Loe raamatut: «El pensamiento visible»
AKAL
ARTE y estética 88
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Imágen de cubierta: Zhu Jinshi, Power and Territory, 2008.
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Pere Salabert
El pensamiento visible
Ensayo sobre el estilo y la expresión
El presente ensayo procede de una preocupación de orden estético que, si bien atañe al arte y tiene en el tiempo un lejano inicio, carece aún hoy de un descargo cumplidor. Radicada en el trato que tiene la capacidad sensorial con el uso intelectivo, en El pensamiento visible la inquietud apunta preferentemente a la pintura y se enuncia a caballo de dos conceptos de larga trayectoria pero desatento empleo; su nombre, estilo y expresión. Tantas veces confundidos hasta incurrir en sinonimia, no es siempre fácil ver en el segundo, referido a la moderna expresión artística en particular, el desahogo, cuando no la dispersión, de un cuerpo que deviene signatario en su obrar y que deja un vestigio con las formas que produce, llámense huella personal o impronta anunciadora. Y no resulta más sencillo detectar lo que hay en el estilo: la derivada de una diferencia individuadora que, con su tarea de afirmación, desea garantizarse.
De estas dos dificultades nace El pensamiento visible en su recorrido por una heterogénea selección de aportaciones a la plástica. Las formas del arte no son una carga intelectual que hemos de captar –no se trata de comprender las obras–; lo que hay en ellas es una fuerza redoblada que, al modo de los sueños, estimula al receptor llevándole a discurrir acerca de lo que allí parece tener un prudente amparo.
Trenzado así con el aparato teórico, el camino argumental emprende su marcha en este libro con la obra del artista chino Zhu Jinshi, de una expresión terminante en la ejecución y negligente con el estilo, hasta ir a desembocar en Decorpeliada, un creador ocasional que, anhelante de un estilo individuador que sin embargo le rehúye, aislado al fin en su extravío, sólo con la muerte acierta con la azarosa afirmación de sí.
Pere Salabert, catedrático emérito de Estética y Teoría del arte en la Universidat de Barcelona, es autor de gran número de artículos y ensayos, así como de dos docenas de libros entre los cuales cabe destacar Pintura anémica, cuerpo suculento (2003), La redención de la carne. Hastío del alma y elogio de la pudrición (2004), Sphairos. Geografía del amor y la imaginación (2005), El cuerpo es el sueño de la razón y la inspiración una serpiente enfurecida (2009), Teoría de la creación en el arte (2013), La màquina del teatre. Per a una biografia de la tragèdia (2013) y, en colaboración, Estética plural de la naturaleza (2006), Esthétiques de la nature (2007) y Figures de la passion et de l’amour (2011).
Profesor honorario de la Universidad Nacional de Colombia y de la Universidad Nacional de Rosario (Argentina), ha impartido conferencias y seminarios en universidades de Argentina (Buenos Aires, Rosario, Santa Fe), Brasil (São Paulo), Canadá (Toronto), Colombia (Bogotá, Bucaramanga, Cali, Cartagena, Manizales, Medellín, Pasto, Pereira), Chile (Santiago, Valparaíso), Cuba (La Habana), Dinamarca (Aarhus), Estados Unidos (Harvard y Stanford), Francia (Aix, Blois, Martinique, Perpignan, Tours, París), Italia (Urbino), México (México DF, Toluca, Ciudad Juárez, Guanajuato, San Luis Potosí) y Uruguay (Montevideo). Es miembro de AICA (Association Internationale des Critiques d’Art) y ha practicado la crítica de arte en publicaciones de Barcelona y Madrid. Es colaborador de la universidad francesa Paris 1. Panthéon-Sorbonne, École doctorale en Arts plastiques, Esthétique et Sciences de l’Art.
Prefacio
1
El propósito de este ensayo concierne a la necesidad de identificar en el arte el estilo y la expresión, dos conceptos que algunos tratadistas presentan solidarizados hasta confundirlos, como si uno fuera sinónimo del otro. Y, dado que no es así, trataremos de focalizar el asunto como quien explora un terreno desconocido sin exigirnos la línea recta en la argumentación como quien persigue un objetivo sabiendo el camino que lleva a él.
Eso nos llevará a ver en El pensamiento visible un banco de trabajo provisto de una serie de conceptos reunidos como un hato de herramientas: ver-pensar, expresión-estilo, presencia-representación, representación-significación, valor cognitivo-valor estético y otras más que saldrán al paso. Pero no nos sintamos obligados a creer que cada una de estas parejas encare factores irremediablemente antitéticos, y menos aún que la serie se nos vaya a brindar cerrada como una subestructura para la totalidad. No, lo que nos incumbe nada más empezar son dos de las parejas con su exigencia de una explicación preliminar que ponga las cosas en su auténtico lugar de partida. Veamos en la primera, tocante al ver-pensar, de qué manera evoca el título propuesto para este libro, al detectar en ciertos procesos intelectuales una hipotética derivación de lo visible, o, a la inversa, al entender que lo visible es siempre manifestación de lo mental. Esto ya nos invita a ver la similitud de El pensamiento visible con el título de la respetable obra de Rudolf Arnheim Pensamiento visual (Visual Thinking), un enunciado que su autor extrae de su propia convicción según la cual el arte es «una forma de razonamiento en la que percibir y pensar son actos indivisiblemente entremezclados». Lo cual significa que todo pensamiento, por abstracto que sea, tiene por horizonte alguna imagen. Mejor dicho, sólo operativamente son susceptibles de subsistir aislados la percepción sensible –escoltada por la afectividad– y la cognición. De ahí que Arnheim se vea llevado a afirmar que el artista «piensa con sus sentidos» (1985: ix). Nada que objetar a esta declaración, y menos aún al título referido a la naturaleza visual del pensamiento. Aunque ahora, por más discutible que sea, y una vez vista la semejanza de ambos títulos –el de Arnheim y el que aventuro para estas páginas–, a fin de sortear no sé qué posibles confusiones, debería extenderme y diferenciar dos orientaciones: una, relativa al pensamiento en general, que, según Arnheim, tiene por esencia el ser visual (visualis); otra –que mantengo por mi parte– según la cual la imagen visible (visibilis) tiene en el arte una función consistente en estimular el pensamiento. Y estimular no es manifestar, notificar o revelar.
El lector atento ya habrá notado que, aun siendo diferentes, ambas posiciones no son incompatibles. Por el contrario, bien mirado, son dos puntos de vista sobre una misma cosa. Allá, una clara alusión a dos caras del mismo concepto, me atrevería a decir a una misma cara para dos (pensar-ver); aquí, en cambio, son los mismos encarados por el arte (ver/pensar), que exploraremos por medio de la pareja conceptual formada por la expresión y el estilo.
En pocas palabras, con la expresión, un Yo consciente busca al Otro en el que poderse encontrar. Con el estilo, en cambio, el Yo hurga en sí-mismo en busca de un lugar en el que reconocerse. La relación comunicativa se da en el primer caso entre personas («persona», prósopon, en el sentido de una apariencia a modo de máscara); en el segundo, el Yo desea el encuentro con su propia radicalidad oculta detrás de lo aparente.
También las demás parejas van a reclamar nuestra atención. Y aunque la expresión-estilo y el ver-pensar son la principal razón de este libro, al tiempo que responsables de las demás, la primera en entrar a escena tendrá una atención más cuidada, en particular porque sus contenidos, debido al uso que hace de ella la literatura relativa al arte, suelen confundirse entre sí.
En primer lugar, El pensamiento visible tiene el «arte» como objetivo principal, pero ni fluye por un camino discursivo ajeno a curvas y desniveles, ni pasa en todo momento por alguno de los territorios más predecibles concernientes al Arte. O se dirige a alguna zona de creación extrema que más de uno juzgará anexa, cuando no importuna para lo que «debería ser» el arte y el pensamiento que a su juicio lo tiene por objeto, o penetrará en un Arte avalado por la Historia con medios especulativos imprevistos. Sea el incontinente amor del artista chino Zhu Jinshi, el primer caso de los que pueblan este libro, por una materia pictórica con la que apremia la mirada anulando extensas superficies, o la obstinación de Cézanne con la «verdad» en la pintura, o la angustia y la soledad junto al sentimiento de culpabilidad de Van Gogh frente a su hermano Theo. Sea el sentimiento poético de un «sinvivir» por parte de Miguel Ángel Buonarroti antes de saltar al trato que Teresa Margolles dispensa al horror cotidiano prodigado por el crimen y examinar el trastorno psíquico de Marco Decorpeliada, un sujeto estimulado mediante un arte cuyo objetivo es un «sí mismo» conflictivo aliado a la pitanza congelada, una alimentación que le mantiene en pie para la muerte. Casos ejemplares todos ellos, no únicos. Y si los someto a reflexión en un contexto de mayor vuelo teórico centrado en la expresión y el estilo, no es tanto por la excepcional singularidad de cada una de sus producciones cuanto por el interés de sus respectivas individualidades en el proceso vital al que deben su existencia relativa al arte.
No se trata de proceder al análisis con la intención de revelar alguna esencia que, oculta en dichas obras, sería tan veraz como indispensable con respecto a algún significado que podría justificarlas. Al contrario, lo que haya aquí de análisis irá pegado a la interpretación sin el menor deseo de darse como modelo. Entre otras razones, porque antes que ir a un cierto número de formas artísticas que convendría descifrar, buscaremos quién está detrás de cada una de ellas, qué personalidad con su proceder, aspiraciones y angustias, creencias y convencimientos, aciertos y desconciertos, ha dejado unas formas-signo que la significan.
¿Por qué quienes creen saber qué es y cómo es el arte anteponen a sus juicios un «deber ser», tanto para el propio arte como para lo que filosóficamente le concierne, agregando acto seguido que sólo en la observancia de dicho deber se halla la experiencia de una auténtica libertad? ¿Será para ellos el arte un modelo de libertad vigilada, o su actitud emana de una resistencia a desatender criterios heredados, juicios de rutina por el temor a adentrarse en alguna zona sin caminos ni señales? Porque rechazar viejos criterios, desafiar el hábito o sortear rutinas sin más cuidados puede llegar a ser intolerable. Será un encontrarse a solas consigo mismo entre las cosas de cada día pero impensadas aún, y, por consiguiente, en un vacío sin palabras. Un abismo. ¿Qué hacer en semejante situación? Lo más sensato será lo que sugiere Worringer con una recomendación que doy por válida a causa de su lucidez. Frente al sentimiento de soledad y falta de recursos al enfrentarse con lo imprevisto, «no hay otros conocimientos que la adivinación, no hay más certeza que la intuición». Para concluir con la exclamación: «¡Qué pobre y mediocre sería toda investigación histórica sin el gran aliento de la adivinación!» (1953: 129).
Nada más cierto; sea histórica o no, toda especulación intelectual requiere una inclinación al riesgo que lleve a una intuición para la conjetura. Que nadie crea que esas palabras puedan inducir a quien trata aquí del proceder del artista, de su comportamiento con el arte antes que del propio arte, a tomar un camino oracular para el pensamiento y el discurso que lo acompaña. Será mejor pensar que tanto la intuición como la «adivinación» que pide Worringer confluyen en otros dos factores de primera necesidad. Me refiero a la imaginación, imprescindible siempre y en todos los casos, junto al sentido de la aventura intelectual. Así habremos asociado el acto visual con la imaginación, y el pensamiento con la aventura[1].
Formular preguntas no exige dar respuestas, de modo que dejo las formuladas en este punto para seguir la vía anunciada al comenzar. Con una ligera salvedad. Me complacería que este ensayo fuera una muestra digna de lo que, inspirado en Montaigne, escribió Tomás Carreras i Artau acerca del género literario que aquél había inventado: «El ensayista da más de lo que anuncia. No siempre lo da directamente, pero sí en la forma indirecta de incesante y múltiple sugestión. El ensayista insinúa media palabra, la cual es recogida y fecundada por el lector inteligente»[2].
Si a la imaginación y la aventura intelectual que reclamo ahora le añadimos la sugerencia, tendremos gran parte de los avíos con los que avanzar por el bosque de los conceptos apuntados y sus eventuales derivaciones.
2
Llegados aquí, y con respecto al ver-saber, es necesario insistir señalando la improcedencia de interpretar al pie de la letra un título inocente en apariencia como El pensamiento visible. Darle un sentido literal, aun siendo previsible, equivaldría a detectar el origen de lo visible artístico en alguna especulación por parte de su autor, daría por buena la existencia de eventos mentales en su devenir visual por medio de una forma organizada. Quiero decir que, en una imagen visible de valor estético, el receptor concebiría el revelarse de algún avatar de orden intelectual en el que poder captar un contenido semántico despejado y justificador de dicha imagen en su efectividad. Apunto, por supuesto, al valor cognitivo. Y en este caso la inferencia que podríamos hacer sería del siguiente cariz: «El pensamiento está primero y el trazar viene después; luego, el pensar del artista cobra vida en cada trazo que compone la imagen referencialmente reconocible». Sí, ¿por qué no? Pero, ¿y si la referencialidad falta? ¿Y si nos enfrentamos a una pintura radicalmente abstracta, un Kandinsky pongamos por caso? Surgirá inevitable la pregunta: ¿qué significa (o representa) esto? Interrogantes así siempre van acompañados de la esperanza de ver una obra artística significando alguna cosa para que la razón se tranquilice por medio de una referencialidad basada en la analogía (v. gr., «esto es la representación de un árbol, luego significa este árbol»). Ésta es una de las confusiones ya previstas unas líneas más arriba mediante la pareja representar-significar. ¿Qué provecho encontraremos en esta perspectiva? El falso de ver en la obra de arte un artefacto transmisible al lenguaje natural con la mayor fidelidad.
Pues bien, identificar lo representado con lo significado (caballo, árbol o montaña) es un error demasiado usual como para discutirlo largamente. Más adelante lo expondré de otro modo. Por ahora, basta con indicar que el punto de vista al que me opongo decididamente es tan claro como defectuoso. ¿Por qué? Porque da por hecho que lo pensado con sensatez, dese como se dé –imagen visual de preferencia–, al cabo se vierte en el lenguaje debidamente. Insisto, ¿por qué? Porque el lenguaje es el cobijo natural de una razón despótica que, según parece, debe estar en todas partes so pena de dejarnos extraviados en un mundo sin referencias ni puntos de apoyo. Algo de esto manifestaba Heidegger al enlazar una educación en la razón lógica, un intelecto calculador y el orgullo como su consecuencia. ¿No conlleva eso la creencia según la cual todo debe plegarse a la razón? Cuando el intelecto calculador dirige su mirada a la razón, y nada más que a ella, se arriesga a caer «en la profundidad de un abismo». La pregunta que ahí se hace Heidegger es oportuna: «¿Consiste este abismo sólo en que la razón descansa en el habla, o sería incluso el habla misma el abismo?» (1987: 12-13; la cursiva es mía.)
Insistir en este punto más concreto no puede ser inútil, de modo que reclamaremos la ayuda de Johannes Kreisler, narrador de Kreisleriana y doble literario de E. T. A. Hoffmann, su autor. En el relato, cuyo título es derivación de su propio nombre, el personaje Kreisler se erige en modelo, diría casi en negativo, de lo que expongo en su manifestarse partidario de un arte –la música en particular– al que atribuye una función de pasatiempo sin ningún compromiso intelectual. Esto induce al personaje a juzgar también la literatura descalificándola porque exige al lector una tarea de orden mental. Y, en cuanto a la pintura, el problema es más sencillo. Kreisler afirma que lo mostrado en un cuadro no puede durar, puesto que, una vez visto lo que el artista quería representar, la atención del receptor decae en poco tiempo (Hoffmann, 1979b: 67). Pues bien, con Hoffmann-Kreisler ya tenemos de nuevo un claro ejemplo de la fusión del representar con la significación o, si se prefiere, el dar-que-ver con el querer-decir. En la ficción literaria, Hoffmann, su autor, hace entrar al personaje en la categoría de los intérpretes primeros más resueltos de El pensamiento visible por la vía errónea de la literalidad. Supongamos que representación y significado son dos caras idénticas de lo mismo: una silla o una cama pintadas por Van Gogh significan esta silla o esa cama en la realidad. O ante un cuadro de Francis Bacon que representa un cuerpo humano retorcido y ensangrentado expongamos nuestro convencimiento de que aquello es repugnante. Nada más absurdo, una representación nunca es una presentación; creerlo –o comportarse como-si– nos lleva directamente al ejemplo de los fieles que besan o se abrazan a la imagen de un santo de la Iglesia católica como si aquello, pintura o escultura, tuviera en su seno la esencia de su objeto referenciado. El re- prefijado en la palabra «representar» nos lo advierte. No atenerse a esta diferencia equivale a ahogarnos en un cuadro en el que hemos visto el mar, por no atender a la pintura que lo representa[3].
Posiciones así han perdido toda vigencia con la actualidad de un arte que, sin distinguir lo recto de lo curvo, el cielo mental lúcido del más nublado o la conciencia de su trasfondo irracional, echa raíces que descubren inesperadas honduras donde se alimentan libres de un terreno tan vario como lejano. ¿Que el artista opera sin pensar? Bien. ¿Que cavila una y mil veces tratando de formarse una imagen mental acerca de lo que va a hacer? También. Lo que importa es el resultado y sus efectos, incluso el ahogo por la inadvertencia que acompaña la candidez.
No hay más remedio. Nada nos exime de saber que lógica, verdad y valor estético no son conceptos intercambiables ni susceptibles de comparación.
¿Cómo entender entonces lo que significa el título? Su primer enunciado, El pensamiento visible, requiere que vayamos en la dirección opuesta a la mostrada hasta aquí, me refiero a la que cree en una carga intelectual en función de imagen para la mirada. Que tenga razón Arnheim no quiere decir que tenga toda la razón. Al contrario que en la publicidad, en el arte una imagen visual no siempre es un decir, o querer-decir, que se ha hecho efectivo mediante un dar-que-ver. Es verdad que una imagen artística en la historia del arte suele poseer un contenido narrativo (la tradicional storia) que el receptor se apropia haciéndose cargo visual de un querer-decir contenido en ella, sea una Maiestas Domini, una vanitas barroca o Las Meninas de Velázquez. Pero dicho contenido no justifica por sí solo que ninguna de esas obras sean en efecto «arte» y no otra cosa. Porque el valor estético en el arte no depende de un designio documental o informante. ¿A qué responde el innegable valor estético del Pantocrátor de Taüll o de Las Meninas?; ¿a la carga documental que llevan consigo dichas obras? No; su carga documental contribuye al valor que nos ocupa, pero ni siquiera es concluyente. Porque la primera función de una obra de arte es atraer la mirada solicitando del receptor una actividad intelectual que le dé pie haciendo visible un pensamiento que no la precedía.
Entonces sí, lo decisivo en dicha solicitud es un signo, o constelación de signos, que, irreductible a una definición, se limita a decir, para quien pueda oírlo, «aquí hay arte».
He nombrado Las Meninas y no ha sido por casualidad. La imposible correspondencia de la razón lingüística con la imagen creativa la exponía Michel Foucault en su reflexión acerca de la obra velazqueña. Se dirá de tantas maneras como se quiera, pero hablar de la irreductibilidad de la imagen al lenguaje pone el problema en claro, porque «ya podemos decir lo que estamos viendo, lo que vemos nunca se ajusta a lo que decimos» (1966: 25). Y si la intención de Foucault pareciera otra a juzgar por el orden seguido en su argumentación, en las páginas que dedica a Las Meninas no llega a la conclusión a la que aludo después de inspeccionar el cuadro, sino a la inversa. Porque, siendo objetivo de su reflexión ese desajuste que nos ocupa dejando para Las Meninas la tarea de ejemplificar, es fácil advertir que la intención de Foucault es inspeccionar la pintura velazqueña para dar verosimilitud a su afirmación acerca de la impenetrabilidad de la imagen visual por parte del lenguaje natural.
Está claro, pues, que en una obra artística el valor estético es algo distinto al valor documental (o de conocimiento) que podamos encontrar en ella[4]. Aquel primero nunca emerge –y lo hace en raras ocasiones– de un contenido procedente de un parto intelectual previo. Procederá de ahí si se quiere, pero lo que en una obra hay de documental nunca será para ella una razón principal, quiero decir una prueba de su valor estético. La intención consciente de un artista de exponer esto o aquello (la mujer desnuda de Manet en pleno campo o la habitación de Van Gogh) no es más que una porción –con frecuencia mínima– de lo que es posible detectar en la intencionalidad creadora[5].
Nuestra imaginación es la que acude a la obra, cuya principal función es estimularla en la recepción sin satisfacerla por completo.
¿Cómo vamos a entender, si no, la tan conocida interpretación de Heidegger en «El origen de la obra de arte» (Holzwege), el ensayo relativo a una de las pinturas de Van Gogh en la que vemos un par de zapatos usados? ¿Aceptaremos que el autor dio en el blanco con sus aseveraciones? No, si por «dar en el blanco» entendemos acertar con lo que Van Gogh quiso expresar o hacer comunicándolo a un eventual perceptor. Pero lo cierto es que la pintura se hace acreedora de un claro valor estético, entre otros motivos porque sirvió a Heidegger de asidero para desplegar su imaginación y hacer con lo que veía, o creía ver, un fragmento literario tan sugestivo como indemostrable. Lo de menos es que su interpretación no fuera la más precisa (escribo «precisa» para quienes creen que la glosa acerca de una pintura debe ser fiel a su objeto).
Aquí lo importante es que la representación de un par de zapatos viejos le diera a su intérprete, Heidegger, la ocasión de aferrarse a ellos para exponer sus propias ideas acerca de lo representado como obra de arte. Eso, aunque luego Schapiro opinara de un modo opuesto al de Heidegger en cuanto a la atribución, dando entrada con ello a Derrida (1978a: 295 s.), quien a su vez incluso duda acerca de que aquello sea «un par» llegando a preguntarse si es un par en realidad o dos zapatos de un mismo pie.
¿A qué se refiere, pues, El pensamiento visible? A que el «dar que ver» en el arte es ya, en este mismo acto, un «dar que pensar» que, careciendo de un horizonte al que dirigirse, no concluye ni nos cansa. Porque ese pensar, fundado en la experiencia sensible que lo alimenta, no requiere conclusión alguna. Reconozcamos, pues, la razón de Heidegger y la de Schapiro, con el añadido de Derrida, que prosigue por su propia cuenta, y, de una manera marginal, el problema de pensar un cuadro teniendo por objeto lo pensado por quienes le han precedido acerca de lo que se representa en él y nada más. Por buen camino iba Home of Kames, siglos atrás, al observar que lo mejor de una obra de arte que nos ha acompañado toda una vida tal vez resida en que, al llegar a la vejez, su compañía sigue siendo benéfica y deseable. Ante la opinión del Kreisler imaginado por Hoffmann, para quien el interés de un cuadro «no dura» una vez visto, lord Kames siente que lo bueno de una pintura es que le acompaña a uno hasta la vejez sin dejar de interesar. ¿A qué compañía se refiere? A la que entraña su inagotable validez estética[6].
Pues bien, el valor estético de una obra de arte se desprende de esta persistencia derivada de una refractariedad al lenguaje que busca su «razón», una tenacidad que la mantiene ajena a cualquier definición certera.
Es claro que, en esta perspectiva, la interpretación heideggeriana del cuadro de Van Gogh es más o menos plausible, y de todo derecho. Digo más o menos porque es el artista con sus zapatos pintados quien da cierto espesor a lo que su intérprete opina de él. Cuando el arte se ocupa de representar entidades del mundo que podemos reconocer –sean los zapatos o un ciprés de Van Gogh, un «esclavo» de Miguel Ángel o la montaña Sainte-Victoire de Cézanne–, no es porque esa función referencial satisfaga en su totalidad el cometido artístico de la obra. Al contrario, el arte expone, expresa por medio de lo que representa, un contenido emotivo-sentimental indecible razonablemente (v. gr., un desasosiego emocional) o un contenido conceptual que, aun siendo decible y, por consiguiente, comunicable (v. gr., la pobreza, el interés por la Naturaleza, el cuerpo humano, la «verdad» del arte...), resulta irrepresentable. Y tanto lo uno como lo otro se justifican en el acto mismo de hacerse visible.
3
¿Llamamos expresión a esto? Sí, hay expresión en la medida en que el artista, no tanto en su obra acabada cuanto en el proceso de ejecutarla, aspira a algún sentido, trata de ex-poner con ella algo de sí mismo. Y ahí tenemos la sinonimia de expresar y exteriorizar, o exponer. Ex-presión, resultado de echar fuera, acto y efecto de ejercer una presión sobre alguna cosa dirigiéndola hacia el exterior. La presión-hacia-fuera, ese apremio sin estribo, se manifiesta en un hacer genérico que particulariza el habla, la actitud y la gesticulación, e incluso el comportamiento; en fin, todo aquello que llama la atención y deja (o es susceptible de dejar) impronta. Porque, asociado al trazo, a la huella, viene el estilo, stylos o el latín stilus, punzón para la escritura, estilete, pero también stimulus, aguijón que pincha, instiga, estimula, aviva. Estilo, es decir, demarcación, aunque no en el sentido de una definición formal y menos aún permanente. ¿Añadiremos a la expresión el estilo personal, o, mejor dicho, haremos de la expresión una pantalla singularizadora sobre la cual todo acto añadido aparece inscripto y, por consiguiente, de-marcado para la significación? Tal vez. Pero dejemos por ahora la demarcación, volveremos a ella.
Baste con decir que, a diferencia del lenguaje natural, y de la escritura en particular, en una obra plástica es casi imposible –salvo por comparación– distinguir por vía empírica, y separar como principios diferentes, la expresión y el estilo.
Admitamos, pues, por el momento, que en un bosquejo como el precedente hay una gran dosis de indulgencia con la realidad. Porque creyendo válido lo dicho para el arte en general, aún habrá que poner en duda esa creencia para admitir que el estilo-demarcación en un sentido literal es indetectable en ciertas aportaciones contemporáneas que tienden a identificar lo hecho con lo dado, o la obra con la naturaleza.
¿Habría que aportar otro concepto capaz de compensar ese título ausente? ¿Un estilo fluctuante, mudable, incluso inexistente? ¿Y luego? Quizá una expresión azarosa, sin autor, quién sabe si no será en el límite de la materia abandonada a sí misma.
4
Queda por decir, por si fuera de algún interés, que el presente libro tiene por suelo nutricio un largo trabajo anterior que, aun estando inacabado, ya superaba lo prudente a causa de su desarrollo. Su extensión hacía de la publicación asunto descartado. Llamaremos materno a este material inédito en la sombra. Su objetivo principal era trazar un camino de reflexión estética que salía de un primer concepto, el clásico de la MÍMESIS, o representación analógica, pasaba por la EXPRESIÓN, o el arte «de carácter», para llegar a la más moderna CREACIÓN, cuyo punto más sensible es la originalidad kantiana. Todo esto, antes de dar en el último recinto, el más holgado de todos, que me parecía, y aún me parece, inevitable, casi diría obligatorio en la actualidad, sea en el arte, en la moda en el vestir e incluso en ciertos comportamientos personales y formas de vida. Me refiero a la RECREACIÓN[7], término que puedo emplear en sus dos acepciones principales: una, el solaz o esparcimiento mediante el juego, y, dos, la mirada lateral o hacia atrás en el tiempo con intención revigorizadora a la caza de formas susceptibles de ser explotadas.
Con el pretexto aquí de echar un vistazo a la Recreación, me permito una digresión que contribuirá a mejorar el contexto principal de la Expresión que nos concierne. El creador se recreará con las palabras, con las formas plásticas, con el movimiento corporal, con los sonidos. Pero también puede recrear con su quehacer algo de lo creado con anterioridad, sea arte, artesanía o producto industrial. El caso tópico es Fountain, de R. Mutt, (el urinario de Marcel Duchamp), aquella especie de cometa en el cielo de una contemporaneidad artística que nos advierte de que la brillantez artística puede concentrarse en su larga cabellera sin dejar nada para su cabeza. Si la Recreación, en este sentido de táctica extrema, puede indicar la resplandeciente decadencia de la Creación, y en ocasiones su más claro ocaso (el arte cool de Jeff Koons), también puede dar un nuevo empuje a un plano preexistente de Expresión creadora. A eso parece referirse Anzieu cuando inspecciona la manera que tiene Samuel Beckett de hacerse poco a poco un lugar propio en el campo literario (mediante una expresión con «estilo»), al cambiar de residencia –de Irlanda a Francia–, de lengua –del inglés al francés– y, sobre todo, después de leer «con pasión» a Ferdinand Céline. Una conversión como la de Beckett, «transposición la llama Anzieu, requiere un trabajo propiamente estético de re-creación» (1996: 127). Luego es más que posible, aunque improbable, que el estilo venga a la expresión por medio de un acto recreador, como de quien se apodera de algo ajeno –una apostura, una planta, una traza, sea un estilo, unas maneras en el hacer– y lo rehace para sí.