La cristiandad o Europa

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La cristiandad o Europa
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NOVALIS



La cristiandad o Europa



Prefacio de



JULIO MARTÍNEZ MESANZA



EDICIONES RIALP, S. A.



MADRID





© 2019 de la versión castellana traducida por DAVID CERDÁ



by EDICIONES RIALP, S. A.,



Colombia 63, 8.º A, 28016 Madrid



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ISBN (versión impresa): 978-84-321-5157-6



ISBN (versión digital): 978-84-321-5158-3



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ÍNDICE





PORTADA







PORTADA INTERIOR







CRÉDITOS







PREFACIO







LA CRISTIANDAD O EUROPA







AUTOR







PREFACIO



ENCONTRAR UNAS PRIMERAS LÍNEAS, desde las que fluya con alguna naturalidad lo que quieres decir, es muy necesario a veces, y yo, en el momento justo de empezar a escribir este prefacio, dudo aún entre varias. De repente, la dramática realidad viene en mi ayuda: Notre-Dame está ardiendo y su aguja, esa lanza de fe sobre el cielo de París, se ha derrumbado entre llamas. Muchos sólo ven en este incendio un fuego más; muchos otros lamentan la pérdida de eso que se ha dado en llamar patrimonio cultural, y no faltan los que no se resisten al deslumbramiento del símbolo o la metáfora, porque, la verdad, es que resulta muy difícil resistirse. Entre los primeros, hay descreídos o personas que creen en otras cosas, que no tienen por qué ser sólo prácticas; puede que crean, por ejemplo, en las utopías o que pertenezcan a otras religiones; entre los segundos están, sobre todo, las gentes educadas a las que han enseñado a valorar la historia de las piedras, pero que han olvidado el porqué de estas y su profundo para qué, o que nunca lo conocieron. Entre los terceros, los del símbolo o la metáfora, hay gentes de fe y gentes de verdadera cultura, aunque ya no tengan fe, sólo un sentimiento de pertenencia a una tradición, y también gentes que odian esa fe, y que han visto en el derrumbe accidental de la aguja y la cubierta un sarcástico punto final a una cadena de derrumbes, esta vez intencionados, que empezó hace casi dos siglos y medio. Y podríamos añadir, así, generalizando, un cuarto grupo, el de aquellos que han rezado, pidiéndole a María que el incendio no vaya a más, y que las torres y la catedral entera no sean devoradas por el fuego, no porque se trate de un edificio hermoso o de patrimonio cultural, sino porque se trata, precisamente, de eso, de una iglesia. Este grupo, el más minoritario, sin duda, de los cuatro, habría sido, si no el único, el infinitamente mayoritario, hace sólo seis o siete siglos. Muchas respuestas distintas, incluso en el interior de una misma persona, y muchos sentimientos mezclados, que llevan a plantearse de nuevo las preguntas sobre la identidad cristiana de Europa, que aún siguen vivas desde que dejaron de estar claras las cosas.



Esa identidad cristiana está presente desde las primeras líneas, en el opúsculo de Novalis, escrito en 1799, cuando la Ilustración y la Revolución han transformado por completo el paisaje político y espiritual del continente. El libro trata, esencialmente, de esa identidad, de la plenitud de la identificación entre Europa y Cristiandad, de los tiempos convulsos en que esa identificación se puso a prueba hasta prácticamente desaparecer y de los deseos, por parte del autor, de un resurgimiento que vuelva a hacer de Europa y de la Cristiandad una misma cosa. Es un libro de poderosa expresividad, que se entiende fácilmente cuando, desde la razón y el sentimiento, trata del pasado y del presente, y que se vuelve vago cuando, precisamente, se abre, desde el deseo, al pronóstico o a la profecía. No es un texto que pueda sin más ser calificado de reaccionario, como otros que vieron la luz durante esos años de conflicto abierto entre la tradición y la modernidad. La Cristiandad o Europa escapa aquí y allá de esos estrechos márgenes, no sólo por su belleza y sinceridad, sino porque abraza y ensalza también parte del nuevo orden, representado por los adelantos científicos y técnicos que empezaban a dejar una profunda huella en el paisaje y en la sociedad europeas, y porque cree en las evoluciones progresivas a largo plazo, en que, después del crecimiento y el declive, aguarda un crecimiento más pleno, y así sucesivamente.



El asunto de las primeras páginas del libro es muy semejante, aunque tratado de forma infinitamente más escueta, al que aborda Chateaubriand en El Genio del Cristianismo (1802), la otra gran obra coetánea que, desde postulados religiosos, trata de encontrar en el despreciado pasado respuestas firmes a la marea de dudas que ha traído las Luces y a la sangre muy reciente que ha derramado la Revolución. Novalis evoca en esas primeras páginas una Edad de Oro, lo que sugiere también desde el principio que el estado actual de las cosas dista mucho de ser áureo. Era una Edad de Oro porque en ella la sociedad permanecía unida, bajo una cabeza visible y con unos servidores, los sacerdotes, en los que la sociedad depositaba su entera confianza. Inmediatamente, aparecen también la Madre del Señor, el Hijo, y los santos. Gracias a la mediación de estos últimos, los hombres eran capaces de vencer las tentaciones, las “propensiones más salvajes”, lo que equivale a vencer al mundo. Se reunían en “misteriosas” iglesias. A través de la estimulación de los sentidos el misterio penetraba en sus almas. La arquitectura y las imágenes, para la vista; el incienso, para el olfato; la música sacra, para los oídos. Y hasta el tacto participaba, si una mano tenía el privilegio de rozar las reliquias de un santo y entrar en comunión, a través de ese roce, con la tradición y el pasado. Y en este mundo, hecho de cosas tangibles que abrían deslumbrantes puertas a lo espiritual, los sepulcros de ciertos santos señalados y las peregrinaciones adquirían una importancia capital. Y se buscaba que todos los hombres fueran partícipes de esta Fe. De ahí, la persistente evangelización, que no sólo incorporaba nuevas almas a la Iglesia, sino que tendía puentes entre los distintos pueblos, llevando a reinos enteros al seno de la Cristiandad. Y algo muy importante: la cabeza visible de la Iglesia combatía los retos del conocimiento profano, porque si los hombres «perdían el respeto a su patria terrestre, lo perderían también a su patria celeste». Lo que no impedía que en Roma y en los

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