Loe raamatut: «Jacques Derrida y Nicanor Parra»

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PAULA CUCURELLA

JACQUES DERRIDA & NICANOR PARRA:

UN ENSAYO SOBRE LA POESÍA EN TIEMPOS DE CENSURA

ISBN: 978-956-9441-37-0

ISBN DIGITAL: 978-956-9441-72-1

DISEÑO EDITORIAL Y PORTADA

Camila González S.


© 2021, Pólvora Editorial

Diagramación digital: ebooks Patagonia

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Índice

INTRODUCCIÓN

I

El problema y lo que está en juego

La Ley Literaria

L’idiom pure

Poesía. La paradoja de un género idiomático

El idioma y la salud de nuestras disciplinas

II

Antipoesía y censura

Autoinmunidad

Cita/Iterabilidad

III

Estética de la ambigüedad en la antipoesía

Principio de no-contradicción y la aporía

El código de lo ambiguo

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Introducción

Sin dejar de ser un contrapropósito tal vez la forma más rápida de entrar en materia es demarcar los bordes de esta cancha. Los márgenes ya se asoman en el título de este libro, así como la naturaleza promiscua de este ensayo, lo que en lenguaje académico llamamos “interdisciplinario”. No obstante, la distancia geográfica, conceptual, contextual y disciplinar entre Parra y Derrida, su encuentro deliberado en el diálogo ficticio que creo en este libro/ensayo parece destinado y necesario.

Una aproximación comparativa al estudio de la poesía de Nicanor Parra y la filosofía de Jacques Derrida se justifica en el entendido que los elementos bajo estudio se benefician de la comparación. Esta aproximación —la que todavía hoy encuentra resistencia en círculos académicos tradicionales—tiene un nombre, ha creado su propia disciplina y sistema de validación: literatura comparada. La diversidad de esta última resiste su anquilosamiento en la prescripción de las disciplinas a comparar, es decir, impera el desacuerdo respecto a qué tipo de comparación es considerada seria. Tal vez por esto creo necesario justificar la legitimidad de mi comparación y establecer sus límites, no obstante, la precariedad de la figura y la funcionalidad del límite mismo cuando es aplicado a la relación entre filosofía y literatura.

Igualmente, sensato sería defender que un estudio comparativo debería exhibir una comprensión profunda de los valores y sistemas comparados. Pero sucede que la literatura no es sistema, y los valores que exhibe no son estables. Una lectura comparativa entre literatura y filosofía debe respetar la singularidad de la primera y el rigor de segunda, precisamente para que su diálogo interdisciplinario no derive en una borradura de lo intraducible y específico a cada disciplina. Esto es lo que he intentado hacer en este ensayo. Ignoro si lo logré, pero al tanto de la dificultad de la tarea decidí mostrar los límites de mi comparación cada vez que estos salieran a mi encuentro (registro que destiné a las notas). Esta forma de demarcación favorece el cruce de bordes sin eliminar la figura del borde. Limité mi utilización de las notas al máximo para preservar el estilo de presentación económica, y la claridad a la que me inclino al disponerme a escribir un ensayo y no un libro académico.1

Ni poesía ni filosofía pueden pensar a la otra de modo cabal. Su comparación no es absoluta; no obstante, hay una conversación en curso.

Las condiciones de censura determinadas por el contexto político en el que se desarrolló gran parte de la antipoesía de Nicanor Parra generan condiciones ideales para observar la autoinmunidad del lenguaje, y la relación entre literatura y democracia, tres conceptos y dos áreas de desarrollo claves para comprender el trabajo de Jacques Derrida. Bajo censura, bajo condiciones que ponen en guardia y activan los mecanismos de defensa de la literatura, los límites problemáticos entre lo literario y lo no literario emergen de manera distintiva. Si la literatura activa sus mecanismos de defensa bajo censura, puede llegar a transformar los parámetros de lo considerado literario, manipular estos bordes para explotar la capacidad crítica de la literatura.2 La reflexión sobre los límites que demarcan a la literatura excede un interés exclusivo en la poesía chilena y en la antipoesía de Nicanor Parra, el problema es filosófico.

La pertinencia actual y urgencia de volver a pensar el rol que puede cumplir la literatura para contribuir a defender uno de los principios básicos de la democracia y denunciar la censura, es más acuciante que nunca. No solo en Chile, en todo el mundo las democracias del capitalismo han adaptado sus sistemas de legislatura, hecho concesiones, para acomodar los intereses del mercado, cuyo interés primordial es fundamentalmente antidemocrático en la medida en que sus beneficios son disfrutados por un porcentaje mínimo de la comunidad que también se ve afectada por las políticas que lo controlan. Los medios de comunicación por su parte en su gran mayoría sirven el propósito de servir estos intereses; es por esto que el arte, la literatura, los medios alternativos de producción de narrativas sociales, pueden cumplir un rol clave en la intervención de este orden.

1 Por esta razón no he hecho mención del trabajo de mucha gente que ha informado, de una manera u otra, la síntesis de ideas que presento en este ensayo, partiendo por el trabajo de Kate Jenckes, siguiendo con Adam Shellhorse, Patrick Dove, David E. Johnson, Erin Graff-Zivin, Sergio Villalobos, Pablo Oyarzún, Andrés Claro, y Jacques Lezra. Mis amigos más cercanos, Donald Cross y Tyler Williams, merecen mención especial. Nuestras conversaciones y su camaradería están en el subtexto de todo lo que escribo.

2 En L' Université sans condition Derrida extiende esta capacidad crítica a las humanidades en general, pensadas como un espacio de resistencia donde se puede reavivar una tradición crítica. Esto se puede expresar como derecho a decirlo todo (como en literatura) y también a formular las preguntas más acuciantes. “Desde este punto de vista al menos la deconstrucción (no me avergüenza decirlo y tampoco reivindicarlo) tiene un lugar privilegiado dentro de la universidad y las humanidades, como lugar de resistencia irredentista, o de modo análogo, como una especie de principio de desobediencia civil, o de disidencia en nombre de una ley superior y de una justicia del pensar” (Derrida 2001b, 20-21), el tipo de institución universitaria (la universidad sin condición) que podría hospedar esta pasión crítica no existe de facto, pero dados los principios que fundaron la universidad como institución, en vistas a su vocación y la esencia que profesa, la universidad actual debe reclamar esta esencia y preservar este espacio de resistencia crítica a los poderes de apropiación dogmáticos e injustos (Derrida 2001b, 11-14).

I

El problema y lo que está en juego

La historia de la relación entre filosofía y literatura precede su encuentro en la filosofía continental del siglo XX. Si la historia de estas relaciones fuese una novela, o una miniserie probablemente tendríamos que recurrir a constantes escenas de celos, envidias, intrigas y secretos respecto a los cuales sólo podríamos especular. Parménides, el primer filósofo racionalista, escribió su “poema” o tratado filosófico usando el hexámetro dactílico, el mismo metro que utilizó Homero, el metro de la épica griega, el metro de los mitos y de la literatura. Platón, escribió diálogos para construir la escena primordial de la filosofía. Su fascinación por la elaboración de escenas e imágenes sensoriales revela una preocupación por la presentación de ideas que excede el simple interés por el concepto o el contenido. Sus diálogos invitan a hacer una experiencia con el texto.

Cuando la filosofía comienza con los filósofos presocráticos no existía una tradición establecida de escritura en prosa, y por tanto no estaba claro que la forma de conocimiento que comenzaba a perfilarse en ese tiempo como filosofía tuviese que ser escrita en prosa. Algunos de los primeros filósofos escribieron poemas, Xenófanes, por ejemplo, era poeta y también fue considerado un filósofo en la medida en que sus poemas abordaron temas filosóficos. Parménides es otro caso. Entre los estoicos, Crisipo de Solos citó poemas como prueba de sus argumentos, tal como Heidegger en sus trabajos tardíos.

La manipulación de las formas y del estilo de presentación en filosofía han sido puestas al servicio de la creación de sentido. Kierkegaard escribió utilizando seudónimos, y la claridad de muchos de sus textos es indisociable de sus excesos retóricos. Nietzsche, también utilizó seudónimos, escribió libros completos desde la voz de un personaje, utilizó monólogos dramáticos, y experimentó con poesía. Comprometidos en hacer visible lo invisible, estos filósofos utilizaron todas las herramientas del lenguaje a su disposición. Su preocupación por el estilo y la calidad de su escritura es en parte responsable de la popularidad, sobrevivencia y vigencia de sus ideas.

La identidad de la filosofía y su desarrollo histórico es indisociable de la literatura, de herramientas de escritura que fueron desarrolladas primordialmente por la literatura, y, sobre todo de la ficción que define a la literatura. Estoy convencida de que el futuro de la filosofía está asociado y depende en gran medida de un elemento “extra filosófico” que podría ser llamado literario, y que facilita su repetición en el tiempo y la efectividad en la comprensión de sus ideas. A menudo la filosofía recibe la justa acusación de no ofrecer ejemplos concretos para facilitar la comprensión de sus conceptos. En el seminario de Rodolphe Gasché esta limitación que enfrenta la filosofía a la hora de las explicaciones era objeto de bromas. Cuando algún estudiante pedía un ejemplo de algún concepto en discusión, Gasché nos contaba la anécdota de Husserl (tal como se la contó Jacques Taminiaux a Gasché) quien respondía con excelente disposición a este tipo de petición, y añadía “por ejemplo, tomemos el caso de un objeto abstracto”.

Existe una razón respaldando este comportamiento en filosofía: La función de universalización de los conceptos no puede ser cabalmente contenida por ningún ejemplo concreto sin contrariar la universalidad del concepto. La universalidad del concepto que determina su poder explicativo y su capacidad persuasiva, siempre se verá parcialmente refutada por un ejemplo, cualquiera sea éste. La filosofía evita los ejemplos, es cierto, y con razón. No obstante, también existe un nivel de complacencia entre los(as) que trabajamos en esta disciplina en mantenerla como un nicho para iniciados, la que trasluce en la reproducción del jargon, y en la resistencia a establecer discusiones con otras disciplinas. Este tipo de comportamiento y actitud hoy contribuye a la amenaza de la extinción de la filosofía.

La relación entre filosofía y literatura que aparece en este libro no es la misma que aquella entre el ejemplo y el universal. La materialidad de la literatura es irreducible a conceptos filosóficos; en muchos casos es irreducible a categorías estables. No obstante, la comparación ayuda a imaginar el concepto, y a medir la profundidad y el alcance de la literatura.3 Si tomamos el canon literario como modelo de “literatura” siguiendo un afán inductivo, tendríamos que hacer coincidir nuestro concepto de literatura con una variedad tan amplia de obras que su diversidad inmediatamente revelaría la insuficiencia de cualquier denominación de conjunto. La relación al común denominador literario que asumimos atraviesa a las obras consideradas parte del canon es una analogía débil. Tomadas en conjunto, las obras literarias no contienen marca que señale una pertenencia al canon como una propiedad intrínseca a las obras mismas, que no se encuentre al mismo tiempo refutada en alguna otra obra que también es considerada parte del canon. La universalidad del concepto de literatura no puede ser encontrada en ninguno de sus casos particulares ¿Con qué propiedad, entonces, podemos defender que un texto es literario en oposición a otro filosófico, periodístico, médico o legal?

Esta pregunta le da la bienvenida a un problema —o una serie de problemas— que exceden la disciplina literaria. No sería demasiado aventurado defender que toda disciplina se relaciona a sus límites de manera problemática. Mi experiencia particular se reduce a dos disciplinas, la filosofía y la literatura, y mi familiaridad con este problema como algo común a ambas se remonta al año 2015, cuando me mudé del Estado de Nueva York para estudiar Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso, donde actualmente enseño. Sin ser ingenua, mentiría si negara que entrar a un programa de Creación Literaria no tuvo efectos en la manera en que imaginé mi relación a la escritura. Cuando caí en la cuenta que podía oficialmente incorporar la categoría “creativa” para describir el grupo al que pertenecía mi trabajo, sentí que mi pasaporte de escritora simbólico había sido estampado con un timbre con regalías diplomáticas, entre las cuales podía contar una cierta inmunización de las restricciones tediosas impuesta por las citas, el formarto MLA, y la cuenta creativa que te pasa a veces el tener escribir para poder ser publicada al interior de una disciplina académica.

Sin duda los escritores y escritoras académicas también deben utilizar la creatividad; algunas buscan un estilo de manera activa, elaboran imágenes, metáforas, y utilizan técnicas “literarias” (no exclusivas a la literatura), y en la medida en que estas escritoras quieren ser leídas también les interesa buscar la elegancia, la claridad y lo atractivo en su escritura; al menos parece razonable imaginar que tal es el caso.

En mi experiencia, ambos grupos de escritores, creativos y académicos, se relacionan a los márgenes de sus disciplinas de modo problemático, dado el conflicto entre dos tendencias aparentemente conflictivas: por una parte, la voluntad creativa (llamémosla de esta manera) a renovar el campo y a incorporar nuevos textos, nuevas técnicas, nuevas ideas a las disciplinas para las cuales escribimos, y donde pretendemos inscribir nuestro trabajo. Y, por otra parte, la tendencia y voluntad de observar las restricciones, limitaciones y prohibiciones dictadas por estas mismas disciplinas, demarcaciones que tienen en vistas preservar la identidad disciplinar, determinada por prácticas instituidas de lectura, escritura y producción de campo.

A esta situación me refiero en términos de problema. La delimitación de este problema y su descripción coordinará las primeras consideraciones de este ensayo. Si bien es cierto — como refería al comienzo— este problema no es exclusivo a la literatura, dirijo el foco a esta última disciplina. El carácter problemático de este problema no deriva sólo del conflicto creado por las dos voluntades mencionadas, a saber, el deseo de preservar la identidad de nuestras disciplinas, y el deseo de renovarlas para asegurar su supervivencia en el tiempo. Cuando caemos en cuenta que las premisas que parecen guiar nuestra identidad disciplinar se encuentran informadas por políticas discriminatorias sexuales, raciales y de género, recién entonces nos enfrentamos a la gravedad real del asunto. Tanto en filosofía como en literatura el canon se encuentra constituido en su gran mayoría por hombres, y esta tendencia es reproducida hoy en día. Para probar este último punto, quiero invitar a mi lector a realizar el siguiente experimento. Abra alguna edición reciente (digamos, una publicada en los últimos 15 años) de un libro de ensayos académicos o de teoría literaria, una revista académica o revista literaria (cuyo tema central no sea feminismo), y cuente cuantas mujeres hay contribuyendo a la colección. Los resultados en su mayoría hablarán por si mismos.

Hoy en día no hay políticas extendidas de representación igualitaria de género en las publicaciones académicas y literarias. El instinto a preservar nuestra tradición como la conocemos también se ha traducido en la reproducción de sus políticas discriminatorias. Por lo mismo resulta necesario interrogar la economía que administra los límites disciplinares, así como la lógica responsable de la creación de los límites genéricos que le dan forma y dividen nuestras disciplinas y los géneros para los cuales escribimos.

Esta operación puede echar luz en la arbitrariedad que informa estos límites, así como en la topología extraña al borde y en los textos que la habitan. Lo nuevo, no en el sentido de la última moda, la última publicación, si no que lo nuevo extraño a la economía de inclusión y exclusión que forma parte de lo literario, pertenece a una economía del todo distinta. Lo nuevo que es resistido por la categoría de lo literario no reconoce su legislatura. Tanto por la topología descrita por estos trabajos nuevos, como por la estética que proponen (lo idiomático), resulta importante reflexionar en ellos.

Las razones informando la exclusión de un determinado texto ya sea del campo literario o filosófico, tiene que ver tanto con la capacidad de este texto para hacer eco del canon o de la tradición (en forma, estilo, e ideas) como con razones de tipo “externas” (género sexual, clase social, raza, etc.). En ambos casos, si la identidad de nuestras disciplinas es establecida en base a principios anquilosados como lo son la reproducción de la tradición de diversas maneras, el resultado es siempre la disminución de la diversidad de éstas y su estancamiento.

En este ensayo presto atención al comportamiento de los márgenes disciplinarios de la literatura bajo condiciones que ponen en guardia sus mecanismos de defensa, pero esta vez no se tratará de la defensa de la identidad disciplinaria, si no de la libertad de expresión que en la modernidad se ha transformado en uno de los estandartes de la literatura. Bajo condiciones de censura, la poesía de Nicanor Parra saca provecho de la volatilidad de los márgenes literarios y los presupuestos de la institución literaria para explotar su capacidad crítica. El estudio de la forma en que esto es llevado a cabo es un registro del comportamiento de la poesía en tiempos de censura, explica aspectos formales de la antipoesía en relación con su contexto, y deja en evidencia la lógica y el comportamiento del lenguaje, otra forma de aproximarnos a una comprensión de sus límites.

3 Para Derrida, la ejemplaridad de la literatura consiste en su capacidad para decir más de una cosa, su interpretación nunca es unívoca. Como ejemplo, la literatura frustra el propósito de la ejemplaridad, y “de eso se trata, es por eso que la literatura (entre otras cosas) es ‘ejemplar’: ella es, ella dice, ella hace siempre otra cosa que ella misma, la que es, además, nada distinto que eso, algo otro que ella misma. Por ejemplo, o por excelencia: la filosofía” (Derrida 1993, 90-91).

La Ley Literaria

La autoridad del canon literario —las reglas que calladamente impone— no son muy diferentes de lo que llamamos ley, incluso si dicha ley no ha sido escrita.

En el hipotético vestíbulo de entrada al espacio literario, una esfera protegida donde no todos los escritores, escritoras y textos son admitidos, la ley sale a recibir aquellos textos que la respetan y que potencialmente podrían protegerla al reproducir el mismo sistema que la vio nacer. Ser aceptada en la esfera literaria es privilegio que concede la autoridad de hablar “desde dentro”, con ese aire de familia que te da a entender que el/la que habla sabe de lo que está hablando. En la ausencia de código genético, este aparato filial de sobreentendidos toma la forma del crédito.

La autoridad de hablar con autoridad literaria es conferida cada vez que una nueva obra es incorporada al campo literario. Si tuviésemos el privilegio de ir a preguntarle a esa obra y ese(a) autor(a), ¿qué es la literatura? O ¿cómo hay que escribir para que te dejen entrar? Muy probablemente dicha obra guardaría silencio, precisamente para callar que la verdad de las cosas no tenía la menor idea cómo había entrado, pero que ahora, una vez dentro, empezaba a disfrutar eso de poder decidir quién entra y quién no.

Como contenido formalizado la ley literaria nunca es ofrecida a la percepción.

۝

¿Cómo es que la literatura —que no tiene esencia— puede configurar un campo y administrarlo como si hubiese una ley literaria que pudiese ser prescrita e impuesta?

La organización de la autoridad en general, y en particular la forma que toma esta organización en el caso de la literatura, plantea un problema que Derrida aborda en Prejuges, texto que presentó en el coloquio de Cerisy de 1982, y que apareció publicado en francés junto con otros autores bajo el título La Faculté de Juger. En forma de comentario a la parábola de Kafka “Ante la ley” (Vor dem Gezetz), Derrida se refiere a la forma en que nos relacionamos a la autoridad, y el rol que cumplimos en la creación de esta. La parábola —para las que no la conocen—es muy breve, probablemente no más de mil palabras. Mi paráfrasis preservará esa brevedad.

Este texto aparece dentro de la novela Der Process [El proceso], publicada en 1925 después de la muerte de Kafka, y narra la historia de un campesino que aparece un día ante las puertas de la ley pidiendo acceso a ésta. El guardián que protege la entrada responde que tal acceso es posible, pero no en ese momento [jetzt aber nicht]. Cuando el campesino se inclina a mirar más allá de este umbral el guardián le advierte que incluso si intentase cruzar por la fuerza y lo lograse, más allá de esa puerta encontraría otras puertas, cada una protegida por otro guardián; un sinnúmero de puertas consecutivas y un sinnúmero de guardianes, uno más poderoso que el anterior. Persuadido y desde ya intimidado por el porte y la fuerza del guardián que tenía en frente, el campesino decide esperar hasta obtener permiso para entrar. La historia termina con la muerte del campesino, quien finalmente espero toda su vida.

Siguiendo la historia, resulta que en el lugar de la ley siempre y sólo encontramos sus representantes que te hacen observar la ley, te hacen literalmente mantenerte de pie —o mantenerte sentado— frente a ella, observándola. Esta espera es sostenida solo en vistas a la promesa de que aún existe posibilidad de que eventualmente se nos permita acceso. En esta historia respetar la ley no significa obedecer su regla sino esperar su revelación. Lo interesante y triste de esta historia es que precisamente en esta espera la ley se crea.

La lectura que hace Derrida de esta parábola es aplicable a la economía de autorización que es responsable por la creación de la tradición literaria. Así como en la parábola, la ley literaria es validada a través de nuestro reconocimiento de su autoridad, en la misma medida en que la ley valida nuestro trabajo al reconocer en éste las posibilidades para reproducirse en tanto ley. En términos prácticos, acatar la ley, obedecerla y respetarla (hacerle cumplidos), resultará en nuestra publicación; si tenemos suerte nos van a citar, nos traducirán, y perteneceremos a la tradición y disciplina de la que intentamos formar parte.

Siguiendo la comparación que hace Derrida entre la ley literaria y la parábola de Kafka, el texto frente al que nosotros — lectores(as) y autores(as)—, comparecemos como ante la ley, se encuentra protegido y validado por guardianes que pueden ser otros autores y autoras, editoriales, archivistas, bibliotecarios, etc. Estos guardianes forman parte de la institución de validación que hace posible la ley literaria, es decir, la pretensión de que hay algo llamado “literatura” que constituye una categoría a la cual un texto puede pertenecer, y que es expresada a través del texto, a través del estilo, a través de forma y contenido. Si bien es cierto hay ciertas marcas genéricas (tales como el título, el objeto libro, el sistema y la economía de las editoriales, etc.) que al estar presentes en un texto lo inscriben en una cierta tradición, estas marcas no son exclusivas a ningún género y a ninguna tradición. Un texto puede pertenecer a diversos géneros al mismo tiempo, es decir que nada impide que un texto pueda ser reinterpretado en el futuro en claves que no fueron intencionalmente incorporadas por el/la autor(a) al momento de escribir y publicar el texto.

En su interpretación de la parábola de Kafka, Derrida nos recuerda que los guardianes de la ley pueden cumplir su función de otorgar protección sólo en la medida en que existe un sistema de leyes que garantiza su poder y su autoridad (Derrida 1985, 114). El poder del guardián de la ley nunca es puesto en cuestión, y por la misma razón, nunca se ve en la necesidad de utilizar su poder —más allá de expresarlo de manera enunciativa o performativa (soy poderoso y más poderoso que tú) para defender la puerta.4 Nunca sabremos que hubiese sucedido si el campesino hubiese intentado acceder a la ley por la fuerza, en vez de esperar a que lo invitasen a entrar. El guardián podría haber sido un holograma. La magnitud del poder del guardia depende de la cadena de poder: una serie de figuras de autoridad o sistemas de autorización que validan tanto a la cadena misma como a sus miembros. Pensando en la figura de la cadena que retarda la presentación de la ley, en la función del posponer, y en la ausencia de poder al margen de su presencia enunciativa, es que Derrida explica que la interdicción del guardián de la ley no es una prohibición si no differance (129).5 El obstáculo que representa el guardián y la puerta (que permanece abierta) marcan un limite que no clausura nada.

En Force de Loi. Le ‘Fondement mystique de l’autorité’, Derrida se refiere a la fuente de la cual la ley extrae su poder, y nos advierte del peligro de asumir que el poder que le permite a la ley actuar con fuerza de ley deriva de su relación a la justicia. La justicia no es la fuente del poder de la ley, y la ley no es una expresión de la justicia (Derrida 1994a, 30). La justicia en este texto, al igual que la ley en la parábola de Kafka, también aparece como el significado ausente en la cadena significante.

El significado de la palabra justicia no es claro cuando ponemos esta palabra en diálogo con las reglas que sancionan los bordes y organizan el canon literario y la institución literaria.

Pues, ¿qué podría significar aplicar una regla sin contenido de una manera justa? Derrida no sigue el derrotero de esta pregunta en Force de Loi, y es probable que lo más cercano a una discusión de la relación entre la ley literaria y la justicia entre los textos publicados de Derrida sean algunas de las respuestas que él da en la entrevista que le hace Derek Attridge, “Cette étrange institution qu’on apelle la littérature”. En esta entrevista Derrida se refiere a la relación entre democracia y literatura: “La institución de la literatura en el Occidente, en su forma relativamente moderna, está asociada a una autorización a decirlo todo, y sin duda también al devenir de la idea moderna de la democracia” (Derrida 2009, 257).

Derrida no está intentando sugerir que la literatura dependa de la democracia, pero en la medida en que la institución literaria como forma institucionalizada de ficción ha internalizado una de las premisas claves de la democracia, el desarrollo de estas dos instituciones ocurre de modo paralelo en la modernidad. No obstante, esta relación entre democracia y literatura no tiene otras implicaciones, la literatura no es expresión de la democracia: la autoridad de la ley literaria no tiene nada que ver con la justicia; la relación entre ley y justicia no es necesaria; y no es de la justicia de donde la ley obtiene su poder.

La ley literaria obtiene su poder a partir de tres pasos simultáneos fundamentales a la constitución de la economía literaria: primero, el establecimiento y la validación de la ley a partir de sus representantes. Segundo, el diferimiento de la ley —es decir de su presentación— a través de sus representantes. Y, tercero, la validación de los representantes que validan la ley (personas, textos, instituciones, etc.). La institución de la ley literaria describe una lógica circular. Ninguno de estos pasos ni el círculo que describen en su mutua interdependencia tiene en vistas instituir alguna forma de justicia, ni tampoco asegurarse de que los trabajos validados en este proceso son una muestra representativa de la diversidad de la producción literaria vigente.

Resulta interesante notar que para hablar del origen de la ley literaria —de este círculo que describe la topología de la ley, este punto de origen que se da origen a si mismo— Derrida recurra a un vocabulario místico y económico. Una lectura económica de la lógica que organiza la institución literaria es posible en vistas al sistema de donación de valor que acredita las nuevas obras incorporadas al canon literario. Dado que es solamente gracias a la performance de la autoridad literaria que tal donación de crédito es posible, y en vistas a que dicho valor no es una propiedad que le pertenezca a las obras mismas, este valor es más precisamente una forma de crédito. Refiriéndose al origen del valor creado en el nombre de la ley, Derrida adopta la expresión “la fundación mística de la autoridad” [le fondement mystique de l’autorité]6 de Pascal, quien probablemente la tomó de Montaigne, para referirse al lugar ausente del origen, y para describir nuestra relación a este lugar ausente en términos de fe:

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