Loe raamatut: «Misión Eyre»

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MISIÓN EYRE

Colección Readuck Narrativa Plumas

MISIÓN EYRE

Rosa Bravo


No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el permiso y por escrito del Editor y del Autor.

Ilustración de portada: José Antonio González

Corrección: Marina Montes

Maquetación: José Antonio González

©Rosa Bravo

Director de colección: Alejandro Travé

Título: Misión Eyre

Octubre de 2020. Primera Edición

Impreso en España / Printed in Spain

Impresión: Podiprint

©ReaDuck Ediciones

41020-Sevilla

E-mail: ediciones@readuck.es

www.readuck.es

ISBN: 978-84-18406-25-6

Depósito Legal: SE-1651-2020

A mi hermano,

como regalo de cumpleaños atrasado.

28 DE NOVIEMBRE DE 1845

El paisaje que se divisaba a través del ventanal era hermoso pero desesperadamente estático. Además del permanente cielo plomizo, se extendía a través del marco un vasto terreno verde, siempre húmedo por la lluvia, el rocío o las primeras heladas, que comenzaba desde los propios jardines de la mansión y terminaba abrupto en un pequeño bosque de robles y acebos. A veces se oteaban ovejas derbyshire gritstone, famosas por su gracioso hocico oscuro, alrededor de la granja colindante a Whitehole House. Allí se bifurcaba el camino hacia la aldea más cercana, la primera gota de civilización en mitad del extenso prado. Si tenías suerte podías vislumbrar la enérgica figura de Eddie, el mozo tartamudo, hijo del antiguo lacayo, mientras transportaba cántaras de leche fresca desde el viejo establo. Otras veces podías apreciar a los conejillos atravesando el jardín de rosales mientras huían del señor Heart, que ocasionalmente aparecía con su escopeta, fingiendo tener voluntad de cazarlos. El buen hombre quería parecer más resolutivo y duro de lo que era ante los ojos de la señora Heart, su mujer y la cocinera de la casa. Pero eso era todo: ahí acababan las posibles distracciones y diversiones del trabajo de institutriz más aburrido del mundo.

Agnes Brown se puso dos dedos en el puente de la nariz y cerró los ojos unos instantes, tratando de evadirse de la realidad y del tremendo dolor de cabeza que tenía esa mañana. Los martilleos en las sienes eran cada vez más frecuentes, así como las hemorragias nasales. Pensó con resignación que pronto acabaría todo y que, con suerte, todos estos síntomas desaparecerían. «Solo unos días más, menos de una semana» —se repitió a sí misma en una especie de mantra de autoconvencimiento. Esbozó una sonrisa sarcástica deseando que fuera tan fácil cerrar los oídos como cerrar los ojos. Alice, su pupila, estaba berreando más que recitando el famoso cuento Le Petit Poucet de Charles Perrault en un abominable francés que agotaba la alegría de vivir. La niña parecía más inquieta que otros días, siendo prácticamente incapaz de mantenerse sentada en el pupitre y habiéndose desecho, con sus exagerados aspavientos, las trenzas color trigo, a primera hora en clase de matemáticas. Así que, sucumbiendo ante la fatiga de su alumna y su propio hastío, cerró las polvorientas cortinas de terciopelo gris y dio un golpecito sobre la mesa para señalar el fin de la lectura.

—Es suficiente, Alice. Podemos dejarlo por hoy.

Los grandes y esféricos ojos azules de la niña se ampliaron en señal de agradecimiento. Se quedó unos segundos pensativa, pero enseguida rompió a hablar como tenía por costumbre hacer. Parecía odiar la ausencia de sonido, la presencia de silencio.

—Señorita Brown, ¿por qué estoy estudiando francés?, ¿es para reunirme con mis padres en el continente?

Agnes se tomó unos segundos para buscar una respuesta correcta. Decirle la verdad a la niña —que los Winthrop, sus padres, no siempre estaban en el continente y que pasaban gran parte del año en Londres, a menos de doscientas millas, conscientemente alejados de ella, para entregarse a una vida social sin responsabilidades ni ataduras— era bastante cruel. Ni siquiera habían tenido la decencia de buscarle un internado para cuando cumpliera los diez años este invierno, sino que a falta de iniciativa y en uno de sus habituales gestos despreocupados, la habían dejado en su residencia de campo de Derbyshire, junto a un escuálido grupo de sirvientes en una casa en donde se respiraba la decadencia en forma de polvo, goteras, corrientes de viento y grietas. Se atusó su modélico vestido de paño azul y se sentó junto a Alice en el pupitre, tratando de buscar palabras útiles que le sirvieran como lecciones vitales.

—Estudias francés para tener más opciones en tu futuro. El conocimiento te abre puertas, Alice, solo que todavía no eres consciente de ello. Es lo que me pasó a mí.

—¿Quiere decir que me convertiré en institutriz? —La niña abrió más los ojos confusa, revelando incluso un rechazo poco cortés ante la idea.

Agnes sintió una punzada de desazón pero de nuevo trató de ocultar la verdad. Decirle a Alice que si no averiguaban pronto qué sucedía en la casa no se convertiría en adulta no era una respuesta especialmente compasiva. Y añadir que, probablemente, ella no podría hacer nada para impedirlo, era todavía peor opción. A pesar de que era una niña inquieta, habladora y un tanto impertinente, su inmensa imaginación y el apego que demostraba a cualquiera que fuera mínimamente amable con ella, hacían difícil no encariñarse de ella. Sabía que eso iba en contra de las reglas pues lo primero era no establecer ningún vínculo emocional. Pero lo cierto es que aquí no había nadie para ver si las estaba o no cumpliendo.

—Espero que no, que puedas ser exactamente lo que tú desees.

Una débil llamada a la puerta interrumpió su conversación. Con su calidez y timidez habitual, la señorita Fairfax, la niñera, se abrió paso en la estancia con una cálida sonrisa que fue respondida por un sobreactuado abrazo de Alice. Agnes la envidió inmediatamente y deseó hacer lo propio. Pero, por supuesto, eso estaba completamente descartado. Se levantó presurosa y se acercó a la chimenea para atizar el fuego con la finalidad de esconder su sonrojo.

Desde que llegó a Whitehole House mes y medio atrás, este se había convertido para ella en el mejor momento del día. De hecho, Madeline Fairfax podría ser el mejor momento en la vida de cualquiera. Agnes calculó que rondaba los treinta y tantos años, pero algo en su actitud desenfadada la hacía parecer casi una adolescente. A pesar de que sus generosas formas estaban ocultas dentro de otro aburrido vestido de paño como el de ella misma, se percibía perfectamente su voluptuoso cuerpo. Después estaba ese precioso cabello pelirrojo, siempre decorosamente recogido, ondeando suelto y salvaje solo en la imaginación de Agnes. Pero lo más destacable eran sus rasgos felinos sin la altivez inherente de los gatos, la piel lechosa enmarcando almendrados ojos oliva, aparte de su constante sonrisa que invitaba a todo el mundo a ser feliz. Y lo mejor de todo, era amable, inteligente y compasiva. Madeline Fairfax era demasiada vida en una casa regida por la depresión, una gota de agua en medio del desierto.

—Señorita Brown, como el día está tan gris había pensado bajar antes con la señorita Alice para tomar un almuerzo rápido. Le prometí que seguiríamos cosiendo esta tarde su colcha de retales y me temo que la luz se vaya hoy muy pronto.

La institutriz asintió complaciente, pero en su nerviosismo dejó caer el atizador de la chimenea rezongando simultáneamente por su torpeza. Madeline se apresuró para alcanzarlo antes y sus manos se rozaron ligeramente cuando se lo devolvió a Agnes, aumentando su desazón. Trató de ocultarlo estirándose el estricto moño castaño que llevaba sobre la nuca pero le pareció notar que la señorita Fairfax se daba cuenta de su tribulación. No fue la única.

—Señorita Brown, señorita Fairfax, están las dos muy coloradas. —Alice tenía, entre otros, el don de ser bastante inoportuna.

Madeline le puso las manos sobre los hombros para dirigirla fuera de la habitación sin dejar de sonreír a Agnes:

—Hace calor aquí dentro, Alice. Tú también estás colorada pero no te ves a ti misma.

—Lleva razón, me noto las mejillas ardiendo. —Alice se llevó sus manos a la cara con excesivo pero gracioso dramatismo—. Señorita Brown, ¿vendrá esta tarde al salón de juegos para ver nuestra colcha? Hemos encontrado retales verdes como el jardín, con motas blancas como las rosas del señor Heart en primavera, y otro tan suave como la piel de Bigotitos.

—¿Vendrá, señorita Brown?

A Agnes le sorprendió reconocer cierta picardía fugaz en la ceja alzada de la niñera cuando hizo la pregunta, pero no sabía si había sido una impresión efímera o una interpretación propia. No obstante, ella tenía planes para esa tarde aunque no fueran ni de lejos tan atrayentes.

—Me temo que tendrá que ser mañana, Alice. Hoy tengo trabajo que hacer. Y no te olvides de hacer tus deberes de francés para mañana —enfatizó esta última frase con cierta sorna mientras veía a la niña desaparecer por la puerta, convencida de que su pupila lo olvidaría e inventaría una excusa rocambolesca para justificarlo al día siguiente.

Y realmente, si las cosas sucedían según lo esperado, no importaba demasiado que Alice aprendiera o no a conjugar en francés le futur proche. En la soledad de la habitación, escuchando todavía la risa cantarina de Alice y la réplica de la niñera alejándose por el pasillo, Agnes se estremeció, consciente de cuánto cambiarían las cosas en pocos días.

* * *

A pesar de que el estofado de carne con nabos y patatas estaba delicioso, Agnes se limitaba a tomar unos bocados antes de dejarlo prácticamente íntegro dentro del plato. Por norma general, eso desembocaba en los reproches de la señora Heart, que cada día le recordaba lo poco atractiva que era su esquelética complexión y la consecuente dificultad para encontrar un buen marido. Como respuesta mecánica, Agnes se excusaba educadamente, alegando que había desayunado demasiados scones con mantequilla y mermelada de moras, pues no tenía ningún sentido decirle la verdad: que llevaba toda su vida adulta sin probar la comida de procedencia animal por principios éticos y que cada vez que la veía desplumar una gallina sentía náuseas descontroladas.

No obstante, ese día la señora Heart parecía más despistada de lo habitual, pues había recibido noticias de la capital y estaba entretenida contando a los cinco comensales de la mesa lo que le había escrito el ama de llaves desde Londres.

—Desde luego es un escándalo. La pobre niña está aquí, sola y abandonada, mientras ella se pasea por los salones de Londres de fiesta en fiesta. Y el señor Winthrop la acompaña de evento en evento como un enamorado bobalicón, manchando el buen nombre de la familia y despilfarrando su fortuna por culpa de ella…

Betsy, la única doncella de la casa, masticaba a dos carrillos cuando interrumpió a su mentora denotando bastante imprudencia.

—Pero señora Heart, el dinero es de la señora Winthrop, ¿por qué no habría de gastarlo a voluntad?

Un silencio incómodo invadió a los presentes. Agnes bajó la cabeza con discreción para ocultar su sonrisa. Ella había conocido la historia nada más llegar a Whitehole House de labios de Betsy, cuyo carácter jovial e impulsivo no era el mejor para guardar secretos. El señor Winthrop era el hijo menor de una familia noble que llevaba siglos gestionando una curiosa propiedad rural en el condado de Derbyshire, donde habían prosperado gracias a las buenas reses de sus arrendatarios. En sus buenos momentos habían llegado a ocupar dos mansiones familiares y habían dispuesto asimismo de una residencia en Londres y otra casa solariega en Florencia. Sin embargo, tanta había sido su buena fortuna durante tanto tiempo que se habían vuelto despreocupados y díscolos, aumentando su afición, generación tras generación, por el juego y la mala (o buena, según el punto de vista) vida. Y contra todo pronóstico, en un periodo marcado por la prosperidad en el resto de Inglaterra, los Winthrop habían ido perdiendo su honor y su patrimonio, vendiendo la mayor parte de sus terrenos en Derbyshire, hasta quedarse con la propiedad de campo más pequeña, y una de sus casas en la ciudad. La desfortuna no solo había sido material, pues la última generación de Winthrop había perdido a su progenitor y al segundo varón en su juventud por culpa de unas fiebres, provocando que el más tímido y apocado de los jóvenes, Thomas, heredara un legado imposible de mantener. A pesar de su juventud e ineptitud social, él hizo lo que tenía que hacer: encontró a una joven heredera dispuesta a casarse con él y reparar sus agujeros económicos. Pero Alice Barrow no lo hizo sin condiciones, pues como niña mimada de un gigante de la emergente industria textil, estaba acostumbrada a vivir sin ningún tipo de imposición, y así se expresó a su flamante marido como prerrogativa para un matrimonio feliz. A regañadientes accedió a tener un hijo, que desafortunadamente para la cuestión hereditaria resultó ser una niña, pero muy pronto se puso de relieve que ni Alice ni Thomas habían nacido para ser padres y que la pequeña Alice tendría que conformarse con sus esporádicas visitas de cortesía.

Percibiendo que el silencio había durado demasiado, el señor Heart carraspeó tratando de calmar los ánimos y evitar el enfado de su señora.

—Vamos, vamos Betsy, no digas tonterías. Con el matrimonio todo es del señor Winthrop.

Betsy apretó los labios haciendo que sus hoyuelos resaltaran en su redondete y agraciado rostro, pero quedó patente que no estaba conforme porque siguió hablando mientras se untaba una buena hogaza de pan con mantequilla fresca:

—Lo que no tiene sentido es que la familia del señor Winthrop gastara todo el patrimonio y nadie haya dicho nada nunca. La señora Winthrop hace lo mismo y todos la criticamos porque es una mujer. Bien es cierto que no es la mejor madre del mundo, pero tampoco él es un buen padre.

Dos palmadas bruscas en la mesa hicieron que el resto de comensales dieran un respingo sobresaltados por la ira desbocada de la señora Heart, que se había incorporado desde el cabecero y empezaba a despotricar a gritos:

—¡Habrá visto Dios semejante desvergonzada! No es suficiente verte retozar con Eddie por los viejos establos cuando crees que nadie os observa, ¿te crees que no lo sabemos? —Eddie, lacayo y chico-para-todo, bajó la vista intentando pasar desapercibido ante el arranque iracundo de la cocinera—. Pero ahora te atreves a opinar sobre la vida de tus señores, con no sé qué ideas de las mujeres y los hombres, que a saber dónde las has escuchado… Retírate a tu cuarto y piensa en tu desvergüenza antes de que sea tarde.

A Agnes le hubiera gustado extender la mano sobre la mesa para estrechársela a Betsy intentando frenar su aflicción. Le hubiera gustado decirle que no se preocupara por un castigo divino, que disfrutara su escarceo con el fornido Eddie y que llevaba toda la razón cuando afirmaba que la sociedad juzgaba más duramente a las mujeres. Pero debía ser comedida, evitar cualquier tipo de manifestación sincera e intentar pasar lo más desapercibida posible.

—Eliza, mujer, relájate, es solo una chiquilla…

—Tú cállate Edward, que te estás volviendo blando. A ver, ¿dónde están esos conejos que me prometiste para la cena? Llevas dos semanas remoloneando sin cazar ninguno.

—Mujer, los conejos del jardín son los animalillos favoritos de Alice. ¡Les ha puesto nombre a todos! La pobre niña no tiene muchas distracciones por aquí, no me lo perdonaría…

La vena en la frente de la señora Heart parecía a punto de estallar cuando profirió su siguiente afrenta verbal a la vez que su pequeña boquita de piñón formaba un perfecto corazón:

—¡Menuda banda de rebeldes tenemos aquí abajo! Uno que no quiere matar conejos, otra que apenas come y otra que habla de todos como si fuera la reina Victoria… —Como su cantinela no parecía detenerse, uno a uno se fueron escabullendo de la cocina susurrando excusas mientras ella seguía retirando los platos de la mesa junto a la servicial Sarah. Afortunadamente para ella en esta situación, era sordomuda de nacimiento, lo cual era una ventaja cuando se trabajaba como ayudante de cocina junto a la señora Heart. Para cuando esta había servido el pudin de postre tan solo quedaban ella, su ayudante y Agnes. La cocinera se mordió el labio compungida al ser consciente de su talante iracundo. Siempre era igual: primero explotaba, después se sumía en un profundo pero corto arrepentimiento silencioso, y al final, por un lapso de una media hora, se convertía en una persona tratable y amable tras tomarse una copita generosa de jerez. Justo la oportunidad que Agnes necesitaba para recabar información. Carraspeó antes de hablar y adoptó un tono desapasionado:

—Señora Heart, estoy un poco preocupada por Alice. Hoy durante la clase me ha vuelto a preguntar por «La Despechada». Dice que se le aparece en sueños y le pide que baje al bosque.

La cocinera, que estaba llevándose una cucharada gigante de pudin a la boca, se quedó congelada en el gesto y tragó saliva antes de poder contestar.

—No sé dónde habrá escuchado la niña esa historia. Hace años que nadie lo menciona por aquí… Cuando las historias de fantasmas se rumorean por casas viejas pasan cosas malas. Por eso es mejor no hablar de ello.

La señora Heart no parecía predispuesta a hablar, por lo que Agnes tuvo que insistir de nuevo utilizando otra táctica.

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71 lk 2 illustratsiooni
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9788418406263
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