Loe raamatut: «La Red»

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La cita de Pinocho, de Carlo Collodi, presente en la página 7, fue traducida a partir de la edición en italiano de Mondadori (Oscar Junior Classici, Milán 2015).

La cita de la Biblia presente en la página 153, corresponde a Salmos 8:3-5.

Título original: LA RETE, de Sara Allegrini.

ISBN Edición Impresa: 978-956-12-3411-6

ISBN Edición Digital: 978-956-12-3451-2

1ª edición: octubre de 2019


Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 2019 por Mondadori Libri S.P.A., Milano.

Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent - www.uklitag.com

© 2019 de la presente traducción por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700, Piso 10. Providencia. Santiago de Chile.

Teléfono: (56 2) 2810 7400

E-mail: contacto@zigzag.cl | www.zigzag.cl

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El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Índice

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

CUARTA PARTE

Seeing the beauty through the...

Pain

You made me a, you made me a believer, believer

Pain!

You break me down, you build me up, believer, believer

Pain!

Imagine Dragons, Believer

Lo sé: y es por esto que te he perdonado. La sinceridad de tu dolor me dice que tu corazón es bueno: y de jóvenes de buen corazón, aun si son algo traviesos y malcriados, siempre se puede esperar una cosa: a saber, siempre se puede esperar que vuelvan sobre el buen camino. Es por eso que vine a buscarte hasta aquí.

Carlo Collodi, Pinocho


Daniel

–Sube.

Nunca había visto a su padre así de serio y determinado. No se movía. Le respondió con una sonrisita sarcástica, solo por llevarle la contra, por no darle a entender que este cambio de actitud lo desconcertaba.

–¡Súbete! –alzó la voz, por toda respuesta.

Ok, no era broma.

Se subió al auto, ofuscado. Su padre dejó el teléfono sobre el tablero del auto, lejos de él. Daniel no tenía intención alguna de ponerse a conversar; sacó de su bolsillo su celular y empezó a golpetear la pantalla.

–Puedes cortarla con el teléfono, por favor –le pidió su padre después de unos buenos diez minutos.

Daniel ni siquiera levantó la vista de la pantalla. Ya no hacía lo que le decía su padre. Ya no hacía lo que le decían otros.

El hombre apretó los dientes y no habló más. A Daniel no le gustaba nada esa especie de mueca que detectaba en su cara con el rabillo del ojo: en serio nunca lo había visto comportarse así, pero se encogió de hombros y siguió ignorándolo.

Su padre condujo en perfecto silencio por al menos una hora. Salieron de la ciudad y recorrieron caminos de tierra que nunca antes había conocido.

–¿Se puede saber adónde cresta vamos? –preguntó Daniel al final, cansado de estar sentado. La batería del teléfono se estaba agotando y sus amigos lo estaban esperando en la estación. Además, tenía asuntos que atender.

Su padre le pagó con la misma moneda, ignorándolo.

“Mi viejo está loco”, le escribió al Chepa. “Si mañana no voy al colegio, ¡llamen a la policía!”, y agregó una serie de emojis y cosas: un cuchillo, sangre, una calavera, un ataúd.

Su amigo le contestó con uno al que le salen lágrimas de los ojos.

Después de otra media hora, sin embargo, ya no tenía ganas de bromear y empezó a ponerse nervioso.

–¿Me puedes decir adónde chucha estamos yendo?

–Habla bien –le contestó su padre mecánicamente.

–Yo hablo como chucha se me canta –contraargumentó Daniel.

Su padre calló una vez más, pero la mueca volvió a aparecer en su cara y Daniel estaba a punto de sacársela de un puñetazo. Se contuvo solo porque le volvió a la mente lo que había pasado en su casa.

El auto dejó la carretera y después de andar un rato a campo traviesa, no por lo que se llama propiamente un camino, se estacionó en una especie de claro en medio del bosque. Daniel miró hacia fuera de la ventanilla: había estado todo este rato jugando con su teléfono sin prestar atención a nada, por lo que no tenía la menor idea de dónde estaban. Mucho menos de por qué estaban ahí.

–Dame el teléfono –le dijo su padre de una manera que no le gustó ni un poquito.

–Se dice “por favor” –lo provocó remedándolo.

–Por favor –agregó él, tranquilo.

–¡No! –estalló en una carcajada Daniel y, por toda respuesta, volvió a sumergirse en el juego que había dejado a medias.

Su padre bajó la ventanilla. Daniel lo sintió inhalar profundamente y luego botar todo el aire, como si estuviera contando hasta diez. “Eso, bien”, pensó cínicamente “pégate una calmadita”; y sonrió. Pero su padre, fulminante e inesperadamente, le arrancó el teléfono de las manos y lo lanzó con fuerza fuera del auto contra una gran roca. El celular cayó al suelo como una cosa muerta.

–Pero qué mier…

Esta vez, su padre no lo dejó terminar la frase.

–Bájate del auto –le ordenó.

Daniel lo miró a la cara: la luz que por primera vez vio en sus ojos, centelleante de furia, lo dejó perplejo.

–¡Fuera! –le gritó su padre en ese punto, con el rostro rojo de ira.

Sin entender muy bien qué era lo que estaba sucediendo, Daniel se bajó del auto. Su padre se estiró por sobre el puesto del copiloto y cerró la puerta. Puso marcha atrás y, sin una palabra, sin siquiera darse vuelta, se fue.

Daniel lo vio alejarse con la boca abierta. ¿Qué clase de broma era esta?

–Va a volver –se dijo en voz alta para reconfortarse. Era obvio que iba a volver a buscarlo, en cuanto la rabia se le hubiera pasado.

Ya, de más que esta vez se le había pasado la mano. Nunca lo había hecho antes, es que en serio no se pudo controlar. Y no midió su fuerza. Estaba acostumbrado a agarrarse a combos con gente mucho más grande que él. En cambio, su madre se fue al suelo de una, como un muñeco.

Su madre era una apestosa. Hinchabolas, latera, pegote. Prácticamente se lo estaba pidiendo. Y su padre, como siempre, se había quedado mudo, sin saber qué hacer. Es decir, había llamado a la ambulancia, pero luego ella había recuperado la conciencia, nada grave.

Daniel se encogió de hombros: el que busca, encuentra. Por cierto, ahora su mamá la iba a cortar de una vez por todas con la historia de portarse bien en el colegio, de no salir todas las noches, de volver a la casa temprano, de dejar las malas juntas, como las llamaba ella.

Fue a recoger el celular del pasto. Maldijo con los dientes apretados: la pantalla estaba completamente trizada y ya no encendía. Había pagado una fortuna por él, con la plata de las cosas que les vendía a los tontos del liceo. El Chepa se lo había pelado a uno de ellos y se lo revendió. Ahora estaba inservible, y con rabia Daniel lo tiró de nuevo contra la roca, para terminar de matarlo, como un caballo cojo.

Miró a su alrededor: estaba en un bosque. Hacía siglos que no estaba en uno; la primera vez, tenía unos cuatro años: habían ido a recoger castañas y por diez minutos enteros, largos como una vida, había perdido de vista a sus padres y se había quedado solo, petrificado. Fueron instantes de terror puro; estaba convencido de que lo habían abandonado ahí. Luego había gritado, había llamado a su mamá y su voz había retumbado en el silencio angustiante.

Ella había aparecido de pronto, sonriente, como si nada. El recuerdo de ese día, con la distancia de los años, le dio un escalofrío y por un momento Daniel se sintió exactamente como entonces. Odiaba los bosques, concluyó. Eran un lugar horrible: él era un animal de la selva, sí, pero de asfalto.

Se sentó sobre la piedra con las piernas cruzadas, calándose el gorro sobre los ojos. No le quedaba otra que esperar a que su padre volviera a buscarlo. No dudaba ni por un segundo que lo haría. Solo tenía que mantener el control, quedarse tranquilo. Sacó la bolsita del tabaco y los papelillos y se puso a enrolar un cigarrillo. Fumó relajado, con los ojos cerrados, disfrutando del silencio desconocido de aquel lugar. Era bello, a fin de cuentas, ahora que ya no era un niño y que ya no le asustaban ciertas cosas. Jamás en su vida había estado así: solo en el silencio, sin el celular en la mano ni nada que hacer.

Esperó. Y esperó. Paraba las orejas esperando oír, a lo lejos, el motor destartalado del auto de su padre avecinarse. El comportamiento de hace un rato no era propio de él. Era un débil, un gallina. No sabía cuánto tiempo había pasado, el teléfono estaba roto y había dejado el reloj en su casa. Lo había tomado prestado, digamos, a un compañero de curso menor que él, que se había cagado de miedo y no había opuesto resistencia. Seguro una hora, quizá dos; en ese lugar el tiempo parecía correr de manera distinta. Esto lo ponía muy nervioso. El cielo estaba cambiando de color; no levantaba a menudo los ojos, pero le parecía haber notado, al salir de la casa, un cielo más claro que el de ahora.

Se estaba acercando la noche y de su padre, ni la sombra. Se levantó de la roca y dio algunos pasos alrededor. Aun si lo hubiera deseado, se dio cuenta, jamás habría podido volver a su casa: no había prestado atención al trayecto, no tenía idea de dónde estaba y los árboles en todas las direcciones, a sus ojos, eran todos iguales. Ni siquiera lograba distinguir las huellas de los neumáticos en el suelo. Si al menos hubiera habido un camino, lo habría tomado y habría caminado hacia cualquier lado. Pero así…, pensó. Alejarse de ese lugar podía resultar una pésima idea: si se iba de ahí, su padre no lo iba a encontrar, cuando volviera a buscarlo. Porque estaba seguro de que iba a hacerlo, al día siguiente.

Le volvió a la mente un cuento que le había contado una tía del jardín, de dos hermanos abandonados en el bosque por sus padres. En ese entonces, la desventura de las castañas ya había ocurrido y escuchar hablar de eso a la profesora literalmente lo había aterrorizado.

–Los padres no abandonan a sus hijos en el bosque –lo había tranquilizado ella, notando su expresión.

Pero a él le había pasado. Aunque ya no era un niño, claro.

Fue al caer la noche que Daniel empezó a tener miedo en serio.

La oscuridad era total. Sin luna, la noche era completa. Daniel tenía los ojos abiertos y no veía nada, como si tuviera los párpados cerrados. Esa no era una oscuridad normal. Era densa, pegajosa, tenía manos gélidas que podían agarrarlo de un momento a otro. Era una oscuridad palpitante, que se acercaba envolviéndolo y se retraía dejándolo cubierto de un sudor glacial. Estaba viva y era malvada. Y lo quería muerto.

Y luego, estaban los ruidos: en el suelo, bajo la tierra, entre los árboles sobre su cabeza. Crujidos por doquier, chasquidos y rumores entre el follaje, un barullo de pasos desconocidos e invisibles. Gritos casi humanos se alzaban de pronto de entre las sombras y después gruñidos, una respiración ahogada, una bestia acechando en la tiniebla, otra se acercaba furtiva, olfateando ávida y luego se iba. Un poco más allá, demasiado cerca, el rumor sordo de un cuerpo herido de muerte que cae a tierra y algo que lo agarra, lo sacude y lo estrangula y luego se lo come abriéndose paso con las fauces entre las vísceras calientes. Aquellos ruidos llegaban a sus oídos amplificados, como si hubiera desarrollado el oído de Superman; sabía que era el terror que le hacía estas bromas, pero no podía evitarlo. Escuchar todo eso sin poder ver echaba a andar su imaginación y le hacía fantasear las cosas más horribles. Estaba al borde de la locura. Al final, se alzó desde las tinieblas un suspiro terrible, casi humano; en pocos segundos se le ocurrió pensar que por ahí en alguna parte había un cadáver enterrado, que en cualquier momento vendría a buscarlo. Se encogió dentro de su chaqueta, tiritando de miedo.

Por último, llegó el frío: estaba húmedo y hubo un momento en que Daniel pensó realmente que moriría, de tanto que había bajado la temperatura. Le tiritaban los dientes y trataba de tirar su chaqueta de todas partes, pero si se cubría las piernas, se le congelaba el cuello, y viceversa. Se le había metido en la cabeza la absurda idea de que un ratón le estaba royendo los pies, que habían perdido toda sensibilidad. Entonces, con las manos verificaba cada tanto si aún tenía los zapatos puestos y que no tuvieran hoyos por donde pudiera asomarse algún animal y comérselo. Había oído hablar de niños devorados durante el sueño por ratones, y los padres los encontraban muertos en sus cunas. ¿Pero por qué estas cosas se le venían a la mente justo ahora? ¿Además por qué alguien contaría algo así? Una parte de él sabía que el temor de ser devorado de a pedazos sin darse cuenta era estúpido, pero con esa oscuridad, entre esos ruidos, el miedo hacía que cualquier cosa fuera creíble. Nunca había pensado que la noche pudiera ser así: quería y debía mantenerse despierto, aunque los ojos le lagrimeaban de frío, agotados de mirar la oscuridad.

Sin embargo, llegado un momento, se le cerraron por lo que, cuando los volvió a abrir sobresaltado, le pareció un instante. Miró a su alrededor, ciego. Estaba seguro, aunque no podía verlo, de que había alguien ahí cerca, muy cerca. Lo percibía. Alguien que lo veía perfectamente, que lo estaba observando, pero que él no lograba distinguir en la oscuridad. Sentía solo su respiración, lenta y controlada, muy cerca de él.

–¿Quién anda ahí? –gritó, tratando de poner algo de agresividad en su voz, de que no le temblara, pero con la humedad y el silencio prolongado le salió una especie de resuello que solo lo asustó a él. Ni siquiera le parecía su propia voz.

Nadie respondió. Apretó las manos contra sus orejas y escondió la cabeza entre las piernas. Tenía la sensación de que, de un momento a otro, alguien le iba a dar un hachazo o lo iba a abrir en dos con un cuchillo. Había visto demasiadas películas de terror y ahora se le venían a la mente todas juntas. Quería gritar, pero no tenía voz. ¿Además, quién lo hubiera escuchado? ¿Quién hubiera acudido en su ayuda? Si cualquiera hubiese querido asesinarlo ahí, en la oscuridad, él no hubiera sabido hacer otra cosa que quedarse quieto, esperando sentir de pronto el dolor de la hoja entre sus costillas. Todo era una pesadilla. Tenía que serlo. Pero no conseguía despertar. ¿Qué hacía ahí? Con seguridad era así como la gente se volvía loca.

Cuando se hubo recuperado de esos largos minutos de pánico, estuvo seguro, sin saber cómo, de que la presencia se había ido. Respiró profundo, una, dos veces; cada bocanada de aire gélido en los pulmones era como el primer aliento de un neonato. Le parecía que había pasado todo ese tiempo en apnea; su corazón volvió a su pulso normal y Daniel se obligó a controlar el temblor.

Después de lo que le pareció una noche eterna, con alivio notó que el cielo comenzaba a aclararse. Las formas de los árboles se recompusieron frente a sus ojos, al principio surreales, luego cada vez más nítidas y tranquilizantes. A medida que la luz volvía, los miedos se disolvían y se presentaban en toda su absurdidad. Cuchillos, ratones, locura, muerte: ¡qué imbécil había sido!

Buscó en su bolsillo el tabaco y con dificultad enroló un cigarrillo, con los dedos tiritones y congelados. Lo encendió para calentarse y sentir que aún estaba vivo. Al tomar el encendedor, estalló en una carcajada histérica, burlándose de sí mismo. ¿Por qué no lo había usado para prender un fuego? ¡Ni siquiera se le pasó por la cabeza, si sería idiota! La verdad es que nunca había usado un encendedor para nada. Para los puchos, obvio, y una vez en que había incendiado un control en clase: “muy difícil”, le había dicho al profesor que lo miraba atónito. “Soy realmente un estúpido”, concluyó. Si sus amigos lo hubieran visto así, en esas condiciones, se habrían reído de él por el resto de sus días.

Después bajó los ojos y quedó estupefacto.

A los pies de la roca contra la que había estrellado el teléfono había un papel doblado. Se estremeció. En ese momento entendió: alguien, durante la noche, se había acercado a él lo suficiente como para dejar esa cosa ahí bajo sus narices.

Miró a su alrededor, luego se agachó y lo recogió. Era un mapa. Dio vueltas el papel en sus manos sin saber bien qué hacer con él. Estaba claro que alguien, que no quería darse a conocer, le pedía dirigirse a algún lugar. Y además ese alguien estaba coludido con su padre. Esto no podía ser casualidad. Era todo tan extraño que podría haber sido un sueño, si no hubiera sido por el hambre, la sed y el frío, que eran demasiado reales. ¿Hace cuántas horas no comía nada? Él, que en el colegio estaba siempre masticando algo y había coleccionado una cantidad notable de anotaciones al respecto. Papas fritas, sándwiches, medialunas, bebidas… la boca se le llenó de saliva.

Escupió al suelo y volvió a mirar el mapa. Por la flecha roja estaba claro que tenía que dirigirse al norte, si solo hubiera sabido dónde diablos se encontraba. Recordaba vagamente haber oído hablar de esto en el colegio. No por nada era la tercera vez que repetía primero. Pero en serio nunca pensó que algo que le enseñaran en el colegio podía servirle en la vida. Vagó por un rato en el bosque, sintiéndose un completo idiota. Entonces agarró un árbol a patadas por la exasperación, pero solo se hizo daño y rompió uno de sus zapatos, que se abrió como el pico de un ganso. ¡Era ridículo! ¿Qué cresta estaba sucediendo? ¿Por qué su padre lo había dejado ahí? Y, además, ¿dónde era “ahí”? Dobló el mapa y se lo metió al bolsillo. No se la iba a hacer tan fácil ni a su padre, ni a quienquiera que fuese el bastardo que se estaba burlando de él.

La jornada fue infinita. Al principio llena de rabia y frustración, luego, cuando el sol comenzó de nuevo a ponerse, de miedo por la noche inminente. Había dado vueltas sin sentido por el bosque, desganado, teniendo cuidado de no alejarse demasiado de la roca cerca de la que su padre lo había dejado.

Después, otro cuento del jardín infantil había reflotado en su memoria: la del niñito que sembraba piedritas en el camino para encontrar el rumbo de vuelta a casa. Y eso es lo que hizo él, regando el bosque de señales para poder volver. Aunque comenzaba a perder la esperanza de que su padre volviera a buscarlo. También había tratado de subirse a un árbol; quizá desde lo alto pudiera encontrar la forma de salir de aquella situación demencial. En lugar de eso, se había rasguñado las manos, rajado los pantalones y dado cuenta de que sus brazos no eran lo suficientemente fuertes. Especialmente porque tenía un hambre maldita que le retorcía el estómago y una sed que daba miedo. Por primera vez en su vida sentía ganas de llorar, pero no le habría dado esa satisfacción a quien fuera que lo estaba observando. Porque, aunque no lo veía, sí sentía encima su mirada fría.

“¡El sol se pone por el oeste!”, se acordó de pronto, cuando ya ni pensaba en eso. Por un momento se sintió inteligente. Pero entonces, ¿el norte estaba delante o detrás de él?, y así de rápido volvió a sentirse tonto. Aun así, por seguridad, amontonó unas piedritas para acordarse a la mañana siguiente, por lo menos, de cuál era el oeste. Entretanto, el sol se había puesto. La desesperación cayó sobre su espalda como un saco de cemento. Se acuclilló a los pies de la roca y se aprestó a afrontar la segunda noche.

Había recogido toda la leña que pudo e intentó prenderla con el encendedor, pero no funcionó: estaba muy húmeda y podrida. Probó con unas hojas y rápidamente el humo lo envolvió por completo, quemándole la garganta, aumentando aún más su sed. Luego de media hora de tentativas, un fueguito enano lo complació. Se sintió confortado por aquel mísero suceso. Hubiera tirado ahí incluso el mapa, pero probablemente era su única posibilidad de salvación. Rezó con todas las blasfemias que conocía y, sin darse cuenta, con la noche ya bien entrada, se durmió.

Había extrañas criaturas dando vueltas a su alrededor y se arrastraban y extendían sus largos cuellos para verlo mejor. Sus rostros no tenían expresión. Y susurraban. Y se reían de él, porque era un inútil.

Se despertó con el corazón latiendo como loco. El fuego se había apagado. Prendió el encendedor: no había nadie. Se congeló: a su lado había dos objetos, una botella de agua y una brújula. Se tomó toda el agua de un sorbo. Se acabó demasiado rápido; Daniel arrugó la botella y la tiró lejos. El frío se le metía por la rotura del zapato; le parecía que también este se reía de él. Tenía el pie prácticamente congelado; ahora sí que se lo podría haber comido un ratón y él no se hubiera dado ni cuenta. Metió unas hojas secas en el hueco, luego sopló las brasas, agregó unas ramas y esperó el día castañeteando los dientes.

Al llegar el alba, luminosa y cálida, Daniel se sentía como fuera de sí, casi como si fuera otra persona. Aunque estaba allí hacía menos de dos días, el mundo de antes le parecía muy lejano, en el tiempo y el espacio. Seguro había terminado en una película o en un estúpido reality, porque esta historia era increíble. ¿Qué había pasado con su familia? ¿Y por qué nadie venía a buscarlo? ¿Cuánto más iba a poder resistir en esas condiciones?

El agua se zarandeaba en su estómago vacío. Se sentía invadido por una languidez sin nombre. Además, hedía, le dolía todo y era como si el hielo se le hubiera metido dentro, tomando el lugar de sus huesos. También le parecía haber olvidado cómo se hablaba. De hecho, empezó a hacerlo solo, en voz alta, como los locos.

–Entonces, Daniel. –Abrió el mapa–. Tratemos de entender alguna cosa.

Comenzó a caminar en la dirección señalada, mirando la brújula. Le hizo falta toda la mañana para lograrlo, pero a medida que avanzaba, reconocía los puntos de referencia y se sentía orgulloso de sí. Era la primera vez en su vida que afrontaba solo una situación difícil. Garabateaba entre dientes, con la lengua pegada al paladar. “El bastardo ese que me dejó la botella de agua, ¿no podía dejarme aunque fuera un pancito?”. Al pensar en comida sintió las piernas de lana y la boca seca. El punto de llegada señalado en el mapa estaba acercándose: ¿qué era lo que iba a encontrar?

Casi se desmayó cuando entre los troncos descubrió una cabaña. Era una casucha en ruinas, pero para alguien que venía durmiendo desde hacía dos noches a la intemperie era como una suite del Hilton. Aceleró el paso, abrió de golpe y entró.

El interior no era mejor: un cuchitril sucio y hediondo. Una cueva buena para un vagabundo, no para él. El piso estaba despegado y rechinaba terroríficamente con cada movimiento. Probablemente, pensó, de un momento a otro se abriría como un abismo bajo sus pies. Le dio un puñetazo a la pared de madera, pero esta no se movió: por lo menos parecía sólida, aunque las tablas tenían rendijas y de seguro dejaban pasar el aire gélido y los ruidos del bosque. Había un colchón horrible tirado en el suelo, con manchas amarillas y lleno de bultos. Una frazada remendada era lo mejor que lograron hacer los que lo dejaron ahí. En el lado opuesto había una especie de estufa oxidada y rota; por su aspecto, se diría que ya había quemado varias hectáreas de bosque. En una esquina habían dejado un balde. Daniel se horrorizó: era para las necesidades, intuyó por el olor. Lo tomó y lo dejó afuera: jamás iba a hacer en un balde, eso era seguro. Registró cada rincón, pero no encontró nada para comer. Se hubiera comido hasta un palo del bosque, con tal de meterse algo al estómago. Colgada en el muro notó una honda. Salió de nuevo y buscó algún animalito al que atacar. Estaba lleno de pájaros, pero por lo visto eran mucho más astutos que él y huían apenas se movía medio paso. No se imaginaba que fuera así de difícil disparar una honda. Era el segundo día en completo ayuno: ¿cuánto tiempo se podía resistir sin comer antes de morir? Esa era una cosa interesante que podrían enseñar en el colegio: sobrevivir solo en medio de la nada, sin celular, con una brújula y un encendedor.

Le costó encender la estufa que, aunque destruida, hacía su trabajo. Luego se tiró sobre el colchón y se durmió de golpe.

Se despertó por la mañana con un dolor de espalda de récord Guinness: el colchón era todo lo que había prometido en el primer vistazo. La frazada en cambio lo había mantenido abrigado y al final, por el cansancio, había dormido tan profundamente que ni sintió los ruidos de afuera. Después de todo, esas cuatro paredes de madera, aunque delgadas, lo hicieron sentir a salvo. Se estiró como un gato y pegó un salto al ver lo que había junto a él en el suelo. No creía en sus propios ojos: era una lata de garbanzos.

Los garbanzos eran la comida que más odiaba en el mundo, por su olor y consistencia, pero en su situación no podía andarse con sutilezas: hubiera sido capaz de comerse una serpiente. Abrió la lata y los engulló, pescando los del fondo con los dedos y bebiéndose hasta la última gota de salmuera. Una vez, pensó, había lanzado al piso el plato de garbanzos que le había preparado su mamá; ahora habría entregado a su madre a cambio de una cucharada más. Seguían siendo asquerosos, pero de seguro eran mejor que nada.

Su estómago estaba más o menos compuesto, pero otro detalle llamó su atención. En el muro había pegado un papel blanco con letras negras, muy claras y bien definidas.

SACAR LAS PIEDRAS DEL CAMPO,

POR FAVOR.

“¿Cuál campo?”, pensó Daniel. Salió de la cabaña con un pésimo presentimiento. Un área más o menos del tamaño de una cancha de fútbol había sido delimitada durante la noche con estacas y una cinta roja y blanca. Parecía la escena de un delito; solo faltaba el cadáver. Dio dos pasos más: apoyado en el muro de la barraca, un azadón. ¿Tenía que usar ese utensilio? ¡¿Y esto era el campo?! “Si pillo al bastardo que me puso aquí”, pensó con una sonrisa torcida para sus adentros, “ya no nos estaría faltando el cadáver”.

–Y el azadón lo uso para enterrar el cuerpo, más que para sacar piedras. –Hablaba solo, despotricaba y amenazaba, pero la única certeza ahí, era su impotencia.

Además de maldecir y agarrarse con el hombre invisible, ¿qué más podía hacer? ¡No había una cara a la que agarrar a cachetadas y escupos, no había nada que romper y agarrar a patadas en ese lugar de mierda! De todas maneras, una cosa era cierta: nunca en su vida había obedecido a nadie y no lo iba a hacer tampoco esta vez, encima para complacer a alguien que no se dejaba ver y por una cosa sin sentido como sacar piedras de un campo de fútbol.

Entró nuevamente en la cabaña, miró alrededor y luego, felicitándose por su perspicacia, tomó un trozo de carbón de la estufa y escribió rabiosamente del otro lado del papel:

TENGO HAMBRE

Luego se fue a echar sobre el colchón, decidido a no mover un dedo. Pasaba días enteros durmiendo, despertándose solo para comer. No problem.

Se metió una mano al bolsillo y ahí tuvo la segunda sorpresa desagradable: mientras dormía, el bastardo le había sacado el encendedor y el tabaco. ¿Cómo diablos hizo para no sentirlo? Seguro se estaba enfrentando con un espíritu, como en una película de terror. Se estremeció.

En ese lugar olvidado, hasta las cosas más absurdas podían ocurrir de verdad. No le gustaba nada tener miedo: por el contrario, era él quien siempre se lo había infundido a los demás.

Siguió maldiciendo. Y otro poco más. Se sentía impotente y colmado de rabia. Hubiera querido tener a alguien ahí para agarrar a golpes, sacudiendo las manos para descargar los nervios. Como si no bastara, empezaba a hacer frío; se fijó en la estufa y había solo una brasa minúscula aún encendida. Pasó casi una hora intentando revivir el fuego. Salió a recoger más leña y la desparramó en el suelo para que se secara un poco. Al final, el fuego se encendió de nuevo.

–¡Daniel 1, Bastardo 0! –gritó al cielo esperando que alguien lo escuchara.

En la puerta de entrada, mientras el sol se ponía, miró a su alrededor para ver si había alguna cosa para masticar. No encontró nada de nada y se fue a dormir furioso. Si hubiese podido, habría trancado la puerta para impedir que el bastardo entrara, pero no había con qué, a no ser que pusiera el colchón atravesado en la puerta, exponiéndose a los chiflones. En el suelo no volvía a dormir. “Muérete”, fue lo último que pensó antes de dormirse.

A la mañana siguiente, abrió los ojos cuando el sol estaba saliendo: jamás en su vida se había despertado tan temprano. Estaba congelado y se arrastró hasta la estufa para atizar una vez más el fuego. Sentía que le faltaban las fuerzas: tenía que comer cuanto antes. Con la vista vagamente nublada, notó que mientras dormía el papel de la pared había sido sustituido. “Tengo hambre”, había escrito él. Y ahora el papel decía:

QUIEN NO TRABAJA, NO COME.

SACAR LAS PIEDRAS DEL CAMPO,

POR FAVOR.

Daniel se sintió montar en cólera. Esto era chantaje liso y llano: no se puede obligar a la gente a hacer algo matándola de hambre. Salió a ver si al menos el campo había sido reducido. Quizá, al ver que no podía hacerlo…

Todo estaba tal cual. Junto al azadón, había una botella de agua y una especie de ensalada roja. Daniel no comía verduras nunca, pero esa mañana no se hizo el regodeón. Sin siquiera lavarla, para no desperdiciar agua y tiempo, se comió media ensalada. Crujía bajo los dientes y era amarguísima, pero al menos era comestible. El bastardo debía tener una pérfida ironía, aprovechándose de su hambre para darle todo lo que más odiaba. Por cierto, se había informado bien sobre él, sobre sus gustos; lo que entre otras cosas quería decir que la próxima vez iba a tocar pescado, la segunda comida que más odiaba después de los garbanzos.

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236 lk 11 illustratsiooni
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9789561234512
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