El arte de la mediación

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El arte de la mediación
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Autor

Oriol Fontdevila

Corrección

Sonia Berger

Diseño de la colección

Maite Zabaleta

Maquetación

Zuriñe de Langarika

Ilustración del autor haz click para ver imagen

Josunene (Josune Urrutia Asua)

Edición

consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

ISBN: 978-84-16205-33-2

Primera edición febrero de 2018, Bilbao

Edición en formato digital: febrero de 2018

Esta obra está sujeta a la licencia Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional de Creative Commons (CC BY-NC-SA 4.0). Los textos y traducciones pertenecen a sus autoras/es. La reproducción de imágenes de la obra se realiza a modo de cita, justificada por el fin de investigación de la obra.

Esta obra ha recibido una ayuda del Departamento de Educación, Política Lingüística y Cultura del Gobierno Vasco.

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consonni es una productora de arte contemporáneo sin ánimo de lucro y una editorial especializada localizada en Bilbao. Desde 1996, consonni invita a artistas a desarrollar proyectos que generalmente no adoptan un aspecto de objeto de arte expuesto en un espacio. consonni investiga fórmulas para expandir conceptos como el comisariado, la producción, la programación y la edición desde las prácticas artísticas contemporáneas. consonni propone registrar las diversas maneras de hacer crítica en la actualidad y de crear esfera pública, con los feminismos como hoja de ruta. La editorial cuenta con tres colecciones: Proyectos, Paper y Beste.


EL ARTE

DE LA MEDIACIÓN

A mi madre, que desde su barrio quería transformar el mundo.

El cómo es la comunicación genuina, la verdadera forma del lenguaje de la imagen.

Hans Belting

PRESENTACIÓN

HACIA UNA MEDIACIÓN MEDIADA POR EL ARTE

“¡En este museo llevamos más de veinte años trabajando de un mismo modo! No te pienses que, ahora, por atender a la producción de esos proyectos, lo vamos a cambiar absolutamente todo.”

No recuerdo lo que respondí a tal provocación, o ni siquiera si lo hice. Hallándome reunido en las oficinas de un museo de arte contemporáneo, aquella súbita apelación a la tradición, aquella apología de lo estático, arremetió contra mí acompañada de un montón de preguntas que hasta entonces apenas habría sido capaz de formular.

Si va en serio que un museo de arte contemporáneo lleva por lo menos dos décadas instalado en una misma rutina, ¿cómo se supone entonces que dicho museo pueda ser cómplice de la producción de algo que vaya acompañado del adjetivo de contemporáneo, de la producción de algo nuevo, de algo tal vez disruptivo, disonante o tal vez incierto, de algo que, cuando menos, se presuma diferente en relación con lo consensuado en su presente? Asimismo, si la estructura del museo no se deja afectar por aquello que produce, ¿será capaz, entonces, de articular el arte con otras instancias? ¿O es que el museo es un atolladero? ¿O más bien será que, contrariamente, la consolidación de un dispositivo inmutable es lo que asegura al arte una perpetua capacidad de intervención bajo cualquier circunstancia?

A favor de la institución en cuestión debo admitir que, hasta aquel momento, había accedido a relativizar algunas de sus convenciones y a ofrecer soluciones en relación con las necesidades específicas que presentaban los proyectos artísticos que por aquel entonces me encargaba de comisariar en su seno. Pero aquel comentario denotaba, a la vez, un hondo malestar, como si en realidad fuera impropio de un museo reorganizar su actividad en función de los proyectos artísticos que accede a producir y a difundir. Hay algo que aún retumba en mis oídos, y puedo afirmar que aquel comentario se me ha revelado desde entonces como una suerte de punctum por lo que respecta a la actividad comisarial.

He escrito el presente libro con la motivación de llegar a responder algo de todo ello. Pues, más que una mera cuestión de actualización institucional, lo que en este asunto está en juego es una teoría artística en toda regla en lo que se refiere a la relación que se establece entre el arte y la mediación: ¿dónde encuentra el arte su capacidad disruptiva? ¿Es algo que le es inherente y que, por tanto, existe al margen de las estructuras dadas? ¿O bien la disrupción concierne también a las infraestructuras, requiere de los vínculos y, asimismo, de la articulación entre una heterogeneidad de términos? A mi modo de ver, si convenimos que el museo de arte contemporáneo se sitúa o no al margen de los procesos creativos que incentiva, se abre una cosmología considerablemente distinta respecto a la comprensión del trabajo artístico, comisarial, educativo y hasta de la misma política cultural.

En todo caso, mi posición –voy a enunciarla de entrada– es que no hay arte sin mediación, a la vez que la mediación debe estar permanentemente mediada por el arte. La Negative Dialektik de Theodor W. Adorno es una influencia importante a la hora de articular una idea de la mediación en tanto que catalizador para la realización de diferencia. “La mediación está mediada por lo mediado”, dijo el paladín de la Escuela de Frankfurt1. En todo caso, en lo que sigue, “lo mediado” va a ser en buena parte el arte, que es requerido por la mediación en la misma medida que el arte va a requerir a esta con el objetivo de desencadenar un efecto diferencial sobre lo establecido2.

La mediación es el eslabón que es necesario tener en consideración a la hora de articular el paradigma postautónomo del arte que se ha fraguado estos últimos años. La mediación es lo que debe permitir superar la antigua diatriba entre un arte que otrora se proclamó autónomo (el arte por el arte) y un arte que ha procedido, después, a deshacerse en la inflación discursiva de el arte es lo que se dice que es arte. Lo que aquí se quiere alcanzar es, en cambio, una articulación performativa y materialista del arte, con la cual se pueda establecer una retroalimentación fluida entre su agencia material y la producción de sentido.

Un problema al respecto de tal giro material y performativo es que tanto la teoría como la praxis del arte se manifiestan recurrentemente torpes a la hora de movilizar el substrato infraestructural y comprenderlo como un componente consubstancial de los procesos experimentales. Aun así, desde una perspectiva postautónoma del arte, hace ya tiempo que nos preguntamos por la pertinencia de –por poner algunos ejemplos recurrentes– generar exposiciones sobre temática queer desde estructuras incontestablemente heteronormativas, o bien exposiciones sobre aspectos subculturales desde instituciones que no ceden en la orquestación de la hegemonía.

Christoph Cox, Jenny Jaskey y Suhail Malik lamentaban algo similar recientemente cuando se percataron de que, con el impacto que está teniendo la performatividad y los llamados neomaterialismos, se procede a reabastecer el arte de nuevos temas y discursos sin que, con ello, se consigan “reorganizar radicalmente las categorías ontológicas y epistemológicas de la modernidad”3. Tal y como exponen dichos autores, mientras no se valoren los vínculos que unen las proposiciones que hace el arte con sus respectivos substratos mediales, dichas perspectivas que cuestionan de raíz la herencia moderna corren el peligro de tematizarse y de quedar anquilosadas para pasar rápidamente de moda, en vez de lograr activarse como un fundamento para el desarrollo de modos diferenciales con que performar de otros modos el mundo del arte.

Un museo como al que he hecho referencia podría estar acogiendo ahora mismo exposiciones sobre algunos hits discursivos del momento como son “la ancestralidad, el tecnoanimismo, la dark ecology, la cosmología, el de-antropomorfismo, la animalidad, la hypersition y el afecto” –me limito a la lista que dan los mencionados autores4–. Se trata de discursos que, a grandes rasgos, cuestionan el logocentrismo y la herencia positivista de la Ilustración, a la vez que abren la puerta a la especulación sobre la prefiguración de un conocimiento basado en el desplazamiento tanto del lenguaje como del sujeto.

Pero, tal y como pasó también en aquella ocasión, después de cada show, el museo pulsa su botón de reset y restablece el flamante cubo blanco como si nada hubiera pasado. Ya se tratase antaño del giro lingüístico, así como más recientemente de los llamados “giro social”, “giro afectivo”, “giro del archivo”, “giro narrativo”, “giro educativo” –y un largo etcétera–, la lógica que permanece instalada en el museo es la moderna. El white cube se descubre, así, como un dispositivo preparado para olvidar cualquier input con que pueda verse interpelada su mediación fundacional. Y, mientras esto sea así, tendremos que admitir que la incidencia de discursos como el queer, la decolonialidad o el desantropoceno van a tener allí una incidencia más ilustrativa que performativa. En un museo anclado en las mediaciones de la modernidad, los discursos que presenten formas alternativas de gobernar y de gestionar la vida solo encontrarán allí la posibilidad de representarse, pero nunca de realizarse.

 

SOBRE ESTE LIBRO

La mediación se plantea en este libro como una cuestión insoslayable a la hora de articular la práctica del arte desde una perspectiva performativa y materialista. En los capítulos 1 y 2 se ofrecen algunas coordenadas para el desarrollo de un posible marco que resulte útil para el análisis, mientras que los capítulos 3, 4 y 5 se centran en algunos casos que permiten extender las proposiciones iniciales a la vez que visualizar distintos modos de interconexión entre la práctica del arte y su substrato medial e infraestructural.

En el capítulo 1 se tantea la cuestión de la identidad del arte, algo que es prácticamente un tema tabú en el sector del arte contemporáneo. Si se atiende a la cuestión de la mediación, la producción de identidad y la producción de diferencia van a la par, por lo que es necesario desenredar algunos binarismos que, heredados tanto de la modernidad como de la posmodernidad, estarían lastimando en la actualidad la emergencia de nuevos modos de entender la práctica del arte. De aquí que sea apremiante intentar abrir otras perspectivas en lo que se refiere a su definición5.

En el capítulo 2 se recorren algunas de las implicaciones que resultan de la comprensión de la mediación desde una perspectiva performativa. Se cruzan ahí aportaciones en torno a la mediación que proceden de distintas genealogías y campos de conocimiento, tal y como son el Idealismo alemán, el marxismo, la teoría de los medios de comunicación, la educación en arte o lo que se ha establecido institucionalmente como la “mediación cultural”. Como se verá, es especialmente pertinente prestar cierta atención a algunos discursos que más recientemente teóricos como Jay David Bolter, Richard Grusin o Alexander Galloway han desarrollado acerca de la teoría de los medios de comunicación, lo que permite una comprensión de la relación entre el arte y la mediación que toma como punto de referencia la noción de rizoma que acuñaron Gilles Deleuze y Félix Guattari6.

El capítulo 3 está dedicado al análisis de los acoplamientos que un pintor insigne de la Inglaterra de principios del siglo XIX como es William Turner ingenió entre unos modos específicos de crear y de mediar la propia obra. En contraste con la separación terminante que la modernidad estableció posteriormente entre el arte y la mediación, aquí se sostiene la hipótesis de que Turner experimentó con las posibilidades de resolver esta relación como un continuum: para conseguir la notable influencia que Turner ha tenido en el paisaje inglés, el pintor tuvo que sacudir el lienzo tanto desde su interior como su exterior. No es baladí que el caso se diera en un momento de profundo cambio político y económico como fueron los años de la Revolución Industrial.

En torno a aquellos mismos años se considera que tuvo lugar también un primer desarrollo del capitalismo financiero. A partir del año 1830 los bancos empezaron a tener una importante incidencia tanto en la definición de la economía industrial como en la de mercado. Según Fernand Braudel, los intercambios que de un modo más o menos “transparente” habían tenido lugar hasta entonces en las plazas de mercado y por medio del contacto directo entre los productores –generalmente campesinos y artesanos– y los clientes, empiezan a hacerse sumamente complejos por la súbita aparición de unos “terceros agentes” que se interponían entre unos y otros.

Braudel sitúa aquí el origen del mediador de tipo económico, un comerciante que, desde el espacio intermedio de la producción y la venta, pasa a dominar por entero el mercado y a definir sus leyes, lo cual habría permitido el desarrolloBde una esfera superior de la economía de mercado7. Cuanto más opaco es su trabajo, más eficacia gana este agente a la hora de evitar las regulaciones y los controles locales, y más incide, de esta manera, en el establecimiento de la política de los precios así como en la adquisición de una mayor agilidad para la circulación de las mercaderías. No debe extrañar, en este sentido, que Søren Andreasen y Lars Bang Larsen hayan dibujado en sus ensayos recientes a este agente como un antecesor directo del actual comisario de arte, el cual estaría basando su actividad en la especulación con el valor simbólico del arte8.

En el capítulo 4 se da un salto de la emergencia del capitalismo hasta los albores del postfordismo. Se presta atención, en este caso, a los intercambios que se dieron entre el arte y la mediación bajo la influencia del postminimalismo: mi hipótesis aquí es que el hecho de que artistas como Daniel Buren y Joseph Kosuth desafiaran la división moderna entre el arte y la mediación, y procedieran a concebir su trabajo como una labor eminentemente relacionada con la mediación, fue algo determinante a la hora de que un agente procedente de la dirección de museos como era Harald Szeemann pudiera anticipar con su práctica la posición del comisario en tanto que “autor de exposiciones”. Asimismo, con este capítulo se explora el sentido que, en aquellos mismos años, tuvo la mediación del arte a manos de Seth Siegelaub y Lucy R. Lippard, y que todavía figura hoy como una alternativa a recuperar frente a la hegemonía que se ha establecido en torno a la figura del comisario-autor.

El capítulo 5 trata sobre la revaluación de la mediación que ha tenido lugar con el cambio de siglo y que se ha dado bajo el influjo de los llamados giro social y giro educativo. Se presta atención al trabajo de Tania Bruguera y, en particular, se discurre sobre algunas nociones que ha utilizado la artista a lo largo de los últimos veinte años, como son los conceptos de arte conducta, arte útil o est-ética. Estos van a servir para debatir en torno a algunos retos que conciernen actualmente a la práctica del arte, como la división entre el juicio ético y el juicio estético; la división entre el impulso especulativo (arte ensimismado, reflexivo) y el impulso transitivo (arte postmedial, transmedial); así como la división entre lo que se identifica como arte y no-arte, o incluso como arte de doble ontología, tal y como ha descrito recientemente Stephen Wright, un modo de conmutación que, a mi modo de ver, se debe eminentemente a un truco de la mediación.

Las reflexiones que se incluyen en estas páginas tienen su origen en los dos cursos del Programa de estudios de A*Desk que tuve la ocasión de dirigir en Barcelona entre los años 2012 y 2014. Asimismo, estas se han alimentado de los experimentos que he tenido la ocasión de desarrollar como comisario en diferentes instituciones del entorno de Barcelona, entre las que se encuentran la Fundació Antoni Tàpies, la Fundació Joan Miró, la Sala d’Art Jove de la Generalitat de Catalunya, el Arts Santa Mònica, La Virreina Centre de la Imatge, el Museu Joan Abelló y el Museu Comarcal de Manresa. Quiero agradecer a los responsables y trabajadores de todas estas organizaciones el haberme dado la confianza para desarrollar proyectos en el marco de sus actividades. También a todos los artistas, colaboradores, estudiantes y participantes con los que he contado en cada uno de estos casos. Tanto los unos como los otros me han facilitado un conocimiento de la práctica artística e institucional que, de otro modo, me hubiese sido imposible obtener.

Ha sido decisiva para ahondar en la investigación la beca que me concedió el año 2015 el Centro de estudios del MNCARS, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía; así como el apoyo de La Virreina Centre de la Imatge que he obtenido en 2017. A la hora de proceder a la escritura ha sido fundamental, también, la invitación que he recibido de consonni y, asimismo, el soporte editorial que me han brindado.

Algunos de los textos que aquí se incluyen han visto la luz en versiones anteriores en el marco de publicaciones colectivas, publicaciones periódicas y conferencias. Han sido especialmente significativas las invitaciones que he recibido de la revista Concreta; la revista Sobre, de la Universidad de Granada; el programa Polaritats, de Homesession; la plataforma Transductores; el seminario On Mediation de la Universidad de Barcelona; el programa Saber, fer, comprendre del Institut d’Humanitats de Barcelona-CCCB; el SAAS-FEE Summer Institute of Art; y el simposio de Arte Útil, Does Art Have Users? en el SFMOMA y el Yerba Buena Center for the Arts.

Estoy agradecido a una gran cantidad de personas por las conversaciones y proyectos que hemos compartido, la lista de los cuales sería ahora mismo interminable. A riesgo de quedar excluidas otras aportaciones, quiero agradecer a Txuma Sánchez y a Marta Vilardell, mis infatigables compañeros en Sala d’Art Jove; a Laurence Rassel, por haberme hecho partícipe de una apasionante experiencia de aprendizaje como fue Prototipos en código abierto; a Mariló Fernández y a Francisco Rubio, por haberme mostrado modos de trabajar en arte a los que difícilmente hubiese llegado por mí mismo; a Cristian Añó, Tania Bruguera, Laura Canedo, Santi Cirugeda, Pilar Cruz, Charela Díaz, Cèlia del Diego, Alba Giménez, Núria Güell, Joana Hurtado, Ramón Parramón, Javier Peñafiel, Laia Ramos, Fernando D. Rubio, Javier Rodrigo, Aida Sánchez de Serdio, Roger Sansi, Rubén Verdú, Judit Vidiella y Oriol Vilanova por su disponibilidad a la hora de debatir lo que se plantea en estas páginas; así como, muy especialmente, a Eloy Fernández Porta y a Octavi Rofes, por todos los ratos de conversación y por haber dedicado tiempo a la revisión de partes del manuscrito. Con una dosis especial de afecto, quiero agradecer también a Lola Lasurt, quien me ayuda a comprender el arte a partir del día a día de una artista, así como tantas otras cosas.

1. EL DISPOSITIVO ARTE


Figura 1: ART/Artifact. Vista de la primera sala de la exposición. Center for African Art, 1988.

ONTOLOGÍA DE UNA TRAMPA

Nueva York, enero de 1988. La antropóloga Susan Vogel inaugura ART/Artifact en el Center for African Art. Una red de caza procedente del pueblo zande figura como el objeto estrella de la primera sala de exposición. Se dispone ahí enrollada y como preparada para el transporte. La sala aparece acondicionada a modo de white cube, como si perteneciera a un museo de arte contemporáneo: paredes blancas, iluminación puntual que recorta las obras sobre el fondo y didáctica reducida a la mínima expresión (figura 1).

La comisaria retaba así a la estética en mayúsculas, la de cuño romántico, l’art pour l’art, la mentalidad según la cual el arte se basta a sí mismo y todo lo que sea interpretación o taxonomía está de más. En concreto, ART/Artifact se concibió como una respuesta a otra exposición que había tenido lugar en el MoMA apenas hacía tres años, Primitivism in the 20th Century Art, con la que el por entonces jefe del Departamento de Pintura y Escultura del museo, William Rubin, había planteado un conjunto de correlaciones entre el trabajo de artistas occidentales y objetos procedentes de África, Oceanía y América. Estas reparaban, exclusivamente, en las características formales de los objetos.

Con Primitivism los Picassos se mostraban como arte moderno, mientras que las máscaras kwakiutl lo hacían en tanto que objetos tribales. Si estas últimas tenían que ver con el arte, solamente era como “influencias externas” de los campeones de la modernidad9. Con esta severa categorización, el propósito de Rubin era arremeter contra una cierta “ceguera estética” que habría acarreado la antropología a lo largo del siglo XX, pues, a su parecer, era necesario restablecer el lugar del arte y devolver a los objetos procedentes del trabajo de campo en regiones no-occidentales su condición de “artefacto”10.

En respuesta a este planteamiento, Vogel intensificó en el Center for African Art el desborde de categorías de que Rubin se lamentaba: con su exposición de la red zande dentro de un paramento de cubo blanco, esta comisaria pretendía deliberadamente confundir a los visitantes y hacer que estos asociaran dicho “artefacto” con alguna pieza de arte que se encontrase expuesta en cualquier otra galería de arte en aquellos momentos (en los comentarios que recibió la exposición destaca el parecido de la red zande con la obra de artistas como Jackie Windsor, Nancy Graves o Eva Hesse).

 

El propósito de la comisaria era, en este caso, “sugerir que merecía la pena valorar los objetos africanos desde una perspectiva más amplia”11, sin desdeñarlos, tal y como había hecho Rubin, como meros artefactos. En todo caso, Vogel defendía que “la cuestión de las categorías es nuestra [occidental]. Las culturas africanas no diferencian los objetos que llamamos arte con una categoría, sino que asocian la experiencia estética con objetos que tienen ciertas cualidades”. De esta forma, más que fomentar la “ceguera estética”, lo que según Vogel habría estado haciendo la antropología a lo largo del siglo XX es demostrar que “la experiencia estética es universal”12.

Para reforzar esta consideración, Vogel invitó al filósofo Arthur Danto a escribir un texto en el catálogo de ART/Artifact. Danto había sido el responsable del desarrollo en los últimos años de la llamada teoría institucional, con la que se establecía que el hecho de que un objeto apareciera como obra de arte no tenía nada que ver con su condición formal. Más bien, al contrario, esto se debía estrictamente a una cuestión de contexto, así como de consenso entre los agentes que conforman el mundo del arte. Aun así, a diferencia de otros sociólogos –como George Dickie, quien interpretó tal dictamen como lo que hace del arte un chisme arbitrario, una frivolidad occidental–, Danto presupuso una coherencia histórica en el desarrollo de tal asunción: según el filósofo, un artefacto será arte si este se puede interpretar a la luz del sistema de ideas que se articula con la historia del arte. En este sentido, fuertemente influenciado por la estética de Hegel, según Danto, el concepto de arte vendría a ser el resultado de la convergencia entre la producción artística, la historia del arte, la filosofía del arte y la crítica del arte13.

Ahora bien, en el caso de la red zande, la dificultad de Danto estribó en la posibilidad de considerar arte o no-arte un objeto que había sido elaborado en el seno de una cultura que no dispone de la categoría “arte”. Danto desarrolló así en el catálogo de ART/Artifact una ficción etnográfica que fuera útil para desenredar el asunto: el filósofo imaginó la posibilidad de que hubiese dos tribus africanas que, si bien relacionadas, históricamente hubieran devenido divergentes. Los antropólogos llamaron a la primera Pot People (el pueblo de las vasijas) y a la segunda Basket Folk (el pueblo de las cestas). Ambos pueblos serían conocidos tanto por la producción de vasijas como de cestas, las cuales comparten además las atribuciones formales. Sin embargo, habría “diferencias, e incluso diferencias profundas”, dijo Danto, “aunque estas no sean perceptibles por el ojo”14.

Los primeros, los Pot People, muestran un trato reverencial para con los alfareros, ya que consideran que las vasijas revelan algo de su cosmología –su versión es que Dios era un alfarero que dio forma al mundo sacándolo del lodo–. Mientras que, en lo que se refiere a las cestas, estas reciben en este pueblo un trato utilitario y solamente sirven para transportar cosas de un lado a otro. Para los Basket Folk, en cambio, la situación es justamente la inversa: ellos también producen cestas y vasijas, pero en este caso las vasijas se consideran meramente instrumentales, y son las cestas y sus canasteros quienes reciben el trato reverencial –Dios era, según los Basket Folk, un canastero que trenzó el mundo con mimbre y, por lo tanto, cada una de las cestas es una ocasión para contemplar las fuerzas del universo.

La equidistancia que guardan las vasijas y las cestas en este cruce imaginario sirvió a Danto para plantear el siguiente dilema: una vez acabado el trabajo de campo, los antropólogos que observaron la mencionada dualidad se llevaron algunos de los objetos como muestra al país que financió la expedición. Aparece entonces la duda de dónde depositarlos: si el país promotor fuera Austria, la expedición llegaría a la Mariatheresianplaz de Viena, donde se encuentran a cada lado de la plaza el Kunsthistorisches Museum y el Naturhistorisches Museum. Si el país fuera EE. UU., los antropólogos encontrarían a cada lado del Central Park de Nueva York el Metropolitan Museum of Art y el American Museum of Natural History. ¿Cuál sería el lugar apropiado para depositar tal acervo: el museo de arte o el museo de historia natural?

La hipótesis que planteó Danto es que, una vez en Occidente, la colección se tendría que dividir: a pesar del parecido formal que presentan las vasijas y las cestas en ambos casos, solamente se podrían equiparar a la categoría de arte e ingresar en el museo de arte las vasijas de los Pot People y las cestas de los Basket Flok; es decir, los objetos que dichas tribus concibieron como sacros. Mientras que, por otro lado, serían las cestas de los Pot People y las vasijas de los Basket Folk los que deberán ser depositados irremediablemente en el museo de historia natural en tanto que artefactos.

Volviendo al caso de la red zande, Danto pudo llegar así a una conclusión muy parecida a la que llegó Rubin unos años antes. Según su análisis, si dicha red había sido creada para funcionar como una trampa para la caza y no como un objeto sacro, la red deberá acabar depositada en el museo de historia natural. Poco tuvo en cuenta Danto que, en aquella ocasión, Vogel presentara la red dentro de un dispositivo tan propio de museo de arte moderno como es el white cube, así como tampoco que los visitantes de la exposición pudieran confundir el artilugio con la obra de Windsor. Ya que la red había sido concebida como una trampa de lo más utilitario y no como un símbolo preparado para revelar ninguna cosmología, Danto concluyó que la red zande “no ha sido ni podría nunca devenir una obra arte”15.

Pero tal deducción no convenció a Alfred Gell, quien al cabo de unos años volvió sobre el caso. Ya entrados en la década de los años 90, Gell cuestionó la división drástica en la que Danto reincidió al distribuir los objetos según su valor simbólico y su valor instrumental. Según este antropólogo, difícilmente sería posible encontrar en la práctica tal partición y, menos aún, en los objetos que buscan activarse ya sea como obras de arte o bien –como es el caso de la red zande– en tanto que trampas.

Contrariamente, según Gell, lo que la trampa zande habría puesto de manifiesto en aquella ocasión es, antes que nada, el desconocimiento que Danto tenía de etnografía africana, donde la caza aparece descrita muy a menudo como una práctica sumamente ritualizada. Siendo así, las trampas en África serían importantes no solo a nivel ritual, sino también “significativas a nivel metafísico”16. Las trampas son la expresión de los propósitos tanto de los cazadores como de sus potenciales víctimas, del apetito de ambos, para devenir, así, el reflejo de su morfología y de su cosmogonía. Las trampas resultan evocadoras para Gell de un vasto complejo de intencionalidades y, por esta razón, conllevan “intuiciones complejas sobre el ser, la alteridad, el parentesco”17. En una palabra, el antropólogo encuentra inscrita en cada trampa que utilizan los humanos la cosmovisión heideggeriana del “humano en tanto que ser-en-el-mundo”18.

El gesto de presentar la red zande a modo de obra-de-cubo-blanco fue, en este sentido, interpretado por Gell como una “jugada maestra comisarial”. Pues el ingenio de Vogel consistió no solamente en mostrar una trampa, sino, sobre todo, en activar de nuevo su potencial de entrampar, lo cual habría sido válido tanto para el público general como para confundir a un puñado de intelectuales de notable relevancia.

Con la presentación de la red zande en el Center for African Art, la trampa de Vogel tuvo la habilidad de capturar los dos grandes paradigmas del pensamiento artístico del siglo XX. Por un lado, tal y como preveía la comisaria, la estética idealista y el formalismo, representados en aquel caso por el Primitivism de Rubin: la red zande dispuesta como si fuera un objeto minimalista se proponía mostrar el ardid de la noción moderna del arte en tanto que objeto estéticamente superior. Pero por otro lado, y tal vez de un modo accidental, Vogel hizo caer con la misma lanza a la teoría institucional, llevando al paroxismo la tautología de el arte es lo que se dice que es arte.