Las maletas del olvido

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CAPÍTULO 2

Ge­mi­nis: Si quie­res que se arre­gle una si­tua­ción fa­mi­liar que te per­tur­ba ten­drás que po­ner de tu par­te. Con­tro­la tu ge­nio para que todo vuel­va a la nor­ma­li­dad.

No de­be­ría leer el ho­rós­co­po, al me­nos no cuan­do hay algo que no mar­cha bien, por­que si me dice algo malo me paso todo el día es­pe­ran­do que su­ce­da. Tiro del ca­ble de la plan­cha y la dejo en­ci­ma del már­mol para que se en­fríe sin ha­ber plan­cha­do nada, lo que aca­bo de leer me an­gus­tia.

Que con­tro­le mi ge­nio, dice. Bas­tan­te me guar­do, a ve­ces son tan­tas co­sas que pien­so que, si no las suel­to, aca­ba­rán aho­gán­do­me. Cuan­do Mu­riel baje a desa­yu­nar ha­bla­ré con ella; no quie­ro ni pen­sar cómo debe sen­tir­se y lo que le ron­da­rá por la ca­be­za. Con quien de­be­ría ha­blar tam­bién es con Inés, no pue­de se­guir así, está su­frien­do y yo con ella.

No es la pri­me­ra mu­jer a la que aban­do­nan, aun­que sí una de las po­cas a las que de­jan el día an­tes de la boda. Fue te­rri­ble, lo re­cuer­do como si fue­ra ayer. El ves­ti­do de no­via col­ga­do en la lám­pa­ra del co­me­dor para que no se arru­ga­ra. Ella tan con­ten­ta, tan ilu­sio­na­da. Siem­pre tuvo buen ca­rác­ter, no se pa­re­ce en nada a Ele­na, no pue­den ser más di­fe­ren­tes. Pa­re­ce que la es­toy vien­do, pa­sean­do por casa con el pi­ja­ma y los ta­co­nes para que no le hi­cie­ran daño al día si­guien­te. Le hi­cie­ron daño, pero no fue­ron los za­pa­tos.

No en­tien­do por qué él es­pe­ró al día an­tes para de­cir­le que no se ca­sa­ba, qué co­bar­de. Aun­que, pen­sán­do­lo bien, po­dría de­cir­se que rom­per con ella an­tes de em­pe­zar un ma­tri­mo­nio que los ha­bría he­cho in­fe­li­ces a am­bos fue un ges­to va­lien­te. Aho­ra la úni­ca in­fe­liz es Inés, y me cam­bia­ría por ella para evi­tar ver­la así. Ese día, mi pe­que­ña no per­dió solo a su pa­re­ja, per­dió la au­to­es­ti­ma, la ilu­sión, la con­fian­za... Des­pués per­dió mu­cho más: se que­dó sin tra­ba­jo, sin ami­gas… Al prin­ci­pio la es­cu­cha­ban, pero todo el mun­do se can­sa, ade­más, se ais­ló, no sa­lía de casa y no con­tes­ta­ba al te­lé­fono.

Está hun­di­da, pero no quie­re sa­lir del pozo, se pasa el día en pi­ja­ma o en chán­dal, con esa cha­que­ta lar­ga de pun­to que pa­re­ce un abri­go y que tie­ne un agu­je­ro en la man­ga. Me en­tran ga­nas de arras­trar­la a la ba­ñe­ra para la­var­le el pelo, ese pelo gra­so pe­ga­do a la cara que lle­va suel­to todo el día como si qui­sie­ra es­con­der­se de­ba­jo de él.

A ve­ces pien­so que está tras­tor­na­da. Ha en­gor­da­do un mon­tón de ki­los, está obe­sa y le da igual, por­que no para de co­mer. Y aun­que es des­cui­da­da con su as­pec­to nun­ca deja de pin­tar­se los la­bios de rojo. Da ver­da­de­ra pena ver­la con esa ropa, ese pelo y esos la­bios ro­jos. Se pasa el día hun­di­da en el sofá o acos­ta­da es­cu­chan­do mú­si­ca, siem­pre las mis­mas can­cio­nes de desamor, me las sé de me­mo­ria. El ves­ti­do de no­via si­gue col­ga­do de­trás de la puer­ta de su ha­bi­ta­ción. Al prin­ci­pio no qui­se qui­tar­lo de ahí, pen­sa­ba que ne­ce­si­ta­ba un tiem­po de due­lo, pero ya está du­ran­do de­ma­sia­do. Echo tan­to de me­nos a mi hija, esta no es ella, es una ré­pli­ca, una co­pia ba­ra­ta y de mala ca­li­dad. Está amar­ga­da. Lo peor que te pue­de pa­sar es vi­vir amar­ga­da, es­tar tris­te es malo, pero sen­tir ren­cor es ho­rri­ble.

Lla­man por te­lé­fono y dejo que sue­ne cua­tro ve­ces an­tes de co­ger­lo, es otra ma­nía, pien­so que si lo cojo an­tes será una mala no­ti­cia. Pro­pa­gan­da de te­le­fo­nía, pen­sa­ba que se­ría Ele­na; cómo pue­de des­cui­dar así a su hija; yo mo­ri­ría por las mías y a ella pa­re­ce que no le im­por­te, no en­tien­do cómo pue­de ser así.

—Bue­nos días, abue­la.

—Bue­nos días. —Al gi­rar­me veo a Mu­riel en la puer­ta de la co­ci­na y pien­so en lo me­nu­da que se ve en pi­ja­ma. Sin gota de ma­qui­lla­je es una niña, aun­que se em­pe­ñe en dis­fra­zar­se de adul­ta—. ¿Has des­can­sa­do?

—No mu­cho, la tía Inés ha es­ta­do llo­ran­do toda la no­che, y me daba tan­ta pena… Ya ha pa­sa­do mu­cho tiem­po, y ese tío era un gi­li­po­llas, ya de­be­ría es­tar bien. He in­ten­ta­do ha­blar con ella, pero no me con­tes­ta. ¿Por qué tie­ne el ves­ti­do de no­via col­ga­do de­trás de la puer­ta?

Saca una bo­te­lla de Ca­cao­lat de la ne­ve­ra y bebe a mo­rro.

—No lo sé, por más vuel­tas que le doy no en­cuen­tro ex­pli­ca­ción, y ella no ha­bla de eso. Una vez lo guar­dé mien­tras se du­cha­ba y, cuan­do se dio cuen­ta de que no es­ta­ba, se vol­vió loca. Voy a ver si baja a desa­yu­nar con no­so­tras.

Hace nada que me he le­van­ta­do y ya es­toy ago­ta­da. Subo la es­ca­le­ra para ir a la ha­bi­ta­ción de Inés arras­tran­do los pies, como si lo que lle­vo a cues­tas pe­sa­ra de­ma­sia­do. Odio esta casa y pien­so que nos trae mala suer­te. Lla­mo a la puer­ta, Inés no con­tes­ta y, en cuan­to oye que en­tro, se tapa la ca­be­za con la sá­ba­na. Me sien­to en el bor­de de la cama y le pon­go una mano en el hom­bro.

—Inés, ven a desa­yu­nar con no­so­tras, anda, Mu­riel ne­ce­si­ta com­pa­ñía y yo soy ma­yor, no en­tien­do de co­sas de jó­ve­nes. Te ven­drá bien ma­dru­gar un po­qui­to, des­pués po­de­mos ir al cen­tro co­mer­cial, ne­ce­si­tas ropa, y así te dis­traes. —El bul­to que hay de­ba­jo de la sá­ba­na y que se su­po­ne que es mi hija no se mue­ve ni con­tes­ta, es como si ha­bla­ra con la pa­red. —Está bien, haz lo que quie­ras, pero te vas a arre­pen­tir del tiem­po que es­tás des­per­di­cian­do, ti­rán­do­lo a la ba­su­ra. El tiem­po es lo más va­lio­so que te­ne­mos, no vuel­ve nun­ca, no po­drás re­cu­pe­rar­lo ja­más. ¿Por qué te em­pe­ñas en ser in­fe­liz? Tu ac­ti­tud es ma­so­quis­ta, ¿te acuer­das de cómo eras an­tes? De­rro­cha­bas ale­gría, igual ago­tas­te tus re­ser­vas y por eso aho­ra no te que­da nada. Na­die se me­re­ce este su­fri­mien­to, Inés. Si ese hom­bre no que­ría es­tar con­ti­go, peor para él. Tú es­tás aquí, de­ján­do­te la vida, es­con­di­da de­trás de ese pi­ja­ma vie­jo, mon­ta­ñas de do­nuts y ese pin­ta­la­bios rojo, y él se­gu­ra­men­te no se acuer­da de ti ni un se­gun­do del día. Dé­ja­me ayu­dar­te, no sa­bes lo que su­po­ne para mí ver como des­apro­ve­chas tu vida de esta ma­ne­ra ab­sur­da.

Me da la sen­sa­ción de que se ha en­co­gi­do. Me due­le ha­blar­le así y aca­bo ca­llan­do; le di­ría mu­chas más co­sas, pero no quie­ro ha­cer­le más daño. Es­pe­ro unos ins­tan­tes en los que Inés no se mue­ve, casi pa­re­ce que no res­pi­re, como si ade­más de es­tar muer­ta por den­tro lo es­tu­vie­ra tam­bién fí­si­ca­men­te. Me le­van­to de la cama y sal­go de la ha­bi­ta­ción sin ob­te­ner res­pues­ta. Me dan ga­nas de en­trar de nue­vo, arras­trar­la es­ca­le­ras aba­jo y echar­la a la ca­lle para no te­ner que ver en lo que se ha con­ver­ti­do. ¿Qué cla­se de ma­dre soy que me veo in­ca­paz de ayu­dar a mi hija?

Des­pués de desa­yu­nar acer­co a Mu­riel, que se ha dis­fra­za­do de nue­vo, al ins­ti­tu­to. Esa ropa y ese ma­qui­lla­je para pa­re­cer más dura no en­ga­ñan a na­die. Ten­go hora en la pe­lu­que­ría para po­ner­me el tin­te y ella me dice que vol­ve­rá a casa con una ami­ga, que no me preo­cu­pe. Al des­pe­dir­nos me da un abra­zo, sien­to su cuer­po me­nu­do en­tre mis bra­zos y pien­so que es tan frá­gil que la vida po­dría des­tro­zar­la de un zar­pa­zo en un sus­pi­ro. Es­pe­ro en el co­che has­ta que la pier­do de vis­ta, por­que se ca­mu­fla en­tre un mon­tón de ado­les­cen­tes, y me sien­to vie­ja, como si la vida ya no tu­vie­ra sen­ti­do para mí por­que no me tie­ne nada nue­vo re­ser­va­do.

En la pe­lu­que­ría ten­go que es­pe­rar un poco y la ca­be­za no deja de dar vuel­tas. Ten­go una re­vis­ta en las ma­nos, aun­que no leo nada, es­toy es­cu­chan­do a la mu­jer que está sen­ta­da a mi lado y no sé si reír­me o llo­rar. Está ha­blan­do con la pe­lu­que­ra, dan­do lec­cio­nes de cómo ser una bue­na ma­dre y una per­fec­ta ama de casa. Me pa­re­ce in­creí­ble.

Dice que no hay que apun­tar a los ni­ños a ac­ti­vi­da­des ex­tra­es­co­la­res, que es me­jor es­tar con ellos, que hay pa­dres que los apar­can allí para qui­tár­se­los de en­ci­ma. Nada de pre­co­ci­na­dos, a ella le gus­ta co­ci­nar. Para ce­nar, ver­du­ra y pes­ca­do a la plan­cha; si al­gún día toca piz­za, como un ex­tra, no por nor­ma, la masa la hace ella. La co­mi­da no se sir­ve en la co­ci­na, aun­que sea más in­có­mo­do hay que lle­var la sopa al co­me­dor, con una so­pe­ra. Hay que de­di­car tiem­po a los hi­jos, dice, por­que si no, lue­go te sa­len mal. La miro con des­ca­ro y ella me son­ríe, como si pen­sa­ra que le es­toy dan­do la ra­zón. Me fijo en que luce una ma­ni­cu­ra per­fec­ta y que va pin­ta­da como una puer­ta, por lo que se ha te­ni­do que pa­sar un buen rato de­lan­te del es­pe­jo. Ade­más va ves­ti­da de ma­ne­ra im­pe­ca­ble, no me la ima­gino ha­cien­do todo eso que pre­di­ca. Me es­toy po­nien­do en­fer­ma. Qué mier­da de ma­dre y ama de casa he de­bi­do de ser. Ade­más de ha­ber­lo he­cho tan mal nun­ca he te­ni­do una so­pe­ra.

La ma­dre per­fec­ta no exis­te, aun­que para mí es­ta­ría más cer­ca de ser­lo la que cría a sus hi­jas sola por­que su ma­ri­do des­apa­re­ce para siem­pre des­pués de de­ci­dir que quie­re vi­vir la vida y que le vie­ne gran­de el ofi­cio de pa­dre. La que se le­van­ta a las cin­co de la ma­ña­na para de­jar la co­mi­da pre­pa­ra­da por­que tra­ba­ja tan­tas ho­ras en una mier­da de fá­bri­ca que si no co­ci­na­ra de ma­dru­ga­da no ten­dría tiem­po para es­tar con ellas des­pués. La que no se da un ca­pri­cho nun­ca por­que el di­ne­ro no al­can­za y, a ra­tos, está tan ago­ta­da que le mo­les­tan has­ta sus hi­jas. Y lle­ga in­clu­so a plan­tear­se si no hu­bie­ra sido me­jor no te­ner­las, para arre­pen­tir­se en­se­gui­da de esos pen­sa­mien­tos que ha­cen que se sien­ta una mala per­so­na y una ma­dre ne­fas­ta. Esa mis­ma que mien­te a lo gran­de y les dice que su pa­dre se ha te­ni­do que ir a tra­ba­jar fue­ra, que no vie­ne a ver­las por­que está muy le­jos y tra­ba­ja mu­cho para que no les fal­te de nada, por­que su papá las quie­re más que a nada en el mun­do. Des­pués, de no­che, a es­con­di­das, es­cri­be car­tas que echa al co­rreo para que ellas pien­sen que se las ha es­cri­to él.

 

Los re­cuer­dos due­len, a pe­sar del tiem­po que ha pa­sa­do, y por un ins­tan­te pien­so que me echa­ré a llo­rar, por­que ellas no eli­gie­ron a su pa­dre, la cul­pa­ble fui yo, que no supe ele­gir. La mu­jer de la ma­ni­cu­ra per­fec­ta me ha es­tro­pea­do el día, si­gue ha­blan­do sin pa­rar, no se ca­lla y me está dan­do do­lor de ca­be­za. In­ten­to no es­cu­char­la, cosa que me re­sul­ta muy di­fí­cil. Las ga­nas de llo­rar aprie­tan y pien­so en que a lo me­jor si hu­bie­ra te­ni­do una so­pe­ra y hu­bie­ra he­cho to­das esas co­sas que dice mi ma­ri­do no se hu­bie­ra ido con otra.

Le digo a la pe­lu­que­ra que no me en­cuen­tro bien, que ven­dré otro día, y me voy a casa. Me sien­to de­rro­ta­da y me pre­gun­to si la si­tua­ción que es­tán vi­vien­do aho­ra mis hi­jas es una con­se­cuen­cia del aban­dono de su pa­dre y de ha­ber te­ni­do una ma­dre a ve­ces au­sen­te, por­que no po­día lle­gar a todo, y a ve­ces ab­sor­ben­te por el mis­mo mo­ti­vo, y no sé si to­das es­ta­mos to­ca­das psi­co­ló­gi­ca­men­te ni has­ta cuán­do se­re­mos ca­pa­ces de so­por­tar esta si­tua­ción.

Inés

Ya se han ido. ¿Por qué no me de­ja­rán tran­qui­la? Qué pe­sa­da que es mi ma­dre. Sé que se preo­cu­pa por mí, pero a ella no la de­ja­ron plan­ta­da el día an­tes de su boda con el piso mon­ta­do ni tuvo que lla­mar a los in­vi­ta­dos para anu­lar la ce­re­mo­nia sin sa­ber qué de­cir. ¿Qué ex­pli­ca­ción po­día dar? ¿Que el no­vio ha­bía des­cu­bier­to que es­ta­ba enamo­ra­do de otra mu­jer, a pe­sar de que el día an­tes ha­bía he­cho el amor con la que es­ta­ba a pun­to de con­ver­tir­se en su es­po­sa y con quien iba a com­par­tir el res­to de su vida?

A ra­tos lo dis­cul­po di­cién­do­me a mí mis­ma que fue ho­nes­to: no me que­ría y no hu­bié­ra­mos sido fe­li­ces. Pero la ma­yo­ría del tiem­po lo odio por lo que me hizo: no ha­bía ne­ce­si­dad de es­pe­rar tan­to, de­bió ha­ber­me de­ja­do an­tes. Y esa ma­ne­ra co­bar­de de de­cír­me­lo, por te­lé­fono, sin atre­ver­se a dar la cara.

¿Cómo es que no me di cuen­ta an­tes? Me mar­ti­ri­zo pen­san­do eso, en lo cie­ga que es­tu­ve. Qui­zá si no hu­bie­ra sido tan in­ge­nua no lo hu­bie­ra pa­sa­do tan mal des­pués. Per­der algo que no es per­fec­to no due­le tan­to, aun­que para mí él lo era y nues­tra re­la­ción tam­bién. Lo peor de todo fue te­ner que ir a re­co­ger mis co­sas al piso en el que íba­mos a vi­vir. Me dio la sen­sa­ción de es­tar va­cian­do los ar­ma­rios de un di­fun­to. Me ha­bía ima­gi­na­do lo do­lo­ro­so que de­bía ser des­ha­cer­se de las per­te­nen­cias de un ser que­ri­do cuan­do fa­lle­ce; y ahí es­ta­ba yo, sa­can­do co­sas de los ca­jo­nes, lle­nan­do ca­jas y ma­le­tas sin po­der pa­rar de llo­rar; con mi ma­dre ayu­dán­do­me e in­ten­tan­do ani­mar­me a su ma­ne­ra, que no siem­pre es la me­jor. Ten­dría que ha­ber­le he­cho caso y ha­ber lle­na­do una ma­le­ta de re­cuer­dos y de pa­sa­do, como si todo lo que viví con él no hu­bie­ra exis­ti­do, ce­rrar­la y ti­rar la lla­ve. Pero ¿cómo se hace eso? «Inés, deja una ma­le­ta va­cía y llé­na­la de las co­sas que quie­ras ol­vi­dar, tó­ma­te tu tiem­po y mete todo lo que no quie­ras re­cor­dar por­que te hará daño. La de­ja­re­mos ti­ra­da por el ca­mino, así, cuan­do ten­gas la ten­ta­ción de re­cor­dar, pen­sa­rás en que es me­jor ol­vi­dar, mete lo que due­le en una ma­le­ta y aban­dó­na­la». No qui­se de­cir­le que no, aun­que me pa­re­cía ri­dícu­lo. Es­ta­ba tan he­cha pol­vo que todo me daba igual. Lo que a cual­quie­ra le pa­re­ce­ría un dis­pa­ra­te, en mi ma­dre es lo más nor­mal del mun­do. Me dejó sola en una ha­bi­ta­ción con una ma­le­ta va­cía abier­ta, una li­bre­ta y un boli, para que hi­cie­ra una lis­ta con todo de lo que que­ría des­ha­cer­me. La ti­ra­mos en un con­te­ne­dor an­tes de lle­gar a casa. Lás­ti­ma, por­que aban­do­né la ma­le­ta allí, pero tra­je con­mi­go lo que ten­dría que ha­ber­se que­da­do en su in­te­rior y no soy ca­paz de ha­cer que des­apa­rez­ca.

Cuan­do lo ana­li­zo, pien­so que ya de­be­ría sen­tir­me bien, pero el amor es irra­cio­nal. Cada vez es­toy más gor­da, todo me que­da pe­que­ño y, como sal­go po­quí­si­mo, ni me vis­to. Lo úni­co que con­ser­vo de mi vida an­te­rior son los la­bios pin­ta­dos de rojo. Esa boca que tan­to le gus­ta­ba a él. Siem­pre me de­cía que mis la­bios es­ta­ban he­chos para ser be­sa­dos. Cuan­do me miro al es­pe­jo es lo úni­co bo­ni­to que veo. La cara me ha en­gor­da­do y la pa­pa­da me tapa el cue­llo has­ta un pun­to que pa­re­ce ha­ber des­apa­re­ci­do; sin em­bar­go, no pue­do de­jar de co­mer. Como no ten­go bas­tan­te con mi ma­dre, ano­che Mu­riel me hizo sen­tir fa­tal.

«Tita, no pue­des es­tar así, ese tío era un gi­li­po­llas. ¿No veías cómo le mi­ra­ba las te­tas a mi ma­dre? De­be­ría dar­te igual que te de­ja­ra, hay más hom­bres y más gua­pos. Es­tás muy gor­da, con lo gua­pa que eras. ¿Por qué no lla­mas a tus ami­gas? No sa­les nun­ca. Ade­más, a ve­ces es me­jor es­tar sola. Mira, mi ma­dre no quie­re a mi pa­dre ni él la quie­re a ella, eso es peor que que te de­jen. Cuan­do sea ma­yor, si me caso, no quie­ro es­tar con una per­so­na que no me quie­ra, pre­fie­ro que me deje, como te pasó a ti. ¿Para qué es­tar con un hom­bre que no te quie­re? Eso es en­ga­ñar al otro aun­que no le pon­gas los cuer­nos. Mis pa­dres no ha­cen nada jun­tos, no se quie­ren ni se so­por­tan. A mí tam­po­co me quie­ren. —Sus­pi­ró y es­pe­ró un poco an­tes de se­guir ha­blan­do—. Les da igual lo que haga, no se preo­cu­pan si me voy a casa de una ami­ga el fin de se­ma­na y no los lla­mo, ellos no me lla­man para nada, no sa­ben si es­toy bien o si me ha pa­sa­do algo. Al­gu­na vez he lle­ga­do a casa bo­rra­cha des­pués de una no­che de fies­ta y ni si­quie­ra me han re­ñi­do, han he­cho como que no han vis­to nada. A ti la abue­la te quie­re y se preo­cu­pa por ti, qué suer­te, y tú llo­ran­do por ese im­bé­cil. ¿Por qué no te des­car­gas una app para bus­car pa­re­ja? —Ahí le cam­bió la voz, es­ta­ba emo­cio­na­da con su ocu­rren­cia y noté cómo se in­cor­po­ró en la cama—. Po­ne­mos una foto fal­sa por si te en­cuen­tras a al­gún co­no­ci­do, a lo me­jor co­no­ces a al­guien in­tere­san­te, aun­que sea para ha­blar, pue­de ser di­ver­ti­do. Esta no­che te lo pien­sas y me di­ces algo. Tita, te quie­ro. Mu­cho. Bue­nas no­ches».

Me dio mu­cha pena por ella y por mí. Pen­sar que tus pa­dres no te quie­ren debe de ser ho­rri­ble, aun­que no fui ca­paz de de­cir­le que yo tam­bién la quie­ro. Es­tu­ve es­pe­ran­do a que apa­ga­ra la luz de la lam­pa­ri­ta, pero ni que­dán­do­nos a os­cu­ras me sa­lió de­cír­se­lo. Me sen­té en la cama y me que­dé un rato así, es­pe­ran­do a ver si era ca­paz de de­cir­le que no es­ta­ba sola y que la que­ría. Me hu­bie­ra gus­ta­do me­ter­me en su cama y abra­zar­la, pero pen­sé que no ca­bría­mos las dos, por­que es­toy muy gor­da, y que yo igual le daba asco. Solo un abra­zo, eso me hu­bie­ra gus­ta­do, acom­pa­sar mi res­pi­ra­ción a la suya. ¿En qué me es­toy con­vir­tien­do? Quie­ro a esta niña como si fue­ra mía, a ve­ces pien­so que la quie­ro más que su pro­pia ma­dre. Cuan­do era pe­que­ña pa­sa­ba mu­chas tem­po­ra­das en casa; sus pa­dres via­ja­ban mu­cho, es lo que tie­ne ser rico. Mi her­ma­na está cie­ga. ¿No se da cuen­ta de que toda esa re­bel­día es para lla­mar la aten­ción? Ella está fe­liz de la vida solo con que Agus­ti­na le diga «se­ño­ra esto, se­ño­ra lo otro». ¡Qué ri­dí­cu­la! No la en­vi­dio para nada, hay co­sas que el di­ne­ro no pue­de com­prar.

Saco un pa­que­te de dó­nuts de cho­co­la­te y me sien­to con la caja en el re­ga­zo. Pa­seo la vis­ta por la co­ci­na y veo todo per­fec­ta­men­te or­de­na­do, no hay nada fue­ra de su si­tio: los bo­tes de las es­pe­cias con la eti­que­ta ha­cia de­lan­te; los pa­ños de co­ci­na do­bla­dos to­dos igual, per­fec­tos; las bol­sas de plás­ti­co den­tro de un ta­rro de cris­tal, me­ticu­losa­men­te do­bla­das. Me chu­po los de­dos an­tes de co­ger otro dó­nut. A mi her­ma­na le po­nen en­fer­ma las ma­nías de mi ma­dre; a mí me dan igual, la mu­jer no hace daño a na­die. Se cree me­jor que no­so­tras. No vie­ne casi nun­ca y, cuan­do lo hace, me mira con cara de asco, debe de odiar a los gor­dos; ella luce cuer­pa­zo de gim­na­sio y te­tas ope­ra­das.

Si hu­bie­ra algo que me de­vol­vie­ra las ga­nas de vi­vir… Ne­ce­si­to un em­pu­jón, yo sola no pue­do. Al prin­ci­pio es­ta­ba hun­di­da, algo des­pués hice un es­fuer­zo, pero ya me fue im­po­si­ble. Sé que por mu­cho tiem­po que pase y, aun­que me re­cu­pe­re, nun­ca vol­ve­ré a ser la mis­ma: algo se rom­pió den­tro de mí el día que me dejó. El pa­sa­do no deja de ve­nir a vi­si­tar­me, me lle­va de pa­seo, me mon­ta en el tren de los re­cuer­dos, un tren del que no me quie­ro ba­jar, y poco im­por­ta que aban­do­na­ra esa ma­le­ta en el ca­mino, la tris­te­za via­ja li­ge­ra de equi­pa­je.

CAPÍTULO 3

So­ñar con pes­ta­ñas: Es de mal au­gu­rio. Si sue­ña que se le caen sig­ni­fi­ca que algo va a ir mal. So­ñar que tie­ne las pes­ta­ñas cor­tas quie­re de­cir que va a llo­rar mu­cho por una des­gra­cia.

Como si ne­ce­si­ta­se un re­cor­da­to­rio de lo que está pa­san­do, la pan­ta­lla del or­de­na­dor se en­car­ga de ad­ver­tir­me para que no me ol­vi­de. ¿Para qué ha­bré mi­ra­do el sig­ni­fi­ca­do del sue­ño? ¡Qué ton­te­ría! ¿Cómo va a sa­ber na­die lo que sig­ni­fi­ca un sue­ño? Es me­jor no ha­cer caso, creer­se es­tas co­sas es de gen­te in­cul­ta, como dice Ele­na.

Hoy es sá­ba­do, el día de la cena con la fa­mi­lia del so­cio de mi yerno. Mu­riel se ha em­pe­ña­do en que no va y su ma­dre en que vaya. Aho­ra es cues­tión de ver quién pue­de más. Esta no­che la lla­ma­ré, ayer la lle­vé a su casa para que se sen­ta­ra a la mesa en esa di­cho­sa cena. Des­pués, si quie­re, pue­de mu­dar­se con­mi­go. Nun­ca se lo he per­mi­ti­do, aun­que me lo ha pe­di­do mon­to­nes de ve­ces. Te­nía la ab­sur­da es­pe­ran­za de que las co­sas se arre­gla­rían en­tre ellas, pero me temo que eso no va a pa­sar. Solo es­pe­ro que, con el paso del tiem­po, mi hija se dé cuen­ta de lo mal que lo está ha­cien­do. Mu­riel no se me­re­ce pa­sar la ado­les­cen­cia en esa casa, tan fal­ta de amor y tan lle­na de men­ti­ras y en­ga­ños.

Sal­go a com­prar y no pue­do qui­tar­me de la ca­be­za lo ab­sur­do que es bus­car el sig­ni­fi­ca­do de los sue­ños. Me sien­to en un ban­co por­que no me en­cuen­tro bien. Des­de hace años ten­go unas ma­nías que no lo­gro de­jar atrás. Es­toy con­ven­ci­da de que si dejo de ha­cer de­ter­mi­na­das co­sas, su­ce­de­rá algo malo. Como si que las mu­je­res de mi casa sea­mos unas in­fe­li­ces no fue­ra ya su­fi­cien­te ca­tás­tro­fe. To­das so­mos des­gra­cia­das. Es­ta­mos de­jan­do es­ca­par la vida, como se es­ca­pa la are­na de la pla­ya en­tre los de­dos cuan­do quie­res re­te­ner­la en tus ma­nos.

Cuan­do el pa­dre de mis hi­jas me aban­do­nó no tuve tiem­po para la­men­tar­me. Cla­ro que llo­ra­ba, cada día, pero se­guí vi­vien­do. Tuve que criar­las yo sola, sin ayu­da y sin di­ne­ro; pero no re­cuer­do esa épo­ca como una eta­pa gris. A nues­tra ma­ne­ra, lo pa­sá­ba­mos bien. Les es­con­dí mi pena, o eso pen­sa­ba yo. Qui­zá no lo hice tan bien y aho­ra re­pi­ten un pa­trón apren­di­do. ¿Cuán­do em­pe­za­ron a tor­cer­se las co­sas? No lo sé, pero sí sé que no se arre­gla­rán por­que do­ble las toa­llas de una ma­ne­ra de­ter­mi­na­da o pon­ga los li­bros or­de­na­dos de más grue­sos a más fi­nos, ni por te­ner que po­ner la la­va­do­ra siem­pre en el nú­me­ro tres. Nun­ca he pues­to otro pro­gra­ma, da igual si hay mu­cha ropa o poca. Me da pa­vor ha­cer las co­sas de otra ma­ne­ra. Lo he in­ten­ta­do y soy in­ca­paz.

Hoy pre­sien­to que me van a dar una mala no­ti­cia, pa­re­ce que lla­me al mal tiem­po, así que de­ci­do de­jar de ha­cer to­das esas co­sas irra­cio­na­les y dis­pa­ra­ta­das pro­pias de una men­te en­fer­ma.

En­tro al su­per­mer­ca­do, res­pi­ro hon­do y aga­rro el ca­rro con fuer­za. Cojo una bol­sa y la lleno de na­ran­jas, sin con­tar­las. Lue­go los to­ma­tes, tam­po­co los cuen­to. Rom­po la ru­ti­na de em­pe­zar por un pa­si­llo y lle­gar has­ta el fi­nal —aun­que no ne­ce­si­te nada de esos es­tan­tes— an­tes de pa­sar al si­guien­te.

 

Ya en las ca­jas, evi­to la nú­me­ro sie­te y la doce, las de siem­pre, y me voy a la uno. Es­toy su­dan­do y me tiem­blan las ma­nos, me sien­to como una ka­mi­ka­ze. Sal­go del su­per­mer­ca­do y dejo las bol­sas en el ma­le­te­ro de cual­quier ma­ne­ra. Al mon­tar­me en el co­che apo­yo la ca­be­za en el vo­lan­te y cie­rro los ojos, es­toy ma­rea­da. Ya está, lo he con­se­gui­do, esto es lo que de­ben de sen­tir los adic­tos cuan­do se es­tán des­in­to­xi­can­do.

De ca­mino a casa, me sien­to eu­fó­ri­ca y can­to en voz baja mien­tras sigo el com­pás de la mú­si­ca, re­pi­que­tean­do en el vo­lan­te con los de­dos.

Cuan­do apar­co, apa­go la ra­dio sin es­pe­rar a que ter­mi­ne la can­ción, al con­tra­rio de lo que sue­lo ha­cer. En­tro en casa y, al guar­dar la com­pra, arru­go las bol­sas de plás­ti­co. Es­toy con­ten­ta y sigo ta­ra­rean­do mien­tras saco las que es­tán per­fec­ta­men­te do­bla­das en un ta­rro de cris­tal y las des­do­blo, hago bo­las con ellas y las meto otra vez, apre­tu­ja­das. Des­or­deno los bo­tes de las es­pe­cias y cam­bio el or­den de los va­sos, in­ter­ca­lan­do los al­tos con los pe­que­ños de café. Pien­so en que no­so­tras, las tres, te­ne­mos los sen­ti­mien­tos des­or­de­na­dos por una u otra ra­zón y me pre­gun­to si no ven­drán de ahí mis ma­nías. Igual in­ten­to com­pen­sar el caos que ten­go en mi vida con el or­den en mi casa.

Ya está ano­che­cien­do y la eu­fo­ria ha des­apa­re­ci­do. No lo­gro sa­cu­dir­me la es­tú­pi­da sen­sa­ción de que algo va a sa­lir mal. No hago más que mi­rar el re­loj. Es­toy desean­do que den las doce para que lle­gue ma­ña­na, como si fue­ra una ce­ni­cien­ta mo­der­na y el cas­ti­go por sal­tar­me las nor­mas ter­mi­na­ra a esa hora. Me arre­pien­to de todo lo que he he­cho y or­deno los bo­tes de co­ci­na, no pue­do con este caos.

De­ci­do lla­mar a Mu­riel, se pon­drá con­ten­ta cuan­do le diga que pue­de ve­nir­se a vi­vir aquí, si quie­re.

A lo me­jor le va bien es­tar una tem­po­ra­da se­pa­ra­da de su ma­dre, has­ta que lo­gren en­ten­der­se. No me coge el te­lé­fono y me ex­tra­ña, ayer le es­cri­bí y tam­po­co con­tes­tó. A ve­ces tar­da en ha­cer­lo y otras se le ol­vi­da, pero no dos días se­gui­dos. Cuan­do le en­vío un wa­sap y veo que no le lle­ga, res­pi­ro hon­do y me digo que ten­go que tran­qui­li­zar­me. Pro­ba­ble­men­te se ha­brá que­da­do sin ba­te­ría. De­ci­do lla­mar a su casa, Ele­na es­ta­rá por­que hoy es la cena, si la lla­mo al mó­vil no lo co­ge­rá y des­pués se ex­cu­sa­rá di­cien­do que es­ta­ba muy ocu­pa­da, cuan­do lo úni­co que tie­ne que ha­cer es de­ci­dir qué mo­de­li­to va a po­ner­se.

—Re­si­den­cia de los Cano. Dí­ga­me.

—Agus­ti­na, soy yo. Dé­ja­te de tan­ta ce­re­mo­nia y dile a mi nie­ta que se pon­ga.

—La se­ño­ri­ta no está.

—Pues que se pon­ga mi hija.

—Ay, se­ño­ra, la se­ño­ra Ele­na me pi­dió que no la mo­les­ta­ra, se en­fa­da­rá con­mi­go si le lle­vo el te­lé­fono.

—Una ma­dre no de­be­ría ser mo­ti­vo de mo­les­tia. Llé­va­le el te­lé­fono y dile que, si no se pone, juro por Dios que no vol­ve­ré a di­ri­gir­le la pa­la­bra. —Agus­ti­na le re­pi­te mi ame­na­za, y la ra­bia cre­ce den­tro de mí cuan­do es­cu­cho que dice en voz baja que soy una pe­sa­da.

—Mamá, ¿qué quie­res? Me es­toy vis­tien­do para la cena, no ten­go tiem­po de ser­mo­nes.

—¿Dón­de está Mu­riel? He lla­ma­do para ha­blar con ella.

—Aquí no está. Se su­po­ne que es­ta­ba en tu casa. Des­de que se fue no ha vuel­to. —Al oír su res­pues­ta sien­to mie­do, el mie­do al que se re­fe­ría el ho­rós­co­po hace unos días. ¿Dón­de dia­blos es­ta­rá Mu­riel? Y lo que es peor, ¿es­ta­rá bien?

—Ayer la lle­vé a tu casa, me dijo que iba a ha­blar con­ti­go, que si no vol­vía era por­que es­ta­ba todo arre­gla­do y que se que­da­ba allí. La dejé en la puer­ta.

—Pues aquí no está. Ya ves que se ha em­pe­ña­do en fas­ti­diar­me la cena.

—Ele­na, no sa­bes dón­de está tu hija ni dón­de ha dor­mi­do, ¿y solo te preo­cu­pa esa mal­di­ta cena?

—Mamá, no seas dra­má­ti­ca, es­ta­rá en casa de al­gu­na ami­ga. Ma­ña­na apa­re­ce­rá para res­tre­gar­me por la cara que se ha sa­li­do con la suya.

—Si le pasa algo, no te lo per­do­na­ré nun­ca.

La cer­te­za de que ha ocu­rri­do una des­gra­cia me gol­pea el es­tó­ma­go de­ján­do­me sin alien­to. Algo ha su­ce­di­do, lo sé como se sa­ben esas co­sas que pre­sien­tes y en las que no quie­res pen­sar por te­mor a que se ha­gan reali­dad. Lla­mo a Te­re­sa in­me­dia­ta­men­te. Te­re­sa es mi ami­ga y ade­más es vi­den­te. Le ex­pli­co lo ocu­rri­do y me dice que es­ta­rá aquí en dos mi­nu­tos.

Voy a la ha­bi­ta­ción de Inés, que si­gue acos­ta­da y le re­ti­ro las sá­ba­nas brus­ca­men­te.

—Mu­riel ha des­apa­re­ci­do —le digo gri­tan­do—. Le­ván­ta­te, te­ne­mos que ir a bus­car­la.

—¿Que ha des­apa­re­ci­do?, ex­plí­ca­te. ¿Y a dón­de hay que ir a bus­car­la? ¿La has lla­ma­do al mó­vil?

—Sí, no con­tes­ta. He lla­ma­do a casa de tu her­ma­na, hace dos días que no sabe nada de ella, pen­sa­ba que es­ta­ba aquí, con no­so­tras. Hoy es la cena, se ha­brá es­ca­pa­do. Dos días por ahí, ¿dón­de es­ta­rá?, ¿dón­de ha­brá dor­mi­do? No me ha lla­ma­do, tie­ne que ha­ber­le pa­sa­do algo. Si le ha pa­sa­do algo malo, me mue­ro, es cul­pa mía, ten­dría que ha­ber­la de­ja­do que­dar­se aquí. Te­ne­mos que ir a la po­li­cía. Aho­ra vie­ne Te­re­sa, ella nos dirá si está bien. No ten­dría que ha­ber pa­ga­do en esa caja, ni ha­ber co­gi­do la fru­ta sin ton ni son, ¿por qué me ha­bré sal­ta­do los pa­si­llos del su­per­mer­ca­do? Voy a do­blar bien las bol­sas mien­tras lle­ga Te­re­sa.

—Mamá, por fa­vor, no te en­tien­do, para.

Inés me mira asus­ta­da y es la pri­me­ra vez des­de hace mu­cho tiem­po que veo algo en sus ojos y en su ac­ti­tud que no es de­si­dia ni apa­tía; y, por un ins­tan­te que dura solo una mi­lé­si­ma de se­gun­do, me ale­gro de que algo la haya he­cho reac­cio­nar, aun­que sea la des­apa­ri­ción de Mu­riel. No sé si eso me con­vier­te en una mala per­so­na, pero aho­ra no ten­go tiem­po para juz­gar­me. Abro el ar­ma­rio y le tiro la ropa en­ci­ma de la cama.

—Vís­te­te.

—Tran­qui­lí­za­te —dice—, aho­ra voy. Y cuén­ta­me otra vez lo que ha pa­sa­do, por­que no en­tien­do nada.

El tim­bre nos sal­va a las dos: a mí por­que evi­ta que le diga a Inés lo que pien­so so­bre su co­bar­día para en­fren­tar­se a los pro­ble­mas —sé que mis pa­la­bras pue­den ha­cer­le mu­cho daño y des­pués me arre­pen­ti­ría—; y a ella, por­que si lo es­cu­cha­ra la hun­di­ría para siem­pre, y eso es lo que me­nos ne­ce­si­ta­mos en es­tos mo­men­tos.

—Te­re­sa —su­su­rro.

Inés

Sue­na el tim­bre, será Te­re­sa.

Me da mie­do mi ma­dre, no en­tien­do nada de lo que me ha di­cho, no de­ja­ba de an­dar de un lado a otro de la ha­bi­ta­ción llo­ran­do mien­tras de­cía que Mu­riel ha­bía des­apa­re­ci­do, no sé qué dice de la fru­ta, del su­per­mer­ca­do y de unas bol­sas de plás­ti­co. No la ha­bía vis­to nun­ca así, ¿qué ha­brá pa­sa­do? Le es­cri­bo un men­sa­je a Mu­riel, mi ma­dre y el mó­vil no son bue­nos ami­gos, la ma­yo­ría de las ve­ces se equi­vo­ca de des­ti­na­ta­rio cuan­do en­vía los wa­saps; otras la lla­mas y cuel­ga e in­clu­so ni con­tes­ta por­que dice que no sue­na. Como mis men­sa­jes no le lle­gan, la lla­mo. Mu­riel tie­ne el mó­vil apa­ga­do y eso sí que es ex­tra­ño, por­que mi so­bri­na anda todo el día con el te­lé­fono en la mano, no de­ja­ría que se que­da­ra sin ba­te­ría.