El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961

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Razón y sinrazón de la Iglesia Católica

Cuerpo político y económico de la mayor antigüedad, la Iglesia hoy supera la cifra de mil millones de fieles. Una de las claves de su riqueza y poder es que jamás deja sus asuntos a la suerte o las circunstancias fortuitas, o en las manos de Dios. Su arquitectura administrativa y operativa es el mejor ejemplo de una empresa destinada a perdurar hasta el fin de los tiempos. En su historial se incluyen hechos que nada tienen de espirituales o piadosos, como la destrucción de “los herejes”, la Inquisición para enviar a otro mundo a los judíos y otros, las guerras y rebeliones que patrocinó de las Cruzadas en adelante, en las que participó con frecuencia, hasta dar cobijo a abusadores de menores. Es de llamar la atención que sus estructuras medievales permanezcan, en las que un individuo proclamado infalible concentre el poder absoluto hasta la raíz misma de la venerable institución. Es heredera del paganismo romano vestido con ropajes diferentes. Más allá de sus celestes alcances, su vocación más sagrada ha sido la obtención y custodia de bienes terrenales, en un mundo en el que la mayoría de su feligresía es pobre e ignorante, que hace uso de obras de caridad, a la postre golpes de pecho para aliviar su conciencia. Como es natural, a este gigantesco poderío, parasitario más allá de toda medida humana y sobrenatural, se le agrega su conservadurismo, su acomodo al mundo de los poderosos y oposición a los procesos históricos novedosos a los que invariablemente los percibe como amenazantes. En el desarrollo de la ciencia (siempre desafiante de los dogmas de la religión católica), en las revoluciones liberales, marxistas, anticoloniales, nacionalistas o de índole semejante, y en los cambios de las costumbres la institución eclesiástica raras veces las ha asumido con un mínimo de apertura, sino todo lo contrario. En lo ideológico, se ha visto corta en originalidad, invención y lucidez, por lo que acusa una precariedad argumentativa y la repetición ad infinitum de dogmas, frente a las formas de pensamiento laico y avances científico de los siglos XIX y XX. Su militancia reaccionaria, su verbo filoso, hasta sus armas físicas, raíces de su poder, han convertido a la Iglesia en enemiga formidable de los cambios que para bien o para mal experimenta el mundo en que vivimos. Al encontrar respuestas con fuerza semejante por parte de entidades estatales o de cualquier otra parte, recurre a su socorrido expediente de las “persecuciones” de las que se dice eterna víctima, y no se queda con los brazos cruzados.

Tanta energía desplegada por la venerable institución tuvo un antecedente notable en 1937 cuando el Papa Pío XI condenó al marxismo y al “comunismo ateo” en su Encíclica Divini Redemptoris, y atacó duramente la doctrina de los “sin Dios” –es decir, la de los ateos, agnósticos, masones, bolcheviques y otros de etiquetas semejantes. Su estafeta anticomunista, antiliberal, antimasónica y antilaica le fue heredada y a su vez pasada a sus sucesores. Este siervo de Dios cargó con un fardo que la historia no le ha quitado de encima, que fue su alianza política con dictadores, como Benito Mussolini. A pesar de sus muchas diferencias –quizás no eran tantas– los dos autócratas compartían su hostilidad al comunismo, al que veían como amenaza a la dominación ideológico-religiosa y al imperio fascista en Italia. No eran tan extraños compañeros de cama: compartían más de lo imaginable su odio hacia todo lo que estaba a su izquierda. Los privilegios obtenidos por la Iglesia a través del Tratado de Letrán y otros, aunque no siempre fueron respetados por el gobierno italiano, aportaron considerables ventajas, en particular durante la Segunda Guerra Mundial.1 Comunismo se refería no solamente a la Unión Soviética, sino a sus partidos aliados en Europa, particularmente en Italia, donde los comunistas italianos estuvieron a la cabeza del movimiento partisano contra el nazi-fascismo, saliendo fortalecidos y con un gran prestigio después de la derrota de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Algo parecido aunque de distintas proporciones ocurrió en Francia, donde el maquis contaba con un cantidad sobresaliente de comunistas poseedores de una aureola de entrega y heroísmo en la defensa de su país.

Desde que el comunismo era más bien marginal en Europa en el siglo XIX, el Vaticano lo repudió por considerarlo una doctrina todavía más radical que el liberalismo que tanto le afectó desde la Revolución Francesa. En México, sus liberales eran una punzada en su mollera, y fue en este país donde se escribió un largo capítulo en que la Iglesia jugó uno de los papeles más cuestionables, siendo señalado una y otra vez con buenas razones como uno de los responsables de su atraso endémico. La pelea de la Iglesia Católica en periodos largos ha sido por la supuesta defensa contra imaginarias conspiraciones internacionales. Esta tendencia se remonta a muchos años atrás, y en ocasiones el observador se encuentra con que en la narrativa de ataque –del siglo XIX, por ejemplo– se pueden cambiar ciertos nombres o sustantivos, se mantienen los predicados, y ya está, como por ensalmo aparece una “nueva” narrativa. Con todo y que la violencia verbal de los Sumos Pontífices se expresó con fingida delicadeza, fue menos el crudo discurso de sus subordinados, desde los cardenales y arzobispos hasta los simples sacerdotes parroquiales que la emprendieron contra los “enemigos de Dios.” Pese a lo pedestre de sus prédicas, sorprende que los ejercicios retóricos de los prelados ejerzan un efecto hipnótico en las mentes que, en principio y según la biología, están hechas para pensar. En rigor su lenguaje artificioso, incomprensible y críptico las más veces –sin olvidar que en épocas no tan remotas las misas se llevaban a cabo en latín– ha imposibilitado una comunicación genuina con los creyentes, los únicos vínculos se construyen través de la autoridad carismática del eclesiástico y sus efluvios dramáticos, así como a las evocaciones a un mundo sobrenatural poblado de santos, ángeles y querubines, y en su caso, de demonios. Y en una tierra con masones, judíos, liberales y comunistas prestos a acabar con las creencias religiosas, hay mucha tela de donde cortar, por decirlo así. La oposición católica en muchas partes al liberalismo y laicismo, “el ateísmo y el materialismo”, cuyas raíces se remontan a la Ilustración y a la Revolución Francesa, fue frenética por desesperada en países como México, donde a lo largo de un siglo el activismo clerical fue el combustible de guerras intestinas y una invasión extranjera. Así, a mediados del decenio de 1880 el papa León XIII inició un nuevo combate contra la masonería italiana, y aunque él no incluyó la propaganda antisemita, delegó esta tarea en otros. En particular, los jesuitas relacionados con La civilitá cattolica intentaron desacreditar a la masonería al asociarla con una supuesta “conspiración mundial judía”. Dos de estos religiosos, R. Ballerini y F. S. Rondina, lanzaron una campaña según la cual todos los “males modernos”, desde la Revolución Francesa hasta las últimas quiebras italianas, eran frutos de una conspiración judía de dos mil años, renovada en la masonería. La civilitá cattolica pintaba a Italia como un país sumido en la violencia, la inmoralidad y el caos general gracias a los judíos, y hablaba del judaísmo en los términos que utilizaría Hitler: como un pulpo gigante que asfixiaba al mundo.2

El Vaticano en la Europa de fines del siglo XIX también tenía sus alarmas puestas frente a la “probable amenaza del comunismo, esa herida fatal que se insinúa en el meollo de la sociedad humana sólo para provocar su ruina”. (León XIII)3 El comunismo amenazaba el poder material y el imperio ideológico-religioso de la Iglesia, que esgrimía buenas razones para creerlo así: la pobreza y explotación de los trabajadores en cuyos hombros se sostenía el poderío industrial de Alemania, la Gran Bretaña o Francia favorecía el ascenso de las fuerzas anticapitalistas. Fiel a su naturaleza, la Iglesia Católica en el siglo XX hizo armas sin vacilar contra “el comunismo ateo” –una redundancia, ya que por definición el marxismo calificaba a la religión como el opio de los pueblos. En la visión apocalíptica cuasi-paranoica de los católicos fue fácil asociar una pretendida conspiración judía a la del “bolchevismo”. A título de ejemplo, el católico jerarca nazi Joseph Goebbels dijo en 1936 que el bolchevismo era un absurdo patológico y criminal inventado y organizado por los judíos con el fin de destruir a las naciones europeas y establecer la dominación del mundo sobre sus ruinas.4 Expresiones tan absurdas como ésta daban cuerpo, adaptadas a los tiempos modernos, a una fantasiosa alianza judía-masónica-atea-comunista para apoderarse del mundo, nada menos. A partir de Pío XII el discurso la Iglesia dejó ver la existencia de una conjura comunista en marcha, en la que supuestamente subyacía una judía, aunque pasada la guerra el término “judío” pasó a retiro forzoso, sobre todo después de las barbaridades sobre esta población en Europa por los nazi-fascistas y que dejó raspado al Santo Padre. Para cerrar con broche de oro su pontificado, Por su parte Pío XI apoyó sin reservas a la Iglesia Católica Nacional de España y a la sublevación de Francisco Franco; obispos y sacerdotes bendijeron las armas de los alzados, e intervinieron de distintas maneras en el conflicto contra la República, incluso con armas en la mano. La complicidad del clero con el terror militar y fascista de Franco y los suyos durante y después de la guerra fue absoluta. Desde el Arzobispo Gomá, Primado de España, hasta el cura del pueblo más apartado, a pesar de conocer el sufrimiento de los republicanos en las garras de sus enemigos, advertían los disparos, atestiguaban los fusilamientos y masacres, confesaban a los que iban a morir, veían como se llevaban a la gente “a paseo”, prestando oídos sordos a los familiares que imploraban piedad y clemencia para los presos en espera de su hora final. La actitud predominante fue el silencio, por convicción propia o por orden de sus superiores, cuando no la acusación o la delación, y el apoyo irrestricto al llamado nacionalcatolicismo español.5 Con la victoria franquista los prelados pasaron a ocupar la primera fila del régimen dictatorial, haciéndose cómplices de la brutal represión contra los derrotados. Pocas horas después de anunciar que el ejército de los rojos estaba vencido y desarmado, Franco recibió un telegrama de Pío XII, recién elegido Papa el 2 de marzo de 1939, que rezaba: “Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente, con V. E., deseada victoria católica España. Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas y cristianas tradiciones que tan grande la hicieron.”6 El 16 de abril siguiente el mismo papa dirigió un radiomensaje a la “católica España” en el que se congratulaba “por el don de la paz y de la victoria, confirmaba el carácter religioso de la guerra, recordaba a los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles que en tan elevado número han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión católica”, y pedía “seguir los principios inculcados por la Iglesia y proclamados con tanta nobleza por el Generalísimo (Franco) de justicia para el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados (itálicas mías)”.7 Con todo y lo anterior, Pío XII –como también lo había hecho Pío XI– no pronunció, ni entonces, ni antes ni después, una sola palabra de misericordia o compasión para las víctimas, muchas de ellas católicas. Apenas el 12 de abril de ese 1939 tuvo lugar en Roma “un tedéum y recepción por el final victorioso de la guerra”, organizado jubilosamente por el cardenal Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI, en la iglesia jesuíta de Gesú, a donde asistieron el Colegio Cardenalicio y de la Secretaría de Estado del Vaticano.8

 

El 23 de junio de 1949 Pío XII excomulgó a los comunistas italianos, y posteriormente al presidente argentino Juan Domingo Perón –a quienes acusó de “conductas perversas”–, absteniéndose de condenar eclesiásticamente a Benito Mussolini y Adolfo Hitler –cuyos pecados “no eran tan graves.” En alianza inconfesable con los Estados Unidos Pío XII dio todo su apoyo al Partido Demócrata Cristiano contra el Partido Comunista por el gobierno de Italia. Este Papa, en su “Discurso a los Párrocos y Predicadores Cuaresmales”, al mismo tiempo que declaraba que los hombres de la Iglesia debían dejarse a otros el cuidado de “examinar y resolver técnicamente” los problemas económicos y otras cuestiones de orden temporal, daba orientaciones concretas relativas a las elecciones que iban a tener lugar en Italia. El valor y el aspecto concreto de estas consignas no podía escapar a nadie, dada la campaña comunista desencadenada en Italia (Disc. De Pío XII a los Predicadores Curesmales, 10-3-48).9 Aprovechando su nueva influencia como campeona de la Guerra Fría la Iglesia pidió clemencia para los criminales nazis de guerra, buscando que se conmutaran sus penas impuestas en los juicios de Nuremberg. De suma gravedad, una historia muy conocida es que Pío XII no condenó el Holocausto del que ya estaba bien enterado, para no poner en peligro su amistad con los nazis y los fascistas. Por su parte, la CIA aportó 10 millones de dólares para apoyar a partidos favorables a los Estados Unidos como la Democracia Cristiana, reclutando sacerdotes y obispos católicos que propagaron el miedo de los creyentes a la “amenaza” comunista”, e inundando al país de cartas, panfletos y libros advirtiendo sobre los “peligros” que se avecinaban si ganaban los comunistas en las elecciones. La campaña patrocinada por la CIA resultó en un éxito inesperado para los demócrata-cristianos en las urnas. Con la victoria de la Democracia Cristiana en 1948 y con el empleo de gángsters corsos para romper una huelga dirigida por un sindicato comunista en el puerto de Marsella, la organización tuvo un poderoso aliento de la Presidencia de los Estados Unidos para continuar.10

La historia del Catolicismo carga con el fardo antisemita desde sus orígenes. Los católicos habían tachado a los judíos de parias, de contaminar la tierra, de perpetrar como raza el mayor crimen jamás conocido por el hombre, es decir, matar a Dios (itálicas mías). Es decir, eran deicidas. Los cristianos fueron los que concibieron la idea de desposeer a los judíos de sus hogares, sus tierras, sus sinagogas y cementerios, forzándoles a emigrar y a vivir confinados en lugares insalubres. Los extremos genocidas de los nazis y los fascistas habían alarmado a Pío XI –fallecido en 1939– quien supuestamente escribió una encíclica condenatoria que con su muerte quedó sin dar a conocer. Cuando Mussolini empezó a hostilizar a los judíos, el Sumo Pontífice mantuvo pegados sus labios. Hacia finales de 1941, las tres cuartas partes de los judíos italianos habían perdido sus medios de existencia, y tanto en Italia como en el Tercer Reich, la persecución antisemita alcanzaba alturas inauditas. Ni una palabra del Vaticano al respecto, tan rápido para condenar al comunismo y la más pequeña desviación de la fe, o de la moral sexual. A Alemania e Italia se sumaban los demás países ocupados o aliados por los nazis. Francia contribuyó con un capítulo de la historia de esa infamia, a partir de la redada del Velódromo de Invierno (16 al 17 de julio de 1942), ensañada en los niños judíos. El nuncio en París, Valerio Valeri, informó al cardenal secretario de Estado Miglione que los niños deportados de Francia eran conducidos a Polonia a los campos de concentración, mientras que Myron C. Taylor, diplomático estadounidense, facilitó detalles al mismo cardenal sobre los exterminios masivos de judíos en este lugar. Para cubrir las apariencias, la jerarquía eclesiástica francesa “ejerció lo que se puede describir como una protesta platónica” ante el gobierno de Vichy (con el mariscal Philippe Pétain a la cabeza), pero Pierre Laval –segundo a bordo– le comentó a Suhard, cardenal de París, que debería mantenerse al margen de la política y guardar silencio como Su Santidad lo hacía. Harold Tilman, otro diplomático estadounidense comentó que Pío XII evitó el tema de los judíos, que sería motivo especial de su visita, sino que éste se limitó a expresarle su preocupación “por las pequeñas células comunistas esparcidas en torno de Roma.” El Papa sabía, porque le fue avisado oportunamente por el jefe de los SS en Roma, que era inminente la matanza de las Cuevas Ardeantinas, donde murieron 335 personas, la mayoría judíos. En el momento en que ocurría este trágico acontecimiento, Pío XII se hallaba en audiencia con los cardenales del Santo Oficio y los de la Congregación de Ritos, y se preparaba para los ejercicios de Cuaresma. Como sostuvo el historiador Robert Katz en su libro Death in Rome: “no se necesitaba un milagro para salvar a las 335 personas condenadas a morir en las cuevas Ardeantinas. Existió una persona que podía, que debía y debe tenerse en cuenta por no haber actuado como mínimo para demorar la matanza alemana. Era el Papa Pío XII.” Una pregunta ha quedado sin responder en la historia vaticana: “¿Cómo en la llamada Europa cristiana pudo ocurrir el asesinato de un pueblo entero sin que la más alta autoridad moral sobre esta tierra dijese algo sobre ello? …” La narrativa antisemita de la Iglesia no desapareció con el fin de la guerra y la desaparición física de Pío XII. Su sucesor, Paulo VI expuso en un sermón que predicó el Domingo de Pasión de 1965. “Los judíos –dijo– estaban predestinados a recibir al Mesías y estuvieron esperándole miles de años. Cuando Cristo vino, el pueblo judío no sólo no lo reconoció, sino que se opuso a Él, le infamó y finalmente lo mató.”11 Por muchos años más, este anatema antijudío la sostuvo la Iglesia, al grado de que los católicos del mundo calificaron de deicidas a los judíos.

Notas del capítulo

1 “Tratado de Letrán”, Historia Mundial del Siglo XX, Vol. 2, Barcelona, Editorial Vergara, 1972, p. 456.

2 Cohn, Norman, El mito de la conspiración judía mundial, Colección Raíces, Buenos Aires, Proyectos Editoriales, 1988, p. 47.

3 <file:///C:/Users/Pedro/Downloads/Dialnet-ElGiroDelConcilio-3915380%20(7).pdf>.

4 Cohn, op. cit., p. 224.

5 Casanova, Julián, La Iglesia de Franco, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 2001, p. 51.

6 Ibid., p. 225.

7 Ibid., p. 226.

8 Ibid., p. 227.

9 Orbe y Urquiza, Pbro. Jesús de, Acción Católica, apostolado seglar organizado, México, Editorial Patria, 1950, p. 494.

10 Kinzer, op. cit., p. 102.

11 De Rosa, Peter, Vicarios de Cristo, la cara oculta del Papado, México: Ediciones Martínez Roca, 1992, pp. 224-225 y 227-230.


El virus estadounidense del anticomunismo

Al año de terminar la Primera Guerra Mundial en noviembre de 1918, Estados Unidos entró en una turbulencia producto de las nuevas circunstancias posbélicas, con depresión económica, inflación galopante, desempleo, huelgas, asesinatos y atentados. Rebasados por los problemas de todo tipo, líderes populistas optaron por la más expedita salida de tangente: echar mano del truco del grupo maldito. Convenía culpar a supuestos conspiradores y saboteadores, extranjeros o no, como “bolcheviques”, un término que designaba enemigos fantasmagóricos, movidos por “fuerzas enemigas” que dictaban instrucciones desde la Unión Soviética. Aquí se incluían, sobre todo, a individuos y grupos progresistas de origen intelectual, político o laboral. En febrero y marzo de 1919, un subcomité del Senado presidido por Lee Overman llevó a cabo investigaciones para averiguar el alcance de la influencia bolchevique en los Estados Unidos, tema que mencionamos antes. A pesar de sus pocos logros y muchos fracasos consecuentes este senador creó el modelo persecutorio de supuestos comunistas, basado en embustes e invenciones, que dio la pauta de otra comisión parlamentaria, el presidido años después por Eugene McCarthy.1 La llamada alarma roja creada por el senador Overman se liquidó a principios de 1920, pero el anticomunismo permaneció como un virus dentro del cuerpo de la opinión pública norteamericana. “Cuando Norteamérica mejoraba su salud, parecía que los virus quedaban bajo control. Cuando el país se debilitaba por las crisis, la fiebre anticomunista afloraba de nuevo”. Masones, judíos, extranjeros, anarquistas y comunistas –tan distintos y carentes de relaciones entre ellos– constituían el grupo maldito contra la que debían dirigirse las baterías anticomunistas.2

En agosto de 1945 terminó la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos había librado la guerra más difícil de su historia, contra dos poderosos y casi invencibles potencias de los grandes mares, Alemania y Japón. En principio, esta victoria debía traer una sensación de paz y seguridad en el país, más cuando era la única potencia nuclear probada. El arquitecto de tal victoria, Franklin Delano Roosevelt, que a lo largo de doce años sacó adelante a su país, y cuyo pensamiento y obra prometían un mundo sin guerra y sin conflictos mayores, estaba en la cúspide de su éxito político. Sin ser excesivamente entusiasta de sus aliados soviéticos con los que derrotó a enemigos formidables, al menos estableció las bases de un prometedor entendimiento. Pero falleció antes de que tal cosa ocurriera y fue sustituido por un mandatario de mucho menor calado, provinciano e ignorante, Harry Truman.3 Los problemas internos se le presentaron casi de inmediato: inflación, desempleo y recesión. Se sucedieron los conflictos entre grupos económicos, huelgas y de tipo racial. Era la hora de culpar a alguien, a un grupo maldito, de tendencias supuestas o reales comunistas, aunque en rigor los miembros del partido en Estados Unidos eran muy pocos, por lo que hubo la necesidad de abrir el espectro de los presuntos enemigos “vendepatrias” del país. Por otro lado, los desacuerdos, malentendidos y fantasías hacia la Unión Soviética fueron el piso firme para las hostilidades hacia los disidentes al interior.4 Truman se orientó hacia la hostilidad “autodefensiva” en la política exterior, tendencia que dio origen y permaneció por décadas, y que tomó el nombre de Guerra Fría. Dos mitos eran los que se imponían en esta coyuntura: uno, la teoría del dominó, consistente en que si un país caía en manos de los comunistas los vecinos caerían uno a uno. El otro era que el comunismo constituía un cuerpo monolítico: todos los comunistas eran iguales y obedientes a Moscú. Sobre estos dos equívocos los Estados Unidos emprendieron acciones en el exterior que costaron muchas vidas y pérdidas materiales. No pudieron entender que para que una nación tomara un rumbo, el que fuera, dependía más de las condiciones internas que las externas, si bien las intervenciones foráneas podían jugar algún papel. Las hostilidades entre la Unión Soviética y los Estados Unidos empezaron en abril de 1945, en el mismo momento en que Truman tomó el poder, pero la Guerra Fría no se declaró abiertamente hasta dos años después. El pretexto para ello fue Grecia, donde las guerrillas luchaban contra un gobierno impuesto por los británicos. La mayoría de las guerrillas no eran comunistas, y menos aún estaban apoyadas por los soviéticos.5 Sin embargo Truman decidió que la guerra civil griega formaba parte del plan de expansión soviético y que si Grecia caía, otros países de Europa, Asia y América también sucumbirían. De manera inmediata no solo estaba interesado por Grecia, sino también en Turquía, puente entre Europa y Asia, pivote del paso del Mar Negro al Mediterráneo. Grecia y Turquía controlaban también el tráfico marítimo en torno al Medio Oriente, fuente de petróleo para Estados Unidos. Truman decidió intervenir en la guerra civil griega y ayudar al mismo tiempo a los turcos. El 12 de marzo de 1947 convocó a una sesión conjunta del Congreso para solicitar 400 millones de dólares en ayuda económica y militar a Grecia y Turquía y una autorización para enviar consejeros militares y civiles a ambos países. La línea fundamental de la alocución de Truman fue: “Creo que la política de los Estados Unidos debe consistir en apoyar a los pueblos libres que resisten frente a los intentos de dominación por parte de minorías armadas o presiones exteriores.” Esto es lo que se conoce por Doctrina Truman, un compromiso contra las revoluciones donde surgiesen, asumiendo que los soviéticos y después los chinos por principio las apoyaban para instaurar regímenes títeres similares a los suyos.6 Con esta lógica Truman resolvió apoyar a Francia en Vietnam en vez de apoyar al movimiento de independencia dirigido por Ho Chi Minh. Ignorando a Ho, en 1950 Estados Unidos resolvió de esta manera, abriendo el camino para la larga y costosísima guerra de Vietnam, de donde el país tuvo que retirarse derrotado. En Europa la ayuda a Grecia y Turquía, fue seguida por el Plan Marshall, programa de ayuda económica a fin de que no cayese en manos comunistas, luego por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).7

 

Dos hermanos iban a ser emblemáticos de la Guerra Fría: John Foster y Allan Dulles. Foster sería investido como poderoso Secretario de Estado en la administración Eisenhower, mientras que Allan fue el primer director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), con Truman, luego con Eisenhower y finalmente con Kennedy. Para Foster la guerra civil en Grecia y la imposición de regimenes prosoviéticos en Polonia, Rumania and Bulgaria eran evidencias palpables de que Stalin llevaba a cabo una estrategia agresiva de expansión dirigida a “erradicar a los tipos de sociedad no-soviéticas,” y que si los Estados Unidos no contra-atacaban, una “fe extranjera nos aislaría y presionaría a la punto de que nos derrotaría o daría inicio a nueva guerra.” Acusó a la Unión Soviética no solamente de continuar las metas estratégicas propias del crecimiento territorial de la fenecida Rusia Imperial, sino proyectar su poder en todo el mundo. Para él representaba no solamente una amenaza para Occidente, sino un “desafío a la civilización establecida, del que solamente ocurre una vez en siglos.” Haciendo gala de conocimientos históricos menos que elementales escribió que “en el siglo X después de Cristo el llamado mundo cristiano fue desafiado por una fe extraña…La marea del Islam partió de Arabia y arrasó mucho de la Cristiandad…Ahora han transcurrido diez siglos y la civilización acumulada en todo este tiempo se enfrenta a otro desafío. Ahora es el momento del comunismo soviético.” Esta retórica sobrepasaba a cualquier crítica hecha al nazismo, al que vio como una ideología que condujo a grandes crímenes, pero al menos poseía una identidad occidental, cristiana y capitalista. El comunismo no tenía estas características, por lo que ningún compromiso sería posible con él. Por increíble que parezca, de aquí se derivaría una idea muy extendida, de origen religioso, en el sentido de que el mundo se dividía entre las fuerzas celestiales y las fuerzas demoníacas.8

Al poco tiempo de terminar la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos consideró necesario crear un servicio secreto de inteligencia, resultado de su frustración derivada del hecho de que el comunismo soviético parecía lograr victorias en el mundo mientras la primera potencia se limitaba a contemplarlas sin ofrecer las respuestas adecuadas. La toma del poder por grupos comunistas en Europa Oriental y la emergencia de movimientos nacionalistas en Asia, África y América Latina significaban para muchos solamente la marcha de un proyecto soviético para conquistar el mundo. En esta circunstancia, Allen Dulles convenció al presidente Eisenhower de crear una agencia en tiempos de paz con capacidades operativas mayores a la de cualquier otra en el mundo occidental.9 A los seis meses de fundada la CIA tuvo lugar el golpe pro-soviético contra el presidente Masaryk en Checoslovaquia, lo que le llevó a actuar urgentemente en las elecciones que tendrían lugar en Italia, donde el Partido Comunista llevaba la delantera.10 El 4 de abril de 1948, mientras el secretario de Estado asistía a la Novena Conferencia Interamericana en Bogotá, fue asesinado uno de los políticos colombianos más populares, José Eliécer Gaitán del Partido Liberal, en plena campaña por la Presidencia de la República. De aquí se desataron sangrientos disturbios donde murieron miles de personas, en un episodio conocido como el Bogotazo. Washington no lo consideró resultado de las circunstancias internas de Colombia, sino como parte de un complot del Kremlin para causar problemas en ese país y en América Latina para intervenir posteriormente.11 En otra parte, en 1949 los comunistas chinos bajo el liderazgo de Mao Zedong conquistaron el poder, frente a los nacionalistas encabezados por Chiang Kai-shek, un viejo amigo de los Dulles, al igual que el dictador de Corea del Sur, Syngman Rhee. Ellos no solamente eran anticomunistas sino cristianos, lo que hizo que Foster fuera especialmente decidido al actuar en su favor. Si bien Rhee duró hasta 1960 en la presidencia, no fue el caso de Chiang Kai-shek, quien no tuvo otra salida que huir con su ejército a Formosa, donde se atrincheró y lo convirtió en un nuevo país, la China Nacionalista o República de China, quedando con el nombre definitivo de Taiwán. Una vez más Estados Unidos vio acusadoramente a Moscú como la responsable de los acontecimientos en China.12

El primer blanco de los ataques de la CIA fue Guatemala en 1954, donde el gobierno de Jacobo Árbenz llevó a cabo una reforma agraria en las tierras ociosas de la United Fruit Company, la mayor latifundista del país, la gigantesca bananera con la que Allan Dulles tenía vínculos a través de la firma Sullivan & Cromwell. Guatemala fue un país para hacer experimentos después de los sonados fracasos de la CIA en su plan de “hacer retroceder a los soviéticos”, tanto en Europa Oriental como en el Extremo Oriente. Era un país débil y atrasado, y aunque poseía instituciones democráticas y abiertas, las tibias tareas de transformación por Árbenz no iban a resistir los embates de sus poderosos enemigos. Fue presa fácil para las maquinaciones de la CIA. Con él cooperaba un pequeño grupo de comunistas que se exhibió como la “mejor prueba” de la naturaleza del régimen. A través de una embustera e intensa campaña de prensa –viejo artilugio del amarillismo inventado por el zar periodístico Hearst en otras épocas– se emprendió una guerra psicológica y de adoctrinamiento social con el argumento de que Guatemala estaba a punto de caer en manos de los soviéticos, y que a partir de aquí se expandiría por el continente americano. En su cosmogonía de la Guerra Fría, se convirtió en el lugar donde la conspiración global de Moscú estaría más cerca de las costas estadounidenses, encabezado por un títere soviético disfrazado de nacionalista. Mientras se armaba el golpe contra Árbenz se tejía una red intervencionista en la que participarían militares apoyados por Honduras, Nicaragua, la República Dominicana y El Salvador, con el apoyo material y la supervisión de la CIA. En esta trama no hubo una “participación directa” del gobierno de Eisenhower.13 El derrocamiento de Árbenz fue abordado por el laureado escritor Mario Vargas Llosa en su novela Tiempos Recios, quien combinó magistralmente la ficción con elementos relevantes de la operación de la CIA. Muy cerca en el tiempo se dio el correspondiente al presidente Mossadegh de Irán, quien acababa de nacionalizar la industria petrolera en manos de los británicos y los estadounidenses. En esta operación contra el gobierno de Irán se siguió el modelo aplicado en Guatemala: atracción del ejército, creación de problemas económicos y señalamiento de Mossadegh como comunista y títere de Moscú. Al igual que en Guatemala con el encumbramiento de un oscuro general apellidado Castillo Armas, en Irán se elevó Mohammad Reza Pahlevi, que tomaría el nombre de Sha de Irán, evocando los tiempos la Persia Imperial. El derrocamiento de Mossadegh, en la perspectiva de Allen Dulles, significó la necesidad “públicamente compartida de que era una ‘ganancia’ del ‘mundo libre’ contra el comunismo.”14 Desde fines de los cuarentas y a lo largo de los cincuentas y sesentas a muchos estadounidenses se les presentaron las peores imágenes de los imaginarios propósitos soviéticos de dominación mundial, así como sus supuestos medios para asegurarse la victoria, que significaría el fin de la civilización occidental y cristiana, y que por lo tanto se debían resistir la amenaza con todos los recursos disponibles. El gobierno de los Estados Unidos, CIA incluida, y los sectores más reaccionarios de la sociedad blanca y conservadora del país conocieron en esos años de Guerra Fría la utilidad de la religión para sus propósitos, específicamente para nutrir la descremada ideología anticomunista que era su apoyo indispensable, tanto al interior como al exterior.15 La mente, demostrado está, es presa en mayor o menor medida –con excepciones por supuesto– del pensamiento y las creencias religiosas, que pueden dominarla hasta los niveles más profundos e insólitos. Ellas encuentran su camino en las emociones, se hospedan en las celdas del pensamiento mágico, no pueden procesarse a través del raciocinio, de aquí la persistencia del fenómeno y su contradicción irresoluble con la ciencia. Para el anticomunismo, la ocasión era propicia para agitar los cerebros de los más ignorantes, crédulos y fantasiosos. El éxito en este sentido a partir de los años cincuenta fue total y sin igual en la historia de los Estados Unidos. El ascenso de John Foster Dulles, un decano de la Iglesia Presbiteriana que con frecuencia señalaba al comunismo como una “fe extranjera”, fue apenas un reflejo de un ascenso general de la religiosidad. La asistencia a las iglesias obtuvo números cada vez mayores. El presidente Eisenhower, que provenía de una familia de menonitas y testigos de Jehová, aceptó su bautismo presbiteriano al poco tiempo de tomar posesión de su cargo, y en un discurso televisado a la nación avaló el “Regreso a Dios” de las campañas de la Legión Americana, agregando que “sin Dios, no podría haber forma estadounidense ni forma alguna de gobierno o modo de vida”. Su gabinete iniciaba sus reuniones diarias con una oración, y una nueva versión de la Biblia se imprimió en 1953, con la increíble distribución de 26 millones de ejemplares. Suerte parecida tuvo el libro de autoayuda de Norman Vicent Peale, titulado El Poder del Pensamiento Positivo. Peale llegó a afirmar que “ninguno tiene más desprecio por el comunismo del que yo tengo”, y aconsejó “la compañía de Jesucristo” como la mejor defensa. Un evangelista, Billy Graham, que predicaba en el radio nacional cada domingo y escribía una columna sindicada en 125 periódicos, declaró que el comunismo estaba “inspirado, dirigido y motivado por el mismo demonio, quien la había declarado la guerra a Dios Todopoderoso”. El Congreso aprobó una ley que agregaba la frase “bajo Dios” al Juramento a la Bandera y dispuso que “En Dios Confiamos” fuese la frase nacional. Desde que eran niños los hermanos Dulles estaban empapados de religión, y como adultos vieron qué tan profundamente permeaba la vida y la actividad política. Por otro lado, puesto que ninguna institución en Guatemala tenía una liga tan directa con la gente como la Iglesia Católica, Allen decidió aprovechar su poder. La CIA no tenía un canal directo con el arzobispo de Guatemala Mariano Rossell y Arellano, pero su canal indirecto era ideal. El Cardenal de Nueva York Francis Spellman, no solamente era un fervoroso anticomunista, sino también un astuto broker político global con muchos contactos en América Latina. Entre sus amigos estaban tres dictadores –Batista, Trujillo y Somoza–, quienes detestaban a Árbenz. Tenía un interés especial en Guatemala, no solamente porque el Arzobispo Rossell y Arellano compartía sus visiones políticas—él admiraba a Francisco Franco y consideraba la reforma agraria “completamente comunista” —, sino también por razones de historia de Guatemala. En los setentas del siglo XIX Guatemala fue uno de los primeros países latinoamericanos en abrazar los principios del anticlericalismo: educación laica, matrimonio civil, límites en el número de sacerdotes extranjeros, y la prohibición de la actividad política del clero.16 “Un funcionario de la CIA se acercó a Spellman en 1954 con una solicitud muy simple”, escribió uno de sus biógrafos. “El agente quería arreglar un ‘contacto clandestino’ entre la agencia y el Arzobispo de Guatemala Mariano Rossell y Arellano.… Así, como durante las elecciones italianas, la Iglesia y el gobierno de Estados Unidos unieron fuerzas. Spellman decidió ayudar a los hermanos Dulles a derrocar al gobierno de Árbenz y actuó con rapidez. Así, Monseñor Rossell emitió su célebre Carta Pastoral del 9 de abril de 1954 que se leyó en todas las iglesias guatemaltecas. Esta carta era una obra maestra de la propaganda, impregnada de fe, miedo y patriotismo: “En este momento, una vez más levantamos la voz para alertar a los católicos de que la peor doctrina atea de todos los tiempos, el comunismo anticristiano, continúa su avance descarado en nuestro país, disfrazado como un movimiento de reforma social para las clases necesitadas...La honorable nación guatemalteca debe oponerse a aquellos que están sofocando nuestra libertad, personas sin una nación, la escoria de la tierra, que han pagado la generosa hospitalidad de Guatemala predicando el odio de clase con el objetivo de completar el saqueo y la destrucción de nuestro país. Estas palabras de su pastor son para llevar a los católicos a una campaña nacional justa y digna contra el comunismo. El pueblo de Guatemala debe levantarse como un solo hombre contra este enemigo de Dios y la nación... ¿Quién puede arrancarlo de nuestra tierra? La gracia de Dios puede hacer cualquier cosa, si ustedes son católicos, estén donde estén, por todos los medios que nos han dado como seres libres, en un hemisferio que aún no está sujeto a la dictadura soviética, y con la sagrada libertad que nos dio el Hijo de Dios, luchen contra este evangelio que amenaza nuestra religión y a Guatemala. Recuerden que el comunismo es ateísmo y el ateísmo es antipatriótico... Todo católico debe luchar contra el comunismo por la simple razón de que es católico. La vida cristiana está en el corazón de nuestra campaña y nuestra cruzada.” Esta pastoral, que fue reimpresa a la mañana siguiente en los periódicos guatemaltecos, tuvo un profundo impacto. La gente común que hasta entonces había admirado a Árbenz escuchó por primera vez que él era su enemigo a partir de la boca del arzobispo. Lo más importante, la advertencia vino de sus pastores, a quienes muchos consideraban verdaderos mensajeros de Dios. Lleno de alegría por este éxito, los agentes de la CIA en Opa Locka (Operación Éxito) ordenaron a su equipo de Guatemala que usara propaganda religiosa con excitativas como éstas: “(la invasión soviética estaba) en una escala continua y en rápido aumento”; “subrayen el temor de que los comunistas interfieran con la instrucción religiosa en las escuelas”; “despierten la repulsión popular contra el comunismo ... describiendo gráficamente cómo la iglesia local se convertiría en una sala de reuniones para ‘guerreros sin Dios”’; “cómo sus hijos tendrían que pasar su tiempo con los ‘Pioneros Rojos”; “cómo las imágenes de Lenin, Stalin y Malenkov reemplazarían las imágenes de los santos en cada hogar, y cosas así.”17 Árbenz se había desplazado hacia la izquierda durante su mandato presidencial, pero estaba distante de cualquier país o modelo, quizás con la excepción de México con su Revolución. El 18 de junio de 1954 Castillo Armas encabezó una banda de 150 “rebeldes” provenientes de Honduras contra Guatemala, y por esta acción, Jacobo Árbenz fue derrocado, el día 27 del mismo mes y año.18 Monseñor Rossell, por su parte, procedió a la Coronación de la imagen de la Inmaculada del Templo de San Francisco, en acción de gracias por la “liberación nacional”. Con el golpe y el nuevo aliento a la Iglesia Católica y sus intereses, Guatemala retrocedió un siglo. Una vez completada la tarea, el gobierno de los Estados Unidos y su “brazo inteligente”, la CIA, dirigieron sus miradas a Ho Chi Minh, el líder vietnamita. Vio a China como un peón de la Unión Soviética, y a Ho como un títere de ambos. Decidieron entonces que el próximo golpe contra el “comunismo internacional” sería contra él.19 Un individuo llamado Tom Dooley proporcionaría una narrativa calculada para mover las buenas conciencias estadounidenses: los cristianos en una tierra extranjera estaban siendo brutalizados por los comunistas; estos comunistas también deseaban dañar a los estadounidenses; por lo tanto, los Estados Unidos debían actuar. “La prensa estadounidense informó sobre la migración de millones de personas como si fuera un rechazo espontáneo del comunismo y la manifestación de un anhelo natural de las personas por la libertad “, según un estudio. “Los medios de comunicación retrataron al típico refugiado como un católico devoto que solamente deseaba practicar su religión con libertad. Noticieros exhibían buques navales estadounidenses repletos de humildes y hambrientas masas acurrucadas, siendo transportadas a la libertad por hombres fornidos bondadosos y de uniforme blanco de la Marina estadounidense. Las fotos mostraban a campesinos vietnamitas pequeños, encorvados, sucios, asustados y desaliñados encontrando seguridad en los brazos de sus salvadores estadounidenses...Sin embargo, lo que no se le dijo al público estadounidense es que gran parte de lo que estaban viendo y escuchando fue el resultado de una propaganda instigada por la CIA, una campaña diseñada para asustar a los católicos en el norte de Vietnam y para provocar la compasión en los Estados Unidos.20 Dooley era un graduado de la Universidad de Notre Dame que se había convertido en médico, alistado en la marina y lanzado a la “noble misión” de rescatar cristianos de las garras del malvado tío Ho. Rápidamente se convirtió en un héroe popular en los Estados Unidos. Los estadounidenses admiraban a Dooley porque los reflejaba como creían que eran. En su libro más vendido, Deliver Us from Evil, Dooley describió a Ho como “un títere de Moscú” que había lanzado su revolución “al destripar más de 1,000 mujeres nativas en Hanoi.” Afortunadamente para los vietnamitas, “Nuestro amor y ayuda estaban disponibles, solamente porque estábamos en los uniformes de la Marina de los Estados Unidos.” La prensa estadounidense presentó la migración de millones de personas como si fuera un rechazo espontáneo del comunismo y la manifestación de un anhelo natural de las personas por la libertad. La historia de Tom Dooley fue un golpe maestro de Allen y la CIA. Su figura apenas se empañó cuando fue expulsado de la Marina por su homosexualidad, pero los hechos fueron silenciados. Una encuesta a fines de la década de 1950 lo encontró como una de las diez personas más admiradas en los Estados Unidos. Durante un tiempo después de su muerte en 1961, la Iglesia Católica consideró beatificarlo. “Como agente clave en la primera campaña de desinformación de la Guerra de Vietnam”, escribió un estudioso sobre Dooley, “realizó la propaganda crucial para que el pueblo estadounidense conociera y estuviera dispuesto a luchar contra el comunismo en el sudeste asiático.”21 Pero una nueva figura surgió en el escenario mundial durante el mandato de Eisenhower que atormentaría y obsesionaría a los líderes estadounidenses durante décadas: Fidel Castro Ruz. El 1 de enero de 1959 este revolucionario tomó el poder en Cuba tras derrocar al dictador Fulgencio Batista, quien por años había sido un corrupto títere de los Estados Unidos. Durante sus inicios en el poder Fidel se abstuvo de la confrontación directa, y en algún momento hizo una visita a Estados Unidos. La visita de once días de Castro fue sensacional. Joven, barbudo, de pelo largo y apuesto, se hospedó en el legendario Hotel Theresa en Harlem, asistió a un partido de béisbol en el Yankee Stadium, visitó el Central Park Zoo, comió hot dogs y hamburguesas, y fue besado por una reina de belleza. “Vino, vio, conquistó”, informó el Daily News. Seguramente aconsejado por Allan Dulles, el presidente Eisenhower asignó la tarea de reunirse con Castro al vicepresidente Nixon. Los dos hombres hablaron por tres horas En su informe, Nixon escribió que Castro “tiene esas cualidades indefinibles que lo convierten en un líder de hombres”, y le preocupaba que los Estados Unidos pudieran no ser capaces de “orientarlo en la dirección correcta.” Después de regresar a casa, Castro pronunció un discurso caracterizando al vicepresidente Nixon como “un discípulo impenitente del sombrío y obstinado Foster Dulles.” En los meses posteriores a su regreso de Nueva York, Castro decretó una reforma agraria radical, prohibió la propiedad por extranjeros y firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética. Poco después confiscó cientos de millones de dólares en inversiones estadounidenses, así como propiedades y casinos de gángsters como Lucky Luciano y Meyer Lansky. Encarceló a miles de sospechosos contrarrevolucionarios, incluidos a algunos con vínculos estrechos con los Estados Unidos, y ejecutó a varios cientos. Time acusó de que “el hombre fuerte con barba” estaba consolidando su “caótica dictadura” con ayuda de comunistas extranjeros y dinero incautado de cubanos ricos. El desprecio a los Estados Unidos rompió todos los límites de la diplomacia, e incluso la cordura: ‘Nadie sabe a dónde Castro irá con su locura.” El terror anticastrista comenzó poco después de la revolución. Una tienda departamental de La Habana se incendió, un barco en el puerto explotó muriendo más de cien personas, se quemaron plantaciones de caña de azúcar, y aviones de Florida arrojaron bombas y desaparecieron rápidamente. Algunos de los primeros ataques pueden haber sido llevados a cabo por exiliados, pero pronto Allen tomó el control de la campaña de terror.22 Uno de los camaradas más cercanos de Castro, el guerrillero argentino Che Guevara, había estado en Guatemala en 1954 y presenciado el golpe contra Árbenz. Convenció a Castro de que el presidente guatemalteco torpemente había tolerado una sociedad abierta, que la CIA penetró y subvirtió, y también preservó el ejército existente, que pronto se sometió a los dictados de los Estados Unidos. Con una lucidez política asombrosa y temeraria, Castro acordó que un régimen revolucionario en Cuba debía evitar esos errores. Tomando el poder, reprimió la disidencia y purgó al ejército. Muchos de los cubanos apoyaron su régimen y estaban listos para defenderlo. Todo esto echó por tierra la posibilidad de derrocarlo.23 Entonces un frustrado Estados Unidos desató una campaña “contra el comunismo” sin precedentes ni límites, perturbando la marcha pacífica de países y robando la tranquilidad de los ciudadanos, poniendo a la Unión Soviética, China y desde luego Cuba como tres jinetes del Apocalipsis. En América Latina se impusieron las políticas más represivas y sanguinarias de la Guerra Fría como reacción desaforada a la experiencia cubana, con el entrenamiento de gobiernos militares al estilo del de Castillo Armas en Guatemala. Los hermanos John Foster y Allen Dulles guiaron a su país por el mundo montado en uno de sus extremos. El paso del tiempo y el fin de la Guerra Fría dificultaron la comprensión del miedo que se apoderó de muchos estadounidenses durante la década de 1950. Estudiosos pudieron acceder a archivos secretos de países anteriormente comunistas para indagar, entre muchas otras cosas, los supuestos planes globales de los soviéticos para apoderarse del mundo. En 1996 la historiadora Melvyn Leffler obtuvo información suficiente para llegar a conclusiones muy distintas a las de John Foster y Allen: “Los líderes soviéticos no estaban enfocados en promover la revolución mundial. Se preocupaban principalmente por proteger la periferia inmediata de su país, garantizar su seguridad y preservar su gobierno. Al gobernar una tierra devastada por dos guerras mundiales, temían el resurgimiento de la fuerza alemana y japonesa. Se sintieron amenazados por los Estados Unidos, ahora más ricos y armados con la bomba atómica. Los funcionarios soviéticos no tenían planes preconcebidos para hacer comunista a Europa del Este, para apoyar a los comunistas chinos o hacer la guerra en Corea...Las palabras y los hechos de los Estados Unidos aumentaron enormemente la inseguridad global y posteriormente contribuyeron a la carrera armamentista y la expansión de la Guerra Fría al Tercer Mundo...Los estadounidenses actuaron con prudencia en los primeros años de la Guerra Fría, pero sus acciones aumentaron la desconfianza, exacerbaron las fricciones y elevaron los riesgos. Posteriormente, su implacable búsqueda de una política de fuerza y guerra contrarrevolucionaria puede haber hecho más daño que bien a los rusos y a los demás pueblos de la antigua Unión Soviética, así como a los europeos del este, los coreanos y los vietnamitas. Muchos de los nuevos libros y artículos sugieren que las políticas estadounidenses dificultaron que los reformadores dentro del Kremlin ganaran terreno... A los sucesores de Stalin les hubiera gustado estabilizar la relación y reducir la competencia con Occidente, pero la sensación de amenaza proveniente de los Estados Unidos los detuvo.”24 La exageración de las amenazas de los hermanos Dulles tampoco era algo nuevo en la historia americana. Las teorías conspirativas la acompañan. La mayoría de ellos postulan una camarilla secreta: judíos, musulmanes, masones, anarquistas, banqueros, etc., que traman la revolución mundial. Ellos así vieron tal camarilla durante la década de 1950: “El comunismo internacional es una conspiración compuesta de cierto número de personas, cuyos nombres no conozco, y muchos de los cuales supongo son secretos “, dijo Foster a un comité del Congreso. “Han conseguido control de un gobierno tras otro.”25 Un historiador ha llamado al paradigma de la Guerra Fría “una de las narrativas nacionales más poderosamente desarrolladas en la historia registrada”. Se apoderó de los estadounidenses en una época aterradora, ha escrito otro, porque ofrecía “una forma integral de entender el mundo...El miedo sirvió como el pegamento emocional que mantenía unido a este mundo: miedo al expansionismo soviético, a la subversión comunista en el hogar, a la energía nuclear, a la guerra.”26 Agregaríamos que la Guerra Fría fue una de las equivocaciones monumentales de la historia, que solamente perturbó al mundo y causó infinidad de daños a las sociedades y al medio ambiente común.