Loe raamatut: «El canto de las gaviotas»
Primera edición: agosto de 2021
© Copyright de la obra: Osvaldo Reyes
© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions
Código ISBN: 978-84-123754-2-8
Código ISBN digital: 978-84-123754-3-5
Depósito legal: B-8426-2021
Ilustración portada: Celia Valero
Corrección: Juan Carlos Martín
Maquetación: Cristina Lamata
Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez
©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com
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PRIMERA PARTE
MAREA ALTA
El sufrimiento más intolerable es el que produce
la prolongación del placer más intenso.
George Bernard Shaw
Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal:
está en nuestras lágrimas y en el mar.
Khalil Gibran
Capítulo 1
⎯¿Por qué? ⎯preguntó por quinta vez.
El hombre no respondió. Su única respuesta fue empujarla con el cañón de la escopeta. La joven se enredó con sus propios pies y cayó de bruces. Su bello rostro, pintado por decenas de minúsculas pecas de color crema, golpeó la arena con fuerza. Sintió los granos enterrarse en su piel e invadir sus fosas nasales. Apoyó las manos sobre la suave superficie y tosió varias veces.
Su mano derecha se cerró, acumulando un puñado de arena dentro de ella.
El hombre presionó la escopeta sobre su nuca y acompañó el gesto con un suave chasquido. Un aviso de no intentar nada valiente ni tonto.
La joven abrió la mano y dejó caer la única arma a su alcance en la soledad de esa playa.
Levantó la mirada. El sol apenas se asomaba sobre la línea en azul oscuro, que separaba el imponente océano de la inmensidad del cielo. El viento proveniente del mar sacudió sus cabellos y liberó algunos de los granos de arena adheridos a sus rubias hebras.
⎯Tengo sed ⎯dijo con voz ahogada.
El hombre no se inmutó en responder. Se quedó de pie, esperando.
La playa se extendía como una sábana gris desplegada para su evaluación. Algunas rocas pulidas como gemas primitivas ante el embate de las olas y el viento adornaban el lienzo de cristales sobre el cual había caminado tantas veces.
Adoraba el mar. Era irónico, una cruel parodia generada en algún universo paralelo, que sus últimas horas de sufrimiento y dolor en esta tierra las viviera en un lugar que para ella significaba descanso y paz.
No más. No después de ese día. No si lograba salir con vida.
Los aros de frío metal se apoyaron sobre su piel, justo por debajo de la línea del cabello. El contacto descargó una corriente eléctrica que recorrió toda su espalda.
El delicado beso de la muerte.
Un segundo toque, más insistente, le indicó que esperaba que se levantara. No quería, pero conocía el castigo por no obedecer órdenes. Cualquier cosa menos eso.
Se alzó con lentitud. Sus rodillas estaban llenas de arena, al igual que gran parte de sus piernas. Llevaba una camisa de un color que alguna vez fue blanco. Ahora estaba manchada de sudor y sangre, cubriéndola hasta la mitad de los muslos. Un regalo del hombre de la escopeta.
Nunca lo reconocería en voz alta, pero estaba agradecida por ese pequeño detalle. Algo tan sencillo como la dignidad nunca era tan valorada como cuando era arrebatada con fuerza y violencia. Esa sencilla vestimenta era lo único que la cubría. Lo único que le dejó llevar en esa última caminata por la orilla de la playa.
Sus pies sintieron el roce del agua que subía con las olas. La huella que su pie había dejado segundos antes desapareció en un remolino de espuma.
Pasaron al lado de un árbol sepultado en la arena. La playa se extendía en línea recta varios metros a partir de ese punto. Cuando vio el sitio al cual la llevaba, su corazón se detuvo dos latidos.
⎯No ⎯murmuró.
Sus pies rehusaron avanzar. La presión de la escopeta sobre su espalda aumentó en intensidad, pero ella no podía moverse. La pesadilla aún no había terminado.
⎯No ⎯dijo en un tono más alto. Luego gritó.
El golpe en la cabeza la tiró al suelo. Sintió una mano agarrarla por los cabellos y arrastrarla por la arena la corta distancia que la separaba de su destino final. Trató de defenderse, pero le faltaban las fuerzas.
En el forcejeo pudo girar la cabeza y ver su rostro. Llevaba una máscara translúcida, pintada con las facciones de una de las caretas que decoran las entradas de los teatros.
La cara de la alegría.
Lo último que vio, con la espalda tirada sobre la arena, fue el hoyo cavado en el suelo. El hombre se le acercó y con un rápido movimiento la golpeó en la cabeza con la culata de su escopeta.
Antes de que la oscuridad llenara su mente, y le diera el misericordioso regalo del olvido, escuchó el graznido de varias gaviotas que volaban cerca buscando alimentos.
Casi sonaban como si le estuvieran cantando.

Capítulo 2
⎯¿Dónde estabas? ⎯preguntó el detective secándose el sudor de la frente.
Su compañero señaló un punto a su derecha. Varias personas se movían por el área y los dos se dirigieron en esa dirección.
Podía sentir el sudor deslizarse por la espalda y la tela de su camisa pegarse a su piel. Iba a ser un día muy caluroso y la ausencia de sombras en esa parte de la playa no era de ayuda. No soplaba una sola corriente de viento, a pesar de estar a orillas del mar. Hacía una hora que la marea alta había pasado y tanto el viento como las olas parecían haberse retirado a las profundidades del océano.
Con un movimiento rápido, se separó la tela de la piel.
⎯Cuando atrapemos al culpable ⎯dijo su compañero⎯quiero cinco minutos con él en un cuarto. No solo por lo que hizo, sino por obligarnos a caminar por esta playa a esta hora y con este maldito sol encima.
Se llevó una mano a la frente para hacer sombra sobre su rostro. Con la otra señaló hacia un punto en la lejanía.
El punto que parecía interesarle era un segmento mucho más allá del lugar al cual se encaminaban, casi al final de la playa. Unas pocas palmeras, inmóviles como estatuas por la falta de viento, creaban una sombra estrellada sobre el suelo.
⎯¿Por qué no lo pudo hacer allí? Por lo menos nuestro trabajo sería un poco más fácil. No. Eso sería mucho pedir. Tenía que hacerlo aquí, lejos de…
⎯Para lo que tenía planeado ⎯le interrumpió el detective Palmer⎯escogió el lugar ideal. Le dio la oportunidad de escapar, después de todo.
⎯Estoy de acuerdo ⎯dijo el detective Rosas exasperado⎯, pero no cambia mi opinión. Si vas a cometer un crimen, y no te importa un bledo la vida humana, al menos ten consideración por los que van a tener que limpiar tu basura.
Palmer agachó la cabeza y siguió caminando.
⎯Mauricio ⎯dijo Rosas después de unos segundos de silencio, las olas en retirada como música de fondo⎯. ¿Puedo preguntarte qué mosca te picó?
Palmer clavó sus penetrantes ojos color terracota en su compañero.
⎯¿A qué te refieres?
⎯Llevo más de seis años de conocerte y soy consciente de que no eres la persona más conversadora del mundo, pero hoy estás más taciturno que de costumbre.
Palmer levantó las cejas y Rosas sonrió.
⎯Sí, esa es la palabra del día de hoy. Taciturno. Significa…
⎯Sé lo que significa.
⎯La de ayer no la conocías.
⎯Nadie en su sano juicio lo sabría.
⎯Bueno, entonces hoy eres un poco más sabio que ayer.
Ya habían llegado al centro de actividad. El detective Palmer puso la mano en el hombro de la persona más cercana: un joven de cabellos claros y piel cuyo tono solo podía conseguirse con una exposición masiva a rayos ultravioleta.
⎯Detective Palmer ⎯dijo al darse la vuelta y reconocer al dueño de la mano⎯. Detective Rosas. Los esperábamos.
⎯Roberto, ¿sabes qué significa la palabra ergástula?
El joven se le quedó mirando con expresión vacua.
⎯Erga… ¿qué?
⎯Ergástula.
⎯No tengo la más mínima idea de qué habla ⎯dijo riendo.
Palmer miró por encima del hombro a su compañero.
⎯Ves. Nadie sabe qué significa.
⎯Un miembro de la Real Academia Española lo sabría.
⎯Sí. Usando un diccionario.
⎯Ergástula era el lugar donde vivían hacinados los esclavos sujetos a condena ⎯le aclaró Rosas a Roberto, que solo movía la cabeza de un detective al siguiente, como siguiendo la pelota de un partido de tenis⎯. Ahora ya lo sabes.
Roberto lo miró y luego a Palmer.
⎯¿Gracias? ⎯fue todo lo que pudo decir.
⎯Alguien que aprecia el enriquecimiento de su idioma ⎯dijo Rosas satisfecho y enfocando su atención en la arena. Eso le impidió ver como Palmer torcía los ojos, mientras sacudía la cabeza. Luego, recordando por qué estaban allí, bajó la mirada.
Un agujero de unos dos metros de profundidad perforaba la uniforme superficie de la arena húmeda. Una figura vestida de azul revisaba cada centímetro del fondo del agujero con milimétrico cuidado. Otra realizaba el mismo examen en los alrededores y recogía todo lo que le parecía de interés.
⎯¿Aquí la encontraron? ⎯preguntó Palmer.
⎯Sí ⎯dijo Roberto⎯. Estaba enterrada hasta el cuello en la arena. Costó mucho trabajo sacarla.
Palmer giró en redondo estudiando los dos extremos de la playa. El océano azul se extendía delante de ellos como un paño.
⎯Estamos en toda la mitad ⎯dijo Rosas, vocalizando lo obvio⎯. Me imagino que para tener tiempo de ver si alguien se acercaba.
⎯Conozco esta parte de la costa ⎯dijo Roberto⎯y en marea alta es casi intransitable. Las aguas cubren toda la sección, por lo menos 50 centímetros.
⎯Más que suficiente para cubrir una cabeza ⎯murmuró Palmer⎯. ¿Qué tan alta fue la marea de hoy?
⎯16 pies. A las 6:04 am.
Rosas silbó por lo bajo.
⎯Es la marea más alta del año, ¿cierto?
⎯No ⎯corrigió Roberto⎯, pero está entre los primeros lugares. Si quería estar seguro de que la cabeza quedara sumergida bajo el agua, no pudo escoger mejor día ni lugar.
⎯Si lo que dices es cierto ⎯dijo Palmer levantando la mirada hacia la empinada pendiente a sus espaldas⎯, el agujero lo tuvo que hacer en horas de la noche.
⎯¿Cómo puede estar tan seguro? ⎯preguntó Roberto arrugando los ojos.
⎯La marea alta anterior tuvo que ser alrededor de la misma hora, en la tarde. Si toda esta sección de playa queda cubierta por el mar, el responsable tuvo que cavar este agujero al empezar a bajar la marea. Eso le deja unas doce horas para hacer el trabajo. Menos, si consideras las horas que se necesitan para que el mar se retire.
Roberto asintió, un leve tinte carmín cubriendo sus pómulos. Era evidente que se sentía avergonzado de la pregunta, pues sonaba obvio una vez escuchada la explicación.
Palmer, como leyendo sus pensamientos, le dio una palmada en el hombro.
⎯Tranquilo, muchacho. Estás comenzando. Pronto aprenderás que lo obvio puede pasar desapercibido, hasta para el más avezado.
Se dio la vuelta y le dijo a su compañero.
⎯¿Te sabes esa palabra?
⎯Por supuesto. Respétame. Si vas a retarme, esfuérzate un poco.
⎯Bueno ⎯dijo Roberto⎯, hasta los mejores planes tienen sus fallas. Tenemos cuatro testigos de los hechos. Algo debe salir…
⎯¿Cuatro? ⎯exclamó Palmer en un tono que hizo que varios de los oficiales en la playa giraran la cabeza en su dirección⎯. ¿Hay cuatro testigos? Me habían dicho que eran dos.
⎯Te dije que eran dos grupos de testigos, pero hoy no escuchas bien. Una pareja de novios que caminaba por la playa fue uno. El otro grupo fue un par de pescadores, padre e hijo, que venían llegando de vuelta al puerto. Les había ido tan bien que venían más temprano de lo habitual. Ellos vieron el revuelo y bajaron a ayudar.
⎯Cuatro testigos ⎯murmuró Palmer⎯. Dime que alguien vio o escuchó algo útil.
⎯La joven ⎯dijo Roberto sacando una libreta de su bolsillo⎯. Se llama Marina Rosco. Asegura haber visto una sombra escalando la pendiente, cuando ellos llegaron a este punto. Sin embargo, estaba casi al nivel de la carretera y pronto desapareció.
Palmer suspiró hondo y levantó la mirada hacia la cima de la empinada pendiente de tierra y roca que se extendía hacia el cielo a sus espaldas. Por lo menos unos 50 metros de altura. Largas tiras de hierbas y plantas de colores amarillos y verde caña crecían sobre la ladera, hasta la carretera que se deslizaba en las alturas. Detrás de una pequeña baranda de color plata, que trataba de separar, sin mucho éxito, el asfalto del vacío, decenas de personas no perdían de vista el trabajo de la policía.
Por lo menos dos tenían cámaras fotográficas. Los demás, celulares.
⎯Hay que hacer algo al respecto ⎯dijo Palmer señalando a la multitud⎯. Estoy seguro de que vamos a ver la escena del crimen en la primera plana del periódico vespertino. A controlar la fuga de información a partir de este momento.
Roberto asintió y se alejó, sacando mientras caminaba un teléfono de su bolsillo.
⎯¿Qué tipo de loco haría esto? ⎯preguntó Rosas contemplando el profundo agujero en la arena.
Palmer no respondió, sus ojos aún enfocados en los rostros de las personas. Luego, bajó la mirada hacia su compañero.
⎯Ni idea, pero tengo un mal presentimiento.
⎯No empieces ⎯dijo Rosas hablando con voz queda⎯. En esta relación, tú eres el cerebro y yo soy el de toda la personalidad. Es mi prerrogativa ser el pesimista y aguafiestas por excelencia. Tus corazonadas nunca traen buenas noticias.
Palmer no tuvo tiempo de responder. El agudo sonido de unas campanillas repicó desde algún lugar en las ropas de su compañero. Tras dos movimientos rápidos de palpación general, encontró lo que buscaba y sacó un celular.
El oficial que revisaba el fondo del agujero llamó a su compañero para que lo ayudara a salir. En la mano llevaba tres pequeñas bolsas de plástico transparente, que empezó a rotular de acuerdo al protocolo habitual.
⎯Era Ash ⎯dijo Rosas después de una corta conversación y pasando a su lado sin insistir más en el tema⎯. Nos están esperando.
Ambos empezaron a caminar alejándose del oscuro agujero en la arena. A los pocos minutos llegaron a una escalera de cemento que, en tres líneas en zigzag, llevaba a la parte alta. Cuando Palmer pisó el asfalto, lo primero que vio fue la ambulancia a su izquierda. El sudor se deslizaba por su espalda como una cascada y sintió el escozor de las saladas gotas caer sobre sus ojos. Rosas, a su otro lado, trataba de mantenerse erguido, pero era evidente que le costaba trabajo respirar. El calor estaba cobrando su precio.
⎯Lo prometo ⎯murmuró entre profundas aspiraciones⎯. Mañana me pongo a dieta, si alguien apaga el sol por unas horas.
Tras unos cortos segundos que se dieron para recuperarse empezaron a caminar. Iban llegando a la ambulancia cuando un paramédico salió del interior.
⎯Tendrán que dejarlo para otro momento ⎯dijo marchando a paso rápido hacia la puerta del lado del conductor⎯. Está hemodinámicamente inestable. Debemos llevarla al hospital y rápido. No sé si logrará sobrevivir, pero no será por no intentarlo.
El sonido de las sirenas ahogó el crujir de la arena y piedras bajo el giro de los neumáticos al alejarse a toda velocidad.
⎯No por menospreciar tus presentimientos ⎯dijo Rosas regresando sobre sus pisadas en dirección a su propio auto⎯, pero dejar a la víctima viva sigue siendo, en mi libro, un error monumental del responsable y algo bueno para nosotros. Nada como un testigo para cerrar un caso.
Mauricio Palmer lo siguió en silencio. Presentía que este caso le iba a causar más de un dolor de cabeza.
Como si no tuviera suficientes problemas.
***
La máscara de la alegría reposaba en el fondo del maletín que ocupaba el asiento del pasajero. Allí tendría que permanecer hasta que pudiera utilizarla de nuevo y, considerando el desastre mayúsculo que se cernía sobre su vida en ese momento, presentía que sería por mucho tiempo.
Era irónico, pensó con tristeza, que tuviera que usar una máscara. Cuando la tenía puesta, todas las inhibiciones desaparecían. Se sentía vivo. La vida era hermosa y con un propósito.
Sin ella, regresaba a ser la persona que los demás pensaban que era.
A través de la ventana del auto siguió estudiando los eventos que se desarrollaban en la playa, en los cuales había tenido íntima participación. A pesar de ser una persona calmada por naturaleza, en ese momento no pudo evitar sentir la sangre recorrer su rostro y su corazón acelerarse al reconocer su equivocación.
Nunca debió dejar con vida a la joven. Su única excusa era que los hechos se dieron demasiado rápido y su usual capacidad de raciocinio lo abandonó. Sintió miedo y cometió un error estúpido.
Dejó a un testigo con vida.
Sabía que no podía reconocerlo gracias a la máscara, una medida de precaución que había resultado ser más útil de lo que esperaba. Sin embargo, para una criatura de hábitos, el más mínimo cambio de escenario era un evento mayor. Considerando lo que se dedicaba a hacer en su tiempo libre, no era menos que un cataclismo.
Se acomodó mejor en su asiento. Una ola de calor recorrió su espalda al pensar en la joven.
Andrea era su nombre. Piel blanca, cabellos dorados. Natural, no químico. Eso era importante para él.
Sus ojos se detuvieron en el grupo de personas que estudiaban el pozo en la arena de donde habían rescatado a Andrea. Parecía imposible que lo hubieran logrado, pero alguna fuerza sobrenatural la protegía.
No lo suficiente, por supuesto. De ser así, no hubieran cruzado caminos en primer lugar.
Deslizó la yema de los dedos sobre el disco y el foco de su campo de visión mejoró. La imagen proyectada a través de los binoculares tomó claridad y pudo distinguir a algunas de las figuras en la playa. A Roberto, con su exagerado bronceado. A Rosas, sudando a torrentes, pero sin cesar de hablar. A Palmer, mirando toda la escena con su clásica expresión de permanente preocupación.
Y pensar que horas antes la cabeza de Andrea, sepultada hasta el cuello en la arena, empezó a sentir las olas del mar acariciar su rostro… Los primeros ribetes de espuma coquetearon con sus labios en un delicado juego, trayéndola de vuelta al presente. Cuando la superficie del océano deslizó sus salados dominios sobre su nariz, sus ojos reaccionaron llenos de sorpresa. Luego, de incertidumbre.
Al final, miedo.
Una sonrisa se dibujó en sus labios al recordar la escena. Las gotas salpicando al tratar de hablar. El sonido que escapó de su garganta, un quejido que le recordó, por algún motivo, a las gaviotas que levantaron el vuelo al irse acercando al agujero. Las olas cayendo sobre ella una y otra vez, como un inexorable martillo. Su cabellera empezando a flotar y a bailar por delante de su rostro con el vaivén de las olas.
Y en ese momento, ellos decidieron interrumpirlo. Fue algo fortuito e inesperado, sobre lo cual no tuvo control. En cuestión de segundos, al verlos aparecer en la distancia, decidió escapar de la escena, antes de que pudieran identificarlo. Escaló la pendiente impulsado por la pura adrenalina del temor a la captura, con la esperanza de que el mar cobrara su sacrificio como siempre lo había hecho.
No miró hacia atrás. Sobrepasó la cerca, atravesó la carretera y corrió hacia su auto. Una vez en su interior, el constante resonar de las corrientes de aire marino silenciadas, pudo sentir su corazón disminuir su ritmo y su cerebro empezar a funcionar como debía.
El auto estaba oculto en el estacionamiento de una de las tantas casas de playas desocupadas en esa época del año. Sería cuestión de minutos, antes de que la conmoción del descubrimiento se regara por todo el pueblo y los curiosos empezaran a llegar. Decidió esperar media hora antes de salir de su escondite y regresar al punto por el cual había escalado.
Lo primero que vio congeló su corazón. La joven apoyada contra la pendiente. Un grupo de personas ayudándola. Unos pocos con las manos en los oídos, se imaginó llamando por el celular. Andrea ejecutó un delicado movimiento y alejó unos pocos cabellos mojados de su frente. Al ver este sencillo gesto comprendió que su vida se acababa de complicar a otro nivel.
Suspiró hondo y, casi de forma inconsciente, estiró la mano y la colocó sobre la máscara oculta en el maletín. El asunto había caído en manos de la policía y a partir de ese punto era cuestión de suerte. Suerte y planificación.
Se había equivocado, pero era un ejemplo viviente de los principios de Darwin. No podía cambiar el pasado, pero sí podía empezar a planear cómo limitar el daño. Con algo de tiempo encontraría la manera de corregir el error cometido. No le gustaba dejar cabos sueltos y la joven era un pedazo de soga atado a su pie.
Adaptarse o morir. Tan sencillo como eso.