Loe raamatut: «Del silencio al estruendo»
Sara Sefchovich es licenciada y maestra en sociología y doctora en historia de México, investigadora y profesora en la unam. Es autora, entre otros, de los ensayos La suerte de la consorte: las esposas de los gobernantes de México; ¿Son mejores las mujeres?; ¡Atrévete! Propuesta hereje contra la violencia en México; El cielo completo: mujeres escribiendo, leyendo; y de las novelas Demasiado amor, La señora de los sueños y Vivir la vida.
Para Jome, Aída y Galia, in memoriam, pues aunque ya no están aquí, aquí siguen. Y muy presentes.
Tengo el placer de servir a la literatura con memoria y cuerpo de mujer. Nélida Piñón Discurso de recepción del Premio Juan Rulfo de Literatura en Lenguas Romances, 1995.
Presentación
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¿Por qué hablar de literatura de mujeres? ¿Por qué separar a las mujeres que escriben de los hombres que escriben? La razón es la siguiente: que a lo largo de la historia las mujeres fueron invisibles. Los reyes y gobernantes, los guerreros que libraron batallas, los arquitectos que construyeron, los médicos que aliviaron, los aventureros, los descubridores, los banqueros, empresarios, periodistas, pintores, eran hombres. Los puestos políticos y los premios de literatura han sido para los hombres, las grandes obras musicales fueron compuestas por hombres y las decisiones económicas las han tomado los hombres, y desde pequeños todos, hombres y mujeres, aprendemos que a ellos les debemos lo que es el mundo y que a través de ellos y de su quehacer nos explicamos la vida. Y es que en nuestra manera de ver y entender, la historia y la cultura sólo deben conocerse desde lo público, en sus grandes momentos: guerras, descubrimientos, construcciones, y ser vistos y relatados desde arriba, desde el poder. Por eso parece como si la historia sólo se compusiera de momentos de excepción, de acontecimientos de carácter político, militar o artístico que, como dice Asunción Lavrín, “son los signos de distinción de un mundo dominado por valores masculinos y orientado a las acciones de los hombres”.1
Y de eso ha resultado, como si fuera lo más lógico, que las mujeres hayan quedado excluidas, precisamente debido a que, por su situación social y por las funciones que han desempeñado en la sociedad, no están presentes en esos lugares ni en ese tipo de acontecimientos. Las mujeres no tienen sitio en la historia ni en la
cultura porque la historia y la cultura se ven desde un lugar en el que ellas no han podido estar y al que muy rara vez han tenido acceso. La definición de lo importante, de lo heroico, de lo artístico, de lo ético, de lo bello, tienen que ver con una idea del mundo y de la vida donde lo que interesa y cuenta no es lo que han podido hacer y pensar las mujeres.
La vida cotidiana, la vida privada, no parecen estar en la historia. Y hasta hace muy poco tiempo, no quisimos ni siquiera asomarnos a ese otro lado, no creíamos importante sacar de la oscuridad el acontecer de todos los días, que es el que nutre, sostiene, alienta, justifica y explica los grandes acontecimientos, a los héroes, a los creadores, a las filosofías y a las artes.
Apenas en el último cuarto del siglo xx, surgió una corriente de pensamiento que acometió el estudio de la historia, la cultura y la sociedad de un modo nuevo, y de ese afán surgieron otros temas como la familia, la cotidianidad, la vida privada, el cuerpo y la sexualidad, todo ese “otro lado de la historia” que había permanecido invisible.
El resultado fue el descubrimiento de secretos interesantísimos, que permanecían escondidos. Y entre esos secretos, estaba el hecho de que las mujeres escribían.
Nació entonces el interés por conocer a las escritoras, por rescatarlas de la oscuridad o del franco olvido y por pensar sobre si la literatura femenina es diferente a la de los hombres, y en caso de que lo sea, en qué consiste su diferencia.
Entender esa diferencia es el objetivo de este ensayo.
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Pero hablar de algo tan amplio como la escritura de las mujeres podría parecer temerario, pues ellas son más de la mitad de la población y viven en todo tipo de circunstancias de lo más diversas en lo económico, social, cultural, religioso e ideológico, de modo que no parecería posible abarcarlas en conjunto.
Y sin embargo, podemos hacerlo porque hay lugares sociales y funciones que ellas cumplen, las cuales se reiteran a lo largo y ancho de la Tierra, a través de la historia y de los distintos estratos sociales, que hacen semejantes no a todas las mujeres pero sí a la mujer en tanto concepto.
Y más todavía si hablamos de las mujeres que escriben, porque ése es un universo reducido dado que la escritura siempre ha sido un privilegio de clase. Fueran hombres o mujeres, los campesinos, obreros y prestadores de servicios no disponían de tiempo, recursos ni educación para hacerlo. Fueron los aristócratas primero, y después los burgueses, quienes pudieron dedicarse a leer, pintar, componer o interpretar música, y... a escribir.
Así que, cuando hablamos de mujeres que escriben, nos estamos refiriendo a un cierto tipo de mujeres, que por su condición de clase tuvieron acceso a aprender a leer y escribir y pudieron disponer de tiempo libre para hacerlo.
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Para abordar la escritura de las mujeres, voy a partir de tres preguntas, cada una de las cuales pretendo responder en los siguientes capítulos. Esas preguntas son: qué, cómo y por qué escriben las mujeres.
El objetivo es saber de qué está compuesto y cómo está tejido el universo de las escritoras y de sus escrituras, observando el panorama amplio de lo que han hecho a lo largo de la historia y en diferentes culturas, así como de la manera en que esto ha cambiado con el paso del tiempo.
Lo que pretendo es hallar patrones y tendencias, no profundizar en una autora, en un libro, en una corriente literaria, en una época o en una cultura, sino encontrar si en los distintos caminos que ha tomado la literatura de las mujeres hay algo que la unifique, y en caso de que sí, qué es eso, y si hay diferencias cuáles son.
No ha sido fácil dar respuestas a estas preguntas. Primero, porque muchas escritoras están ocultas a nuestra mirada pues simple y llanamente se las olvidó, e incluso porque en la actualidad aún existen condiciones que impiden que se las pueda conocer, y segundo, porque hoy ya son tantas las que escriben, en tantos países y en tantos idiomas, que no es posible seguirlas a todas.
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He incluido también un capítulo sobre cómo se ha leído a las mujeres. Me pareció importante hacerlo porque esa lectura influyó mucho en el ánimo de las escritoras y en su escritura, de modo que nos sirve también para entenderla.
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Este ensayo es resultado de muchos años de leer a las escritoras, a quienes las han leído y a los textos históricos y teóricos que permiten abordarlas y explicarlas.
Si tuviera que resumir en una frase lo aprendido, diría que lo más fascinante de este esfuerzo ha sido percatarme de que las mujeres han hecho de su escritura una forma de vida y de su vida una forma de escritura.
1 Asunción Lavrín, “La mujer en la sociedad colonial hispanoamericana”, en Leslie Betherl (ed.), Historia de América Latina, Barcelona, Crítica / Cambridge University Press, 1990, vol. iv, p. 109.
¿Qué escriben las mujeres?
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¿Qué hace que una literatura sea femenina? ¿Es el tema o es el lenguaje o son los personajes o es el estilo o es el modo de ver y recoger y transformar o inventar o recrear una realidad? ¿Es una conciencia de la diferencia o una actitud hacia la propia feminidad?
Cuando, en la segunda mitad del siglo xx, las feministas emprendieron la tarea de rescatar los escritos de las mujeres, sacarlos del silencio, el desinterés y hasta el franco olvido, se encontraron con que lo que éstas habían escrito era, dicho con palabras de Nelly Schnait, la representación del género.2
¿En qué consiste esa representación?
Responder a esta pregunta es el objetivo del presente capítulo.
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Los temas que aparecen una y otra vez en los escritos de las mujeres son los que tienen que ver con sus vidas, o como dicen Kate y Ángel Flores, “con la problemática que agobió a las mujeres: los padres tiránicos, el matrimonio forzoso, el rechazo ya sea del matrimonio o del convento, la angustia de la mal casada”.3
Encontramos en esos escritos la infancia y juventud, el matrimonio, el hogar y la maternidad, la moral y los valores, las frustraciones y el hastío, la vida marcada por las campanadas de la iglesia y las tazas del té. Pero también el amor y la pasión, el abandono y la desesperación, la soledad y la vejez, la envidia y el enojo, el deseo y las ganas, el miedo, la culpa, la angustia, el desengaño.
Para Simone de Beauvoir y María Luisa Bombal, todo se resume en que lo central de la vida de las mujeres es el hombre. Según aquélla, la mujer siempre ha definido su vida tomando al hombre como único marco de referencia;4 y según ésta, “¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida? Los hombres, ellos logran poner su pasión en otras cosas, pero el destino de la mujer es remover una pena de amor en una casa ordenada ante una tapicería inconclusa”.5
Esto es evidente en todos los tiempos y en todas las culturas: Miguel León-Portilla cita un canto de Macuilxochitzin, poeta que vivió en Tenochtitlán en el siglo xv, que dice: “Sobre nosotros se abren/ las flores de la guerra, / en Ecatepec, en México, / con ellas se embriaga/ el que está a nuestro lado”.6 Es el relato del hombre embriagado de guerra, y de la mujer embriagada de amor por el hombre.
Y es evidente en las que vivieron en el territorio conquistado y colonizado por España, quienes escribían solamente los géneros que se les permitía frecuentar, como biografías de mujeres ejemplares, diarios, cartas, historias de vida.
Aunque a decir verdad, también escribían poesía, con todo y que estaba prohibida por Cédula Real. Claro que casi toda ella era sobre asuntos públicos, como las festividades organizadas por las autoridades. Así poetizó María Estrada y Medinilla la entrada a la Ciudad de México de un virrey, con toda su pompa y ostentación de riqueza: “Del ilustre marqués, cuya excelencia/ da con celebraciones/ glorias a España, al mundo admiraciones”.7
Pero había también otro tipo de poemas, como los de las llamadas místicas, quienes para “no tener ruidos con la Inquisición” como decía Sor Juana, disfrazaban el amor a un hombre en el amor a dios. Según quienes los han estudiado, la mayoría son francamente malos, aunque como afirma Jean Franco, en ellos llevaban a cabo una lucha personal por “el poder de interpretar la realidad fuera de lo convencional”.8
En el siglo xvii, una excepción en todos los sentidos, tanto por sus temas como por la calidad de su poesía, fue Juana Inés de la Cruz, a quien se le reconoció en su momento y se le sigue admirando hoy no solamente porque escribía, sino porque lo hacía muy bien. Ella ejemplifica los dos polos a que hemos hecho referencia, pues tuvo que combinar seriedad y frivolidad, y entonces un día escribía: “De la beldad de Laura enamorados / los Cielos, la robaron a su altura... / de su cuerpo de hermosa arquitectura / admirados de ver tanta hermosura...”9 O “Yo adoro a Lysi / pero no pretendo que Lysi corresponda mi fineza; / pues si juzgo posible su belleza, / a su decoro y aprehensión ofendo...”10 y otro escribía el “Primero sueño”, poema hermético y complejo en el que habla de teología, mitología, ciencia, poesía, música, es decir, los saberes de la época tanto religiosos como profanos, que estaban prohibidos y sobre todo, no eran para mujeres. Sor Juana fue la única en su tiempo que pudo pasar de leer rezos a estudiar ciencia y de escribir redondillas a escribir un poema que ya no es “cositas de mujeres”, como dice Elena Poniatowska.11
Durante los siglos xviii y xix, el silencio es prácticamente total en la escritura de las mujeres en México. De hecho, entre la Independencia y el fin de siglo, no hay ninguna escritora significativa. Jalando el hilo (como intentaron hacer unas investigadoras), podríamos considerar a Concepción Lombardo de Miramón, quien cuando tenía más de 80 años escribió sus Memorias, para dar su versión de los hechos sobre su marido, fusilado por los liberales. El libro es un monumento a la invención romántica del amor,12 pero nos permite darnos cuenta de lo que eran las mujeres de la época: unos seres infantilizados, extremadamente conservadoras, con una religiosidad apegada a los ordenamientos de una iglesia muy cerrada, al punto que prohibió desde leer novelas hasta aplicar vacunas.
Además eran ignorantes, porque no se consideraba que una mujer pudiera recibir instrucción, así que apenas si sabían leer y escribir y lo único que aprendían era el catecismo y los rezos, las labores domésticas y a coser y bordar, esto último eso sí, “con gran mérito” como decía la misma Conchita.
Un viajero del siglo xix escribió que los ojos de las mujeres mexicanas, por hermosos que fueran, lucían apagados, sin el brillo de la inteligencia ni la chispa de la pasión, pues “toman la vida de manera sencilla”,13 y Fanny Calderón de la Barca, esposa del embajador de España en México se preguntaba: “¿En qué ocupan su tiempo las mujeres mexicanas?” Y ella misma se respondía: “No leen, no escriben... no juegan, no dibujan, no van al teatro ni a conciertos, no se pasan la mañana en las tiendas ni se pasean por las calles... Lo que no hacen está claro, pero ¿qué es lo que hacen?”14
Descripciones como las anteriores, permiten entender por qué no hubo literatura femenina en el siglo xix en México, pues para entonces varias mujeres escribían en el resto de América Latina, en Estados Unidos y en Europa, y de hecho hubo tantas y algunas tan buenas, que hasta hay quien considera que las mujeres entraron a la escena literaria en esa centuria.15
Allí está la inglesa Jane Austen, quien puso sobre la mesa el mismo conflicto de la monja jerónima, de la división del “alma” en dos partes, “una esclava a la pasión/ y otra a la razón rendida”. En Razón y sentimiento, Austen ofrece la mirada sobre el hombre al que se ama, desde el punto de vista de dos mujeres, una con la razón y otra con la pasión, una mesurada y otra impulsiva, y en Orgullo y prejuicio, presenta una historia de amor atravesada por dificultades, la principal, una mala impresión sobre el hombre, que al final se resuelve felizmente; la también inglesa Charlotte Brontë, cuya novela Jane Eyre, da pie a otros de los temas que se convertirían en centrales en la literatura de las mujeres, como el de la joven pobre que después de muchos sufrimientos se casa con el rico, y el de la loca a la que encierran en una habitación remota, algo que las críticas literarias feministas utilizarían como metáfora para todas las mujeres que escriben;16 y otra inglesa, George Eliot, quien mostró las dificultades del matrimonio y cómo para las mujeres casarse significaba abandonar todas sus aspiraciones personales (el marido de la protagonista de Middlemarch le dice antes de morir: “Evita hacer lo que yo reprobaría y dedícate a hacer lo que yo deseo”);17 la española Emilia Pardo Bazán, quien a tono con las quejas de la época (que en México expusiera José Joaquín Fernández de Lizardi), lamenta que las mujeres no reciban educación formal, lo cual, dice, las limita y empequeñece y hace referencia a las desgracias que el matrimonio le impone a la mujer. Pardo Bazán fue muy avanzada para su tiempo, no sólo porque tuvo una esmerada educación sino porque se atrevió a publicar libros que fueron polémicos y porque tuvo una vida personal fuera de lo común, con varios amantes. Algo parecido se podría decir de la francesa George Sand, quien escandalizó con su vida y con su obra, sobre todo con su novela Lélia, escrita cuando no había cumplido los treinta años y en la cual la protagonista rompe las reglas sociales al tener muchos amantes. Esta autora considera que las prostitutas y las mujeres casadas son lo mismo, pues ambas se tienen que someter a la voluntad masculina; Elizabeth Von Arnim, inglesa que casó con un noble prusiano y escribió veintiún novelas que en su momento fueron súper ventas. La más conocida es Elizabeth y su jardín alemán, en la cual, mientras cuida sus plantas, cuenta sobre su marido al que llama “el hombre airado”, sobre sus hijas, sobre su casa enorme llena de sirvientes, sobre las reuniones sociales aburridas y toda la formalidad de la aristocracia de la época.
En Estados Unidos, la poeta Emily Dickinson, quien como ha dicho un estudioso, no sólo puso en palabras las “inescapables limitaciones” de su tiempo,18 sino también las fantasías de cómo escapar a ellas, y la narradora Louisa May Alcott, autora de dos tipos de textos: unos (firmados con seudónimo) en los que se oponía a la esclavitud (como Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom) y apoyaba a las sufragistas, y otros firmados con su nombre, como la muy célebre y exitosa serie sobre la vida de la época encarnada en niñas y mujeres, cuyo primer título fue, precisamente, Mujercitas.
En América Latina, poetas como la chilena Mercedes Marín del Solar, autora de temas hogareños y patrióticos; la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, muy reconocida poeta y novelista, quien en Dos mujeres habla también de la falta de educación de las mujeres y de los matrimonios arreglados, temas que, como ya vimos, obsesionaban a todas las escritoras; la boliviana María Josefa Mujía, la primera poeta de ese país; la ecuatoriana Dolores Veintimilla de Galindo, la salvadoreña Ana Dolores Arias, hipersensible versificadora; la peruana Amalia Puga de Losada, que buscaba ser clásica en su romanticismo; la panameña Nicole Garay, autora de poemas sentimentales con preocupación social y la puertorriqueña Julia de Burgos, considerada por muchos la más grande de su patria.
Y narradoras, como la argentina Juana Manuela Gorriti, quintaesencia del romanticismo (“los efluvios misteriosos de la tierra saturan su obra”, afirma Germán García);19 la colombiana Soledad Acosta de Samper, quien, al mismo tiempo que exaltaba a la mujer, hablaba de la necesidad de educarla; la boliviana Adela Zamudio, que escribió contra el machismo, el fanatismo religioso y las injusticias del sistema político y por eso hasta se la considera la primera feminista de ese país;20 la uruguaya (aunque nació en Argentina) Marcelina Almeida, autora de Por una fortuna una cruz, donde hace una crítica al matrimonio; la chilena Mariana Cox Méndez, autora de La vida íntima de Marie Goetz, donde ya se encamina “hacia una construcción del sujeto femenino”, según dice una estudiosa de su obra;21 todas ellas inmersas en las contradicciones que su medio les imprime: “Demasiado románticas para ser estéticamente vanguardistas, demasiado emancipadas para resultar tradicionales.”22
Hubo también quienes escribieron literatura de folletín como la argentina Juana Manso, cuya obra Los misterios del Plata sigue muy obviamente a Eugenio Sué y otras que lo hicieron en la línea de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, como las también peruanas Mercedes Cabello de Carbonera y Clorinda Matto de Turner, en cuyos escritos además de la lágrima y la moralina hay una búsqueda de lo social. Sobre ellas el estudioso Ángel Flores ha dicho: “No fue pura coincidencia que señoras tan distinguidas dejasen los espumantes chocolates de sus tertulias limeñas para colaborar en los periódicos de la oposición y fulminar en sus inquietantes novelas a los poderosos... las novelistas revelan las maniobras de los curas, de los generales, de los caciques, de los políticos venales.”23
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Hacia fines de la centuria, la literatura del continente caminaba hacia el realismo, producto del hartazgo por tanta sensiblería (pues entre nosotros el romanticismo llegó a la exageración sentimental) y resultado de los cambios en la situación material y política. Otra vez, como había sucedido un siglo antes, los cambios sociales pedían nuevos temas, nuevas formas de expresarlos y una nueva estética, todo lo cual en ese momento quería decir precisamente, “dar la verdad sin exageraciones”. Como escribe Raimundo Lazo, “se rectifican sus excesos y hay un mayor cuidado de la forma, una mayor sobriedad y concentración”, aunque a la vez se exacerba el nacionalismo.24
De nuevo, en México, toda esta inquietud no se manifestó en escritos de mujeres. De hecho no encontramos siquiera a escritoras significativas, con dos excepciones: Laura Méndez de Cuenca, a quien se incluye, por sus crónicas de viaje, entre los cronistas de la época como Manuel Gutierrez Nájera y Luis G. Urbina, pero sin que alcance nunca la calidad de la prosa de éstos, y María Enriqueta Camarillo, autora de relatos “delicados y tiernos”, como dice la estudiosa Aurora Ocampo,25 y conocida porque compiló el libro Rosas de la infancia que acompañó a los escolares de muchas generaciones, algo similar a lo que ocurriría una década después con las Lecturas para mujeres que reuniría la poeta chilena Gabriela Mistral por encargo del ministro de Educación.26
La Revolución, que como dijo Alfonso Reyes “echó a andar nuevamente la historia, hizo recobrar su fluidez al escenario petrificado”,27 tampoco tuvo escritoras importantes, con la excepción de Nellie Campobello, quien relató lo que significaron los balazos y los muertos para las personas comunes, en particular para las mujeres. Pero una golondrina no hace un verano y tendrían que pasar casi tres décadas para que surgiera otra escritora y recreara ese momento tan importante: Elena Garro, quien en Los recuerdos del porvenir recoge el mundo provinciano y familiar que se modificó de manera definitiva con el movimiento armado.
Sería hasta la segunda mitad del siglo xx cuando aparecieron varias mujeres que escribían y publicaban, tanto libros de su autoría como artículos en los suplementos culturales, revistas y periódicos.
La mencionada Elena Garro abandona los temas de sus primeros escritos y en sus siguientes libros escribirá sobre lo que ella misma llamó “su vida en un mundo de sombras”; Luisa Josefina Hernández escribe “verdades familiares, verdades políticas o verdades interiores”, como le dijo a un entrevistador;28 Josefina Vicens relata vidas sin aventura, sin nada excepcional ni heroico, con una prosa “escueta, sin florituras innecesarias”, como dijo de ella Aline Pettersson;29 Rosario Castellanos, perseguida por dos indignaciones: la de la mujer oprimida y la del indio explotado. Para ella la vida de las mujeres es una forma de muerte: atavismos, frustración, limitación, ignorancia. Desde la Zoraida, la Amalia y la Matilde de Balún Canán hasta la Emelina de “Los convidados de agosto”, desde la Natalia y la Julia solteronas hasta la Reinerie de “Vals Capricho”; desde las cuatro mujeres de Oficio de tinieblas hasta la señora Justina de “Cabecita blanca”, desde la recién casada en camisón transparente que debe soportar “el amor”, hasta la mujer rica que pasa la tarde del domingo entre los amigos y el amante, todas ellas se resumen en la pregunta que se hizo esta escritora: “Soy yo, pero ¿quién soy yo?”30
También María Luisa La China Mendoza, consumida por sus pasiones y por las palabras, con las que recupera vidas de familia, de mujeres, de la provincia con sus casas viejas y viejas fotos, sus secretos, sus mañanas y sus vientos, perros falderos y cuartos de planchar, amores y destinos, dolores; Elena Poniatowska, quien ha hecho “el mosaico de la vida mexicana”31 pues en sus novelas, crónicas, entrevistas y biografías muestra por igual a los ricos y privilegiados que a los pobres y marginados, a los políticos y creadores que a los que se sientan los domingos en el parque; Julieta Campos, obsesionada por “recuperar algún paraíso del que ni siquiera tengo memoria”,32 haciendo una literatura que es más bien un estado de ánimo; Margo Glantz, quien despliega humor, sapiencia, cultura y culteranismo en relatos en los que se interesa por el cuerpo y el erotismo de la mujer y también por la memoria de su familia, de sus viajes, de sus lecturas; Angelina Muñiz-Huberman, cuyas narraciones escarban en la historia y en la lengua, en su pasado familiar y cultural, que ella recoge con cariño y recrea con admiración; Aline Pettersson, contadora de historias “de seres comunes y corrientes”, como ella misma dice,33 relatos de amores y desamores, vacíos, soledades, engaños, mezquindades, violencias de las vidas normales en las que nada sucede mientras todo está sucediendo.
Entre las cuentistas, Amparo Dávila e Inés Arredondo, se alimentan de los sucesos banales para hablar de la mediocridad del mundo, de la moral y sus valores. Es suyo “el cotidiano transcurrir de la experiencia entre la soledad y el miedo, el amor y la muerte, la locura y el sueño” como decía aquélla.
Y entre las poetas, Guadalupe Amor, cuyos relatos son de soledad, ternura, sarcasmo y una concepción de la vida sin concesiones.
En el sur del continente, las escritoras siguieron con los mismos temas tradicionales de las mujeres: la cotidianidad, la familia, el amor, el abandono, el absurdo de la realidad, la moral y sus valores, las frustraciones y el hastío entre las paredes de una casa.
La venezolana Teresa de la Parra habla de la infancia, la hacienda con olor a chocolate, el bienestar con sirviente fiel. Sus Memorias de mamá Blanca tuvieron enorme éxito en todo el continente, y lo mismo le sucedió a otra venezolana, Antonia Palacios, con Ana Isabel, una niña decente, que se convirtió en texto en las escuelas de su país. Aquélla escribiría después Ifigenia o diario de una señorita que escribía porque se fastidiaba, cuyo título lo dice todo, y ésta en sus siguientes relatos ya da fe del desamparo, la fragilidad y el acoso de los fantasmas para soportar y padecer la vida.
Pero para las niñas de la pobreza y el abandono, el recuerdo de la infancia no fue feliz, como las argentinas Alicia Steimberg y Syria Poletti, obsesionadas con el deterioro de la familia.
Están las jóvenes que soportaron la educación enclaustrada y rígida del colegio de monjas y la clase de piano, pequeñas hechas para la virtud y llenas de miedo y culpa según cuentan la colombiana Elisa Mújica y la chilena Margarita Aguirre, atosigadas por los valores tradicionales y la religión. Y están también las jóvenes con las alas cortadas y los cuerpos divididos de la argentina Alicia Dujovne.
El matrimonio es obligación y destino, tarea cumplida y buen camino para la cubana Dora Alonso y la brasileña Nélida Piñón, terrible para la argentina Armonía Somers y la chilena María Luisa Bombal.
Los hijos son dolor para la chilena Mercedes Valdivieso, cuya novela La brecha ha sido considerada fundacional del feminismo hispanoamericano por su manera de ver el matrimonio, la vida sexual, la maternidad, las actitudes de las mujeres, preocupaciones que mantuvo en sus siguientes obras; son miedo para la costarricense Julieta Pinto, tragedia para la argentina Luisa Mercedes Levinson y para la cubana Surama Ferrer, sufrimiento para la panameña Moravia Ochoa y la boliviana María Virginia Estenssoro, sueño inalcanzable para la costarricense Carmen Lyra.
Los sueños de transgresión están en los relatos de amantes de la argentina Silvina Bullrich y la peruana Amalia Puga de Losada, la pasión prohibida y el castigo en los de la también argentina Elvira Orphée.
La felicidad de tener un amante irradia desde dentro de la mujer y la ilumina. Pero cuando es el hombre amado quien busca nuevos brazos, entonces el mundo se vacía y el dolor agota a la mujer. Los celos consumen a la esposa y todo el universo se ofusca por el sufrimiento del desalojo amoroso en los relatos de las ya mencionadas Margarita Aguirre y Antonia Palacios y de la argentina Marta Lynch.
La humillación por el abandono y el dolor de la soledad son tema dominante en la escritura de las mujeres y todas las palabras del mundo, todos los relatos y poemas que se han escrito y los que se puedan escribir nunca llenarán ese vacío.
En el presente en cambio, en la vida que fluye día a día, es delgado el hilo que separa la felicidad de la miseria. La brasileña Clarice Lispector desespera, tiene nostalgia de las vivencias de la carne y la argentina Griselda Gambaro pasa del desamparo a la esperanza.
Hay algunas para quienes la soledad es la historia de toda la vida. La maestra y la paciente de las argentinas Alicia Steimberg y Silvina Ocampo pagan una vida de virtud con la obsesión del deseo nunca satisfecho.
Hay mujeres que eligen el encierro en un mundo inventado y lleno de artificios, rodeado de objetos, como en los relatos de la uruguaya Cristina Peri Rossi. Y hay las que se aferran al grupo, a la religión, a la caridad como formas de sentirse vivas, de ser, de participar, como en los relatos de la boliviana Adela
Zamudio y de la ecuatoriana Fabiola Solís de King, que miran con ironía las virtudes religiosas y morales, porque bien conocen de su hipocresía.
La panameña Teresa López de Vallarino acusa de maldad a las que se juntan, pues para ella no hay nada peor que la mirada de las mujeres sobre las mujeres; la chilena Marta Brunet muestra la envidia bajo la delgada capa de la vida social y en una novela de la argentina Beatriz Guido la protagonista lleva a su hermana a la muerte por envidia.
Y es que los relatos de las mujeres terminan siempre contra la pared: la que cumple con su destino y deber como madre o como virtuosa acaba en la soledad y el abandono y la que transgrede y se arriesga termina también sola y amargada.
El tema del sexo está velado en la literatura de las mujeres latinoamericanas. Entre una tradición de heroínas románticas y trágicas (María, Clemencia, Amalia) y una tradición donde sólo el hombre puede apagar a voluntad las pasiones encendidas de la mujer (Madame Bovary, Lady Chatterley, Doña Flor), las escritoras miran al sexo con curiosidad y deseo, con un intenso erotismo contenido, como el que expresan los poemas de Alfonsina Storni.Es el deseo tan enorme lo que hace que la protagonista de un relato de la hondureña Argentina Díaz Lozano le suplique a su secuestrador le conceda el goce prohibido, como sucede también en el más célebre relato de la costarricense Yolanda Oreamuno. Y en los relatos de la brasileña Lygia Fagundes Telles, la mujer es motivo de lujuria y al mismo tiempo de desprecio.
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