La caña cascada

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Al desempeñar Su vocación, Cristo no apagará el pábilo o la mecha que humeare, sino que la atizará hasta que arda en llamas. El pábilo que humea emite muy poca luz, y esa luz es débil, pues no puede flamear y está mezclada con humo. La observación que se deduce de esto es que, en los hijos de Dios, especialmente justo después de su conversión, apenas hay un poco de gracia, y esa poca gracia está mezclada con mucha corrupción, que, al igual que el humo, es ofensiva; sin embargo, Cristo no apagará ese pábilo que humea.

La gracia es poca en un comienzo

Los cristianos son de distintas edades, algunos son bebés y algunos son jóvenes. La fe puede ser «como un grano de mostaza» (Mateo 17:20). No hay nada tan pequeño como la gracia en un comienzo ni nada más glorioso que lo que la gracia llega a ser posteriormente. Las cosas más perfectas son las que más se demoran en crecer. El hombre, la criatura más perfecta, llega a la perfección poco a poco; las cosas insignificantes, como los hongos y la calabacera de Jonás, brotan rápidamente y también se desvanecen con presteza. La nueva criatura es la criatura más excelente de todo el mundo y, por lo tanto, crece gradualmente. En la naturaleza vemos que el roble robusto crece a partir de una bellota. Con el cristiano ocurre lo mismo que con Cristo, que brotó del tronco muerto de Isaí, de la familia de David (Isaías 53:2), cuando se hallaba en su punto más bajo, pero al crecer llegó a ser más alto que los cielos. Los árboles de justicia no son como los árboles del paraíso, que fueron creados totalmente perfectos desde un comienzo. Los gérmenes de todas las criaturas que se encuentran en la belleza actual del mundo estaban ocultos en el caos, en esa masa primigenia confusa de la que Dios ordenó que surgieran todas las criaturas. En las semillitas de las plantas se esconden el tronco y las ramas, el brote y el fruto. En unos pocos principios están ocultas todas las conclusiones consoladoras de la verdad santa. Todos esos fuegos artificiales gloriosos del celo y la santidad de los santos se originaron en unas pocas chispas.

Por lo tanto, no nos desanimemos por el comienzo pequeño de la gracia, sino que percibámonos como elegidos para ser «santos y sin mancha» (Efesios 1:4). Solo observemos nuestro comienzo imperfecto para exigirnos un mayor esfuerzo por alcanzar la perfección y para conservar un bajo concepto de nosotros mismos. Fuera de eso, si nos sentimos desanimados, debemos considerarnos como nos considera Cristo, que nos ve como objetos que Él pretende adaptar para Sí mismo. Cristo nos valora por lo que seremos y por aquello para lo que nos ha escogido. Decimos que una plantita es un árbol porque está creciendo para llegar a serlo. «¿Pues quién ha menospreciado el día de las pequeñeces?» (Zacarías 4:10, LBLA). Cristo no quiere que menospreciemos las pequeñeces.

Los ángeles gloriosos no desdeñan asistir a los pequeños, a los pequeños ante sus propios ojos y a los pequeños ante los ojos del mundo. Aunque la gracia sea poca en cantidad, es mucha en vigor y valor. Cristo es Quien aumenta el valor de las personas y los lugares pequeños y bajos. Belén era la más pequeña (Miqueas 5:2; Mateo 2:6), pero al mismo tiempo no era la más pequeña. Era la más pequeña en sí misma, pero no era la más pequeña en el sentido de que Cristo nació allí. El segundo templo (Hageo 2:9) no llegó a tener la magnificencia externa del primero; sin embargo, fue más glorioso que el primero porque Cristo entró a él. El Señor del templo ingresó a Su propio templo. La pupila del ojo es muy pequeña, pero ve una gran parte del cielo de una sola vez. La perla, aunque es pequeña, es de gran estima. No hay nada en el mundo de tanto provecho como el granito de gracia más ínfimo.

La gracia está mezclada con corrupción

Pero la gracia no solo es pequeña, sino que también está mezclada con la corrupción; por esa razón, se dice que el cristiano es un pábilo que humea. Vemos, entonces, que la gracia no elimina toda la corrupción de inmediato, sino que queda una cierta medida con la que los creyentes deben luchar. Las acciones más puras de los hombres más puros requieren que Cristo las perfume, y ese es Su oficio. Cuando oramos, necesitamos volver a orar para que Cristo perdone los defectos de nuestras oraciones. Consideremos algunos ejemplos de este pábilo que humea.

Frente al mar Rojo, Moisés estaba muy perplejo y no sabía qué decir ni a qué dirección voltearse, así que gimió a Dios. Indudablemente, ese fue un gran conflicto interno para él. Cuando estamos en grandes angustias, no sabemos qué pedir en oración, pero el Espíritu pide por nosotros con gemidos indecibles (Romanos 8:26). Los corazones quebrantados solo pueden ofrecer oraciones quebrantadas.

Cuando David estuvo frente al rey de Gat (1 Samuel 21:13) y ensució su reputación de forma impropia, también había algo de fuego en ese humo. Pueden ver qué excelente es el salmo que escribió en esa ocasión, el Salmo 34, en el que, basado en su experiencia, dice: «Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón» (Salmo 34:18). «Decía yo en mi premura: “Cortado soy de delante de tus ojos”» ―ahí está el humo―, «pero tú oíste la voz de mis ruegos» (Salmo 31:22) ―ahí está el fuego―. «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mateo 8:25), gritan los discípulos: allí está el humo de la infidelidad, pero al mismo tiempo hay suficiente de la luz de la fe para animarlos a orar a Cristo. «Creo» ―ahí está la luz―; «ayuda mi incredulidad» ―ahí está el humo― (Marcos 9:24). Jonás clama: «Desechado soy de delante de tus ojos» ―ahí está el humo―; «mas aún veré tu santo templo» ―ahí está la luz― (Jonás2:4).

«¡Miserable de mí!», dice Pablo, al sentir su corrupción. Sin embargo, estalla en gratitud a Dios por Jesucristo Señor nuestro (Romanos 7:24).

«Yo dormía», dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares, «pero mi corazón velaba» (Cantares 5:2). La mayor parte de las siete iglesias, que son llamadas «los siete candeleros de oro» por su luz (Apocalipsis 2 y 3), tenían mucho humo junto a su luz.

La razón de esta mixtura es que tenemos un principio doble: la gracia y la naturaleza. Su propósito especial es guardarnos de las dos rocas peligrosas con las que nuestra naturaleza tiende a chocar, la seguridad y el orgullo, y forzarnos a cimentar nuestro descanso en la justificación, no en la santificación, que, además de ser imperfecta, tiene algunas manchas. Nuestro fuego espiritual es como el fuego común aquí abajo, es decir, está mezclado. El fuego alcanza la máxima pureza en su propio elemento en las alturas; así también nuestras gracias serán puras cuando estemos donde queremos estar, en el cielo, que es nuestro elemento apropiado.

A esta mixtura se debe el hecho de que el pueblo de Dios se juzgue a sí mismo de formas tan diferentes. A veces, observan la obra de la gracia; otras veces, la corrupción remanente, y cuando miran esta última, piensan que no tienen gracia. Aunque aman a Cristo en Sus ordenanzas y Sus hijos, no se atreven a afirmar que están tan íntimamente relacionados con Él como para decir que son Suyos. Así como la vela en la base a veces exhibe su luz y a veces no, los cristianos a veces están bien persuadidos con respecto a sí mismos y a veces no saben qué pensar.

La segunda observación respecto al comienzo débil y humilde de la gracia es que Cristo no apagará el pábilo que humeare. Esto se debe principalmente a dos razones. Primero, esa chispa viene del cielo: es Suya, fue encendida por Su propio Espíritu. Segundo, el hecho de que Él preserve la luz en medio de la oscuridad, una chispa en medio de la inundación de la corrupción, promueve la gloria de Su gracia poderosa en Sus hijos.

Incluso la chispa más ínfima de la gracia es preciosa

Esa chispita tiene una bendición especial. «Como si alguno hallase mosto en un racimo, y dijese: “No lo desperdicies, porque bendición hay en él”; así haré Yo por Mis siervos» (Isaías 65:8). Vemos cómo nuestro Salvador Jesucristo toleró a Tomás con sus dudas (Juan 20:27) y a los dos discípulos camino a Emaús, que no estaban seguros de si Él había venido a redimir a Israel o no (Lucas 24:21). No apagó la lucecita de Pedro, que fue asfixiada: Pedro lo negó a Él, pero Él no negó a Pedro (Lucas 22:61). «Si quieres, puedes», dijo un pobre hombre en el evangelio (Mateo 8:2). «Si puedes hacer algo», dijo otro (Marcos 9:22). Ambos eran pábilos humeantes, pero ninguno fue apagado. Si Cristo hubiera estado pensando en Su propia grandeza, habría rechazado al que vino con este «si». Pero Cristo responde a este «si» con una concesión clemente y absoluta: «Quiero; sé limpio». La mujer que estaba enferma de flujo apenas tocó, con mano temblorosa, el borde de Su túnica, pero volvió sanada y consolada. En las siete iglesias (Apocalipsis 2 y 3), vemos que Cristo reconoce y atesora cualquier cosa buena que hay en ellas. Como los discípulos se durmieron debido a su debilidad cuando estaban oprimidos por la tristeza, nuestro Salvador les excusó con consuelo: «El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Mateo 26:41).

Si Cristo no fuera misericordioso, frustraría Sus propios propósitos: «Pero en Ti hay perdón, para que seas reverenciado» (Salmo 130:4). Ahora todos están invitados a colocarse bajo la bandera de amor que Él extiende sobre los Suyos: «A Ti vendrá toda carne» (Salmo 65:2). Él obra con moderación y cuidado para que no decaiga ante Él el espíritu y las almas que ha creado (Isaías 57:16). La Biblia dice que el corazón de Cristo se conmovió al ver a la gente sin comida, «no sea que desmayen en el camino» (Mateo 15:32); con mayor razón se ocupará en prevenir nuestro desmayo espiritual.

 

Soporten a los débiles

Observen aquí las tendencias opuestas de la naturaleza santa de Cristo y la naturaleza impura del hombre. El hombre apaga la luz por un poco de humo. Como vemos, Cristo siempre cuida con ternura incluso de los comienzos más ínfimos. ¡Cómo toleró las múltiples imperfecciones de Sus pobres discípulos! y cuando los reprendió con dureza, lo hizo con amor y con el propósito de que llegaran a brillar más ¿Podemos tener un mejor modelo a seguir que este que viene del que esperamos que nos salve? «Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles» (Romanos 15:1). «A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos» (1 Corintios 9:22). ¡Oh, que esa disposición a ganar y conquistar estuviera más presente en muchas personas! Hasta donde depende de nosotros, muchas almas se pierden por falta de aliento. Observen cómo el apóstol Pablo, aquel fiel pescador de hombres, se esfuerza por capturar a su juez ―«Yo sé que crees [a los profetas]» (Hechos 26:27)―y luego le desea todos los beneficios salvíficos, pero no las cadenas. Podría haberlas añadido también, pero no quiso desanimar a alguien que podía responder. Por eso, le deseó a Agripa solo lo bueno de la religión. ¡Qué importante era para nuestro bendito Salvador que nadie hiciera tropezar a los pequeñitos! ¡Cómo defiende a Sus discípulos de las acusaciones maliciosas de los fariseos! Qué cuidadoso fue de no echar vino nuevo en odres viejos (Mateo 9:17), de no alejar a los nuevos creyentes con las austeridades de la religión (lo que algunos hacen sin ninguna discreción). Oh, dice Él, ellos tendrán tiempo para ayunar cuando me haya ido, y fuerza para ayunar cuando el Espíritu Santo haya venido sobre ellos.

Lo mejor es no atacar a los creyentes nuevos con asuntos menores, sino mostrarles un camino más excelente e instruirlos en los puntos fundamentales; entonces las otras cosas no les serán creíbles. No está mal ocultar sus defectos, excusar algunas faltas, elogiar su desempeño, fomentar su progreso, sacar todas las dificultades de su camino, ayudarlos de todas las maneras posibles a llevar el yugo de la religión con mayor facilidad y hacerlos amar a Dios y Su servicio, para que no se desencanten antes de conocerlo. Por lo general, vemos que Cristo implanta un amor que llamamos el «primer amor» (Apocalipsis 2:4) en los creyentes nuevos con el propósito de guiarlos en su profesión con más deleite, y no los expone a cruces antes de que cobren fuerza. Su cuidado es similar al que nosotros le mostramos a las plantas jóvenes, protegiéndolas de las inclemencias del tiempo hasta que echan raíz. La misericordia por los otros debería impulsarnos con frecuencia a negarnos en nuestras libertades para no hacer tropezar a los débiles. Son los «pequeños» los que tropiezan (Mateo 18:6). Los débiles son más propensos a sentirse despreciados, así que debemos ser más cuidadosos de complacerlos.

Sería un buen concurso para los cristianos que uno se esforzara por no causar ofensa y el otro, por no darse por ofendido. Las mejores personas son severas consigo mismas, pero tiernas con los demás. Sin embargo, nadie debería agotar y desgastar la paciencia de los otros; tampoco deben los más débiles exigir moderación de los demás al punto de confiar en que les serán indulgentes y conformarse así con sus propias debilidades, pues esa actitud conlleva riesgo para sus propias almas y causa escándalo en la Iglesia.

Tampoco deben menospreciar los dones que Dios ha dado a otros (que la gracia nos enseña a honrar dondequiera que los encontremos), sino que deben saber cuál es su papel y lugar, y no deben emprender nada demasiado grandioso para ellos, pues eso puede exponer sus personas y su caso al escarnio de los demás. Cuando en los hombres se encuentran la ceguera y la audacia, la ignorancia y la arrogancia, la debilidad y la obstinación, se vuelven odiosos a Dios, gravosos para la sociedad, peligrosos al aconsejar, perturbadores de los mejores propósitos, intratables, incapaces de recibir mejor dirección y miserables en el actuar. Cuando Cristo muestra Su poder clemente en la debilidad, lo hace permitiendo que los hombres se entiendan tan bien a sí mismos que se ven con humildad y magnifican el amor que Dios les mostró a personas como ellos. Lo hace para preservarlos del desánimo producido por la debilidad, para colocarlos a una menor distancia de la gracia y para promover la pobreza espiritual en lugar de la altivez respecto a la propia situación o a las propias características, que es como combustible para que la naturaleza corrupta se enorgullezca. Cristo no rechaza a nadie por ser débil para que nadie se desanime, pero no acepta a nadie por ser grandioso para que nadie se envanezca por lo que tiene tan poco valor para Dios. Importa poco qué tan torpe es el alumno cuando Cristo asume el rol de Maestro, pues Él no solo prescribe qué es lo que debe conocer, sino que también le otorga el conocimiento mismo, incluso al más simple.

La Iglesia sufre mucho por los débiles, así que podemos aseverar que tenemos la libertad de tratar a menudo con ellos de forma directa, aunque con suavidad. El propósito del amor verdadero es mejorar a la otra parte, lo que a menudo se ve obstaculizado por la disimulación. Con algunas personas prevalece más el espíritu de mansedumbre, pero con otras prevalece la vara. Algunos deben ser «arrebatados del fuego» (Judas 23) con violencia, y bendecirán a Dios por nosotros el día de su visitación. Vemos que nuestro Salvador pronuncia un ¡ay! tras otro cuando tiene que tratar con hipócritas endurecidos (Mateo 23:13), pues los hipócritas requieren una convicción más intensa que los pecadores flagrantes porque su voluntad es mala y, por lo tanto, su conversión suele ser violenta. El nudo duro en la madera debe recibir un hachazo proporcional, de lo contrario, engañamos sus almas con nuestra compasión cruel. A veces, la reprensión dura es una perla preciosa y un bálsamo dulce. Las heridas de los pecadores que se sienten seguros no se curan con palabras dulces. El Espíritu Santo no solo descendió en la semejanza de una paloma, sino también en lenguas de fuego, y ese mismo Espíritu Santo otorga una actitud de prudencia y discreción, que es la sal que sazona todas nuestras palabras y acciones. Esa sabiduría nos enseñará a «saber hablar en sazón palabra» (Isaías 50:4, RVA), tanto al alma cansada como a la que se siente segura. Y en verdad necesitamos la «lengua de sabios» si queremos levantar o abatir, aunque aquí estoy hablando de la dulzura hacia los que son débiles y sensibles a su condición. A ellos debemos llevarlos y guiarlos con suavidad, como lo hizo Jacob con su hacienda (Génesis 33:14), a su propio paso y al que podían tolerar los niños.

Los cristianos débiles son como cristales que se quiebran ante la menor violencia, pero duran mucho tiempo si son tratados con delicadeza. Debemos rendir este honor del trato delicado a los vasos más frágiles (1 Pedro 3:7), y así los protegeremos y también haremos que sean provechosos para la Iglesia y para nosotros mismos.

Si sacáramos todos los humores enfermizos del cuerpo enfermo2, eliminaríamos también la vida y todo lo demás. Por lo tanto, aunque Dios dice «Los fundiré como se funde la plata» (Zacarías 13:9), también dice «Te he purificado, y no como a plata» (Isaías 48:10), es decir, no con tanta minuciosidad como para no dejar ninguna impureza, pues Él tiene en cuenta nuestra debilidad. El refinado perfecto es para otro mundo, para el mundo de las almas de los perfectos.

Por todo esto, los predicadores deben tener cuidado de cómo tratan a los creyentes nuevos. Ellos deben evitar el poner estándares muy altos para ellos, pues haciendo esto demandan evidencias de gracia que no corresponden a la experiencia de muchos cristianos buenos. Este hecho lamentable consiste en poner el peso de la salvación y condenación en cosas que no son capaces de llevarlo. Cuando eso ocurre, las personas son abatidas innecesariamente y no pueden levantarse pronto, ni por sí mismas ni con la ayuda de los demás. Los embajadores de un Salvador tan apacible no deben ser autoritarios ni colocarse en el lugar del corazón de la gente que es el templo de Cristo, donde solo Él debe sentarse. Una de las razones por las que surgió el papado es que las personas tenían demasiado respeto por los hombres. «Téngannos los hombres por servidores de Cristo» (1 Corintios 4:1), solo por eso, por nada más ni por nada menos. Cuán cuidadoso fue Pablo de no colocar trampas para los débiles en los casos de conciencia.

Simplicidad y humildad

Además, los predicadores deben asegurarse de no ocultar lo que quieren decir con discursos oscuros, hablando en la niebla. El mayor miedo de la verdad es el ocultamiento y lo que más desea es ser expuesta claramente a la vista de todos. Mientras menos adornos tiene, más hermosa y poderosa es. Nuestro bendito Salvador no solo asumió nuestra naturaleza, sino que también asumió nuestra habla común, lo que fue parte de Su humillación voluntaria. Pablo era un hombre profundo, pero aun así llegó a ser como una madre para los más débiles (1 Tesalonicenses 2:7).

Ese espíritu de misericordia que estuvo en Cristo debe llevar a Sus siervos a contentarse con la idea de humillarse por el bien de los más humildes. ¿Qué fue lo que hizo que el reino de los cielos sufriera «violencia» (Mateo 11:12) después del tiempo de Juan el Bautista, sino que muchas verdades consoladoras fueron predicadas con claridad, afectando al pueblo de tal manera que llegaron a ejercer violencia santa para obtenerlas?

Cristo eligió que los que habían experimentado más misericordia, como Pedro y Pablo, predicaran la misericordia, para que fueran ejemplos de lo que enseñaban. Pablo se hizo todo a todos (1 Corintios 9:22), rebajándose al nivel de ellos por su bien. Cristo bajó del cielo y Se despojó de Su majestad en tierno amor por las almas. ¿No bajaremos nosotros de nuestras presunciones altivas para hacerle bien a algún alma pobre? ¿Será orgulloso el hombre después de que Dios ha sido humilde? Vemos que los ministros de Satanás asumen todas las formas para «hacer un prosélito» (Mateo 23:15). Sabemos que los hombres ambiciosos maquinan cómo conformarse a los deseos de aquellos que pueden exaltarlos ¿y acaso no nos esforzaremos por conformarnos a Cristo, Quien puede exaltarnos, con Quien incluso ya estamos sentados en los lugares celestiales? Ahora que hemos sido ganados para Cristo, debemos esforzarnos por ganar a otros para Él. La ambición y la codicia santa nos llevarán a revestirnos de la disposición de Cristo. Pero primero debemos despojarnos de nosotros mismos.

Tampoco debemos atormentar sus mentes con curiosidades u «opiniones» (Romanos 14:1) porque así los distraeremos y agotaremos; además, daremos lugar a que pierdan el interés por toda la religión. La era de la Iglesia que fue más fértil en preguntas sutiles fue la más estéril en cuanto a la religión, pues esas cuestiones hacen que la gente crea que la religión es solo un asunto de ingenio, de atar y desatar cabos. Por lo general, las personas que tienden a esas cosas tienen más calor en el cerebro que en el corazón.

Aun así, cuando somos puestos en tiempos y lugares en que surgen dudas sobre asuntos principales, la gente debe esforzarse por formar convicciones firmes. Muchas veces, Dios permite que surjan preguntas para probar nuestro amor y ejercitar nuestras facultades. Nada es tan certero como lo que es certero después de haberlo dudado. Las sacudidas instauran y enraízan. En una era contenciosa, es sabio ser cristiano y saber en qué fundar nuestras almas. En tales casos, es tarea del amor quitar las piedras y alisar el camino al cielo. Por lo tanto, debemos tener cuidado de no permitir, bajo el pretexto de querer evitar disputas, que un partido perjudicial prevalezca por sobre la verdad, pues de esa manera es fácil traicionar tanto la verdad de Dios como las almas de los hombres.

De igual forma, erran los que, debido a su austeridad excesiva, se impiden ser de consuelo para las almas agobiadas, pues eso hace que muchos oculten sus tentaciones y ardan internamente porque no tienen a nadie en cuyo seno puedan desahogar su dolor y aliviar sus almas.

No debemos atar donde Dios desata ni desatar donde Dios ata; tampoco debemos abrir donde Dios cierra ni cerrar donde Dios abre. El uso correcto de las llaves del Reino siempre es exitoso. Al hacer aplicaciones personales, es necesario que tengamos sumo cuidado, pues alguien puede ser un falso profeta y al mismo tiempo hablar la verdad. Si no es una verdad dirigida a la persona con la que está hablando, si entristece a los que Dios no ha entristecido con verdades inadecuadas para la situación o con consuelos en el camino del mal, el corazón de los impíos puede terminar fortaleciéndose. Lo que es comida para una persona puede ser veneno para otra.

 

Si observamos el tenor general de estos tiempos, los pasajes bíblicos que tienden a levantar y despertar el alma parecen ser los más adecuados; sin embargo, hay muchos espíritus quebrantados que necesitan palabras suaves y reconfortantes. Incluso en los peores tiempos, los profetas mezclaron su mensaje con un dulce consuelo para el remanente oculto del pueblo fiel. Dios tiene consuelo. Le dice al profeta «Consolaos, pueblo mío» (Isaías 40:1), no solo «alza tu voz como trompeta» (Isaías 58:1).

Sano juicio

Al mismo tiempo, aquí es necesario hacer una salvedad. La misericordia no nos quita el sano juicio ni nos hace confundir los tizones apestosos con pábilos que humean. Nadie es tan pronto para exigir misericordia de los demás como los que merecen severidad. Este ejemplo no aprueba la tibieza ni fomenta la indulgencia excesiva con los que necesitan despertar. Para las enfermedades frías hay que administrar remedios calientes. El hecho de que la iglesia de Éfeso no tolerara a los malos, hizo que fuera elogiada con justicia (Apocalipsis 2:2). Debemos tolerar a los demás de una manera que también manifieste nuestro desagrado hacia la maldad. Nuestro Salvador Cristo no se reservaba la reprensión severa cuando veía flaquezas peligrosas en Sus muy amados discípulos. Hacer la obra de Jehová con engaño (Jeremías 48:10) trae una maldición, incluso si se trata de una obra de justo rigor, como cuando hay que enterrar la espada en las entrañas del enemigo. Y, un día, las personas que dejamos ser engañadas por sus peores enemigos, sus pecados, tendrán una razón justa para maldecirnos.

Es difícil conservar el balance correcto entre la misericordia y la severidad sin un Espíritu superior al nuestro, por el que deberíamos desear ser guiados en todo. La sabiduría que habita con la cordura (Proverbios 8:12) nos guiará en estos asuntos específicos; sin ella, la virtud no es virtud y la verdad no es verdad. Es necesario ponderar en conjunto la regla y el caso, pues, sin una intuición aguda, la aparente similitud de las condiciones producirá errores en nuestras opiniones sobre ellas. Los espíritus furibundos, tempestuosos y destructivos del papado, que buscan promover su religión a punta de crueldad, muestran que desconocen la sabiduría que es de lo alto, que vuelve a los hombres apacibles, pacíficos y prontos a mostrar la misericordia que ellos mismos han sentido. Una forma de vencer agradable tanto para Cristo como para la naturaleza del hombre es hacerlo a través de un cierto grado de paciencia y moderación.

Sin embargo, a menudo vemos un espíritu erróneo en los que hacen llamados a la moderación. Lo hacen solo para implementar sus propios proyectos con más fuerza, y si prevalecen, difícilmente mostrarán a los demás esa moderación que ahora exigen de los otros. También hay una moderación orgullosa, la de cuando los hombres asumen el rol de censurar a ambas partes como si fueran más sabios que ellas, a pesar de que un espectador, si tiene el espíritu adecuado, sí podría tener una visión más amplia que los que están en conflicto.

Cómo deberían actuar las autoridades

En cuanto a las censuras eclesiásticas, es más acorde al espíritu de Cristo el actuar con equilibrio, y no pretender matar una mosca con un mazo, ni expulsar a los hombres del cielo por una cosa insignificante. Incluso las despabiladeras (tijeras para cortar las mechas de las velas) del tabernáculo estaban hechas de oro puro, para mostrar la pureza de las censuras por las que la luz de la Iglesia se mantiene brillando. El poder que le ha sido dado a la Iglesia es para edificación, no para destrucción. ¡Cuán cuidadoso fue Pablo de que el corinto incestuoso, al arrepentirse, no fuera consumido de demasiada tristeza! (1 Corintios 2:7). Los magistrados civiles, en el caso de las exigencias civiles y los motivos del Estado, deben permitir que la ley siga su curso; no obstante, deben imitar a este Rey benigno al no mezclar amargura ni pasión con la autoridad que se deriva de Dios. La autoridad es un rayo de la majestad de Dios, y prevalece más donde está menos mezclada con lo que es propio del hombre. Para poder ejercerla de forma adecuada, se necesita algo más que sabiduría ordinaria. Esta cuerda no debe estar demasiado tensa ni demasiado suelta. La justicia es armoniosa. Si las hierbas se calientan o se enfrían más allá de un cierto punto, se vuelven letales. Vemos que incluso los elementos contrarios son preservados en un solo cuerpo cuando se mezclan con sabiduría. Cuando las circunstancias considerables de todo un panorama nos inclinan a la moderación, el aplicar justicia rigurosa llega a ser injusticia extrema.

El comportamiento insolente hacia las personas miserables cuando estas están humilladas es impropio de cualquiera que busque misericordia para sí mismo. La miseria debiera ser un imán para la misericordia, no un estrado para que el orgullo lo pisotee. A veces ocurre que los que están bajo el gobierno de otros son los que más injurias causan con su osadía y sus juicios severos, y, de esa forma, contrarrestan y frenan los esfuerzos de sus superiores por el bien público. Debido a la gran debilidad de la naturaleza humana, especialmente en esta época desquiciada, deberíamos gozar en buena parte de la alegría moderada que disfrutamos gracias al gobierno: y no deberíamos ser como dedos en la llaga, exagerando las cosas al malinterpretarlas. En este sentido, el amor debería ser una manta que arrojamos sobre los errores menores de los que están sobre nosotros. Muchas veces, el pobre se convierte en el opresor por sus clamores injustos. Deberíamos esforzarnos por interpretar las acciones de los gobernantes, de la mejor manera posible.

Somos deudores a los débiles

Por último, hay algo que todos los cristianos deberíamos considerar en nuestras relaciones cotidianas: Somos deudores a los débiles en muchos sentidos.

1. Seamos vigilantes en el uso de nuestra libertad, y esforcémonos por no ofender a nadie con nuestro comportamiento, de tal manera que no les incitamos a lo malo. Los ejemplos tienen poder de mando, como se aprecia en el caso de Pedro (Gálatas 2). La vida libertina es cruel tanto para nosotros mismos como para las almas de los demás. Aunque no podamos impedir que perezcan los que van a perecer, si hacemos lo que en sí mismo es propenso a destruir las almas de los otros, su ruina nos es imputable.

2.Cuidémonos de tomar el oficio de Satanás al malinterpretar las buenas acciones de otros; tal fue el caso con Job: «¿Acaso teme Job a Dios de balde?» (Job 1:9). Cuidémonos también de difamar a las personas concluyendo que sus corazones son impíos. El diablo gana más con el desaliento y los oprobios en contra de la religión que con la hoguera y la pira. Estas cosas, cual escarcha en primavera, impiden que broten las inclinaciones de la gracia; y de la misma manera que Herodes, procuran matar a Cristo en los nuevos profesos. El cristiano es alguien santificado y sagrado, el templo de Cristo, y Cristo destruirá al que destruya Su templo (1 Corintios 3:17).

3. Una de las cosas de las que más debemos cuidarnos, es la tendencia ordinaria entre los cristianos a censurar a otros prontamente, sin considerar sus tentaciones. Algunos expulsan de la iglesia y dejan de considerar hermanos a los otros dejándose llevar por una pasión. Sin embargo, el mal humor no altera las relaciones genuinas; aunque un niño repudie a su madre, ella no abandonará a su hijo. Por lo tanto, en estos tiempos de juicio, hay buenas razones para hacer la advertencia de Santiago, que no nos hagamos «muchos maestros» (Santiago 3:1), que no nos hiramos los unos a los otros mediante censuras apresuradas, en especial respecto a cosas de naturaleza indiferente. Algunas cosas son acordes a la mente del que las hace o deja de hacerlas, pues ambas decisiones pueden ser para el Señor.

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