte, directo.

—¿A qué te referís?

—No te hagas el tonto. ¿Cómo hacés para seguir viviendo?

—Iván, no me jodas. Sabés que no hablo de eso —respondió Jacinto muy serio. Se miraron a los ojos. Se midieron. A Iván aún le caían lágrimas involuntarias y seguía sentado en el sofá.

—Perdón. Violé una promesa —se disculpó, arrepentido.

—Andá a bañarte que apestás. Ah, llamá a tu sobrino y el jefe quiere verte de vez en cuando por la oficina —pronunció Jacinto en tono de orden, mientras daba media vuelta y salía por la puerta, sin decir adiós.

* * *

Le dio una bofetada de revés. La cara de la niña se giró al compás del golpe. Él la miró serio, esperando que repitiera lo que acababa de hacer, pero ella solo se enderezó y se acarició la mejilla. No lo miró. Dio media vuelta y se sentó en el suelo en una esquina de la habitación. Se ovilló sujetándose las rodillas. No lloraba a pesar de que le dolía la cara y sentía que le latía.

El hombre empezó a temblar. No quitaba la vista de encima de la niña y contemplaba cada uno de sus movimientos. Los ojos se le anegaron y se puso a llorar. Movía la cabeza en señal de arrepentimiento. El no quería golpearla, pero ella no había obedecido, y esa era la orden.

Con sus cuatro años, ya se había acostumbrado a los estados de ánimo de ese hombre robusto y despeinado que la visitaba todos los días. No entendía mucho qué debía hacer y qué no, por eso a veces cometía errores. Pero ella no lo sabía. No había conocimientos en su haber. Nada. Quitó la mirada del hombre y se cobijó en ella misma, como hacía siempre.

Unos segundos después, él se acercó y la tocó de manera suave en la cabeza. Tiró levemente del cabello de la niña y la invitó a levantarse. Ella obedeció, pero no lo miró. Caminaron juntos hasta el baño. Le quitó la gomita, y el pelo finito y rubio cayó sobre los hombros de ella. Tomó un cepillo y comenzó a peinarla mientras la obligaba a observarse al espejo. Las pasadas eran suaves. Si ella bajaba la mirada, él le levantaba el mentón para que se siguiera mirando. Le hizo una trenza de manera muy lenta, llevando cada mechón sobre otro como si fuera un trabajo artesanal. Al concluir, la sujetó con una bandita elástica de color rosa. La dio vuelta para que lo enfrentara y le dio un beso en la frente. Salieron del baño.

La condujo hasta el sector donde se dedicaban a comer. Se sentaron en el suelo a lo indio, con las piernas cruzadas. Apoyada en el piso había una bandeja con puré y una hamburguesa, pero ella no sabía lo que era o cómo se llamaba esa comida. Ni siquiera sabía que esas cosas tenían nombre. Él cortó la carne y le dio un bocado. Ella lo masticó y saboreó, le gustaba. Luego llegó la hora de un poco de puré.

Cuando terminaron, le limpió la boca con una servilleta y la invitó a tomar jugo de naranja. Pero ella no sabía que eso era jugo ni que era de naranja. Le gustaba, sabía bien.

Él tomó la bandeja y se levantó. Ella lo imitó. El hombre le hizo un gesto señalando el rincón con el mentón y la niña salió presurosa hacia ese sector y se ovilló en su posición preferida. Lo vio irse y cerrar la puerta con llave tras de sí. Ella se quedó quieta mirando el techo, aunque no sabía que eso se llamaba techo.

* * *

Lautaro caminaba nervioso por la vereda. Iba de un lado a otro sin animarse a tocar el timbre. Se le vino a la cabeza la imagen de que si no dejaba de andar el mismo camino, haría un surco en el suelo. Le dio risa. Se refregaba las manos entre sí y, luego, se las secaba en el jean, porque le transpiraban. Respiró hondo.

Cuando se dispuso a tocar el timbre, la puerta se abrió. Unos ojos verde esmeralda se fijaron en él y eso lo derritió. Cruzaron sus miradas y, antes de que pudieran percatarse, los dos estaban esbozando una sonrisa. Ella hizo una caída de ojos y aferró el libro que llevaba pegado a su pecho como si necesitara sujetarse a él para no caer en los brazos de ese muchacho. El corazón de él comenzó a palpitar de manera acelerada. Estaba inmóvil sin saber muy bien qué hacer. La vio bajar la mirada.

Tras la chica, se hizo presente una señora regordeta, con un pelo recién cortado en peluquería, que intentaba ser rubio cuando se notaba que no lo era. El ánimo de Lautaro cayó en picada y de los nervios dio media vuelta y se fue. La adolescente corrió hasta la reja de su casa y lo vio irse corriendo hasta perderlo al doblar la esquina.

—¿Quién era? ¿Qué hacía allí parado? —preguntó la señora con esa voz autoritaria que la caracterizaba.

—Solo un muchacho, mamá. Creo que lo conozco de natación, pero no estoy segura.

—Voy a prestar atención en las clases. No te voy a dejar sola a partir de ahora.

—¿Por qué, mamá? —preguntó de manera ingenua la chica. Realmente no entendía qué tenía de malo que un chico la mirara.

—Porque sos muy joven, y no voy a permitir que cualquier gusano te enamore y te seduzca para llevarte a la cama.

—What? ¿No existen pasos previos a eso? ¿Por qué todo tenés que llevarlo al extremo?

—¡No seas mocosa insolente! Si yo digo que aún sos muy pequeña, es así y no se habla más —pronunció sin dar oportunidad a reclamo—. Además, sabés que sos débil y siempre vas de médico en médico. Nadie te va a querer. Serás un problema para cualquier hombre. Mejor te quedás conmigo.

Se dio cuenta de que ya no había nada más que decir. Su madre era contundente. Sabía hacia donde apuntar para que sus dichos dolieran. Ella ya estaba acostumbrada y casi había asumido su rol y su destino... Hasta que vio a ese chico y algo en la boca del estómago la hizo vibrar. Una sensación extraña, antes desconocida, se instaló en ella y volvía cada vez que lo veía. En el natatorio, lo observaba nadar o zambullirse de cabeza con perfecta sincronía. Suponía que sería unos años mayor y eso la entristecía, porque alejaba aún más la posibilidad de que se fijara en ella. ¿Por qué lo había encontrado en la puerta de su casa? ¿Viviría cerca y estaba de paso? Desestimó esa opción, porque nunca lo había visto por el barrio antes, aunque en realidad no conocía a casi nadie. No salía de su casa sin estar acompañada y, la mayor parte de las veces, desde el garaje en auto con sus padres. Esta vez había sido una excepción y salía con su madre, porque solo iban a la modista que quedaba a la vuelta de la esquina, sin cruzar la calle.

Traspasaron la reja y salieron hacia la casa de la señora que cosía las ropas de la chica. Nunca se había comprado ropa en un local de la avenida. No sabía qué era lo que se sentía al tener puesto un jean. Se lo veía a sus compañeras y amaba cómo les quedaba sujeto a las piernas y las nalgas. Pero ella solo usaba ropa holgada y vestidos. En verano no le molestaba, en invierno eran la muerte. Los odiaba.

Con todos esos pensamientos en la cabeza caminaba y se giraba de vez en cuando para ver si lo divisaba escondido en algún lado, pero no había señales del muchacho.

—¿Por qué te girás a cada rato? ¿Acaso pretendés volver a ver a ese degenerado?

—¡Mamá! No es un degenerado. No lo conocés.

—¿Y vos sí? —le preguntó, deteniendo su andar y haciendo que su hija se trastabillara al chocarse con un escalón que no había llegado a ver.

—Vamos, mamá. No estoy insinuando nada. Solo estoy diciendo que calificás a la gente sin conocerla, y eso no me parece correcto. Y ya sé lo que vas a decir: que no sea insolente y no me atreva a enfrentarte. Ni lo digas, a veces, parece que mi opinión no contara, solo es eso.

—Andando, Ángela nos espera para tomarte las medidas. Estás muy delgada y hay que ajustar la cintura del vestido que está terminando, porque te va a quedar con bolsas en la espalda.

Siguieron camino unos metros hasta llegar a destino. La humedad del día las tenía fastidiosas a ambas. El pelo se les pegaba a los costados de la cara y la ropa se adhería a sus cuerpos aunque no quisieran.

La modista abrió la puerta con una sonrisa dedicada a la niña. A la madre, le dedicó un movimiento de cabeza.

—Bonita de mi vida... estás muy delgada. Pasá, corazón. Tengo unas galletas para convidarte.

—¿Paso a buscarla en cuánto tiempo? —consultó la madre, sintiéndose ignorada.

—Por mí, déjela para siempre conmigo, jajaja... Era un chiste. En hora y media, por favor.

La madre se dio vuelta con cara de disgusto y emprendió el camino de regreso hacia su hogar. No era bienvenida en esa casa. Años atrás, había tenido un altercado con el padre de la modista, un policía muy renombrado de la provincia. Sin embargo, solo confiaba en ella para coser las prendas de su hija, porque sabía de la calidad de las telas e hilos que compraba y de la limpieza y pulcritud que había en ese lugar. No podía permitir que a su hija la infectara ningún virus, bacteria o alergia. Todo debía ser de cristal para ella. Su debilidad la hacía pender de un hilo, si de salud se trataba. La mujer y su marido cuidaban de ella como si fuera el objeto más preciado del mundo. Justamente, como un objeto.

€3,49

Žanrid ja sildid

Vanusepiirang:
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Objętość:
181 lk 2 illustratsiooni
ISBN:
9789878708102
Õiguste omanik:
Bookwire
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Tekst
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