Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

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VI

El conde Von Binden le dio una moneda a un hombre harapiento. El mendigo le clavó los dientes para comprobar que era auténtica y se alejó corriendo como si lo persiguiera el diablo.



Von Binden volvió a la cabaña del médico. Hans, Karl y Johann limpiaban junto a la puerta el pescado que habían capturado en el Danubio esa misma mañana. Johann lo miró con ojos expectantes.



–¿Y bien?



– El carruaje negro salió de Viena el mismo día – informó el conde—. Seguido por dos carromatos con toldos. Por lo visto, iban hacia el sur.



Johann se levantó de un salto.



– Os lo agradezco. Ahora…



Von Binden le hizo un gesto para que se calmara.



– No te precipites. La caravana iba escoltada por más de una docena de mercenarios.



–¿Una docena? – Karl lo miró con cara de asombro—. ¿Y qué escoltaban que fuera tan importante?



– Nadie de la ciudad lo sabe. O prefieren no saberlo. Pero parece que tiene algo que ver con la enfermedad que se desató en el barrio en cuarentena.



Johann pensó febrilmente. Algo en las palabras de Von Binden se le había incrustado en la mente. El carruaje… Dos carromatos… Mercenarios… De repente lo asaltaron los recuerdos y revivió el día funesto.



Él y Von Pranckh, enfrentados en una barca chata debajo de un sombrío cielo de tormenta

.



Von Pranckh apuntándole con una pistola. «

Adieu

, List, aquí se separan nuestros caminos. Pero, gracias a ti, el general La Feuillade recibirá un regalo muy especial.»



–¡Feuillade! – exclamó Johann.



–¿Feu… qué? —preguntó Hans.



– El general Feuillade. Von Pranckh me dijo que yo le había hecho un regalo especial.



–¿Tú le has hecho un regalo a un francés? – repitió Karl, incrédulo.



– Bobadas – intervino el prusiano, que en aquel momento salía sonriendo de la cabaña—. Lo único que Johann le ha regalado a un francés ha sido alguna que otra bala.



Hans y Karl también sonrieron, pero Johann siguió con el semblante serio. Luego, se volvió hacia Von Binden:



–¿Os dice algo ese nombre?



El conde asintió con la cabeza.



– El general La Feuillade avanza en estos momentos hacia Turín con el mariscal Vendôme y las tropas francesas.



– Y Von Pranckh hizo un trato con un teniente general que se llama Gamelin. Al menos, se vanaglorió de ello mientras me torturaba – añadió pensativo Johann.



– A ver, vayamos por partes – dijo Hans, mientras se rascaba la cabeza—. ¿Quién hizo qué con quién y por qué?



– Von Pranckh y el teniente general Gamelin planeaban algo. – Johann intentó desenredar la madeja de nombres y conexiones—. Y el general La Feuillade tenía que recibir un «regalo».



–¿Y si Gamelin era el que tenía que entregarlo? – reflexionó en voz alta el prusiano, mirando a los demás—. ¿Y si el carruaje negro que salió de Viena hacia el sur era suyo?



– Y el regalo lleva falda – añadió Karl, muy serio, siguiendo el hilo del pensamiento del prusiano



–¿Quieres decir que Elisabeth es el regalo?



– No exactamente ella. Su enfermedad. Y la de los que van encerrados en los dos carromatos – dijo el conde.



– Pero ¿para qué? —Hans seguía sin comprender.



– La Feuillade puede asediar la ciudadela de Turín el tiempo que quiera, pero no conseguirá tomarla por asalto, la fortificación es muy segura – explicó el prusiano—. Tendría que minarla, es decir, tendría que abrir túneles por debajo de los muros, volarlos y confiar en que una parte de la muralla se derrumbara para poder cruzarla.



– Eso le llevaría meses y necesitaría buena parte de las tropas francesas. Por no hablar de las bajas que provocaría la artillería enemiga desde el otro lado de la muralla – añadió Johann—. Sin embargo, si consiguiera que en Turín se declarara una enfermedad, el problema se solucionaría por sí solo y los franceses podrían entrar en la ciudad cruzando tranquilamente las puertas. Vosotros mismos visteis lo deprisa que se extendió la enfermedad en Viena.



– Por eso los carromatos van tan vigilados. – Hans también lo había entendido.



– Pasarán por el puerto de montaña de Semmering y se dirigirán al sur por el camino de Santiago. Allí estarán a salvo de patrullas y avanzarán más deprisa. Allí encontraré a Elisabeth—. Se volvió hacia el conde para estrecharle la mano—. Gracias por tu ayuda, Samuel.



El conde ignoró el gesto de Johann y le dio un abrazo.



– Soy yo el que te está agradecido. Me encantaría acompañarte, pero mi camino con Victoria Annabelle va hacia otro lado.



Johann asintió con la cabeza y se deshizo del abrazo. La hija del conde lo miró con timidez y él le guiñó un ojo. Una sonrisa fugaz se deslizó por el semblante de la niña, que entró rápidamente en la cabaña.



– Nosotros iremos al lugar donde vosotros queríais ir al principio – prosiguió el conde—. Si tu búsqueda finaliza con éxito, me alegraría mucho que volviéramos a vernos en Transilvania. Pienso establecerme allí y recibiré con los brazos abiertos a cualquiera que sea abierto de mente y tenga un corazón libre. De todos modos, me gustaría que te acompañara mi estimado Markus Fischart. Él cuidará que conserves la cabeza hasta que regreses.



Markus se levantó e hizo un saludo militar un tanto desmañado.



Johann sonrió, y se volvió hacia el prusiano y los demás.



– Amigos, vosotros no estáis obligados a acompañarme. Podéis…



De repente, se le cortó la respiración, el prusiano le había dado un puñetazo en el pecho. Johann vio la mirada de pillo de su amigo antes de caer de rodillas como un saco.



El prusiano se examinó con satisfacción el puño.



– Vaya, creo que he recuperado la fuerza. – Bajó la mirada hacia Johann—. ¿Tú también?



Johann asintió resollando.



– Muy bien – prosiguió el prusiano—. Creo que ya he descansado bastante. ¿Tú también?



Johann consiguió reanimarse.



– Bastaba con que dijeras que venías conmigo.



Hans y Karl carraspearon casi al unísono.



– Que «veníais» conmigo, quería decir, por supuesto. Os lo agradezco – dijo Johann, se levantó y respiró hondo.



Hans y Karl le dieron unas palmaditas en la espalda. Los hombres volvieron a la cabaña.



Aunque se alegraba como un niño de que sus compañeros lo acompañaran, Johann sabía que la misión era peligrosa y las probabilidades de que todos regresaran con vida eran muy escasas.



Sin embargo, podían conseguirlo, puesto que contaba con compañeros leales, conocía el objetivo y estaba decidido a enviar al infierno a Gamelin y a sus mercenarios.



Elisabeth, voy en tu busca

.



Una hora más tarde salían de la localidad de Deutsch-Altenburg.



VII

Unos nubarrones negros se cernían sobre la vieja ciudad imperial mientras derribaban las últimas barricadas y refugios del distrito en cuarentena. Era imposible reprimir la sospecha de que las autoridades querían eliminar cuanto antes cualquier vestigio de la enfermedad, con la esperanza de que de ese modo también se borraría el recuerdo de la deportación de los infectados.



El día después de la evacuación, las calles principales y las callejuelas volvieron a llenarse de ciudadanos y comerciantes que se ocupaban de sus quehaceres como si en las últimas semanas no hubiera ocurrido nada grave.



Delante de la puerta principal de la catedral de San Esteban esperaban dos docenas de corceles, guarnecidos con mantillas de seda negra que les cubrían el cuerpo desde la cabeza hasta las pezuñas. El águila imperial ornaba los mantos por ambos lados, así como los estandartes que enarbolaban los sirvientes.



Alrededor se apiñaban grupos de curiosos que querían echar un vistazo en el interior del templo, donde en aquellos momentos se celebraba la solemne misa de difuntos por el general Ferdinand Philipp von Pranckh.



El aire de la catedral estaba cargado de humo. El olor dulzón del incienso impregnaba el aire y las notas graves del órgano, situado encima del baldaquino de la familia Füchsel, hacían temblar las velas de los candelabros.



Casi todos los bancos de la nave principal del templo gótico estaban ocupados por altos dignatarios y ciudadanos influyentes. Delante del altar se encontraba el cuerpo embalsamado de Von Pranckh, que yacía en un ataúd de estaño ricamente ornado. La arandela que le rodeaba el cuello indicaba que le habían separado la cabeza del cuerpo.



El obispo Harrach estaba junto al ataúd, con las manos juntas y la cabeza agachada. Las notas de un réquiem llenaban la catedral y obligaban a los devotos a pensar con temor en lo inevitable.



Memento mori

.



Recuerda que morirás

.



El alcalde Tepser también agachaba la cabeza en un gesto de humildad y tenía los ojos cerrados. No faltaba mucho para que aquel nefasto capítulo de su mandato pasara a la historia y, con ello, al olvido.



No faltaba mucho

.



El coro cantó la última estrofa de

Dies Irae

.



Lacrimosa dies illa

,



Qua resurget ex favilla



Iudicandus homo reus…

1



Lleno de lágrimas será aquel día



En que resurgirá de sus cenizas



El hombre culpable para ser juzgado





En aquel momento se abrió la pesada puerta con herrajes del magnífico portal principal. El coro y el órgano enmudecieron como si acabaran de recibir la orden de silencio. Veinte hombres vestidos de negro avanzaron por la nave central hasta llegar al altar, sin mostrar la menor consideración por la liturgia.



Un murmullo se extendió entre los presentes, nadie sabía qué significaba aquello ni quiénes eran esos hombres. El que iba en cabeza se detuvo teatralmente delante del ataúd y el obispo Harrach retrocedió unos pasos.

 



El alcalde Tepser lo observó. Era un hombre corpulento, con el pelo y la barba muy cortos, y una mirada penetrante y gélida que no revelaba emoción alguna. No lo había visto nunca, pero su aspecto y su conducta no prometían nada bueno.



El hombre levantó las manos y el murmullo enmudeció al instante. Luego cerró la tapa del ataúd con un estruendoso golpe.



–¡Estáis honrando a un traidor! – Sus palabras retumbaron en la catedral y fueron como una bofetada para todos los presentes.



Tepser se levantó de inmediato.



–¿Con qué derecho os atrevéis a interrumpir la ceremonia?



El hombre miró fijamente al alcalde, luego sacó una bula de debajo de la capa y la desenrolló.



– Soy Antonio Maria Sovino, visitador apostólico de su Santidad el Papa Clemente XI, capitán de la Guardia Negra. ¡Y cumpliréis mis órdenes!



Un nuevo murmullo se extendió por los bancos de la iglesia, los clérigos bajaron la cabeza.



Tepser notó que lo invadía una furia desmedida. En aquellos instantes, le daba lo mismo si Von Pranckh era el Redentor o el demonio en persona. Como se decía popularmente en Viena para referirse a los sepelios fastuosos, con muchísimos invitados y posterior convite, era un «bonito cadáver». Por lo tanto, ¿a quién le importaba lo que aquel hombre hubiera hecho en vida? Para unos sería un gran estratega y para otros un asesino… Todo dependía de la fama póstuma. Y eso era lo que Tepser pretendía con aquel funeral. Un héroe vienés muerto: lo demás vendría por sí solo.



Sin embargo, el visitador estaba a punto de destruirlo todo. Y, por si eso fuera poco, osaba poner en entredicho la autoridad de Tepser delante de todo el mundo.



El alcalde le dirigió una mirada cargada de ira a Sovino.



–¡Reuníos conmigo dentro de una hora! – masculló—. ¡El funeral se suspende hasta nuevo aviso!



Sovino asintió burlonamente. Furioso, Tepser se levantó y abandonó la catedral.



VIII

Al cabo de unos días, Elisabeth apenas percibía ya el traqueteo del carro ni las sacudidas, como un marinero que se acostumbra a navegar en un mar agitado.



Dejó de pensar únicamente en cuándo la salvarían o cómo podía escapar ella por su cuenta. Empezó a embargarla un vacío desconocido hasta entonces, semejante a una niebla cada vez más densa, que no sólo acaba privándote de la visibilidad, sino también de la capacidad de imaginar lo que se extiende detrás de ella.



Elisabeth era consciente de ese vacío, pero no podía hacer nada por evitarlo. Los otros prisioneros parecían compartir la misma apatía. Cada vez se oían menos murmullos, las suposiciones sobre lo que les esperaba cesaron y dejaron de susurrarse preguntas unos a otros. Todos parecían limitarse a esperar la siguiente parada, la siguiente comida putrefacta o el siguiente bache del camino. Cualquier cosa que se diferenciara de los movimientos monótonos del carro.



Una punzada dolorosa en el bajo vientre la arrancó de sus pensamientos. Cruzó los brazos y se apretó el vientre. Aún podía ocultar la barriga, pero no por mucho tiempo.



Elisabeth cerró los ojos.



Ese mismo día, el hombre que iba sentado al lado de Elisabeth empezó a perder los estribos. Tenía la piel blanca como la cera y los dientes mellados, y le sangraban las encías. La enfermedad parecía haber evolucionado mucho en su caso.



–¡No aguanto más! – bramó de repente.



–¡Silencio! – le ordenó secamente una voz femenina desde el otro extremo de la jaula a oscuras.



El hombre respiraba cada vez con mayor dificultad y miraba nervioso a todos lados, como si hubiera perdido la orientación. Elisabeth se apartó prudentemente de él. La rabia con que había hablado el hombre y los marcados síntomas de la enfermedad le trajeron a la mente el terrorífico recuerdo de su padre después de convertirse en uno de «ellos».



De pronto, el hombre se levantó de un salto y empezó a sacudir los barrotes de hierro de la jaula.



–¡Ya no aguanto más! – gritó con todas sus fuerzas.



–¡Calla, necio! ¡Harás que nos maten a todos! – gritó otro hombre.



–¡Me da igual! ¡Tengo que salir de aquí!



Algunos niños rompieron a llorar. El carro se detuvo, los prisioneros oyeron cómo refrenaban a los caballos y se acercaban los mercenarios.



–¡Os mataré a todos los que estáis fuera, a todos! – gritó el hombre, rabioso.



Levantaron el toldo. La luz del día entró como un cuchillo en la jaula humana y les quemó la piel a los enfermos.



El hombre empezó a dar cabezazos contra los barrotes. La sangre le corría por la frente y por las ramificaciones negras que se adivinaban debajo de su piel blanca.



–¡Deja de comportarte como un necio o será lo último que hagas! – bramó un mercenario, apuntando hacia el interior de la jaula con la bayoneta de su fusil.



–¡Si no me dejáis salir, morirán todos! – El hombre se limpió la espuma de la boca con la manga, agarró a una muchacha por el cuello y la levantó.



Los mercenarios lo atacaron con las bayonetas, pero el hombre retrocedió y las esquivó.



Mientras tanto, otros mercenarios intentaban abrir a toda prisa el pesado candado. El hombre rugió y estampó la cabeza de la mujer contra los barrotes. La muchacha se desplomó en el suelo.



El hombre rabioso miró a sus compañeros de jaula con los ojos inyectados en sangre. Su mirada se detuvo al llegar a Elisabeth, que retrocedió aterrorizada.



–¡Tú! —exclamó el hombre, sonriendo malignamente.



Cuando se disponía a dar un paso hacia ella, lo agarraron por la espalda y lo sacaron de malas maneras de la jaula: los mercenarios habían logrado abrirla. El hombre rabioso intentó liberarse con todas sus fuerzas, pero los mercenarios lo atravesaron con sus bayonetas en cuanto estuvo fuera.



Abrió mucho los ojos, tenía la mirada vidriosa. Sus labios ensangrentados susurraron «sí», su cuerpo se relajó y quedó inerte.



– 

Merde!

 – masculló un joven mercenario



Se agachó junto al cadáver, le agarró la mandíbula y le movió la cabeza a un lado y a otro, como si quisiera comprobar la movilidad de un muñeco.



De pronto, el supuesto muerto se incorporó y le mordió la mano. El mercenario gritó y retrocedió un momento. Luego le dio una patada en la cara y siguió pateándosela hasta convertirla en una masa roja y viscosa irreconocible.



–¿Qué demonios pasa aquí? —dijo el teniente general Gamelin increpando a sus hombres. Entonces vio al hombre rabioso tendido en el camino con la cara destrozada y luego miró al joven mercenario—: ¡Enséñame la mano!



Sorprendido, el mercenario le enseñó la mano ensangrentada.



–¡Del otro lado!



El joven giró la mano y le enseñó la palma.



Y vio con pavor lo mismo que sus camaradas: unas finas ramificaciones negras empezaban a extenderse desde la herida hacia el brazo.



Gamelin masculló furioso:



–¡Metedlo en la jaula!



– Pero, mariscal…



–¡He dicho que lo metáis en la jaula!



Los mercenarios agarraron a su compañero y lo metieron a empujones en la jaula humana, con Elisabeth y todos los demás.



– Quemad el cadáver con paja. ¡Adelante!



Gamelin dio media vuelta y regresó a su carruaje.



La puerta de la jaula se cerró y volvieron a cubrirla con el toldo.



Elisabeth respiró más tranquila.



Por fin, la oscuridad de nuevo

.



IX

El alcalde Tepser iba de un lado a otro en su despacho. Respiraba entrecortadamente y tenía la cara enrojecida y la mirada perdida en el vacío. Se esforzaba por pensar con claridad y entender lo que la aparición del enviado de Roma podía significar para él.



Evidentemente, igual que muchos otros, había oído hablar de la «Guardia Negra». Era una tropa de hombres a las órdenes de la Iglesia, que cumplían misiones que, por cuestiones de discreción o de la problemática que se derivaba de la propia fe, no se podían o no se querían encargar a soldados normales y corrientes. En la época de las cruzadas había sido fácil eludir el quinto mandamiento, «No matarás», porque la Iglesia declaró que matar a un infiel, fuera cual fuera su edad o sexo, no se consideraba un crimen.



Sin embargo, las cosas no eran tan fáciles en la propia tierra.



Así pues, la Guardia Negra desempeñaba en el fondo un papel similar al de la Inquisición, aunque sin sembrar entre la población el pánico que inspiraban los inquisidores. Solían actuar en la sombra y recorrían los países católicos para «mantener el orden». La propia guardia decidía en qué consistía ese «orden» y el grado de tolerancia respecto a las discrepancias.



Tepser miró por la ventana: Ya habían retirado las barricadas de la calle de enfrente y los vecinos del barrio volvían a sus casas con sus posesiones a cuestas o empujando una carretilla. Entonces pensó que, tan pronto como se repararan las consecuencias del incendio, propondría en el Consejo Municipal que, durante una temporada, se otorgaran privilegios fiscales a los afectados del barrio en cuarentena, y todo volvería a la normalidad.



Paseó la mirada por la calle y oyó el sonido rítmico de los pasos de los soldados que desfilaban por delante.



Tepser carraspeó y se volvió hacia la puerta de dos hojas que conducía a las dependencias del Ayuntamiento.



Había llegado la hora

.



–¿Qué decís que hizo Von Pranckh?



El alcalde no daba crédito a sus oídos, la información que acababa de transmitirle Antonio Sovino era demasiado atroz. El enviado del Papa arqueó lacónicamente una ceja y dejó que sus palabras causaran efecto.



Tepser apretó inconscientemente los puños. ¿Cómo diantre podía saber él que el general Von Pranckh había hecho tratos con un francés y que ese francés se había llevado clandestinamente de la ciudad a unos cuantos enfermos, probablemente supervivientes del distrito en cuarentena?



–¿Pero qué demonios piensa hacer ese francés con unos cuantos enfermos?



Sovino suspiró como si tuviera que explicarle otra vez a un niño poco espabilado por qué uno y uno son dos.



– Se os informó de que una parte del ejército francés avanzaba hacia Turín, ¿no es cierto?



Tepser asintió en silencio.



– Y, por pocos conocimientos de estrategia que se tengan, cualquiera sabe que la mejor manera de romper las defensas es hacerlo desde dentro.



Tepser no mostró ninguna emoción, a pesar de que la burla de Sovino lo hizo sentir como un barril de pólvora a punto de estallar.



– Basta con meter a los enfermos en la ciudad sitiada y esperar a que la epidemia devore a los que la defienden. Vos sabéis muy bien que en vuestra ciudad actuó muy deprisa.



Tepser se quedó boquiabierto. ¿Cómo se había enterado aquel siervo de la Iglesia de los sucesos que, unos días antes, habían tenido un desenlace fatal?



Una sonrisa socarrona se dibujó en el semblante de Sovino:



– Podéis evitar que los hechos se registren por escrito, pero eso no significa que la gente no hable ni que yo no me entere, evidentemente. Igual que de la suerte que ha corrido mi sobrino.



– Basilius Sovino – murmuró Tepser, y recordó al joven novicio que seguía al dominico Bernardus Wehrden a todas partes en silencio—. Mi más sentido pésame. Si os sirve de consuelo, debéis saber que no sufrió mucho…



Sovino lo mandó callar con un gesto de la mano.



– Ahorradme vuestras condolencias retóricas sobre la muerte rápida y el alivio que supone. Soy un hombre de la Iglesia y sé perfectamente que eso no es cierto, nadie muere en un instante. La muerte sólo es el principio del verdadero sufrimiento.



– Pero vuestro sobrino era…



– Ni una palabra más sobre mi sobrino – lo interrumpió de nuevo Sovino—. Era el hijo licencioso de mi hermana licenciosa y de su aún más licencioso esposo. Siempre me dio la impresión de que era una rata. Y seguro que murió como tal. De manera licenciosa y cobarde.



Sovino sonrió complacido, pero enseguida volvió a ponerse serio y miró a Tepser a los ojos.



– Creo que queríais contarme algo sobre el barrio en cuarenta que nunca ha existido.



El alcalde era un apasionado jugador de ajedrez y sabía cuándo llegaba el momento de atacar. Y aún no había llegado ese momento, antes tenía que sacrificar alguna pieza.



– Decidme en qué puedo ayudaros.



– El francés no me importa – aclaró Sovino—. Lo que quiero es acabar con la enfermedad, puesto que no cabe duda de que es obra del demonio. Quiero que ordenéis a vuestro mejor hombre que dirija un pelotón de asalto contra el francés y que liberen de su sufrimiento a esas almas enfermas. Ya sabéis a qué me refiero.



Tepser asintió.



– Bien – prosiguió Sovino con frialdad—. No me gustaría verme en la obligación de seguir investigando cómo es posible que vos y las demás autoridades de Viena colaborarais tan estrechamente con Von Pranckh sin sospechar nada de sus intrigas.

 



Tepser palideció. Sovino esbozó una sonrisa sardón

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