Loe raamatut: «Historia nacional de la infamia»

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Historia nacional de la infamia

Historia nacional de la infamia

Crimen, verdad y justicia en México

PABLO PICCATO

Traducción de Claudia Itzkowich


Primera edición, 2020 | Primera edición en inglés, 2017

Título original: A History of Infamy. Crime, Truth, and Justice in Mexico

Traducción de Claudia Itzkowich

Fotografía de portada: © Rodrigo Moya, El pistolero

Fotografía de solapa: © Xóchitl Medina

Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

D. R. © 2020, Centro de Investigación y Docencia Económicas, AC

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ISBN 978-607-98762-6-5 (Grano de Sal)

Índice

Agradecimientos

Introducción | Hacia una historia nacional de la infamia

Primera parte | Espacios

1.Una sola mirada al escenario del crimen | La justicia y la publicidad en el espejo de los jurados criminales

Historia y estructura

María Del Pilar Moreno

Toral, Conchita y el descenso hacia la opacidad

Conclusiones

2.No pisar los charcos de sangre | La nota roja y la búsqueda pública de la verdad

El negocio de las páginas policiacas

Los productores de la realidad

Las narrativas de la nota roja

Conclusiones

Segunda parte | Actores

3.Detectives perdidos | Los policías, la tortura y la ley fuga

Detectives anómalos

Policías oscuros

La ley fuga

Conclusiones

4.Crímenes horribles | Los asesinos como autores

Alberto Gallegos

Goyo y el criminólogo

Asesinos sin gloria

La multiplicación de los asesinos

Conclusiones

5.Tipos cuidadosos | Los pistoleros y el negocio de la política

Política y pistolerismo

Los valores del oficio

El negocio de ser pistolero

Tres asesinatos

Conclusiones

Tercera parte | Ficciones

6.Nuestra época, nuestras perspectivas | El surgimiento de la novela negra mexicana

La comedia policiaca

Las revistas crean lectores y autores

El misterio literario de Leo D’Olmo

Conclusiones

7.Nuestros modelos del Espanto | El crimen como venganza, justicia y arte

María Elvira Bermúdez: la obsesión literaria

Rodolfo Usigli: el criminal y el artista

Juan Bustillo Oro: el director y el criminal

Rafael Bernal: el detective se convierte en el pistolero

Conclusiones

Conclusiones | Mantener los ojos abiertos

Apéndice | Estadísticas del crimen en México en el último siglo

Notas

Abreviaturas de las fuentes de archivo

Para Xóchitl, Catalina y Aída

Soñé con detectives helados, detectives latinoamericanos que intentaban mantener los ojos abiertos en medio del sueño.

Soñé con crímenes horribles Y con tipos cuidadosos que procuraban no pisar los charcos de sangre y al mismo tiempo abarcar con una sola mirada el escenario del crimen.

Soñé con detectives perdidos en el espejo convexo de los Arnolfini: nuestra época, nuestras perspectivas, nuestros modelos del Espanto.

ROBERTO BOLAÑO, La Universidad Desconocida

Agradecimientos

Si no hubiera sido testigo del ejemplar rigor, el arduo trabajo y las largas horas que mis hijas Catalina y Aída dedicaron a sus estudios de preparatoria y universidad, probablemente me habría tardado muchos años más en escribir este libro. Su amor por el conocimiento, sin embargo, me hizo darme cuenta de que valía la pena unírmeles durante no pocas noches en vela para producir algo que en un futuro pudiera ser de interés para otros estudiantes. Todo esto fue posible, por supuesto, porque Xóchitl Medina, mi esposa, maestra de maestras, nos enseñó a trabajar duro y hacer las cosas bien. Mis conversaciones con las tres acerca de las historias de este libro me ayudaron a mejorarlo y a darme cuenta de su relevancia. Ya sea que las haya escrito cerca de ellas o a distancia, cada una de las líneas que siguen está en deuda con las tres.

Es probable que haya comenzado este libro, sin saberlo, el primer día de clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, en 1983. Mientras esperaba a que llegara un maestro, leí un relato de André Gide acerca del misterioso caso de una mujer que había sido encerrada en un cuarto oscuro durante 25 años; mi hermana me había regalado el libro por mi cumpleaños. 32 años después me encontré con una cita del mismo libro en Violette Nozière, de Sarah Maza: “Mientras más conocemos las circunstancias, más profundo se vuelve el misterio.”1 La coincidencia dice mucho acerca de las razones por las que estudié y escribí historia en los años que transcurrieron entre uno y otro suceso, pero también acerca de las deudas en las que he incurrido desde entonces. La sed de leer de todo, pero siempre volver a Jorge Luis Borges, se la debo a mi familia, incluida mi hermana Cecilia, mi hermano Antonio, mi madre Ana y mi difunto padre Miguel Ángel. Leí el libro de Maza porque Kate Marshall, la editora de University of California Press, me lo envió como parte de la asesoría y el impulso que le dio a este proyecto. También estoy agradecido por el trabajo de Luis Herrán, Bradley Depew, Francisco Reinking y Sue Carter. Mi colaboración con los coeditores de la serie sobre la historia de la violencia en Latinoamérica a la que pertenece este libro, Paul Gillingham y Federico Finchelstein, también ha sido un factor invaluable. Paul ha sido una fuente de energía y saber. Su profundo conocimiento del siglo XX en México me ayudó a agudizar mis argumentos y a ubicarlos en el contexto adecuado. Federico además fue clave en el empuje para terminar este proyecto, así como en mi esfuerzo por conceptualizar la violencia y la política. Estoy muy agradecido por su lectura del manuscrito, la cual sacó a relucir ideas que no se habían formulado bien en un inicio. Mi deuda con los lectores de University of California Press es muy profunda: Mary Kay Vaughan, Elaine Carey y Robert Buffington mejoraron este libro de maneras decisivas. Rob ha leído mis últimos tres libros, de modo que mi gratitud hacia él es particularmente profunda. Adela Pineda, Thomas Rath y Benjamin T. Smith fueron extremadamente generosos al leer el manuscrito, hacer comentarios y mejorarlo. La desbordante erudición de Ben ha enriquecido este libro, que sólo espero establezca un diálogo con su reciente obra sobre el crimen y la prensa.

Agradecer a las numerosas personas que ayudaron a la producción de este libro no es una mera formalidad, sino un modo de recordar muchas buenas conversaciones y colaboraciones. Las primeras de ellas fueron aquellas que tuve con mis colegas y amigas queridas Caterina Pizzigoni, Nara Milanich y Amy Chazkel, quienes hicieron las primeras, perspicaces lecturas de estos capítulos. Recibí apoyo decisivo y atinadas preguntas y sugerencias de Claudia Agostoni, Marianne Braig, Lila Caimari, Gabriela Cano, Hélène Combes, Angélica Durán Martínez, Tanya Filer, Gustavo Fondevila, Cathy Fourez, Serge Gruzinski, Ruth Halvey, Paul Hathazy, Aída Hernández, Marc Hertzman, Eric A. Johnson, Ryan Jones, Dominique Kalifa, Alan Knight, Regnar Kristensen, Alejandra Leal, Eugenia Lean, Annick Lempérière, Everard Meade, Daniela Michel, Mariana Mora, Saydi Núñez Zetina, Nadège Ragaru, Margareth Rago, Ricardo Salvatore, Gema Santamaría, Luana Saturnino Tvardovskas, Elisa Speckman Guerra, Pieter Spierenburg, Mauricio Tenorio, Geneviève Verdo, Edward Wright-Rios, Rihan Yeh, René Zenteno y mis compadres Theo Hernández y Carla Bergés. Los estudiantes de Columbia con quienes he trabajado en estos años merecen mención aparte por su interés continuo y los entusiastas comentarios que hicieron a los largos borradores de los capítulos: Sarah Beckhart, Andre Deckrow, Marianne González le Saux, Sara Hidalgo, Paul Katz, Daniel Kressel, Daniel Morales, Rachel Newman, Allison Powers y Alfonso Salgado. La colaboración de Rachel fue esencial en las últimas fases del proceso, tanto en la mejoría del manuscrito como en la búsqueda de las imágenes. También conté con la invaluable ayuda de Laura Rojas, quien me hizo descubrir a María del Pilar Moreno, y con la de Xóchitl Murguía, Julia del Palacio, Natalia Ramírez, Kimberly Traube y María Zamorano. Le agradezco a Susan Flaherty y Rodrigo Moya por ceder la foto del Güero Batillas, a Carlos Peláez Fuentes y Luis Francisco Macías, de La Prensa, y a Marina Vázquez Ramos, de la Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca Mario Vázquez Raña.

Recibí apoyo financiero e institucional de la Universidad de Columbia por medio del Instituto de Estudios Latinoamericanos, el Departamento de Historia, el Institute for Social Research and Policy y el Programa Alliance, que hizo posible una estancia en la Université de Paris 1, Panthéon Sorbonne. También tuve el apoyo del Center for U. S.-Mexican Studies de la Universidad de California, en San Diego, para una útil estancia en La Jolla; del DesiguALdades Project de la Freie Universität Berlin, para un periodo productivo en Berlín; de la Universidade Estadual de Campinas, para otro fructífero mes en São Paulo; del American Council of Learned Societies, y de la familia Shorin-Ores, por un rato de tranquilidad en Lakeville, Connecticut.

La versión en español de este libro fue posible gracias a la iniciativa de Gustavo Fondevila y el respaldo de los demás colegas del Centro de Investigación y Docencia Económicas. Aprecio particularmente el sello de aprobación que significa la coedición de este libro bajo el auspicio del CIDE. Tomás Granados Salinas, de la editorial Grano de Sal, también es responsable de que podamos haber llegado a este punto. Sobre todo, quiero agradecer a Claudia Itzkowich. Este libro ha mejorado gracias a su cuidadosa lectura y su inteligente traducción. El proceso de colaborar con Claudia en la versión en español ha sido un verdadero aprendizaje por su minucioso profesionalismo y su conocimiento del español y el inglés.

Introducción

Hacia una historia nacional de la infamia

Como cualquier otro libro de historia, éste trata de entender el presente. En el caso de México, el presente significa violencia e impunidad en una escala tal que el nombre del país se ha convertido prácticamente en sinónimo de infamia. La violencia y la impunidad parecen estar arraigadas en una deshumanización de las víctimas que tanto el gobierno como un amplio sector de la población acepta como inevitable. El asesinato no suele investigarse; más bien se explica simplemente como consecuencia de disputas entre sospechosos cuyos derechos se violan de manera rutinaria. Este libro sostiene que dicha negligencia es resultado de un proceso histórico. El régimen político que emergió de la Revolución de 1910 fue un modelo de estabilidad para América Latina durante el siglo XX, mas no un ejemplo exitoso de transición hacia la democracia y el Estado de derecho. Al mirar la historia nacional a través de la lente del crimen y la justicia, este libro examina el surgimiento, entre los años veinte y los años cincuenta del siglo pasado, de una amplia tolerancia por parte de la sociedad civil mexicana hacia el castigo extrajudicial y la victimización del inocente. Esta tolerancia se desarrolló a pesar del surgimiento paralelo de perspectivas críticas que condenaban severamente la incapacidad del Estado para buscar y reconocer la verdad.

El vínculo entre el crimen, la verdad y la justicia es una premisa de la sociedad moderna: todos creemos que debe haber una relación ente los tres. Una vez que se comete un crimen, la policía debe establecer qué sucedió y quién es responsable, y el sistema judicial debe darle seguimiento con un castigo adecuado. En México, esa premisa es tan antigua como la nación misma. Sin embargo, durante esas cuatro décadas de mediados del siglo XX, los mexicanos llegaron a definir la realidad más bien por la ausencia de esa conexión: la verdad acerca de los crímenes específicos solía ser imposible de conocer, con lo cual la justicia podía obtenerse sólo de manera ocasional, las más de las veces al margen de las instituciones estatales. De los años veinte a los cincuenta también vemos el desarrollo del lenguaje y los temas que le permitieron a los ciudadanos hablar del problema y mantenerlo en un lugar central de la vida pública. Sin embargo, este libro no se trata únicamente de símbolos o ideas. Incluso las percepciones —una palabra utilizada comúnmente por los políticos contemporáneos para insinuar que ellos saben más acerca de la realidad que la población— son resultado de prácticas llevadas a cabo lo mismo por actores sociales que por el Estado. Este libro rastrea las formas en las que se rompió el nexo entre crimen, verdad y justicia, y examina los intentos de la sociedad civil por restablecerlo. El periodo de la historia nacional que se aborda aquí, precedido por una dictadura y una guerra civil, fue testigo del desarrollo de una serie coherente de conocimientos y prácticas en torno al crimen y la justicia. Estas nociones básicas sobrevivieron más allá del fin de este periodo, cuando nuevas formas de crimen organizado y de complicidad y violencia por parte del Estado rebasaron la habilidad de la sociedad civil para lidiar con ellos.

En el México posrevolucionario, la historia del crimen está entrelazada con la historia política. A partir de 1876, el régimen porfirista logró proyectar una imagen de paz por encima de una realidad de violencia social y política. El gobierno hablaba del crimen, en particular de los robos insignificantes y del alcoholismo, como razones para desplegar el castigo como una forma de ingeniería social. Durante la Revolución, la definición legal del crimen prácticamente carecía de sentido, ya que los actos colectivos de robo, asesinato y violación no se castigaban y las autoridades no tenían la capacidad para garantizar la vida o la propiedad. Inmediatamente después de la guerra civil, la confluencia del acceso generalizado a las armas, el conflicto de clase y la laxitud del gobierno en relación con el crimen amplió el margen de tolerancia para la transgresión.1 Los años veinte vieron la consolidación de un gobierno basado en una amplia alianza entre las organizaciones de trabajadores y campesinos, los intelectuales progresistas y los capitalistas nacionales. A partir de 1929, un sistema de un solo partido oficial minimizó la competencia electoral y disciplinó a la clase política en todo el país, aunque no eliminó el clientelismo. Más o menos al mismo tiempo, nuevos códigos y otras reformas legales presagiaban un sistema penal moderno. Sin embargo, tras la fachada de una estabilidad corporativista, la vida pública era inestable y descentralizada, y los distintos actores sociales estaban encontrando nuevas formas de negociar sus relaciones con el Estado y traspasar las divisiones de clase. Las viejas prácticas criminales subsistieron, pero además emergieron formas modernas de criminalidad, las cuales se volvieron más prominentes en la vida pública.

Hacia fines de los años veinte del siglo pasado dio inicio una era distinta en la historia del crimen, a la cual se sumó un crecimiento urbano masivo en los años cuarenta. Estudios recientes confirman los vínculos entre la modernización y las nuevas formas de criminalidad, al considerar el crimen como un síntoma del nuevo individualismo urbano asociado con el capitalismo, el surgimiento de los medios de comunicación masivos nacionales y la influencia cultural de Estados Unidos. El gángster urbano arquetípico —anteriormente asociado con el lado estadounidense de la frontera— se convirtió en el tropo dominante del nuevo submundo mexicano. Esos hombres violentos de origen humilde hacían alarde de su éxito por medio del consumo más que notorio de ropa cara, autos y armas. En esta nueva era de la búsqueda del progreso, la legalidad se convirtió en un componente inconsecuente, marginal, de lo que estos hombres consideraban tan sólo como un negocio. Las lecciones morales de las historias de gángsters tenían únicamente que ver con su éxito o su fracaso personales. El paradigma criminológico dominante a fines del siglo XIX, que consideraba al criminal como un individuo primitivo, al margen del mundo civilizado, no tenía cabida para esta nueva expresión de la criminalidad, en la que los gángsters definían el éxito. La tajante línea que dividía lo criminal de lo legal se había atenuado.2

Las pruebas cuantitativas, descritas en el apéndice, respaldan la idea de un periodo distinto entre los años veinte y los años cincuenta. Los niveles de delincuencia en general bajaron desde el fin de la Revolución, alrededor de 1920, hasta mediados de los años ochenta, cuando los delitos contra la propiedad comenzaron a aumentar, mientras que los crímenes violentos continuaron en una tendencia a la baja que sólo se revirtió con la llamada guerra contra el narcotráfico de la primera década del siglo XXI. Para fines de los años sesenta, el número de consignaciones por tráfico de drogas había aumentado, lo cual revela el recién descubierto interés del Estado en este tipo de delitos. Los efectos de estas nuevas políticas en términos de corrupción y violencia dieron paso a una nueva fase en la historia nacional del crimen, una era que sigue vigente, pero que está fuera del alcance de este libro. En el mismo momento en el que las drogas se volvieron la obsesión del gobierno federal, éste reveló también su propensión a utilizar la violencia contra los disidentes políticos. Desde los años sesenta, la guerrilla rural, los movimientos de los trabajadores y los estudiantes opositores denunciaron y a menudo respondieron a la violencia subyacente de la política mexicana. La represión se manifestó del modo más dramático en la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, en la Ciudad de México, un episodio emblemático de la guerra sucia contra los movimientos sociales, en la que los presidentes le daban a los servicios de inteligencia, la policía, el ministerio público y las fuerzas armadas una gran libertad para utilizar la violencia. Los miembros de estas ramas del Estado también utilizaron su poder exacerbado para explotar el cada vez más redituable negocio de la extorsión y el tráfico de drogas. La política se mezcló con los cambios sociales y culturales para transformar las prácticas criminales mismas, que a partir de entonces estarían representadas por el tráfico y el consumo de drogas, la delincuencia juvenil y algunos ejemplos tristemente célebres de policías convertidos en ladrones.3

El crimen siempre estuvo presente en México, pero sólo después de la Revolución se convirtió en el hecho más prominente de la vida urbana y en objeto de una investigación sistemática. Cada crimen dejaba pruebas materiales, desde un cadáver y un nutrido rastro de testimonios hasta sentimientos, opiniones y otras pistas. La averiguación era la operación básica para revelar lo que había pasado; en México, implicaba métodos y habilidades que dominaban aquellos profesionales llamados detectives, pero los ciudadanos comunes también se apropiaron de esas técnicas. Profesionales y civiles operaban bajo el supuesto de que había una respuesta verídica al enigma que planteaba el crimen. Sin embargo, éste fue también el momento en que el vínculo entre la realidad detrás del delito y el conocimiento público, veraz, de sus causas, así como la responsabilidad penal, se volvieron un problema.4 Restricciones institucionales y políticas limitaban la capacidad y también el prestigio de los detectives mexicanos, quienes no se preocupaban mucho por obtener pruebas materiales y se fiaban más bien de su habilidad para embaucar, amenazar y torturar a los sospechosos. Esto abrió la labor detectivesca a otros actores. Una diversidad de lectores y escritores externaban sus opiniones sobre los casos famosos que parecían envueltos en misterio. Esta participación cívica no tenía parangón en otros campos de la vida pública, en especial porque la movilización política, la política electoral y el debate abierto sobre el régimen en la esfera pública estaban cada vez más controlados por el partido oficial y su élite gobernante.

Esta participación resulta aún más notable porque todos sabían que la verdad acerca de un delito no determinaba el castigo que administrarían las instituciones penales. Los procesos judiciales eran lentos y difíciles de entender. Para las víctimas y sus familiares, las demoras disminuían la sensación de vindicación —y en ocasiones, los juicios infligían incluso más humillación y dolor—. La impunidad era alta: en los casos de asesinato, entre 1926 y 1952, en todo el país, sólo 38 por ciento de los imputados fueron declarados culpables y un gran porcentaje de las investigaciones ni siquiera culminó en una acusación.5 Los archivos presidenciales durante esos años contienen miles de cartas de parientes de víctimas de homicidio que denuncian la impunidad de los asesinos y exigen la intervención del presidente. En el caso de los delitos menores, como el robo o la extorsión, los periódicos publicaban abundantes ejemplos de impunidad y corrupción por parte de los jueces y los agentes de policía. El encarcelamiento no estaba ligado necesariamente a la culpabilidad criminal. Los prisioneros carecían de información sobre su estatus. Lo que sí sabían era que a menudo los culpables andaban sueltos y los inocentes permanecían tras las rejas.

La verdad, en otras palabras, tiene una historia y una serie de particularidades locales. En México, de los años veinte a los cincuenta del siglo XX, surgieron nuevas preguntas que podían responderse con veracidad. En el pasado, lo único que se necesitaba era establecer los hechos de un crimen, por lo regular en forma de una narración, en la que los criminales, las víctimas y las autoridades se distinguían entre sí con claridad. La Revolución fue un tiempo de ilegalidad, en el que el crimen y la política se mezclaron, lo cual volvió más complicado establecer la verdad sobre un delito, en particular en casos de asesinato. Los defectuosos métodos empleados por las autoridades mexicanas desviaron la atención de los ciudadanos hacia las palabras de los propios sospechosos, la versión más confiable de lo que realmente había sucedido. Como lo dijo Manuel Múzquiz Blanco en un relato publicado en 1931 en Detective, “Y si la verdad judicial, las constancias procesales, la imaginación reporteril y la zaña [sic] de los acusadores y las versiones de los testigos dieron al asunto modalidades de grand guignol, la verdad escueta hasta hoy dicha por el principal personaje del drama, Dolores Bojórquez […] es aún más hosca, más fría, más brutal.”6 Ahora, por ejemplo, era legítimo explorar la subjetividad del criminal con el apoyo del periodismo, la ciencia e incluso la literatura. Como la policía y el sistema judicial carecían de la autoridad social para producir un informe creíble de los sucesos, entonces los pensamientos, los sentimientos y los impulsos de los criminales empezaron a considerarse como una base legítima para la discusión pública. En el establecimiento de la verdad acerca del crimen, los métodos científicos, que habían sido acreditados como los únicos legítimos, ahora competían con la sinceridad conmovedora de los informes personales, en particular las confesiones de los asesinos. Los criminólogos tuvieron que adaptar su aproximación a su objeto de estudio favorito, “el criminal”. Si bien todavía se usaban las ideas positivistas acerca de los criminales natos como seres humanos primitivos, ahora compartían la escena con aquellas de los psiquiatras, los médicos y los psicoanalistas, quienes exploraban a los criminales bajo el supuesto de que tenían personalidades complejas y de que sus palabras podían esconder la verdad, pero también revelarla.

Sobra decir que las confesiones no estaban a salvo de la crítica. Los parientes de las víctimas de asesinato podían participar en los juicios como civiles, o por medio de la prensa, para defender la reputación de las víctimas. Los lectores de periódicos y de novela negra estaban al tanto de la ineptitud, la corrupción y la impunidad de los cuerpos de seguridad. Sabían ya que las confesiones podían obtenerse mediante coerción. Con todo, la mayoría de la gente creía que la verdad quedaba en algún lugar de las páginas policiales (también llamadas policiacas o policíacas). La historia mexicana de la indagación detectivesca, por lo tanto, cuestiona la premisa de que el Estado era una garantía, la entidad confiable dentro del proceso judicial, y de que, una vez que las pruebas se habían establecido, se podía contar con una sentencia de culpabilidad. En México, múltiples actores, entre ellos periodistas, abogados, miembros del jurado, testigos, sospechosos y víctimas, discutían acerca de lo que constituía la verdad. El Estado tenía un papel en el proceso, pero no lo controlaba. Incluso a los escritores se les dificultaba restablecer una percepción de orden por medio de la literatura. En suma, la indagación detectivesca era un proceso complejo, pero no tanto como para que la gente perdiera la esperanza de alcanzar algún día la verdad. Puede que sus debates no siempre hayan conducido a una sentencia judicial, pero alcanzaron cierto grado de validación en el tribunal de la opinión pública.7

El crimen era un tema clave en la esfera pública. Gente de todos los ámbitos lo narraba, lo explicaba, lo fotografiaba y lo debatía. Analizar estas discusiones nos permite mostrar cómo el crimen producía representaciones de la realidad que, a su vez, le daban forma.8 Detectives, sospechosos, víctimas, testigos, jueces, periodistas y lectores convergían para discutir historias de crímenes. Las pruebas que reunían eran variopintas y confusas, libres de las ataduras que podían imponer los criterios legales o incluso las normas morales. El crimen ofrecía hechos objetivos, independientes del conocimiento científico o legal sancionado por el Estado. Las narraciones de casos famosos y las imágenes de asesinatos y cadáveres eran tan reales como podía serlo cualquier hecho acerca de la vida social. Los juicios por jurado, las noticias policiales y la novela negra le daban a los ciudadanos una plataforma para diseminar sus propias explicaciones y convertirse en autores de historias y narraciones —a algunos sospechosos se les permitía incluso dar discursos y entrevistas—. En estos relatos, el asesinato era un acto lleno de significado, algo que debía explicarse e interpretarse con el uso de la razón y la emoción, e incluso juzgarse desde una perspectiva estética.

Estas narraciones y debates crearon lo que denomino “alfabetismo criminal”, es decir, una serie de conocimientos básicos acerca del mundo del crimen y la ley penal. El alfabetismo criminal incluía información ecléctica acerca de las instituciones, los casos famosos, las prácticas cotidianas y los lugares peligrosos que le ayudaba a la gente a sortear los complejos problemas prácticos de la vida urbana moderna. La incertidumbre que rodeaba a la justicia y la policía volvió aún más necesario ese conocimiento. El dato básico del alfabetismo criminal en México era que la verdad nunca era definitiva, siempre era una versión debatible. La realidad, en otras palabras, no era la información en bruto que uno recolectaba caminando en las calles de la ciudad o asomándose a la escena del crimen: era la organización de esa información en patrones predecibles que hacían del delito el objeto de un diálogo productivo y prometían el restablecimiento de la seguridad después de una transgresión.9

La reputación de México, tanto dentro como fuera del país, ha estado durante mucho tiempo enturbiada por la violencia y la impunidad. A ojos de los visitantes, durante los años de inestabilidad que siguieron a la Independencia, el país estaba prácticamente en manos de los bandoleros que asaltaban los caminos. En el porfiriato, las prisiones y las calles de la ciudad parecían infestadas de degenerados borrachos y marihuanos que blandían sus cuchillos. La Revolución de 1910 trajo consigo una explosión de violencia y desorden de una escala tan amplia, que las imágenes de las ejecuciones y los cadáveres en México se imprimían en postales. Para mediados del siglo XX, México era un lugar más tranquilo, un refugio tolerante para los viajeros en busca de entretenimiento ilícito, ya fuera psicoactivo, erótico o de cualquier otro tipo. William S. Burroughs elogiaba la Ciudad de México en 1949 por “la atmósfera general de libertad” que la violencia y la ilegalidad ofrecían. (Atmósfera que sin duda le ayudó a eludir el castigo por el disparo accidental a su propia esposa.)10

Este libro entiende la infamia, para usar las palabras de Jorge Luis Borges, como una “superficie de imágenes”.11 Sin embargo, detrás de las historias apócrifas o distorsionadas que componen su Historia universal de la infamia de 1935, hay un argumento sutil acerca de la necesidad de revisitar las conexiones entre ficción y realidad, y las reputaciones y los hechos. Borges escribe sobre personajes despreciables a lo largo de la historia mundial cuyo logro en común es la propia infamia. Tom Castro, por ejemplo, es el impostor que, después de salir de prisión, da conferencias en las que o bien se defiende, o bien confiesa su culpabilidad, dependiendo de las preferencias del público. A esos criminales debe agradecérseles, sugiere Borges, porque hicieron posible “la negra y necesaria ocasión de una empresa inmortal”; es decir, contar su historia, como el compadrito de Buenos Aires que mata a su adversario y “consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio”.12

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Žanrid ja sildid

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684 lk 25 illustratsiooni
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9786079876265
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