Ensamblajes y piezas sueltas

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Ensamblajes y piezas sueltas
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Ensamblajes y piezas sueltas

Ensamblajes y piezas sueltas

La experiencia de un análisis: testimonios y otros textos

Santiago Castellanos

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Prólogo, Silvia Salman

Primer testimonio“Me he buscado la vida”

La interpretación y el acto analítico

Un toque de locura

Clínica y ética del bien decir

¿Qué pasa en el pase?

La función del AE y la huella del sinthome

Crisis, ¿qué dicen los psicoanalistas?

De mujeres y segregaciones

La acción lacaniana de la Escuela en lo social

El cuerpo, el dolor y la subjetividad

Teoría y clínica del pase


Castellanos, Santiago Ensamblajes y piezas sueltas : la experiencia de un análisis : testimonios y otros textos / Santiago Castellanos. - 1a ed . - Olivos : Grama Ediciones, 2020.Archivo Digital: descargaISBN 978-987-8372-09-91. Clínica Psicoanalítica. I. Título.CDD 150.195

© Grama ediciones, 2019.

Manuel Ugarte 2548 4to B

(1428) Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Tel.: 4781-5034 • grama@gramaediciones.com.ar

http://www.gramaediciones.com.ar

© Santiago Castellanos, 2019.

Diseño de tapa: Gustavo Macri

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-8372-09-9

Agradecimientos

Los textos reunidos en este libro fueron escritos en los años 2013-2016, durante mis funciones como Analista de la Escuela y como presidente de la Esceula Lacaniana de Psicoanálisis (ELP). Durante esos años tuve la suerte de poder viajar, presentar mis testimonios de AE y conversar con muchos colegas de la ELP y de otros países. A todos ellos les agradezco su presencia y su escucha, su participación de una u otra manera, en esa aventura vital e intensa, de la que algo queda escrito.

Agradezco a Esperanza Molleda su aportación en la idea del diseño de la portada, “los cuadrados negros” que ella dibujó mientras escuchaba mi primer testimonio en Madrid.

Prólogo

¿Por qué alguien que pasó por la experiencia de un análisis y alcanzó su final, puede querer ocupar el lugar del analista? Es la pregunta que J. Lacan se respondió con la fórmula: el analista no se autoriza más que de sí mismo, y es también la pregunta que impulsó la invención del dispositivo del pase en el seno de su propia Escuela para verificar que hay analista.

Santiago Castellanos también se ha dado sus respuestas, y este libro las reúne alrededor de un trabajo delicado e intenso sobre su experiencia en el pase, en la política de la Escuela y en la producción del discurso analítico más allá de lo ya conocido.

Los testimonios elegidos expresan la soltura que se obtiene cuando se ha podido alcanzar el final de un recorrido analítico. Explorar el programa de goce que a uno lo ha orientado toda la vida, leer lo que permanecía fijo en la escritura de este programa y desprenderse de esas ataduras que garantizaban una existencia, es la apuesta que Santiago hace pasar en su transmisión.

El lector podrá apreciar que analizarse es una invitación a decirse, y que este decir transcurre sobre una dimensión del relato de sí.

El analizante cuenta su vida de un modo que no está programado, solo regido por la asociación libre que el dispositivo analítico ofrece. Entonces, puede distinguir una serie de acontecimientos que son puntos de inflexión en su historia. Algunos de ellos implican giros que dieron vuelcos en su vida, otros permanecen opacos a la espera de alguna significación que tal vez nunca llegue.

Por ello podemos decir con Lacan, que un psicoanálisis se ocupa de las “causas mínimas” que determinaron una manera de gozar, y que ellas constituyen el germen de la singularidad de cada quien. La neurosis infantil y la novela familiar harán lo suyo para velarlas, y la hystoria pondrá de su parte para enmarcarlas en una conjunción propia e inédita entre la ficción y lo real.

Esta fórmula lacaniana es una invitación a que el analista se ocupe de esas causas mínimas y no de las grandes cosas, es una invitación a que sepa que en las cosas mínimas yace el resorte de su acción, (1) ya que allí se enraíza el síntoma único que Lacan calificó como acontecimiento de cuerpo. Ellas son las piezas sueltas que nos encuentran al final del trayecto analítico.

Así lo expresa Santiago cuando se refiere al final de su experiencia analizante: Lo que queda es como una performance compuesta de varias escenas, significantes y marcas en el cuerpo que quedan como restos por fuera del sentido.

Por otra parte, el título del libro nos orienta acerca de lo que podemos obtener de una práctica lacaniana. “Ensamblar” es empalmar, también es enlazar, operaciones que Lacan propone para definir la interpretación al final de su enseñanza. La disyunción cada vez más radical entre la representación y lo real que el psicoanálisis de la orientación lacaniana profundiza, nos interroga sobre cómo acceder a un trozo de discurso que contenga ese real.

J.-A. Miller se pregunta por esta relación entre las representaciones y lo real, y por la operación que permite pasar de un campo al otro. Para que esta operación sea posible propone distinguir entonces entre las representaciones del sujeto: “...una bien distinta, especial, que tendría la propiedad excepcional de determinar la confluencia de la representación y lo real”. (2)

Los finales de análisis nos enseñan los modos en que este enlace se produce. Así lo testimonian los AE (Analistas de la Escuela), cuando cada uno a su manera, nombra ese límite de la significación que permite apresar lo imposible de decir. En algunos casos se trata de un significante nuevo y extraño, aparte de todos los que están en el lugar del Otro y que por ello podemos indicar como suplementario. En otros casos es simplemente la ausencia de un significante para nombrar ese vacío de significación, la presencia real de esa ausencia.

En todo caso, aislar esa escritura mínima al final de una cura, es un modo de nombrar el producto de la operación analítica. Con ella, se pueden atrapar esos trozos de real que concentran lo vivo del cuerpo hablante, y que Santiago Castellanos ha sabido hacer pasar a la vida y a la comunidad analítica. Es lo que podrán leer en este libro que no es como los demás.

Silvia Salman

Abril 2019

1- Miller, J.-A., La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 175.

2- Miller, J.-A., El ser y el Uno, clase del 26 de enero de 2011. Inédito.

Primer testimonio “Me he buscado la vida”(*)

Se espera de un AE que cuente una hystoria (1) que transmita la experiencia de su análisis y la manera que encontró para considerarlo concluido y hacer el pase. Los dos pasadores me pidieron muchos detalles, no se conformaban con cualquier cosa, no solamente mostraron un gran interés acerca de la adquisición de un saber sobre la verdad de la experiencia, de cómo se llegó hasta ahí, sino también acerca del savoir y faire con los restos del final del análisis. Dicho de otro modo, cómo arreglárselas con los restos sintomáticos.

Lo que queda al final de mi experiencia analizante es como una performance, (2) compuesta de varias escenas, significantes y marcas en el cuerpo que quedan como restos por fuera del sentido. En esa performance podríamos encontrar las siguientes piezas:

Hay un niño pequeño de 4-5 años que juega con varias niñas, juegos sexuales infantiles que se repiten, y en uno de esos juegos experimenta una intensa excitación que no puede ser simbolizada, por su precocidad y la dificultad para darle algún sentido. El cuerpo queda marcado por un exceso de energía y la mirada como el objeto de goce privilegiado en su economía libidinal, que localiza algo de ese exceso, pero no todo.

Hay un niño de 8 años que mira a su padre caído en el suelo. Una extraña sensación recorre su cuerpo, un escalofrío, una perturbación que como un “dolor” lo sacude. Marca y dolor que me acompañan todavía, aunque con menor intensidad.

Hay una madre que le dice a su hijo: “Hay algo más, pero no te lo puedo decir”.

 

Alrededor de esos agujeros en la existencia y de esas marcas significantes, el universo de mi neurosis se edifica tratando de encontrar a través del síntoma la reparación más o menos adecuada, según los diferentes momentos de mi vida, hasta que los embrollos de la vida amorosa me conducen a consultar a mi primer analista, hace algo más de 22 años.

La neurosis infantil

Una infancia relativamente feliz y agradable hasta que, a la edad de 7 años, la familia se traslada a Madrid ante el cierre de la mina en la que trabajaba el padre. Un padre amado y cariñoso, de pocas palabras, trabajador incansable para sostener económicamente a una familia humilde que tuvo que emigrar a la gran ciudad, momento a partir del cual, de una manera incomprensible, comenzó su deriva hacia el alcohol.

Uno de esos días en que voy a buscarlo al bar, lo encuentro caído en el suelo. Ese día había bebido demasiado. Ese instante quedará fijado como un trauma, un agujero en mi existencia, y me pasaré la vida tratando de repararlo, para poder bordearlo al final del análisis, aunque no sin restos sintomáticos.

¿Está vivo o está muerto? Angustiado, me acerco a mi padre y lo levanto, lo atiendo y lo llevo a casa. Ahora puedo decir que verdaderamente me levantó a mí mismo porque también soy yo quien estaba tendido en el suelo, una identificación primaria a un goce mortífero, que se revelará al final del análisis. La enfermedad y la muerte serán mi pesado partenaire a partir de entonces, elección forzada y contingente. Levantarme, y salir de ese lugar, será la respuesta subjetiva y sintomática frente a lo real, una y otra vez.

Durante la infancia y la adolescencia tomé el rumbo del deporte de competición, lo que me permitió separarme algo del espeso mundo familiar y del suburbio en el que crecí. Allí pude encontrarme con una figura sustitutiva del padre: el entrenador.

Se trataba de la gimnasia deportiva. El síntoma del deporte sirvió para satisfacer un goce del cuerpo que se recortaba en relación al vacío y la mirada. Fue una etapa muy divertida, con viajes, amigos y donde la pulsión se satisfacía con facilidad. Estaba la erótica de la mirada, que el gimnasio facilitaba, en los momentos de la adolescencia en que se trataba de ir al encuentro con el otro sexo. En el entrenamiento y en la competición, la mirada del Otro, fascinado por las acrobacias propias del deporte, sostenía la satisfacción de la pulsión escópica (mirar y hacerse ad-mirar por el otro), y al mismo tiempo permitía que el goce del cuerpo encontrara la manera de esculpirse una y otra vez.

El deporte fue el primer síntoma que ensamblaba el goce en lo real y lo simbólico del trauma. Los entrenamientos de tres o cuatro horas diarias se prolongaron hasta la edad de 19 años, en que se hicieron incompatibles con los estudios de medicina, por lo que abandoné la gimnasia de competición.

Desde la más temprana infancia quise ser médico. Durante el primer análisis pude elaborar que el deseo de curar, propio del médico, estaba determinado por la enfermedad del padre. Padre, padeciente, paciente, declinación simbólica que orientará mi elección por la medicina.

De niño me convertí en “el ojito derecho de la madre”, que me dijo en una ocasión, en que le declaré mi vocación por la medicina: “Tienes algo especial, pero hay algo más que no te puedo decir”.

Madre sacrificada, en el lugar de la víctima frente al goce del padre, entregada y dedicada a la vida familiar. Una vida familiar alegre, por el deseo que habitaba en ella, y tormentosa por los excesos del padre.

Este enunciado materno, que siempre estuvo presente en mi vida, que portaba al mismo tiempo un enigma y un sinsentido: “Hay algo más que no te puedo decir”, sirvió para promover y dar sentido a la significación fálica y al fantasma.

En la novela familiar de mi neurosis, el hijo varón de una familia humilde, con dos hermanas, que vivía en el extrarradio de la gran ciudad, que creció en las calles sin asfaltar, estaría destinado a superar esas difíciles condiciones e ir más allá del padre. Esta demanda del Otro constituyó la modalidad de mi neurosis infantil: un “niño bueno y ejemplar” que se dedicó de forma decidida a satisfacer esa demanda, lo que no fue sin consecuencias.

El primer análisis

La elaboración que pude realizar inicialmente, del lado del sentido, consistió en considerar que mi posición subjetiva estaba tejida del fantasma de salvar o curar al Otro. Así se explicaba el síntoma fundamental que se organizó a través de la vocación por la medicina o la participación en los ideales revolucionarios en la época universitaria. Salvar, también, a cualquier precio, la relación amorosa de la que no podía separarme, motivo por el cual se inició el primer análisis. “Ni contigo, ni sin ti”, podría resumir el funcionamiento en que había estado en una relación amorosa durante 10 años.

En ese tiempo, recuerdo que, en un momento de angustia, tras haberse revelado algunos de los significantes fundamentales que habían sostenido mis ideales, todos ellos en la función de reparar la figura paterna, le manifesté a la analista:

-Y ahora ¿qué puedo hacer dado que no creo en nada?

La analista me contestó:

-Pero usted ha hecho la experiencia del inconsciente.

El análisis continuó, a pesar de la angustia, bajo el paraguas de esa “verdad mentirosa”, (3) tomando a mi cargo la creencia de que esa era la única vía que me quedaba para salir de los enredos en los que me encontraba. En la vida y en el trabajo me las arreglaba más o menos bien, pero cuando me tumbaba en el diván aparecía la angustia y apenas podía hablar. Así transcurrieron varios años.

El inconsciente transferencial trabajó de forma decidida acompañado por los silencios de la analista. En mi historia algo no había podido ser dicho, ni estaba a mi alcance, y como efectivamente había hecho la experiencia del inconsciente, sus revelaciones me habían transformado en un apasionado del psicoanálisis y de los amores con la verdad.

Durante el primer análisis fallece mi padre. Duelo difícil en el que aparecen las escenas familiares infantiles, lo insoportable, donde la angustia se entrecruza con los enredos de la vida amorosa. Lo real del padre y del amor se mezclaban sin darme cuenta de la lógica que se evidenciaría al final del análisis.

Un año después viajo al pueblo en el que estaba enterrado. Allí, acompañado de mi madre y una tía paterna, pienso ante su tumba: “Nunca sabré porqué mi padre tomó ese rumbo en su vida, (4) pero ahora se trata de la mía”. Al mismo tiempo, le manifiesto a mi madre que, en el caso de que me sucediera algo, deseaba ser enterrado en ese pequeño cementerio. Mi tía paterna, viuda y sin hijos, me dice que ella ha comprado tres nichos y me indica donde ella será enterrada, el de su marido y me ofrece la tumba que queda vacía. Yo respondo afirmativamente a ese ofrecimiento.

La pulsión de muerte campa a sus anchas. Estoy en un cementerio con mi madre, mi tía paterna, la tumba que me espera cercana a la de mi padre y esa identificación mortífera a un goce que ya se vislumbra en el sueño de entrada de mi primer análisis. En ese sueño estoy en la calle caído en el suelo, inconsciente. Acuden los servicios de urgencia y les digo que no me lleven al hospital, que me lleven a la consulta de la analista. Sueño que es el índice de un real que aspiraba mi existencia.

El primer análisis tuvo efectos terapéuticos importantes, pero finaliza ante el fallecimiento inesperado de la analista. Había iniciado una nueva relación en la que los “embrollos y desembrollos” de la vida amorosa se daban de otra manera, pudiendo hacer de esa mujer la madre de mis dos hijos. Tengo que decir que no creo que hubiera sido posible ser padre sin haber pasado por la experiencia del análisis.

Me encontraba en un momento de entusiasmo y estudio en relación al psicoanálisis y la vida me iba bien, en general. Sin embargo, la práctica del psicoanálisis era fuente de cierta angustia. El inicio de mi práctica como psicoanalista comenzó hacia finales de mi primer análisis a partir de un sueño. En el sueño yo atendía a un paciente como psicoanalista y no como médico. La elaboración de ese sueño en el diván se traduce en una primera autorización a la práctica clínica como psicoanalista. Se trataba de autorizarme, a la práctica analítica, sosteniéndome en el sujeto supuesto saber (5) y en la dimensión simbólica del inconsciente transferencial. La aparición de la angustia relacionada con la práctica del psicoanálisis era para mí el motivo fundamental para continuar el análisis.

El franqueamiento del fantasma

Un año después de iniciado el segundo análisis, se produce un sueño cuyo contenido es el siguiente: mi padre está muerto en el tanatorio del hospital donde había realizado mis estudios de medicina. Mi madre está al lado mío y me pide que le salve la vida. Yo le contesto: “No soy médico de este hospital”. En la segunda parte del sueño estoy con mi hijo en brazos. En el sueño me doy cuenta de que no sé si en la escena estamos mi padre y yo, o soy yo el que está con mi primer hijo. Cuando me despierto anoto en una libreta, hay tres pero son dos. ¿Quién es el padre y quién es el hijo?

Es la manera en que el inconsciente trabaja aproximándose a lo real del padre. Se me convoca a curar al padre y tras 10 años de iniciado mi primer análisis, puedo decir que “no soy médico de este hospital”; pero sobre la pregunta de quién es el padre no hay respuesta. Hay tres, pero son dos. Una vez que se sale del significante “soy médico” que viene a rellenar el agujero de la castración del padre, la pregunta por el padre no tiene respuesta, es el encuentro desde lo imaginario y lo simbólico con el agujero de lo real.

El deseo del médico es el deseo de curar, podría decir el deseo de “curar al padre”. Para el discurso de la ciencia hay un saber en lo real del cuerpo y este se articula con el sentido terapéutico de la cura.

Pero en el discurso analítico se trata de otra cosa. La angustia se declinaba allí donde me encontraba con el límite del sentido en la práctica del psicoanálisis, siempre estaba demasiado preocupado por encontrar una orientación en la cura de los pacientes. Lo real, (6) a diferencia de lo simbólico, no es un orden, y en sus laberintos me encontraba perdido.

De la comodidad del sentido y la terapéutica a la dificultad de la orientación hacia lo incurable del síntoma. Se trataba, entonces, de los impasses de mi propio análisis.

Pero entonces, ¿de qué se trata, me preguntaba?

Detrás de esta primera versión del fantasma de salvar al Otro se ocultaba un goce, que pudo ser develado a lo largo del trabajo analítico que llevó varios años.

La frase de la madre –“Tienes algo especial, pero hay algo más que no te puedo decir”–, siempre fue muy enigmática para mí, al mismo tiempo que me colocó en la posición subjetiva de hacerse ad-mirar por el Otro. El enunciado de la madre y el objeto mirada dieron los elementos necesarios para la argamasa del fantasma. Ser ad-mirado por el Otro era la manera en que el objeto mirada desmentía la castración y al mismo tiempo se convertía en una fuente de satisfacción.

Del lado de “tienes algo especial” se organizó el narcisismo, la consistencia fálica, el lado más delirante del yo, en el sentido del desconocimiento, la agresividad y el odio.

Del lado del “hay algo más que no te puedo decir” se encontraba la parte más productiva de la subjetividad, la de la búsqueda, la que me hizo plantearme preguntas y dividirme, la que me permitió más allá de la medicina encontrarme con el psicoanálisis. Al mismo tiempo, este enunciado materno promovió la demanda de un saber que siempre fue respondida de manera enigmática. Ella siempre guardó el secreto. ¿Pero qué es eso que no me puede decir?, me he preguntado en numerosas ocasiones. Y así fue como esta demanda de saber dirigida al Otro tomó la consistencia de un objeto pulsional en la transferencia con el analista. J.-A Miller lo llamó el objeto epistemológico, haciéndolo equivaler al objeto anal.

Tras años de elaboración en el análisis de toda esta lógica, de encontrarme con la repetición y los momentos de estancamiento del mismo, se producen dos sueños.

En el primero, estoy con una mujer y ella se va con otro, lo hace a escondidas, pero al mismo tiempo yo lo sabía. Durante el mismo sueño, me doy cuenta de que es la lógica de la vida amorosa en la que había estado. Lo vivo como agua pasada.

Al final de este primer sueño, me encuentro frente al analista y le digo: “Ya nos queda poco, estamos acabando y el analista sonríe. Yo experimento un fuerte dolor”.

 

Sueño que anuncia un final de análisis y un resto de goce: el dolor. En este momento, el dolor es elaborado como un resto que se produce en la perspectiva de la terminación de la transferencia.

Esa misma noche tengo un segundo sueño. Durante el mismo aparece un “magma” incandescente que se transforma, como una masa o fuente de energía que se transforma en colores que brillan y me produce cierto horror. Se transmuta en un caleidoscopio de colores y me llaman la atención sus aristas.

La elaboración de este sueño supone un punto de viraje en el análisis. En la vida amorosa hacerse ad-mirar por el partenaire convirtió la relación en un tormento con todos los ingredientes de la pasión y el sufrimiento, y a encontrarme con su reverso: el rechazo y la caída. Hacerse ad-mirar y hacerse rechazar o caer, funcionaba como en la topología de la banda de Moebius. Se pasaba de un lado a otro sin cruzar ningún borde.

La angustia que aparecía en los momentos en que ese circuito se hacía excesivo, trataba de compensarla con nuevas relaciones, aunque sin poder abandonar totalmente la primera. Durante algunos años, se podría decir, que busqué y encontré amparo bajo los semblantes del hombre “seductor” y “mujeriego”. La multiplicación de las mujeres en serie tenía como función desmentir la imposibilidad de escribir la relación sexual. (7)

Entonces, la dificultad para la separación por la que inicié el primer análisis tenía una lógica al servicio de la satisfacción, aunque esta fuese paradójica y fuente de malestar. Había que retener al partenaire para que el circuito pulsional hiciera su recorrido. Un modo de gozar se vislumbra como consecuencia de ese núcleo pulsional.

El encuentro durante el sueño con esa “cosa” incandescente me perturba y me produce horror. ¿Qué es esa “cosa” que brilla? ¿Porqué me produce tanto horror?, me preguntaba.

Me respondí en el diván diciendo que en el sueño se trataba de una representación imaginaria del propio goce. Esa especie de “cosa, caca que brilla”, soy yo, resto que cae, energía que se transmuta en colores y trata de brillar. Se trataba de mi propio goce, que se había mantenido oculto tras los meandros de la propia neurosis y la pantalla del fantasma. Se despejaba así el lado más opaco del goce. El objeto y el goce de la mirada se perfilaba, entonces, como una placa giratoria que por un lado introduce la vida, y por el otro, gira alrededor de un vacío, o de un real que era velado por el objeto plus de gozar.

Entonces el goce de la mirada, una vez franqueada la ventana del fantasma, muestra su vertiente real en esa escena en que el niño encuentra a su padre caído en el suelo. El goce de la mirada incluye lo vivo de las primeras escenas infantiles, de los juegos de curiosidad sexual que se repiten en la más temprana infancia y la muerte, la mancha que me mira desde el momento en que aspirado por esa escena me hago acompañar por ella.

No fue casual el síntoma de la medicina como una forma de tratamiento de ese real. Fue una elección del lado de la vida, aunque los costes subjetivos fueron por momentos importantes. Trabajar como médico en ese borde, el de la vida y la muerte, durante más de 30 años sin haber salido muy dañado ha sido posible gracias a la experiencia del análisis.

El “dolor” es un S1, significante amo, de un goce marcado en el cuerpo, tras un encuentro contingente, y que se itera en cada uno de los síntomas que la neurosis pudo anudar.

El fantasma se perfila en la lógica del falo y del objeto que vela lo real, pero una vez que se puede ir más allá de esa ventana, un efecto de extrañeza y extravío, cierta angustia y afecto depresivo, emergen y me acompañan durante un tiempo.

En cualquier caso, tengo que decir que para mí lo fundamental en el análisis no fue encontrarme con el propio deser sino lo que vendría después. Uno sale de ahí como en el cuadro de los embajadores de Holbein, (8) pero sin saber muy bien lo que le espera y cómo finalizar el análisis.

La experiencia de la inconsistencia y el sinsentido

Tras el sueño del “magma incandescente” que me produjo un gran impacto no sabía cómo continuar.

¿Y ahora qué?, le pregunté al analista. Él me dijo que había que dar una vuelta más, lo que escuché como construir mi propio caso clínico. Varios años dando vueltas, al mismo tiempo que mi relación con la causa analítica y con la Escuela se estrecha, asumiendo nuevas responsabilidades.

Sin embargo, ahora puedo decir que se trataba del tramo necesario para finalizar el análisis en la perspectiva del sinthome, (9) de lo curable a lo incurable. Esta perspectiva supone que la satisfacción del final del análisis tome la medida necesaria para poder darlo por finalizado.

En ese contexto se produce la sesión más corta que recuerdo. Comencé diciendo que “el análisis está hecho de piezas sueltas”, y el analista me contestó: “exactamente”, dando por finalizada la sesión. Me levanté del diván y le comenté que no me daba tiempo a decirle… y me respondió: “Queda suelta”.

Esta interpretación del analista no es cualquier cosa, para un sujeto obsesivo que siempre trata de cerrar por la vía del sentido todas las significaciones en un circuito que puede ser infinito, tratando de capturar lo real.

Este acto descompleta y desarticula este funcionamiento del inconsciente transferencial e introduce la fragmentación y el vacío como elementos operatorios imprescindibles en la orientación hacia lo real para que el análisis pueda finalizar.

Ahora puedo decir, que en mi caso no solamente fue necesario que fuese franqueado el fantasma, sino que también hizo falta que el analista introdujera la inconsistencia y el sinsentido a través del corte, para que se pudieran dar las condiciones de finalización del análisis. Creo que fueron las maniobras necesarias a la demanda de saber que desde el inicio del análisis operaba en la transferencia, como un objeto cuya consistencia estaba desde el principio en la elección del analista. Su elección tuvo que ver con el hecho de que por su condición de Analista de la Escuela podía responder adecuadamente a mi pregunta por la posición del analista, porque él podía enseñarme las claves para una praxis que, en mi caso, era fuente de angustia. Este objeto epistemológico fue erosionado una y otra vez en cada vuelta que realizaba para construir mi propio caso clínico, porque en cada vuelta se trazaba una imposibilidad.

Finalmente es a través de un sueño que se produce el movimiento de salida del análisis.

Durante el sueño suceden dos cosas. En primer lugar, estoy haciendo el pase, relatando mi análisis a una pasadora. El relato es largo, muy largo, casi podría decir que ocupa gran parte de la noche. Del texto de ese relato no recuerdo nada, es como si después de haberlo contado hubiera desaparecido del disco duro de la memoria del sueño. Una página en blanco. Después de esto aparecen cuatro letras CPUT, y un guión.

Cuando me despierto, estoy toda la mañana tratando de entender el significado de esas cuatro letras. No asocio nada y se me ocurre la absurda idea de hacer una búsqueda en Google.

No puedo hacer la búsqueda. El problema está en que no puedo poner el guión en ninguna parte, el guión está y no sé entre qué letras ponerlo, realmente es un agujero que no puedo escribir en el teclado del ordenador. El guión pasa de esta forma a tener una función de no articulación de las palabras, no cesa de no escribirse. El sentido está excluido.

Tengo entonces la certeza de que mi análisis ha finalizado. Es un convencimiento radical. Ya no podía continuar asociando, no podía seguir en el diván. El analista es desalojado del lugar de sujeto supuesto saber y el Otro pierde la consistencia que alojaba la transferencia y la lógica interna de la propia neurosis.

Hay una sensación de alegría y entusiasmo. Realizo sentado algunas sesiones más.

En la última entrevista con el analista le señalo que me está pasando algo raro. En la percepción de la visión hay más luz, puedo distinguir los colores con más facilidad, hay más contrastes. Una cierta euforia recorre mi cuerpo. Los paseos que doy en los alrededores del consultorio del analista en Barcelona, me emocionan corporalmente por la viveza de los colores. Siento mucha alegría.

Es como si la experiencia de lo real del sueño hubiera desdoblado en diferentes circuitos la banda de Moebius; sus dos caras: la admiración y la caída. Hay más de un recorrido, hay más diversidad, hay un poco más de luz, hay más color, hay un paisaje más interesante. Hay la posibilidad de que la pulsión pueda bailar con otros objetos.

Se precipitan una serie de elaboraciones y un acto.

Me doy cuenta de que había pasado mi vida tratando el dolor ajeno como una forma de tratar el dolor propio, resto de goce que queda marcado en el cuerpo. Había trabajado en el tratamiento del dolor en la medicina y en cuidados paliativos. Posteriormente, había realizado un DEA para el Instituto del Campo freudiano sobre la fibromialgia, que finalmente se publicó en un libro: El dolor y los lenguajes del cuerpo. Me había planteado el proyecto de tesis sobre el mismo tema, hasta que finalmente cambio el rumbo y la tesis sobre el dolor se traduce en el testimonio de pase.