Loe raamatut: «Anatomía de la traición»

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© Círculo de Tiza
A John le Carré

Todo empezó en Berlín (las fuentes del libro)

Un lluvioso día de octubre de 1979 en Berlín crucé el Checkpoint Charlie, la frontera que separaba dos mundos: el capitalista y el comunista. El aduanero francés me intentó disuadir de pasar al otro lado porque, según me dijo, allí no había nada que ver. Ni siquiera me pidió el pasaporte. Ignoré su consejo y camine menos de 30 metros, donde los guardias de la Alemania comunista me sometieron a un interrogatorio en una caseta, miraron mis papeles y me hicieron cambiar una cantidad de dinero que no recuerdo. Al cabo de más de media hora, me dejaron entrar hasta la medianoche.

En contraste con el bullicio y la efervescencia de Berlín Occidental, las calles estaban vacías, apenas había comercios y los edificios conservaban los impactos de los proyectiles de una guerra que había acabado hacía 34 años. La neblina agrandaba el efecto de irrealidad. Era como un viaje al pasado.

Cuando volví a España, me puse a leer febrilmente libros de historia sobre la Guerra Fría y sobre Berlín, la ciudad en la que, bien como farsa o como drama, todavía se libraba aquella batalla entre dos bandos que tenían en su poder enormes ejércitos y arsenales atómicos. Se hablaba entonces del equilibrio del terror.

Fue en aquel momento cuando descubrí, sobre todo a partir de las novelas de Graham Greene y John le Carré, la existencia del universo de los espías, unos seres que se jugaban la vida por razones misteriosas, rodeados de un aura de romanticismo y asumiendo una vida llena de riesgos.

En las cuatro décadas transcurridas desde aquella experiencia, he leído todo cuanto ha caído en mis manos sobre el espionaje, he visto decenas de películas y he buscado en periódicos reseñas sobre las hazañas de estos personajes. Sin darme cuenta, he acumulado una cantidad ingente de información, que es la base de este libro.

Muchos de los perfiles que aparecen en estas páginas son inéditos e incluso algunos son la reconstrucción de datos dispersos, procedentes de diferentes fuentes. Ha sido una labor ardua y trabajosa, en la que no era fácil distinguir entre la realidad y la ficción. Pongo ahora en manos del lector mi trabajo. Para ser más concreto, diré que Anatomía de la traición se ha nutrido de tres tipos de fuentes: la bibliografía histórica, la prensa de la época y los archivos abiertos al público.

No es necesario aburrir con una larga relación de libros sobre espías. Citaré aquí los que me parecen más accesibles y valiosos. En primer lugar, la historia del KGB, escrita por Christopher Andrew y Oleg Gordievski, una obra donde se cuentan muchos de los secretos de la inteligencia soviética.

Otro libro que merece la pena es Legado de cenizas, de Tim Werner, sobre los éxitos y fracasos de la CIA. Es una narración trepidante que te obliga a leer desde la primera a la última página sin interrupción. Otro texto recomendable es Al servicio de su majestad, de Gordon Thomas, que aporta claves sobre el espionaje británico.

Por último, han ido apareciendo en los últimos años las investigaciones del historiador británico Ben Macintyre, que es hoy la mayor autoridad en la materia. Tiene cuatro o cinco libros excelentes, apasionantes, no ya solo por sus aportaciones, sino también por lo bien que están escritos. Agente Zigzag está dedicado a Eddie Chapman, el triple agente durante la Segunda Guerra Mundial; Un espía entre amigos es una biografía de Kim Philby; Los hombres del SAS cuenta las operaciones encubiertas en los territorios ocupados por Hitler, y Espía y traidor es un magnífico trabajo sobre Oleg Gordievski y su rocambolesca fuga con el KGB pegado a sus talones.

Otra fuente muy importante han sido los periódicos de la época, a los que he podido acceder a través de internet. Como el periodismo es la historia del presente, se pueden encontrar en las crónicas y reportajes de los diarios de hace 50 o 60 años testimonios de las hazañas y desgracias de aquellos hombres que fueron héroes y víctimas de la Guerra Fría. Muchos de ellos pagaron con su vida, como Oleg Penkovski, cruelmente ejecutado tras ser descubierto.

Y, por último, la tercera fuente de este libro han sido los archivos oficiales desclasificados. Hoy es fácil y rápido acceder a la web del Departamento de Estado en la que hay cientos de miles de documentos de extraordinario interés como, por ejemplo, los relativos a la intervención estadounidense en Irán, en Guatemala o en Chile para acabar con regímenes molestos a Washington. Existe también un valioso material y documentos originales en The National Archives del Reino Unido, donde se puede leer la carta que dirigió el espía español Gómez de Lecube al monarca británico tras ser internado en un campo de concentración.

Este libro es, por tanto, fruto de la paciencia, de la curiosidad y del empeño del autor por conocer la vida de estos personajes, muchas veces anónimos. El lector debería ser consciente de que hay decenas de hombres y mujeres que se jugaron la vida entre 1939 y 1945 para ser útiles en la lucha contra el nacionalsocialismo y que, terminado el conflicto, optaron por volver a sus vidas cotidianas. Muchos de ellos sin ningún reconocimiento.

Es una pena que no figure su nombre en estas páginas, pero sí hay muchos ejemplos de heroísmo y abnegación que coexisten con la traición de sujetos tan viles como Aldrich Ames, que entregó la vida de sus compañeros a cambio de dinero.

Por último, he pretendido que este trabajo, además de contar y entretener, sirva de recordatorio de la frágil frontera entre la lealtad y la traición, que a veces es un camino de ida y vuelta. Lean y juzguen.

Anatomía de la traición


En el túnel de las palomas

Quiero confesar al lector que en todas y cada una de las páginas de este libro gravita la presencia de John le Carré, que murió el 12 de diciembre de 2020. Gracias a sus primeras novelas descubrí el mundo del espionaje y me convertí en adicto a su «glamour» o, mejor dicho, a la nostalgia por un universo de buenos y malos, de bloques políticos antagónicos, de fidelidades y traiciones, de un espacio simbólico que ha desaparecido para siempre. El del Muro de Berlín, el de la Guerra Fría, el del Telón de Acero, el del comunismo soviético, el de la oscura sombra del estalinismo. De sus cenizas ha renacido un sentimiento de nostalgia por la estética de esos personajes que tan bien describió Le Carré, atrapados en lealtades contradictorias y en dilemas morales irresolubles.

He sido durante más de 40 años un ávido lector no ya solo de novelas, sino de todo tipo de historias de espionaje, que han nutrido mi imaginación. He ido acumulando en mi biblioteca decenas de libros y biografías sobre el género, de donde han salido la mayor parte de los textos que integran Anatomía de la traición. Algunos de los perfiles, que fueron apareciendo semanalmente en ABC, son prácticamente desconocidos para el gran público y nunca se había publicado nada de ellos en este país.

La Carré, que trabajó en su juventud para el MI6, cuenta en sus memorias que su padre lo llevó cuando era joven a un club de tiro de Montecarlo. Vio en ese lugar cómo soltaban palomas por un túnel para que los tiradores las abatieran cuando levantaban el vuelo. Escapaban pocas, pero volvían por instinto al palomar. Eso significaba su muerte segura, porque eran llevadas de nuevo al túnel.

No sé si este recuerdo biográfico refleja el destino fatal de los espías, que siempre retornan a la escena del crimen a pesar de que el cerco se va estrechando, como le sucedió a Philby, a Blake, a Penkovski, a Sorge, a Adrich Ames y a tantos otros que apuraron su suerte hasta ser descubiertos. Todos ellos podrían haber sido personajes de Le Carré y, de hecho, algunos lo son. Por ejemplo, Kim Philby, que sin duda inspiró el personaje de Bill Haydon en El topo, la obra maestra del escritor inglés.

El protagonista de esta novela es George Smiley, que aparece en nueve trabajos de Le Carré. Smiley es un espía de la vieja escuela, con un oficio contrastado, al que se le encarga buscar al infiltrado que ha delatado a los agentes que operaban más allá del Telón de Acero y ha puesto a la organización en entredicho. Finalmente, llegará a la dolorosa conclusión de que el traidor de Bill Haydon, es su mejor amigo, amante de su mujer y jefe de operaciones del Circus, como le llama al MI6, servicio de espionaje en el exterior.

Smiley se parece mucho a Le Carré en su concepto de la lealtad a los valores británicos, su amor propio y su constancia en el oficio. Pero, sobre todo, se asemeja a él en su capacidad de penetrar en los trasfondos del alma humana. No recurre a los avances técnicos para hacer su trabajo, sino al análisis de las motivaciones. Es un psicólogo más que un espía.

El asunto central de las novelas de Le Carré es el conflicto entre la lealtad y la traición, cuyos límites parecían muy difusos en el mundo de la Guerra Fría, en el que las convicciones ideológicas eran en algunos casos más fuertes que los vínculos con la patria de nacimiento.

La lealtad podía ser una forma de traición y viceversa, porque lo importante, lo único que de verdad contaba, era el valor de ser consecuente con las propias ideas. En un mundo de dobles agentes, mentiras, delaciones e insidias, el espía que permanecía fiel a su causa era un héroe. Y lo era en el sentido de la tragedia griega de que el hombre está marcado por su destino.

Nadie como Le Carré ha narrado esas contradicciones del alma del espía, que solo puede suplir con una fe inquebrantable en la causa su condena a aparentar lo que no es, simulando incluso en su familia y su círculo íntimo. Hay que creer mucho en un ideal para llevar esa doble vida.

Le Carré penetró en todos esos secretos y elevó la novela de espionaje a la condición de tragedia clásica. Media docena de sus novelas están a la altura de lo mejor de Dickens, Thomas Mann o Balzac. Como ellos, sabía muy bien de lo que hablaba.

Pero su desaparición tiene también un valor sentimental para aquellos que cruzamos el Muro de Berlín por el Checkpoint Charlie y vivimos en la era de la Guerra Fría. Le Carré era el último testigo de aquel mundo de buenos y malos en el que existía la impresión de estar siempre al borde de la catástrofe nuclear.

Le Carré mantuvo su lucidez hasta el final. Estuvo escribiendo hasta un año antes de su fallecimiento, dejando tras de sí una extensa obra. En la última, titulada Un hombre decente, me impresionó su sombría lucidez. Cuenta la historia de un espía que se debate entre su lealtad al servicio y el deterioro que está produciendo en las instituciones de su país el brexit y la relación con Donald Trump. En unas de sus últimas declaraciones, además de anunciar que tenía cáncer, afirmaba que su país se hallaba gobernado «por un pequeño grupo de ultras» que habían llevado a los ciudadanos a perder su «brújula moral» en la política.

No puedo estar más de acuerdo con todo lo que apunta este gran escritor que he admirado desde que leí El espía que surgió del frío. Al menos entonces sabíamos distinguir en qué lado estaban el bien y el mal. Ahora es mucho más difícil. Por eso, su pérdida es irreparable. Con él desaparece una brújula para orientarnos en un mundo donde cada vez es más difícil discernir entre la verdad y la mentira.

Le Carré era esencialmente un moralista que se inspiraba en la novela inglesa del siglo xix. No solo tenía una gran habilidad para desarrollar las tramas más complejas, sino que además era un maestro en el dibujo de los caracteres. Su talento le situó a la altura de los más grandes escritores contemporáneos. Creo que lo vamos a echar mucho de menos. Este libro es una evocación del mundo que él recreó y que ya solo existe en el recuerdo de quienes vivieron esa época. Todo eso se lo ha llevado a la tumba.

¿Fieles o traidores?

Muchos espías como Kim Philpy u Oleg Penkovski arriesgaron su vida por unas convicciones que entraban en contradicción con la lealtad a su patria

Cuando John le Carré se encontró con Kim Philby en un hotel de Moscú en los años setenta se negó a estrecharle la mano: «Yo no quiero saber nada de un traidor que ha sido responsable de la muerte de mis compañeros». El escritor inglés había servido en el MI6, el servicio británico de espionaje, y consideraba que Philby había sido desleal a su patria. Pero el doble agente, que había desertado en Beirut y reaparecido en Moscú en enero de 1963, no se consideró nunca un traidor, sino un hombre fiel a sus convicciones. «Mi verdadera patria es la Unión Soviética, para la que siempre he trabajado. No he traicionado a nadie», dijo.

Philby pasó los últimos años de su vida en Moscú, tras ser ascendido a coronel del KGB y condecorado como un héroe. Pero nunca se adaptó a la vida en la capital soviética. Seguía leyendo The Times y mantenía viva su pasión por el cricket y la ginebra inglesa. Murió en 1988, cuando ya era una leyenda.

La huida de Philby levantó sospechas que recayeron sobre sir Roger Hollis, el jefe del contraespionaje, al que se le investigó sin llegar a conclusiones definitivas. Llevaba trabajando casi tres décadas en el servicio, era un hombre extremadamente religioso y tenía una reputación intachable. Años después, Peter Wright, un subordinado suyo, publicó un libro titulado Spycatcher en el que le acusaba de ser un topo soviético y de haber protegido a Philby y a sus cómplices. Su publicación fue prohibida por Margaret Thatcher, a la que los tribunales desautorizaron. Varios expertos han examinado posteriormente decenas de miles de documentos desclasificados que inducen a creer que Hollis era inocente. Hay testimonios de que el KGB estaba asombrado porque su lealtad hubiera sido puesta en entredicho.

Probablemente ningún espía ha hecho tanto daño a su país como Philby, que llegó a ser el responsable de la sección ix del MI6 tras el final de la Segunda Guerra Mundial, desde donde controlaba las operaciones de espionaje en la Unión Soviética. La fe de sus jefes era tal que no dieron crédito a algunas filtraciones que le atribuían estar al servicio de los soviéticos. No solo no lo pusieron en cuarentena, sino que le enviaron como delegado del MI6 a Washington. Logró ganarse la confianza de James Jesus Angleton, el responsable del contraespionaje de la CIA, un paranoico de la seguridad que veía espías en todos los sitios, quien le invitaba a cenar a su casa con frecuencia.

Philby no era el único que trabajaba para el KGB en esa época. Cuatro compañeros y amigos suyos pasaban secretos militares y diplomáticos al espionaje soviético. Eran Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross, llamado «el quinto hombre» porque su identidad no se reveló hasta los años noventa. Todos ellos microfilmaban los documentos a los que tenían acceso en el MI6, en el Foreign Office o en otros ministerios de los que eran altos funcionarios.

Habían sido reclutados cuando estudiaban en Cambridge en los años treinta. Philby había trabajado como corresponsal de The Times en la Guerra Civil española, una tapadera tan perfecta que el propio Franco lo condecoró por sus servicios a la causa nacional. También es curioso el caso de Blunt, un crítico homosexual y experto en pintura del barroco que supervisaba la pinacoteca de la reina. Siguió haciéndolo durante muchos años tras ser descubierto porque el Gobierno británico prefería evitar el escándalo.

Estos cinco espías, que luego se conocieron como «el Círculo de Cambridge», ejemplifican el dilema moral de unos intelectuales que optaron por ser más leales a sus ideas comunistas que a su patria. Todos habían nacido en el seno de familias acomodadas y todos habían recibido una educación de elite. Pero fueron deslumbrados por una ideología que prometía el paraíso en la tierra. Resulta una paradoja que no fueran conscientes de que servían a un régimen como el de Stalin, que no dudó en aplicar una cruel represión para conseguir sus objetivos.

En la década de los treinta, el choque entre el totalitarismo de uno u otro signo y las democracias parlamentarias hacía presagiar un estallido de la violencia. Era evidente, a partir de 1933, que Hitler se estaba preparando para la guerra. Y en ese mundo polarizado, personajes como Philby y sus compañeros se sentían obligados a elegir. Creyeron que el comunismo era el futuro y que las democracias parlamentarias estaban corrompidas por el dinero y los privilegios de la clase dirigente.

La historia ha puesto en evidencia el inmenso error que cometieron, pero en esos años había que optar entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, y no había lugar para la neutralidad. Casi ninguno de ellos hubiera corrido esos enormes riesgos si hubiera sabido entonces que el comunismo desaparecería del mapa, dejando un siniestro balance de represión, miseria y falta de libertad.

Todos los miembros del Círculo de Cambridge arruinaron sus vidas y tuvieron un triste final. Como Philby, Burgess y Maclean, que acabaron sus días en Moscú, donde murieron deprimidos y decepcionados. Pero no fue el caso de George Blake, el último superviviente de la Guerra Fría, que falleció en Moscú 26 de diciembre de 2020. Había sido enrolado en las filas del KGB en su juventud por un tío suyo que era dirigente del Partido Comunista de Egipto, donde pasó sus primeros años de vida. Blake mantuvo su fe intacta en la causa mientras iba ascendiendo peldaños en el MI6. En los años cincuenta, fue destinado a Berlín.

Allí avisó a los soviéticos de que los aliados estaban construyendo un túnel para interceptar sus comunicaciones. Su chivatazo significó el final de un proyecto en el que la CIA había invertido cuantiosos recursos. Fue detenido y condenado a 42 años de cárcel, la mayor pena jamás impuesta en Reino Unido a un espía, pero en 1966 se fugó de la prisión de Wormwood ayudado por militantes del IRA.

Nadie se explica cómo Blake pudo evadirse de una cárcel de alta seguridad, pero el hecho es que logró llegar a la Unión Soviética, donde fue distinguido con la orden de Lenin y se le trató como un héroe. Sobrevivió en Moscú durante más de medio siglo en una confortable dacha, con la que se le reconocieron sus servicios. Nunca albergó dudas de que estaba haciendo lo correcto.

La contrafigura de George Blake podría ser Oleg Penkovski, un coronel del GRU, la inteligencia militar soviética, que pagó un alto precio por espiar para la CIA. Fue detenido en 1962 y torturado durante meses. Finalmente, lo ejecutaron por un método brutal: lo ataron a una tabla y lo fueron introduciendo lentamente en un horno. Tardó muchas horas en morir.

Penkovski nunca traicionó a su país por dinero ni por ambición. Había servido en Ankara y se sentía muy decepcionado por el fariseísmo de la nomenklatura, que gozaba de enormes privilegios mientras los ciudadanos pasaban penalidades. Tras una carrera meteórica, empezó a colaborar con la CIA y el MI6 suministrando valiosa información de los planes militares del Ejército Rojo.

Labró su perdición al pasar decenas de planos y fotografías de los emplazamientos de los misiles soviéticos en Cuba, aportando una prueba irrebatible a la Administración Kennedy. Durante algunos días, Estados Unidos y la Unión Soviética, que se negó a retirarlos, estuvieron al borde de la guerra. Pero, finalmente, Kruschev cedió. El KGB ya sospechaba de él y, poco tiempo después, desapareció sin que nadie volviera a tener noticias. Hoy sabemos por sus excompañeros que la organización decidió castigarle con una muerte terrible para que todos tomaran nota del castigo que esperaba a los traidores.

A Oleg Gordievski le aguardaba un destino similar, si no fuera porque huyó de Moscú en 1985, cuando el KGB había dado orden de detenerle. Era miembro de una familia de chekistas y también había ejercido altas responsabilidades en el KGB. Durante varios años había sido el jefe de operaciones en Gran Bretaña bajo camuflaje diplomático. Y asistía regularmente a las reuniones del co­­mité de dirección, lo que le permitía el acceso a valiosa información interna.

Gordievski había pasado a los Aliados una cantidad ingente de documentos e informes confidenciales. Algunos de ellos demostraban que Andropov estaba convencido de que la OTAN preparaba un ataque nuclear contra la Unión Soviética, lo que alimentaba la paranoia del bloque comunista contra Occidente.

Tuvo mucha suerte porque un día, al volver a su domicilio en Moscú, se dio cuenta de que el pestillo de una puerta interior que él había dejado cerrada estaba desbloqueado. Horas después, Gordievski se fugó de la capital y pudo cruzar la frontera finlandesa en el maletero del coche del embajador británico. Miles de agentes lo perseguían y lo siguieron buscando tras su deserción. El fiasco provocó la destitución de Iván Serov, el jefe del KGB y protegido de Kruschev.

Gordievski fue acogido por el Gobierno británico, que lo ocultó y le dio una nueva identidad. Margaret Thatcher y Ronald Reagan lo recibieron personalmente y le dieron las gracias por sus servicios. Todavía hoy sigue manteniendo una vida sumamente reservada porque teme que el FSB, heredero del KGB, lo tenga en su punto de mira. No hay jamás perdón para quien rompe las reglas en el mundo del espionaje.

El caso más emblemático de hasta dónde llega el largo brazo de los aparatos de seguridad es el de Aleksander Litvinenko, envenenado con polonio cuando residía en Londres. Había trabajado para los servicios secretos rusos como jefe de la lucha contra el crimen organizado. Abandonó la organización para denunciar la corrupción de la oligarquía del Kremlin. Por ello, estaba considerado por Putin ya no solo como un traidor, sino, sobre todo, como un adversario personal.

Litvinenko había huido a Londres, como Gordievski, y gozaba de la protección del MI5, el contraespionaje británico, pero ello no fue óbice para que el FSB mandara a dos sicarios, quienes le administraron ese material radioactivo que lo condenó a una muerte horrible. La justicia abrió una investigación, reconstruyó los hechos e identificó a los culpables del asesinato de Litvinenko. Pero ya estaban fuera del territorio británico, a salvo en su país, que no tiene tratado de extradición con Londres. Nadie duda que, como en el reciente caso del envenenamiento de Aleksei Navalni, las órdenes partieron del propio Putin.

Navalni, sin embargo, logró escapar de milagro de una muerte segura al ser llevado a un hospital en Alemania, que detectó que le habían administrado una sustancia letal que afectaba a su sistema nervioso. Su delito era también haber denunciado la corrupción de Putin. Por eso, acaba de ser condenado a tres años y medio de cárcel por un tribunal de Moscú en un juicio farsa en el que se le acusaba de haber violado la libertad condicional. La periodista Anna Politovskaia corrió peor suerte: fue asesinada de un tiro en la cabeza en el portal de su casa en 2006 por haber investigado los crímenes rusos en la guerra de Chechenia. Ya estaba avisada, en reiteradas ocasiones, de que ese iba a ser su final. Nunca se ha esclarecido quién la mató.

Navalni y Politovskaia nunca fueron espías ni traidores, pero, con toda probabilidad, sí víctimas del aparato de seguridad de Putin, al que nunca le ha importado asumir el coste político de la venganza. Ello le parece un precio aceptable a cambio de que todos los disidentes sepan que cualquiera que ose desafiarle puede pagar con su vida.

La CIA también castiga a los traidores, aunque actúa con los límites que le marcan las leyes y la supervisión del Senado, a los que está sometida. Ello no ha sido obstáculo para que la organización de Langley se implicara en operaciones clandestinas como las llevadas a cabo para derrocar a Jacobo Arbenz en Guatemala, a Mossadeq en Irán o a Salvador Allende en Chile, todos ellos dirigentes de regímenes legítimos que fueron depuestos por la fuerza.

Pero, que se sepa, nunca ha recurrido al asesinato para castigar a los traidores. Aldrich Ames, analista de contrainteligencia de la CIA, fue detenido y encarcelado en 1994 cuando se descubrió que llevaba años revelando secretos al KGB, entre ellos la identidad de decenas de agentes al otro lado del Telón de Acero.

Ames no traicionó a su país por convicciones ideológicas. Lo hizo por dinero y ese era su punto débil. Fue detectado porque se había comprado una lujosa casa y había movido cientos de miles de dólares en sus cuentas. La CIA ató cabos y lo obligó a confesar. El agente reconoció todas sus culpas y explicó que había estado colaborando con el KGB a cambio de dinero. Su esposa le exigía llevar un tren de vida que no podía costear con su sueldo. Fue condenado a cadena perpetua.

Otro traidor legendario fue Robert Hanssen, agente del FBI, que delató a sus compañeros por móviles económicos. Dmitri Poliakov y otros tres agentes dobles fueron ejecutados en Moscú por sus informaciones. Estuvo cobrando elevadas sumas del KGB durante 22 años. Y fue localizado por casualidad. Era una persona religiosa y de ideas muy conservadoras, por lo que nadie sospechó de él.

En contraposición a este espionaje por dinero, hay muchos agentes que arriesgaron y perdieron su vida. El ejemplo más notable es el de Richard Sorge, fusilado por los japoneses en 1944. Era un corresponsal alemán en Tokio con excelentes contactos en la embajada de su país. Gracias a ello, avisó a Stalin con una semana de antelación de la fecha de la invasión de Rusia por el Ejército de Hitler. Pero el caudillo soviético no se lo creyó. Pagó con su vida porque un confidente le delató y fue ejecutado de forma sumaria.

También fueron fusilados decenas de los integrantes de la llamada Orquesta Roja, que suministró información clave a los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial. Fundada en 1939 por Leopold Trepper, un judío polaco con conexiones con el espionaje soviético, la organización operó en Francia, Bélgica, Holanda y Suiza. Trepper llegó a tener 74 emisoras clandestinas operativas, de las cuales la mayoría fueron desmanteladas por la Gestapo. Los miembros de la red eran conocidos como «los pianistas», dado que usaban un telégrafo operado manualmente. Gracias a los contactos de la Orquesta Roja, los jefes militares estaban avisados de todos los movimientos de las tropas alemanas en Stalingrado. Trepper, que utilizaba de tapadera una empresa comercial belga, logró sobrevivir y murió en Jerusalén en 1982. Pero la gran mayoría de sus agentes fueron localizados y eliminados tras ser torturados.

Otra de las figuras míticas del mundo del espionaje, Mata Hari, una famosa bailarina en París, fue ejecutada en el castillo de Vincennes en 1917. Se la acusó de estar al servicio del espionaje alemán durante la Primera Guerra Mundial, pero antes había trabajado para los franceses. Era una mujer alegre, muy atractiva, de vida disoluta, que confraternizaba con la cúpula militar de uno y otro bando. Pero fue condenada a muerte pese a que la información que vendía era irrelevante, poco más que un rumor. Fue fusilada a los 41 años, mientras lanzaba un beso al pelotón de ejecución, en el lugar donde Napoleón había dado la orden de acabar con el duque de Enghien.

Si Mata Hari no tuvo reparos en servir a ambos bandos, Eddie Chapman elevó el engaño a la categoría de arte. Era un ladrón de poca monta que estaba encarcelado en las islas del Canal cuando los alemanes tomaron el enclave en 1941. Decidieron llevarlo a Alemania y reclutarlo como espía de la Abwehr. Confiando en su lealtad, lo enviaron a Londres con un radiotransmisor y una fuerte suma de dinero para que obtuviera información de las plantas de fabricación de armamento y aviones. Pero Chapman contactó con el servicio secreto británico, que lo utilizó para intoxicar a los alemanes. Su mayor hazaña fue proporcionar una ubicación falsa de la fábrica de motores de cazas en Coventry. Siguiendo sus indicaciones, la Luftwaffe bombardeó una gigantesca maqueta de cartón. La intoxicación surtió efecto y Chapman fue condecorado con la cruz de hierro, felicitado por el Führer y ascendido a oficial.

La técnica de engañar a la aviación alemana con carcasas de cartón piedra fue utilizada en más de una ocasión por los servicios británicos. El maestro de esta práctica fue Jasper Maskelyne, un ilusionista que triunfaba en los teatros de Londres. Construyó una gigantesca maqueta del puerto de Alejandría para despistar a la Luftwaffe, camufló los tanques ingleses en el desierto africano y diseñó un juego de luces para confundir a los aviones alemanes en el canal de Suez.

Con métodos bien distintos, también desempeñó un papel clave en el engaño a Hitler el agente español Joan Pujol, un catalán bautizado como Garbo reclutado por los alemanes en Madrid. Pujol, al servicio de la inteligencia británica en Londres, rindió un gran servicio a los Aliados al engañar a la Abwehr, a la que indujo a creer que la invasión se produciría por Calais, donde se concentraron las tropas de la Wehrmacht.

Otro espía español de la misma época fue Juan Gómez de Lecube, un extremo del Atlético de Madrid en los años veinte. Se alistó en el bando nacional durante la Gue­­rra Civil y, posteriormente, fue reclutado por la Abwehr, que lo envió a Panamá para informar de los movimientos de la Armada británica. Pero jamás llegó a su destino porque fue detenido en la isla de Trinidad. Lo deportaron a Londres, donde fue internado en un campo de prisioneros. Los británicos tenían pruebas concluyentes de que trabajaba para los nazis, pero él siempre lo negó. Desde su cautiverio escribió cartas a Jorge VI en las que reivindicaba su inocencia y denunciada que estaba siendo maltratado. Volvió a España al acabar la contienda y se ganó la vida como entrenador de equipos de fútbol.