Loe raamatut: «Ojos y capital»
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Autora
Remedios Zafra
Corrección
Sonia Berger
Diseño de la colección
Maite Zabaleta
Maquetación
Zuriñe de Langarika
Ilustración de la autora haz click para ver imagen
Josunene (Josune Urrutia Asua)
Edición
consonni
C/ Conde Mirasol 13-LJ1D
48003 Bilbao
ISBN: 978-84-16205-36-3
Primera edición enero de 2015, Bilbao
Segunda edición junio de 2018, Bilbao
Edición en formato digital: junio de 2018
Esta obra está sujeta a la licencia Reconocimiento-NoComercial- CompartirIgual 4.0 Internacional de Creative Commons (CC BY-NC-SA 4.0). Los textos y traducciones pertenecen a sus autoras/es. La reproducción de imágenes de la obra se realiza a modo de cita, justificada por el fin de investigación de la obra.
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consonni es una productora de arte contemporáneo sin ánimo de lucro y una editorial especializada localizada en Bilbao. Desde 1996, consonni invita a artis- tas a desarrollar proyectos que generalmente no adoptan un aspecto de objeto de arte expuesto en un espacio. consonni investiga fórmulas para expandir conceptos como el comisariado, la producción, la programación y la edición desde las prácticas artísticas contemporáneas. consonni propone registrar las diversas maneras de hacer crítica en la actualidad y de crear esfera pública, con los feminismos como hoja de ruta. La editorial cuenta con tres colecciones: Proyectos, Paper y Beste.
OJOS Y CAPITAL
[...] actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad hiperconectada, muchos de nosotros solo queremos que nos vean.
Umberto Eco
Nosotros, los conectados, desde siempre sabemos que el ojo es el órgano. ¿Qué sería de Internet sin un ojo que lee o mira o que evita ser mirado o que quiere ser mirado? El ojo necesita saber de otros ojos, aunque ya no los mire de frente. El ojo necesita ejercitarse como unos genitales erectos, un ojo está erecto la mayor parte del día, apenas descansa.
Laura Bey
No me mires. NO me mires. NO ME MIRES.
Jan Ekato
PREFACIO. "MIRANDO EL VER"
Esta que escribe tiene cuerpo con ojos. Sueña (esta que escribe) con ojos biónicos capaces de ser reparados con facilidad. No me importaría graduarlos con botones, como cuando manejo el minúsculo telescopio que me han recomendado para ver los nombres de las calles y los horarios de vuelos y trenes en esos no lugares que habitan. No pocas veces la lente que permite enfocar “da existencia”. Es la diferencia entre ser o difuminarse. De eso trata este libro.
En algún momento reciente soñó este ensayo con una segunda edición narrada y con voz, subversiva con los tiempos y útil para los que derivan a un mundo más borroso u oscuro por una visión mermada, o simplemente se toman un respiro del “ver sin descanso”. Pero también por la íntima poética del contraste, que es como la poética del azar y de la suerte y que, inesperadamente, hace convivir en la misma frase al que abraza y al que se quedó sin brazos, un hablar de ojos cuando la visión se oscurece.
Ver poco es como percibir de otra manera. Más lento, más interior, como un replegarse a veces, o quedarse mirando (desde dentro) la lente que es el ojo. Cuando Juan (Martín Prada) lo descubre me dice que “miro el ver”. Juan sabe, porque es compañero de finísima mirada, tan cercano a mí y a lo que escribo, que no pocas metáforas e ideas que aquí se hilan le pertenecen o se detienen a ser descritas porque en algún momento él las miraba. Con seguridad y gratitud son las que más brillan.
Pero les decía que para esta segunda edición había imaginado acompañar estas páginas con un libro que no precisara ser visto, sino ser escuchado, sobre el que no cabría ya la hojeada, un libro-voz capaz de resistir la lectura como vistazo de nuestras derivas online. Imaginen una voz trémula con sus titubeos roncos y aire contenido que les lee este ensayo, a ratos una voz máquina. Ni consonni ni yo perdemos la esperanza de hacerlo algún día.
Por ahora, este ensayo sobre ojos y capital que ustedes comienzan es un libro para ser visto y leído, una obra que busca describir en algunas de sus formas el tiempo que vivimos. Un libro que también podría haberse titulado “Cultura-red”. Sin embargo, son la mirada y las lentes políticas y económicas que configuran esta cultura mediada por pantallas las que funcionan como punto de entrada e hilo conductor. Y lo hacen proponiendo que los ojos y el capital son monedas cada vez más igualadas, que ambos nos hablan de nuevos sistemas de valor, poder e identidad en un mundo excedentario en lo visual y siempre conectado.
Porque, ¿cuánto vale ser visto por unos ojos, cuánto por un millón? ¿Qué poderes generan valor en lo que es objetivado porque ha sido visto y cuantificado? ¿Por qué existir en el mundo es equiparado por muchos a ser visto en Internet? ¿Qué damos a cambio cuando vemos y cuando somos vistos en la red? ¿Qué estamos dispuestos a dar y a perder por lograrlo? ¿Cómo resistirse a que el mundo venga ya interpretado en sus formas de verdad ante el exceso de yoes luminosos movidos por datos y capital? ¿En qué nos interpela, acaricia o inquieta la mirada del otro como vínculo entre iguales (su política, su ética, su amor)?
Estas preguntas se entrelazan en este ensayo, para el que cabe tener presente aquella clave maussiana que sugería “la obligación de dar, recibir y devolver” como principio latente e incrustado en las formas cotidianas de relación y creación de valor de distintas culturas y tiempos. Hoy la lógica inmaterial de intercambio simbólico de esta cultura se sustenta fuertemente en la imagen; el sujeto, intensamente en los ojos. Ambos protagonizan lo que damos, recibimos y devolvemos en Internet inscribiendo diferentes obligaciones, en su mayoría camufladas de elección y reiteradas por las empresas que se disfrazan de espacio público online.
Por último, también vendrá bien a quienes lean este libro saber que fue escrito al mismo tiempo que Los que miran, novela en un principio titulada Lamer la imagen. De manera inevitable se entrecruzan como caras A y B de asuntos que aparecen como ondas cuando hablo de multitud, miedo, ética, trabajo y pantallas. Los nodos de intersección no son casuales pues confluyen; porque solo la ficción (allí y aquí) permite narrar, en unos casos, la especulación sobre las nuevas formas de colectividad que los tiempos favorecen. Y en otros, la necesaria imaginación de los sujetos atrapados en su dolor, en sus tiempos, imágenes y trabajos, cuando la única compañía garantizada es hoy la tecnología. Varios hilos salen de Ojos y capital hacia Los que miran, y algunos otros hacen de raíz de mi libro más reciente (El entusiasmo), porque los libros se acotan solo artificialmente pero en esencia son como líquidos y fluyen.
Hay palabras dotadas de poder para reptar por el suelo. Tienen que ver con los pies y con las manos, con la textura de lo blando y de los cuerpos, con la orina y con la tierra, con la pobreza y con las cosas groseramente digestivas. Merodean el recuerdo de los primeros sabores, el aroma a hojas quemadas y las manos frías de alguien que te importa; palabras que de pronto en el exceso cotidiano de teclas e imágenes te sorprenden, ¡caramba, hay cuerpo! Son sobre todo palabras del tocar y del oler, de la muerte, de la boca y de la carne.
Pero hoy, sin embargo, todo parece venir de un universo de palabras que nacen de los ojos y que nos resistimos a llevar al suelo. Son palabras que nos sirven para los mundos inventados y los mundos representados, esos que salen de máquinas y superficies rectangulares y rutinarias, pero “como mágicas”, con luz propia, que apenas acumulan materia, salvo las capas de polvo y piel muerta que reposan en las 5, 11 o más pulgadas. Estas palabras surgen de los ojos porque se elevan, como flotando. E incluso cuando vienen de las pantallas se nos ubican enlanzando la mirada, desde pequeños aparatos móviles en nuestras manos, ordenadores y dispositivos electrónicos en las mesas, a proyecciones en edificios, transportes y paredes. Cada vez más estas palabras salen, viven y conforman el mundo cotidiano y limpio de las imágenes sin carne; un mundo penetrado por microtecnologías que nos hacen ver (de otras muchas maneras) sin dejarnos verlas, ni a ellas ni al poder que las sustenta.
El mundo del que quiero hablarles se describe especialmente con palabras que rodean a los ojos y las máquinas, pero quiere conversar (sin considerarlas opuestas) con palabras que reptan por la tierra, hilando los ojos a los dedos, a las zapatillas de andar por casa, al dinero para vivir y al sobrante, a la habitación donde escribo, similar a la que ustedes habitan quizá ahora, alternando esta lectura con la demanda de sus dispositivos móviles. El mundo de ojos y capital del que quiero hablarles se pregunta si hoy habrá formas de recuperar la conciencia sobre lo que vemos y lo que implica, allí donde las cosas se nos aparecen ahora abiertas en infinitas capas y resoluciones, desde tan cerca que casi nos respiran y desde tan lejos que cruzan de nube a satélite; multiplicando de manera inabarcable en posibilidades lo que los ojos con la máquina pueden y el valor que confieren; fascinados en ocasiones, o solo entretenidos; colaborando en aplazar la precariedad de nuestros días, las desigualdades que antes no conocíamos o no queríamos ver, las imágenes de mundos cuantificados estadísticamente en la red (excluidos de lo que importa si no son vistos y ordenados según visitas y ojos recopilados). Mundos que ensayan diariamente su disipación y borrado posible, su carácter no definitivo que les reclama inventarse “cada día”.
Estos escenarios quieren aquí ser atravesados también con esas otras palabras dotadas de poder para reptar por el suelo, que interpelan sobre la cultura material y, muy especialmente, sobre las nuevas formas de valor y desigualdad. Pero, ojo, su dialéctica no aspira aquí a descubrir un enésimo movimiento revolucionario. Si acaso, pretende identificar desarrollos contradictorios de la transformación capitalista de un mundo conectado (cultura-red), excedentario en lo visual y trucado en la preeminencia de lo económico frente a auténticas formas de política y ética (ausentes o neutralizadas hoy y, en algunos casos, transformándose en “lo social”), recordando que en lo que vemos y en lo que damos en la cultura-red también “nosotros” vamos adjuntos…
MIRAR (COMER/CAMBIAR/RENTABILIZAR/CERRAR/TAPAR) LOS OJOS
1
No se puede mirar a los ojos de aquel al que te piensas comer ni de aquel que te piensa comer. Tal vez por ello sea razonable sospechar que un niño1 tape los ojos de su muñeco para “que no vea” algo que inquieta, pensando quizá que la conciencia en el cuerpo son los ojos y que no ver una realidad (como ignorarla) evita un sufrimiento incompatible con la vida. Quiero decir, con la vida de antes del ver lo que punza.Pero puede que ese tapar los ojos no implique la protección de la mirada frente al mundo, sino la protección de los ojos frente a la máquina-ojo que nos mira “a nosotros”, un posicionamiento, un “no querer ser visto” por alguna razón que incomoda, un “no me mires”, “no los mires”. Como ese gesto espontáneo de taparnos la cara (y en ella los ojos) cuando inesperadamente alguien nos sorprende buscando una foto.
Hoy, sin embargo, la gente de esta parte del mundo ya apenas se mira directamente a la cara, media casi siempre una pantalla. Y la pantalla comienza a habituarnos a todo, y suaviza la realidad visualizada, y deja atrás (como recuerdo pasado de cuando frente a los otros llevábamos puesto el cuerpo) el olor, el tacto y la certeza de realidad de las cosas que arrastran la vulnerabilidad del mundo material. Ahora aquí casi todo es imagen sin carne2.
La pantalla como profiláctico de la mirada evita el malestar antiguo de fagocitar a la cara la intimidad de la gente. Los ojos son aprehensivos si son vistos con sus brillos y estrellas porque llevan el sujeto detrás, a cuestas, incluso cuando el rostro se reduce a su mínima expresión de presencia o al simbolismo de dos puntos negros, “sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clown, (…) Pierrot lunar”3. Pero si se dan escondidos en la pantalla parecieran más autónomos y liberados de responsabilidad en el otro, relajados en su búsqueda insaciable de “ver” y en la tranquilidad de desaparecer (pero seguir viendo) sin consecuencias.
Antes, si lo que estabas tentado a engullir con la mirada te dolía, siempre estaban las manos para proteger los ojos. Ahora, las manos son otro tipo de apéndice del ojo. Los dedos a golpe de ratón o acariciando la pantalla son el párpado que abre o cierra para lamer o no (casi siempre sí) la imagen.
Y en el excedente de imágenes, que son excedente y son contingencia, derivan los ojos hoy, fascinados por la adicción del ver(lo todo) y poder ser vistos (siempre) mientras el cuerpo descansa al otro lado, generando un exceso de cosas que entretienen, interesan o seducen. Y son cosas en apariencia sobrantes y prescindibles pero que el ojo aprende a sentir necesarias. Sobre todo si la vida al otro lado, desde la materialidad del sujeto a cuestas, es soportable pero también precaria y duele, especialmente cuando el mundo se percibe desigual y angustioso, y nosotros como perdidos.
Me refiero a ese equilibrio sutil de las personas maltratadas por el sistema, despojadas hoy de tantos derechos pero aún con unos mínimos que evitan su rebeldía, la posibilidad de levantarse y valerse de la red siendo multitud sobrecogedora, casi lo que en otro tiempo llamábamos “pueblo”. Neutralizados ellos (nosotros) bajo imágenes y lazos de ojos que, frente a antiguos vínculos políticos y morales que hablaban de identidades de pertenencia, ahora cohesionan ligera, mínimamente, hablando de identidades de comparecencia; multitudes de personas solas y unidas por ojos que nos hacen sentir conectados y entretenidos en pantallas que tejen una nueva idea de lo real.
La hipótesis que sugiero en este ensayo apunta a cómo en la contemporánea primacía del ver a través de las pantallas, la experiencia se sostiene cada vez más en lógicas que disuelven viejas formas de colectividad y que condicionan cuantitativamente los nuevos regímenes de valor y reconocimiento del otro, a través del control de la visualidad y la exigencia de velocidad. Lo que considero es que, entregados al exceso del habitar en red, hoy el sistema se pervierte po-niendo en juego dos ganancias sustanciales: el poder sobre la gestión tecnológica de la visibilidad como garantía de existencia y valor, y la auto-implicación en lo que entregamos en las redes de manera más o menos consciente para nuestra propia dominación.
Puede que sea demasiado tarde, que todo sea irreversible. Pero no se trataría de volver atrás, sino de que la transformación del mundo a través de la preeminencia del exceso en la imagen y mediante la tecnología no afiance las desigualdades de ahora. Se trataría de conocer las condiciones del cambio, de advertir que delegar las decisiones en filtros de posicionamiento –porque sucumbimos ante la velocidad y la imposibilidad derivada del exceso– nos significa a favor del poder hegemónico que iguala ojos a capital. Y que esto no supone que debamos otorgar a lo visualmente masivo otro calificativo que “masivo” (en ojos, dedos o visitas), sin presuponer conocimiento, atención o conciencia en dicho gesto.
La desigualdad de los “no vistos”, de los que no existen en el mundo conectado, de las alteridades, los excluidos o los inconformes, pone de manifiesto el espejismo de una cultura-red donde la máquina y sus dispositivos se han camuflado como neutrales, o se nos han hecho invisibles. Pero también los conflictos se apoyan en la parálisis derivada del exceso del ver sin descanso, sin parpadeo, en una sintomática crisis –o tal vez nuevo estatuto– de la atención. Un ver que, como ante un increíble aleph –por la dimensión de lo que abarca y la potencia de las distintas aplicaciones tecnológicas disponibles– parece responder desorientado, como cuando a los niños se les rodea de juguetes y regalos y se bloquean, o se angustian, sin saber por dónde empezar; hasta que terminan por hacerse dóciles, siguiendo las indicaciones y flechas propios de un parque de atracciones.
Hoy la mirada no es lo que era. Internet nos permite gestionarla de manera diferente. Ahora las imágenes en las que se despliega el sujeto online no son solamente cosa del sujeto. Las imágenes se estratifican como cordilleras de fragmentos del yo que hacen crecer y acumular poderes y capital, poderes del capital. Y lo hacen allí donde servicios en red que aparentan “dar” sobre todo “reciben”; donde ofrecemos incondicionalmente, cada día, trozos de nosotros mismos despistados por las cosas de los otros, que nos impiden ver dónde estamos, dónde ofrecemos tiempos propios donados a quienes saben rentabilizarlos. Como la necesidad de época que marca “estar” para “ser”, para “ser visto”. Aunque ese “ser” venga cada vez más determinado por la obsolescencia de la memoria-ram de la máquina. Memoria que mañana nos olvidará sacándose de entre los dientes los restos de nuestros píxeles para devorar lo último. Porque solo parece haber lugar para la voracidad del instante como insaciable necesidad de ahora. Hoy el alimento de la máquina y del poder que la atraviesa es la demanda de actualidad que recolecta dedos posicionados y ojos frescos. Los de ayer quedaron viejos, tweets pleistocénicos, con las pieles envejecidas y blandas, como las zonas podridas de una manzana bajo un sol acelerado.
Nunca existió, nunca hicimos… Los ojos nunca antes concentraron el poder de hoy. Y cabe recordar que tener una mirada crítica sobre todo esto no impide ver el increíble potencial que supone. He aquí la intención.
Pero sucede con este propósito que nos reclama describir sus formas y derivas para entender mejor lo que vivimos, para poder revertir entonces las escenas en germen de pensamiento. Aunque no se lleven a engaño, no es intención que este libro sea probeta o máquina de conclusiones sino narración de las dificultades del contexto. Es más, para ello no será suficiente la mera reflexión y en ocasiones necesitaremos del arte para ayudarnos a visibilizar las contradicciones de esta vida de ojos y pantallas. Así, la escritura en esta obra no será dócil ni renunciará a convivir con fragmentos de obras literarias y creativas o que habitan los márgenes (como el propio ensayo). Tampoco aceptará desprenderse de la subjetividad de quien escribe (discurso, cuerpo y escritura). No se inquieten si los títulos aquí no son “uno”. Casi nunca lo dicho responde a un solo epígrafe y como mínimo tendrán dos. Serán por tanto bienvenidas las palabras sobre ojos y capital no domesticadas por lo que se analiza y concluye, sino por lo que se contradice o cuestiona sin sentenciar; como cuando se cuenta una ficción o una vivencia que dice más sobre la vida observada que el mero análisis. Ustedes con sus historias proseguirán la historia, siempre y cuando se dejen interpelar por ese extraño territorio de la escritura y la práctica creativa que facilita desordenar y recontextualizar las cosas de la vida, movilizar lo que esconden nuestras rutinas frente a la pantalla para provocar experiencia estética, punzarnos, despertar pregunta o, ni más ni menos, conciencia.
El arte nos permitiría, por ejemplo, visibilizar lo imperceptible a través de la materialización (o literalización) de lo que se nos ha hecho invisible en las pantallas. Como mecanismo disruptivo que favorece un ejercicio de descubrimiento o de extrañamiento ante lo que excesivo e inmaterial se nos muestra invisible. Como devolución de la mirada de una sociedad excedentaria apoyada en la acumulación digital de mundo, de datos, archivos y fragmentos de vida. Recuerdo el relato sobre una ensoñación de Laura Bey que decía:
[…] de pronto los datos tenían cuerpo y no el carácter liviano de lo digital. Era así que todas las imágenes y la información comenzaron a desbordar la pantalla, pesaban y acumulaban el polvo de las fotos de papel y los viejos impresos, y nos iban sepultando a los que estábamos en la habitación hasta apretarse entre paredes y cuerpos y salir por la ventana. Como si de pronto en todas las fotos hubiéramos usado cámara analógica, con su caducidad en el hacer que obliga a seleccionar lo que revelar, lo que mirar. Frente a ese otro impulso de la cámara digital y del teléfono móvil de fotografiarlo y compartirlo absolutamente “todo”, porque nada nos cuesta, porque nada ocupa. Las miles de fotos de nuestros perfiles se rebelaron e hicieron de papel. Algunos se sentían doloridos por su peso, pero también estúpidos observando su misma foto multiplicada desde un ángulo minimamente distinto. Lo último que recuerdo es que ante las fotos que nos atrapaban, un conocido reclamaba que estuviéramos tranquilos, que él era el artista, que aquello era su obra4.
Pareciera que en esta escena Bey estuviera describiendo en parte la sobrecogedora instalación artística de Erik Kessels 24 HRS in photos5 realizada con las imágenes impresas en Flicker en 24 horas. Experiencia que llevada a nuestros álbumes propios nos inquieta, al comprobar que tolerar el exceso hoy no puede entenderse sin valorar el carácter intangible de lo que producimos en las redes, y que en la mayoría de los casos ni siquiera se almacena en nuestros discos duros o dispositivos móviles. De forma que toda acumulación y exceso son bienvenidos en tanto su almacenamiento no arrastra la complicación del poco espacio de nuestras habitaciones y muebles. En el gesto cotidiano de acumulación digital parecemos no ver el límite ni la contrapartida de producir y archivar fragmentos infinitos de vida digitalizada. Incluso cediendo a la oferta de almacenamiento fuera de nuestro control y de nuestros aparatos, en entes no carentes de poe-sía (tampoco de perversión), como esa llamada “nube” que dice almacenar nuestras cosas digitales. Una nube que me hace mirar arriba como cuando los cristianos miran al cielo presuponiendo más allá, un dios. Cuando lo hago visualizo toda una tipología de nuevos dioses que merodean SiliconValley y sus futuros sucedáneos, y mando un saludo de párpados al satélite que quizá también ahora nos mira.
Sin embargo, a qué engañarnos, pues también nos incomoda la dificultad de reducir el exceso para hacerlo manso. O de comprimirlo y verlo de pronto manejable como un símbolo que nos permita manipularlo y comprenderlo. La hipervisibilidad de la época excede los ojos hasta imposibilitar su abordaje, su gestión. Y como consecuencia deriva en nuevas formas de censura. El exceso hace reclamar a gritos: “¡Que alguien nos ayude a filtrar, a ordenar, a almacenar, a jerarquizar!” lo que, curiosamente, antes reclamábamos horizontal y desjerarquizado. Hacerlo como respuesta y alternancia a ese otro exceso “de antes de antes” (cuando el mundo no estaba en red), cuando el dominio de unos pocos era tan claro. “Don’t be evil” reza uno de los lemas de los que mandan en Internet camuflados hoy, advirtiéndonos a nosotros de lo que suponemos temen en sí mismos.
El poder de ahora atraviesa cada base de datos que subyace en una búsqueda. Su lógica algorítmica, su programación, que no es así porque se trate de la única o mejor manera para facilitar un orden. Es así, porque es la opción elegida por quien crea y gestiona la máquina, por quien desea “lograr algo” a cambio de que lo utilicemos. Y de ahí su (de momento) gratuidad para lograr cosas como posicionamiento, visibilidad, dependencia en el uso, capital.
Organizar las formas de valor que regularían este exceso requiere, claro está, criterios y escalas que nos compelen. Pongamos: ¿qué determina un orden? ¿Qué decide ser el primero o el último de la lista? ¿Qué se deriva de ello? Sin olvidar que la pregunta hecha hoy a Internet no se limita al contenido informacional como objeto, sino también al sujeto y su experiencia, cosificados y mediados por la red. Quiero decir que lo engloba todo: “¿qué es?, ¿qué significa?, ¿dónde está?”… en convivencia con esas preguntas más corrientes o esas expresiones que buscan y que “en conjunto” también nos significan: “dolor de espalda”, “busco libro”, “apartamento en Berlín”, “¿quién eres?”
Todas las respuestas se buscan hoy en un lugar común conformado por un botón y una casilla vacía. Construido parcialmente por todos los conectados pero gestionado por unos pocos. Como la economía global, todos participamos pero solo unos pocos la rentabilizan de manera importante. Y no puedo obviar que el valor, la visibilidad, los significados e imágenes de las cosas que regulan estos dispositivos, hablan del poder para mantener o crear mundos . Porque son hoy cuestión de programación y algoritmos, pero cuestión también de multitudes y de nuevas formas de hegemonía digital colonizadora. Por ello vuelve la pregunta por quién manda sobre esa programación, quién gestiona el orden, quién programa las lógicas del ver como lógicas del ser/no ser, entre las infinitas variantes posibles, quién se hace imprescindible y repite o crea un mundo, un poder sobre el mundo.
La tecnología traduce a categorías manejables las afinidades, preguntas y fragmentos de vida que sentimos la necesidad de compartir. Y ese es uno de sus grandes logros: “hacernos sentir que hay que estar”, “que hay que hacerlo”. A cambio proporcionamos cosas legibles para quien sepa y quiera leerlas, reguladas por nuevas mercadotecnias de la socialidad online. Y pasa, y preocupa, que las nuevas modalidades de esta recepción/uso/producción en red se valen de sujetos experimentados en lo digital, pero huidizos de aquello que requiere tiempo para pensar o profundizar, tiempo también para otorgar pregunta ética a las cosas que hacemos.
Nunca antes se dio algo tan valioso como el deseo fragmentado en posicionamientos, a veces explícitos, a veces sutiles. Y esto acontece en el simulacro de espacios de intimidad donde compartir lo que importa, lo que hago y lo que cada día necesito, aquello a lo que mi tiempo y libertad sucumbe, porque siento que la vida sin un apéndice red es más inútil.
Los criterios difieren, pero delimitado el marco en que todo esto acontece, el carácter cuantitativo parece marcar siempre el filtrado para gestionar el valor. De manera que lo que más ojos ha logrado, lo más buscado, lo más citado, equivaldrá a un valor añadido que incidirá en sí mismo, en el engorde y mantenimiento de este orden. Sin atender a lo que hermana y separa el gesto mecánico del disentimiento razonado, la ignorancia y el conocimiento, la democracia y la oclocracia, la muchedumbre de la multitud, la multitud del pueblo.
Y cierto que no hay cosa más hackeable que “lo más visto”, tanto por la propia programación (que visibiliza y crea), como por la instrumentalización de los ojos sin tiempo puestos al servicio del capital. La primacía de lo numérico es la primacía de lo objetivable, de los saberes cuantificadores no siempre acompañados del contexto que hace humana la pregunta o el algoritmo. Además, lo cuantificado favorece un posicionamiento previo que operará como hándicap, que mantendrá un poder, que engordará lo que ya es muy visto o se presenta como tal bajo los más básicos principios del mercado con que se planifican los movimientos de las masas. Y no deja de parecerme curioso, y en ocasiones hasta irritante, que en esa acumulación de lo visto se nos quiera mostrar la convergencia resignada de enfoques que reivindican el carácter democrático (el valioso poder de la mayoría) con la hegemonía neoliberal (el poder de unos pocos que controlan y capitalizan estratégicamente el medio para lograr masa). Ambos llamando a la multitud como si en un círculo optaran por sentidos opuestos hasta confluir en un punto que les hermanara en las formas de gestión tecnologizadas de las gentes. Hay diferencias, hay contradicciones y resistencias. Hay sobre todo consideración o apagamiento del sujeto.
¿Acaso lo cuantitativo es suficiente, significativo, bueno… para otorgarle el máximo valor? ¿Acaso olvidamos que las masas que se pronuncian pueden hacerlo por razones tan opuestas como la manipulación de la máquina, el posicionamiento ya adquirido por determinada estructura del poder, el exabrupto espontáneo, la indignación social, el asesinato terrorista, la revolución de la plaza o el vídeo más visto de unas crías de gato? Cada causa unida por el número más alto esconde razones tan diversas que bien merecerían una parada, un detenerse a pensar, frente a la rapidez que suscitan. Incidir en lo que supone resguardarse en los otros o pensar por nosotros mismos. ¿Qué hace hoy coincidir oclocracia y democracia?, ¿dónde queda la conciencia que soñamos como libertad y crítica que da poder a la mayoría de sujetos que piensan más allá de la vanidad del valerse de la autoexhibición o la deriva a la que empuja la máquina (también la época) para ser más visto bajo un ejercicio de banalización e instrumentalización mercadotécnica? ¿Dónde la solidaridad y el nosotros?
Claro que no es suficiente, claro que no olvidamos las razones por las que las masas se dejan llevar o se convierten en multitud o en ciudadanía; que no olvidamos las formas de desmantelamiento colectivo y la apropiación de estrategias de visibilidad y mercado para convencernos de que somos producto “yo”. Pero sucede que apenas pueden salirnos al paso, porque rápidamente habrá otra cosa en la que pensar o a la que ceder. La velocidad y el exceso quieren neutralizarnos. Las cosas apenas necesitan un mínimo empujón para ser incorporadas a la inercia del ahora que demanda la cultura-red. Porque cuando la vida solo vale en presente continuo caduca demasiado rápido, dificulta el pensar, favorece las ideas preconcebidas y pasar epidérmicamente por las cosas. Apenas ser acariciadas por los ojos mientras la máquina hace el trabajo, sintetizando información, proponiendo categorías válidas, las más vistas, las vistas por los demás. Los demás: “Dícese de esos que no pueden estar equivocados porque son muchos”. No sin motivo resguardarse en la mayoría como forma de no desentonar ni disentir es también una forma de invisibilidad, de negación del sujeto.