Aprisionarte quisiera

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Aprisionarte quisiera
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Primera edición, septiembre de 2003

Segunda reimpresión, enero de 2004


Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinadora de la colección: Ivonne Gutiérrez Obregón

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital Diseño de portada: Luis Rodríguez


Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Leda Rendón


© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com


ISBN 978-607-8312-41-2

Hecho en México

Para Alida y Pirro,

dondequiera que se encuentren,

y para mi amiga Ivonne Gutiérrez


La noche cargaba apenas una ronda de canciones pero no de tragos, cuando Alida vio al grupo de personas entrar de lleno a la penumbra del sitio.

Si se fijó en ellas fue porque de alguna manera su irrupción festiva sacudía el abandono que la chica arrastraba en el cuerpo, esa misma abulia que pensó romper al aceptar la invitación de las amigas un par de horas antes, la incomprendida desazón que la hizo salir de casa y con un beso echado al aire, despedirse de su padre sentado frente al televisor y la mamá a un lado, como esperando órdenes.

A los recién llegados los notó también por el ruido que hicieron en el local y por el sobresalto que la cubrió como enredadera de tan sólo ver al hombre que iba adelante, charlando y riendo mientras movía las manos al compás del trío que cantaba:

…que seguiré tus pasos, tu caminar, como un lobo en celo desde mi hogar…

Y esa imagen que la alertó sin que ella lo demostrara: la del hombre entrando al bar en medio de la música y los olores, quizá por ser la primera registrada, fue detonadora de los recuerdos al momento de subirse al barco en que viajaría al Caribe, cuando la espiral de sucesos se le vino encima apenas un poquito antes de que pisara la cubierta y el sonido interior de un bambuco le ganara la partida a la pieza española, hecha bolero por la voz de Marco Antonio Muñiz, aquella que sonaba en el bar la noche donde se inició todo…

… dije que te quiero, como a nadie en el mundo...

Y ni siquiera en el instante de trepar al barco, en medio del caos que conlleva el pensamiento de una historia resumida en segundos, Alida aceptó que pese a negarlo y adoptar una pose de indiferencia hacia los recién llegados, como si sólo estuviera atenta al trío del escenario, el hombre que entraba al bar San Isidro le interesó, más que eso, la inquietó como nunca antes nadie lo había hecho.

Quizá en aquel momento Alida engañara su interés con otro engaño: fingir evadirse del parloteo incesante de las amigas quienes no hicieron ninguna referencia al grupo ruidoso que mostrando gusto por la música, se sentara en una larga mesa, muy cerca del escenario y frente al sitio ocupado por las chicas, entre ellas Alida, que jugaba a la múltiple apariencia: hacer creer que estaba aburrida pero escuchaba las canciones; que estaba oyendo la música pero en verdad oía la charla de las amigas; que fingía no escuchar pero sí lo hacía; o miraba a los recién llegados y en realidad pensaba en algo lejano al bar de esa noche…

…que al igual que Alida se cubría con varios disfraces, porque siendo el mismo, si alguien entrara a ese sitio en horas mañaneras, el bar mostraría lo sucio de la pintura y lo apelmazado de las alfombras, pero como la noche funge de albañil en esas imperfecciones, y las guitarras y las voces llenaban la alegría, Pirro, al frente del alborozado grupo, iba cantando en espera de que las horas se hicieran cortas porque el Bacardí con coca y hartos hielos le llenaban la panza, y mientras así estuviera, no triunfarían los espacios del silencio.

¿Por qué, para qué diablos iba a pensar en el día siguiente en que la resaca lo hiciera maldecir y jurar que ya no estaba en edad de meterse el turbión de tragos que sólo medio anestesian la soledad?

Nada de eso, su ley era rechazar cualquier motivo que lo espantara dos veces, por eso no valía la pena sufrir duplicado embate: el preventivo ahora, y el verdadero, el de la mañana siguiente, cuando en el hotel padeciera los ataques de la cruda jurando, otra vez y en cadena, que todo tiene su tiempo y el de él apenas da para de vez en cuando nostalgiar en bares de boleros añejos escuchando bambucos ya estragados por la música tecno, atento a trovas que, como los bares por el día, se notan descascaradas por los humos de hielo seco con que se adornan hoy las antipoéticas baladas; no, y aunque los tiempos pasan, la música se clava terca en los que, como Pirro, no quieren sentarse a mecer los recuerdos porque a fuetazos de ron los subleva en la armonía enroscada en el bar del hotel San Isidro, mientras él y sus amigos se instalaban cerca del escenario donde unos cancioneros construían notas de requiebro lento…

…con la puerta abierta, de par en par, de par en par.

…sin que Pirro tuviera la menor idea de que al llegar ahí, precisamente ahí y no a cualquier otro de los bares de la ciudad, penetraba en el escenario donde él sería el actor principal, más bien, el coprotagonista en el arranque de los acontecimientos, como tampoco sabía que alguna vez, poco tiempo más tarde, lo de la puerta abierta de la canción en el escenario, y que él y el público repite en algunas estrofas…


…con la puerta abierta, de par en par…

iba a ser apenas entreabierta en el tema de un poema que ella repetiría cuando con la luz apagada descansaban, esto días más tarde de lo que en ese momento en el bar ninguno de los dos sabía, estando en el mismo sitio pero en mesas diferentes.

Mirar fijamente a las personas es signo de malacrianza, sólo los zafios miran a la gente como lo hacen los bárbaros: con la vista entre arriba y entre el suelo pero sin perder al objetivo, tercos los ojos, acechantes, como tratando de meterse en el alma del revisado, y Alida aceptó desde siempre que mirar así, con insistencia, era asunto más allá de la desvergüenza, era de contubernio odioso, por eso, entre bocanada y bocanada del cigarrillo, entre levantada de copa y contestación a la charla de Maricela que estaba a su lado, Alida, con el suficiente disimulo para negar el hecho si le fuera reclamado, o de siquiera insinuarlo, que para eso no necesitaba ejercer un entrenamiento en un disfraz que le era natural, se dio a mirar a la mesa de los tipos alegres, medio viejones, acompañados por unas mujeres peinadas de salón, de risa soterrada…

…sus esposas…

…pensó Alida, unos clientes que de seguro eran forasteros por el tono de voz y por lo desparpajado de las acciones, pero con la mirada especial hacia el hombre que entrara primero como guía, de estatura media, cabello largo, diferente de como lo usan sus paisanos, de beber veloz, de carcajada fácil, y que al parecer era quien más gozaba de la música esa noche de cualquier sábado que tiempo después ella remarcara con fecha concisa, delimitante, el antes y después de todo.


¿Quién de los dos fue el que dio el primer paso? Durante las semanas anteriores al siguiente noviembre, metidos en el hotel de siempre, antes de quitarse la ropa y darse a jinetear los deseos, los dos armarían una especie de sesión aclaratoria para descubrir el misterio.

Ninguno aceptó haber sido quien lanzara los anzuelos iniciales, como si esto en verdad tuviera algún significado especial comparado con lo embrollado de su relación y sus ramificaciones, pero que en aquella noche del bar los dos pensaron inexistente, pues no podían ser adivinos de lo no intuido, aunque después, a tenor de las charlas, aceptaran que lo desconocido puede ser anunciado por una especie de inquietud diferente a todas las demás inquietudes, y que en la sesión aclaratoria los dos confesaron haber padecido.

En esa reunión aclaratoria, en la cual las conclusiones fueron distor-sionadas por las caricias, y después cubiertas por los acontecimientos de la jornada: bellos, como los catalogaran, sucedidos al margen de las confesiones: desde el amasijo de besos antes de beber cava con jugo de naranja, hasta el remate en una corrida de toros en San Carlos, a donde viajaron metidos en la cabina de la camioneta de carga que Alida odiaba por no tener clima artificial, y que Pirro festejaba como parte de la vivencia, y mientras entraban a la plaza pequeña, con escasos espectadores y una descontrolada orquesta que apenas si se sabía una tercia de desafinados pasodobles, Pirro y Alida no buscaban recordar si las condiciones de aquella inicial noche se irían a recolar en terrenos desconocidos, porque la primera vez, en el bar, Pirro, ajeno a los futuros, la miró de frente en el momento mismo en que iniciaba su actuación Espinosa, el cantante de voz turbulenta, quien con dulzura rasposa emprendiera aquella de:

 

…te amaré hasta la muerte…

como presagio de lo que sucedería en aquel noviembre de ese año, unos segundos antes de que ella, ya con las piernas asentadas en la cubierta del barco, traslapara a Pirro con el mestizo filipino de una novela de Emilio Salgari, y que por supuesto ninguno la tenía en mente cuando los dos se midieron en el bar San Isidro, porque por lógica los acontecimientos les eran desconocidos, como también incierto lo que minutos después habría de pasar en aquella oscuridad de copas y boleros.


La anochecida andaba en tragos y la euforia provocada por la habilidad y la voz de Espinosa sacudió los cantos de la clientela, menos en Alida que seguía pensando en las posibilidades de las tareas escolares, en sus deberes en la oficina de la agencia de importaciones, abatidas ambas por el recuerdo odioso del reciente viaje a San Pedro para asistir a la reunión anual de la familia, las horas de aburrición tratando de acompasar su parsimonia a la silenciosa agresividad de su padre, a la zalamería empalagosa de los abuelos, a la euforia de los hermanos de su madre, a la feracidad verbal de los primos, y como uno de ellos, Alejandro, le dijo que para cualquier chica, a los veinte años…

—…la vida no tiene fronteras…

…y Alida, sabedora del poder de sus acciones ante el sexo contrario, movió los pechos al salir de la piscina, como para demostrar lo bien plantados que tenía esos veinte años, y que si bien estaba consciente de lo que a veces provoca su movimiento, nada le importaba, y menos la erección violenta que el primo Ale dejaba asomar bajo la calzonera de baño y que ella intuyó desde el momento de ver los ojos del primo meterse por entre el bikini buscando los resquicios de la piel, y cómo ella, por un estúpido momento, pensó en acercarse y, sin más, sin caricias previas o fingimientos absurdos, masturbar al muchachito para que aun con la cercanía de edades, éste sintiera quién era la que llevaba el mando y él dejara de sentirse el amo de la parvada familiar.

Por supuesto que Alida no lo iba a hacer, sería tanto como romper su encuadre de vida dentro del ámbito familiar, aunque al secarse en el baño de la casa, a ráfagas recordó lo levantado de la prenda del primo y, sin verla, se imaginó la verga de él, y entonces se miró los pechos, los palpó sintiendo tiesos los pezones, tan puntiagudos como los sufría en las tardes en que el calor y la regla la ponían tensa, aun cuando fuera manejando y escuchando música a todo volumen en la camioneta de carga que su padre le prestaba mientras el señor adquiría un auto más, de preferencia azul, como a ella le hubiera gustado.


En la silla del bar mueve el cuerpo, y los pechos se restriegan contra la tela, los siente vivos, libres del sostén, y ella sabe que pese a no ser obvia ni descarada, existen ojos sapientes que detectan que debajo del vestido las tetas están a flor de tela, casi urgidas, ansiosas por mostrarse, por eso juega con los deslices del escote, le gusta que le miren los pechos, pero disimula ese gusto que es contrario a lo que desde niña le dijeron…

…los hombres tienen ojos de mosca y andan buscando por dónde colar la mirada…

…tiempo después, frente a Pirro, ella echaría a un lado esas barreras, que no timideces, festejando lo dicho por él, quien al irle besando y mordiendo los senos en una combinación de ternura y rudeza que ella jamás pensó le agradaría hasta el dolor, entre saliva y saliva, él con la boca ocupada en lamer lo redondo de la carne, distorsionadas las palabras por extraerlas de una boca ocupada en otros verbos, le dijo:

—…tus pechos poseen la dimensión perfecta de una caricia…

…y ella sintió que el dolor de las aureolas bajaba a la cabellera del pubis y que los líquidos se iban para afuera, de no detenerlos se regarían por las sábanas, y metió su mano a la vulva, la llenó de mieles incoloras, se batió con ellas los dedos y después hizo que entre los dos los chuparan y se embarraran el rostro sin que los jadeos opusieran resistencia.

En la oscuridad del bar, eso ni siquiera le pasaba por la mente a Pirro…

…por más veleidosos, los sueños tienen sus retenes…

…él estaba en lo suyo: calando la posibilidad de que la chica cambiara de pose y de actitud, y entre canto y bebida no dejaba de ver a la mujer de la mesa del fondo que ostensiblemente mostraba aburrimiento…


…claro, si es muy joven para meterse en esta música anacrónica, carajo…

…pero qué demonios hacía ella ahí, no era acompañante de alguna pareja de más edad, ni se notaba que se tratara de una reunión de oficinistas, ni que alguna de las otras mujeres fuera parte de su familia…

…qué haría una chica de esa edad metida en un sitio que convoca a nostalgias pestilentes…

…¿sería turista en esta época del año?…

No pudo detectar las razones ajenas pero si las propias: la terca soledad que no lo deja en paz en ningún momento, que su familia hubiera agarrado cuestas de hijos y sobrinos y hermanas, un clan ajustado como altero de piñas a un cerrado círculo donde Pirro no tenía más cabida que su silencio, y sin hacerlo ostensible ante los demás de su grupo, distraído por las canciones, buscó darle salida a ese tin tin solitario y levantó la mano para brindar con la mujer que también lo miró, junto con un gesto que él supuso adivinar en sonrisa…

…cuidado, cuidado, estas chicas de provincia a la hora buena noquean con el cinturón de castidad…

…y él, en ese punto de su vida, no iba a meterse con niñas que buscan noviazgos prometedores…

…cuidado, cuidado, estas chiquitas huelen a registro civil…

…la edad de Pirro lo ha orillado a ajustarse a una vida resuelta, sabiendo que nadie tiene comprado nada, y entonces, de sólo pensar en el inicio de una nueva relación, le entra la pereza de saberla a destiempo, igual al bolero de Wello Rivas, si antes, y por muchos años, cada jugada amorosa poseía un llamado del subconsciente diciendo que era posible armar una relación especial que no tuviera aroma de matrimonio; ahora ya no, ya no le embarga ese gustillo de disfrutar la novedad de la conquista, sería tanto como negar que los años van tejiendo frazadas a la imaginación más perversa, y aun con esa premisa de existencia, su instinto le hizo alzar la copa hacia la jovencita que en ese momento no sabía que se llamara Alida, quien movió el cuerpo, y él se dio cuenta del escote y del perfil de los pechos, el trazo del cabello largo, y el trago de ron con refresco de cola entró con rabia a calmar lo que Pirro sabía que no se iba a calmar tan fácil.

Yo sería farolero si tú te hicieras farola, que me espera por las noches, encendida pero sola…

…canta Espinosa, la voz y el punteo de la guitarra rellenan los espacios del bar del hotel San Isidro, el coro de la gente de las mesas acompaña al cantante.


Pirro, entrecerrados los ojos, sigue mirando a la mujer que apenas abre la boca, alza la cara, mira, se miran ambos, y entonces los dos, brincando sillas, gente y cuerdas de guitarra, cruzan los ojos por las notas del farolero, ya nada fingen entre ellos, aunque la chica al parecer aún disimula frente a sus amigas.

A ella le agrada que el hombre esté solo, junto pero apartado de los otros…

…que no lleve de compañía a ninguna de las mujeres, como si fuera una oferta solitaria, envuelto en boleros que lo obligan a cantar sintiendo la frase y la melodía como parte de su vaivén…

…Alida entona la letra, se la echa en cara al hombre y se dicen los versos como si un farolero les estuviera calentando los cristales en una melodía dirigida sólo a ellos, y Alida hace a un lado las consejas familiares, no escucha la voz de su mamá advirtiendo de los peligros que rondan a las niñas, ni hace caso al tío Rómulo hablando de la perversión masculina, ni la de la tía Rita que desde niña la obligaba a adoptar poses que ocultaran los calzones, ni a dejarse toquetear por los niños; cierra los oídos y avienta de lado esas voces que se tratan de colar desde un cercano pasado hasta la letra del farolero, bebe de un jalón y sin fijarse en las amigas ocupadas en cantar, ella se levanta y camina hacia los baños con el sonsonete del…

…yo sería farolero…

que sería si alguna mujer, ella, estuviera encendida pero sola; no lo está, está con Gisela, con Susana, con las otras, entre ellas Maricela, que es brava, chismosa, le da por hacer grande lo que es una nada, y eso que la amiga al parecer no se ha dado cuenta de las miradas, de las levantaditas de copa en mano, y Alida avanza hacia el lobby semioscuro del hotel, con muebles esquineros estampados con flores, quiere refrescarse, pensar en lo que está sintiendo y entra al baño, sube la falda, se baja con suavidad la tanga que ahora no molesta en la raya del ano sino que cimienta su roce entre las nalgas, abre la piernas, las abre como si estuviera recibiendo las caricias de un farolero, acalora con sus dedos los vellos oscuros, siente el deslizarse de los orines y su mano en el papel limpiando, con los brazos se estruja los pechos y desde lejos se escucha a Espinosa cantar ahora el bambuco de…

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