Desplazados

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El niño Iniciación

El pequeño no demandaba nada, parecía colmado y el traqueteo de los pasos sucesivos lo acunaba. Para ella representaba una beneficiosa complicación aunque tuviera que llevarlo encima durante mucho tiempo, tanto en los viajes de ida como en los de regreso, y también a lo largo de las jornadas a cumplir en la empresa. Sería una responsabilidad ventajosa, aun en momentos de buena o mala expresión, sano o decaído, tumbado, sentado o erguido durante miles de pasos arriba y los mismos miles hacia abajo, en los movimientos rutinarios y en su puesto de trabajo.

Empezaba de nuevo la jornada ordinaria y ella iba bajando por la larga vía labrada por cientos de recorridos, dejando atrás un badén en curva para continuar por un irregular camino de descenso, en cuyo final se distinguía la masa oscura formada por los cuerpos de quienes habían llegado previamente a la parada del transporte, concentrados todos en apretadas filas serpenteantes para acoplarse al terreno de alrededor, bien cercanos unos a otros, opacando el entorno con sus siluetas muchas veces sobrepuestas.

Algunos estancieros todavía descendían hacia la dársena del sector, al igual que Harya, que no iba sobrada de tiempo porque su cobijo estaba en lo alto de la estancia, y se desplazaba relativamente despacio para equilibrar el fardo en el que iba el niño, aunque había agilizado su salida cuanto pudo. Lo importante era llegar al vehículo a tiempo, porque allí disponía de un sitio reservado, pero necesitaría alcanzarlo a empujones dentro del transporte repleto, abriéndose paso hasta llegar al asiento. En cuanto al pequeño, cuando ya pudiera desplazarse con firmeza por sí mismo, pasado el tiempo necesario, la descargaría de su peso y facilitaría sus movimientos con una rutina consistente.

Confiaba en no encontrarse nunca enfrentada a un conflicto con el transporte y que sus jornadas siguieran sin sobresaltos después de ese primer descenso juntos, rodeados por otra gente, todos silenciosos, concentrados, pacientes. Seguramente entretenían sus tiempos privados de algún modo durante la caminata y la espera en la dársena, hasta la llegada de su medio de desplazamiento, en el que viajarían con las apreturas que implicaba todo el trayecto.

Ya parada junto a los demás, esperando al vehículo colectivo, la campana de la estancia volvió a sonar a lo lejos una tercera vez y, obedientes a la agenda rutinaria, siempre idéntica, todos se removieron con impaciencia, silenciosos y expectantes al inicio de su viaje ordinario. Eran muchos, pero, de una u otra manera, todos cabían en el vehículo por llegar, porque las plazas estaban tasadas y el cupo herméticamente listado al completo.

Un desplazado nunca se plantearía una duda referente a la movilidad. Al final del viaje estaba su objetivo, su tarea, su puesto, su encaje con el sistema en toda su amplitud. Y en su exacto momento, con el ruido estruendoso de los frenos, el transporte llegaba.

Qué es el mundo: una conjunción aleatoria del tiempo y el espacio, salpimentada por escoria. Para qué está el mundo: para que la química se mixture y haga diabluras a ver qué ocurre. Para qué estamos en el mundo: para catalizar las mezclas. Y, por preguntar, ¿qué nos conforma en mayor medida, el tiempo o el espacio? Pues con el tiempo aparecemos y desaparecemos, pero en el espacio también aparecemos y desaparecemos. Al espacio no es que le importemos, dada su indiferente enormidad, ya esté compuesto por materia negra o blanca, pero el tiempo es inmaterial por sí mismo y debe de necesitarnos para considerarse activo, para reconocerse como elemento, y lo consigue al disponer de unos o de otros seres, naturales o virtuales, en cada momento sucesivo, encadenado o simultáneo, lo que da lugar a la aparición implacable —tanto como la existencia— de los torbellinos que se desarrollan dentro del espacio y a lo largo del tiempo. De modo que lo que nos conforma o no, nos conformemos o no, carece de importancia a todos los efectos del universo redundante.

El transporte Movilidad y tiempo

La aparición del vehículo articulado silueteó de niebla el plomizo reflejo de la luz, superponiendo la línea de sus encadenadas carrocerías bajo jirones de nubes viscosas, que se entrecruzaban lentamente por el entorno y matizándolo con un gris variegado. El ronco funcionamiento de los engranajes ocultó, en un estremecimiento de movilidad, el silencioso inicio de la jornada que iba apuntando en flecos y el murmullo de algún niño trasladado sobre una madre encrespado un momento tras el cual se le aquietaba.

Mas para Harya había un matiz distinto en el ambiente, quizá excepcional, quizá novedoso, quizá prometedor o pura y simplemente alentador, que incluso sin saber realmente cómo y hasta dónde, transformaría su habitual rutina. Tal vez su propia madre inmediata en el tiempo, ya olvidada casi por completo —mucho más olvidada por ella que el reticente recuerdo, persecutorio, de lo que significó en su minoría la sustituta Madre mayor— sintiera iguales sensaciones al tenerla a ella, aunque posiblemente no fuera así, por ser tiempos ya superados. Estaba muy claro que ambas ascendientes habrían desaparecido ya, irremediable y lógicamente, como cualquier episodio que fue porvenir una vez para convertirse en un presente pasajero hacia el inamovible e indiferente pasado.

Era inútil recordar, porque ella rechazaba por completo las circunstancias en que transcurrió su minoría y apenas se le sugería algún recuerdo. Además, su tenue vuelta al pasado se esfumó al llegar el momento en el que le tocaba subir al transporte, lo que hizo con la mayor presteza posible. Luego se desplazó por el turbio interior, rozándose con la gente, haciendo pantalla delante del bulto del niño, hacia la izquierda del hueco trasero de la segunda unidad articulada, que era la que le correspondía.

Durante una parte del último semestre había obtenido, por norma y concesión oficial del sistema, la ocupación de un trasportín de los tres que cerraban la fila destinada a los asientos reservados en las bancas laterales. El privilegio le había sido concedido de antemano a beneficio del niño, quien ahora ya era una figurita conformada con la realidad y al que, una vez que ella se sentó, apartó un poco de su propio cuerpo para airear a ambos tras tanto tiempo en estrecho contacto.

El transporte vibró e inició la marcha al poco de resonar la última campanada de la estancia, removiendo la masiva carga productiva que desplazaba. Ya en camino, el trasportín que ella ocupaba, situado en la mitad trasera del articulado, traqueteaba duramente por las irregularidades del terreno. Además, aunque estuviera bien situada en su asiento, se desplazaba —como todos— rodeada de un mar de cuerpos y ropas ajenas, aunque sus propias extremidades semidobladas establecían un ligero e inapreciable territorio solo para ella y el pequeño. Durante bastantes semestres por venir tendría su uso exclusivo mientras efectuaba los viajes de servicio a la empresa, lo que facilitaría su ruta, lenta, suave, agradable, tranquila y amablemente, en un presente sucesivo y apacible, repetido en el tiempo.

Removió las telas de la cuna de movilidad para ver al niño, pequeño y encogido. Ahí estaba y no había sobrevenido la penosa suerte sufrida mucho tiempo atrás, cuando el hijo anterior no consiguió existir. Fue tan breve su promesa que ni siquiera logró para su madre la previa concesión del asiento. El suceso resultó lamentable y decepcionante pues, tras largo tiempo siendo una estanciera singular, ya había asumido que lograría un futuro más cómodo y formando un clan, pero lo único que obtuvo fue continuar en su rutina. Y, como la singularidad solo obtiene ventajas básicas, ordinarias y generales, sus viajes habrían sido un rimero de largos desplazamientos yendo de pie durante la ida y la vuelta, acompasándose a las curvas y los baches, tiempo a tiempo.

Un pitido agudo en el interior del vehículo señaló que habían salido desde el sector agreste de la estancia hacia al camino de conexión con la vía principal. Reconoció con un suspiro su situación, tan novedosa que transcurría como si hubieran sido en realidad unos breves y apacibles instantes, e incluso consideraba simples molestias los duros y bruscos saltos de su cuerpo en el plixtán del asiento, repetidos según atravesaban las desigualdades en el trazado de la ruta, y que el pequeño también acusaba con leves sobresaltos de su apretado cuerpo. Incluso así, esta situación mejoraba mucho la anterior, ya casi olvidada, cuando viajaba de pie y los iba contabilizando, como un remedio para disimular la longitud del desplazamiento y las bruscas oscilaciones de la multitud al removerse durante el largo y repetido camino.

Poco después, dos nuevos pitidos muy rápidos avisaban de que pronto saldrían a la vía recta hacia Ciudad Mayor-Norte y acabaría tanto traqueteo y aumentaría la velocidad. Mejor para todos los que viajaban en posición erecta de forma masiva, como había sido previamente el caso de Harya antes de haber obtenido la concesión del trasportín. Al cambiar el terreno, dejando atrás los agujeros del camino y con mayor estabilidad en la vía, ella recordó cómo, tiempo antes, en esta parte del trayecto podía reequilibrar sus sobrecargadas extremidades, obligadas a mantenerla en un difícil equilibrio, bache tras bache.

Con un brusco, resonante y multiplicado salto de suspensiones, atravesaron las antiguas traviesas del que fuera el multiarticulado de larga distancia, ya fenecido. Esos hierros abandonados remitieron a Harya al que fue su tiempo de minoría, cuando distancias mayores y muy alejadas eran cubiertas por orugas de denso metal que, como enormes proyectiles en larguísimo tándem, cruzaban cualquier comarca a velocidad vertiginosa. Ella nunca los había utilizado mientras estuvo tutelada y, cuando alcanzó la mayoría, la escasez generalizada había desembocado ya en la interrupción de las líneas y la desaparición de los artefactos de largo recorrido, olvidados entre escombros o refundidos para otras necesidades.

 

Tal vez se nos impregna rápidamente con la creencia de que el periplo entre el pasado y el futuro se colma con la impuesta continuidad de la especie, ese tirano despiadado que nos zarandea durante nuestros equívocos breves instantes, a ver si somos productivos y le agilizamos un poco la evolución que, por otro lado, seguramente tiene bien planeada. Y, para suavizar la obligada participación que nos demanda un discurrir de desconocido resultado, nos queda por aceptar la creencia de que nuestro microscópico esfuerzo en el intento reviste gran importancia para generaciones venideras, necesitadas de un bienestar reiteradamente deseado, para las que habríamos debido, conseguido, logrado ser progenitores de una estabilidad edificada con ladrillos de beneficioso, supuestamente lucrativo e interminable esfuerzo. Pero, a falta de seguridad en el desarrollo de las cosas, ¿con qué se nos compensa?

Madre mayor Inseguridad y esfuerzo

En la minoría de Harya, Ciudad Mayor tenía otro nombre y otro aspecto, otra luz, otro entorno. Otras gentes, ágiles y dispersas, dirigiéndose a sus asuntos por un accesible exterior, más dueños y gestores del destino propio y en cierto modo también del ajeno, en un ambiente individualizado. El exterior podía resultar caótico por tanta diversificación, porque se permitía a cualquiera un amplio margen de movilidad de cercanía, estando la lejanía sujeta solo a las tarifas de transporte. Aquello fue el inicio de un imparable desorden, donde cualquiera administraba sus movimientos a su antojo, más expuestos todos a la irresponsabilidad y la carencia, bajo un mandato institucional tambaleante, con los recursos descendentes, menos tutelados, apenas dirigidos y más expuestos a caer en la pura y simple inactividad.

En aquel momento temporal, Maya Nazaryan, conocida como May, y que en aquella época actuaba como Madre mayor de la niña Harya, hizo un sesgo, como de huida, cuando un vibrante ronquido de trueno estremeció el entramado del edificio donde ambas se encontraban. Antes de retumbar el sonido, su cuarto se había iluminado durante unos momentos con el brillo azulado del rayo que absorbió, casi por completo, el leve resplandor del interior. Se había cortado la energía nada más empezar la tormenta para evitar pérdidas de potencia accidentales, pero en la habitación de May, compartida con la pequeña Harya, no desaparecía la luz totalmente porque la iluminación, cuando la había, empapaba ligeramente los muros con un resplandor residual que permanecía durante algún tiempo después de haberse interrumpido el servicio y antes de que la oscuridad se hiciera efectiva.

—¿Cuándo se va la tormenta, May?

Madre mayor cabeceó animosamente hacia la niña, hija de su hija, que se recostaba contra ella con una mezcla de temor, confianza y curiosidad.

—Puede acabar ahora o durar mucho todavía, pero aquí estamos protegidas y no puede alcanzarnos.

El siguiente trueno fue tan violento que ambas se estremecieron a la vez, interrumpiendo a Madre mayor por unos instantes.

—No nos pasará nada porque estamos en casa.

—¿Qué es «casa»?

—Es el edificio donde tenemos un cuarto, este cuarto.

—¿Y si la casa se cae encima de nosotras?

—Hary, las casas no se caen o, por lo menos, tardan muchísimo tiempo en caerse.

—¿Y si ya ha pasado muchísimo tiempo?

—Tienen que pasar cientos de semestres para eso.

—¿Y eso qué es, May?

—Bueno, eso es una enormidad de tiempo, así que, como te dije, nunca se caerá la casa.

—¿Y estará aquí siempre?

—Siempre.

Se habían olvidado de los estallidos de la tormenta eléctrica, cuando un nuevo trueno estremecedor pareció burlarse de las premoniciones. May había hecho una arriesgada previsión del porvenir, que al presente pareció no gustarle.

Sonido, inmovilidad, desatención. Pueden ser considerados como signos de vida o como simples señales de acostumbramiento a cosas que cualquiera no conoce pero que adivina… Seguramente porque se carece de opción cuando el mundo ya nos ha impactado con su fuerza haciendo gala de su poder en el vacío, lo que no demuestra nada porque el vacío también es nada por sí mismo. O, al estar compuesto de partículas ínfimas, por enorme que sea su número apenas es algo más que nada. ¿Y siendo así, nos dirige? Tal vez no lo hace, nos produce y nos suelta en el caos del puro azar. Entonces se trataría de visión parcial, movimiento limitado, rumor interior y allá se las ventile cada uno en cada situación y en cada momento, todo lo cual tal vez es una apariencia, fuera de la realidad tangible pero dentro de la potencia creativa. Y así asumimos que el sistema suena, incluso que retumba, aunque en la misma línea quizá debamos conocer el concepto mismo de sonido antes de percibirlo. Si en el vacío hay partículas, no será a nivel de percepción, ni siquiera de ruido, y si las mismas muestran una posible materialización, en tal caso es tan nimia, tan básica, tan intangible que, al resultar una suposición, no hay conclusión. Pero, si se supone que hay existencia, al menos aquí seguimos y estamos programados como activos en nuestra propia creencia privada y mutua, luego hay sonido existencial, o nos hacen creer que eso es cierto.

Al llegar Rutina y movimiento

Harya percibió, por reiterada costumbre, que se acercaba el final del desplazamiento habitual, que era, de hecho, el principio de su jornada efectiva. Después de discurrir por la recta vía de acceso a Ciudad Mayor —todavía oscurecida y aclarada a ráfagas por un progresivo gris inicial— el vehículo había estabilizado su movimiento y velocidad entre las montañas de destruido mortero y torcidos hierros que señalizaban por ambos lados el contorno del camino de aproximación. Entre las construcciones —derrumbadas o herrumbrosas— iban apareciendo a lo lejos algunos sectores en producción, que mostraban el hormigueo de las gentes procedentes de la parada de otros transportes.

El niño se removió con un murmullo de protesta y mostró un cierto esfuerzo. Harya lo acunó con rapidez y se calmó, lo que demostró otra vez su fácil manejo. Faltaba solo un poco más para llegar a la parada de destino, salir del artefacto y dirigirse hacia las puertas del edificio para iniciar la jornada, una vez hubiera recorrido los trescientos pasos desde la dársena final del transporte hasta el acceso a la empresa. Pero, antes de llegar a su objetivo, el vehículo traqueteó al atravesar por un sector viario local y por tanto antiguo e irregularmente conservado, donde había otra vez profundos hoyos rellenados con guijarros saltarines y murmuradores, que chirriaban y rebotaban en los bajos con un golpeteo metálico. Mientras tanto, la luz temprana se expandía ya a través de sombras lineales o quebradas, aumentando en intensidad por momentos. Entonces el motor aminoró y el nivel de ruido se elevó y bramó, a la vez que los sistemas de frenado rechinaron casi hasta lo imposible, soportable solo por habitual.

La gente se abalanzó, empujando y presionando al abrirse las puertas. Ella se incorporó a la multitud y se hundió en el río de ropas y cuerpos buscando salir con la mayor rapidez posible al exterior, a la luz libre. Haciendo escudo con el fardo situado ante el niño y a trompicones consiguió bajar la escala y apartarse un poco de la masa que la rodeaba y adelantaba. Aspiró el leve halo neblinoso con sensación de alivio, pero el pequeño no pareció opinar lo mismo, pues empezó a murmurar y removerse. Como necesitaba llegar pronto a los locales de la empresa, se puso en marcha con premura, con la bolsa en la que iba el niño colgando por delante de ella, ligeramente hacia un lado, y con el fardo sostenido en el aire con la otra extremidad.

Con un suspiro tranquilizador, Harya y su carga llegaron a la entrada del edificio. Abiertos de par en par los enormes portones, en cuyos bajos algunos sectores presentaban grietas oxidadas, iba moviéndose hacia el interior una multitud de la que ella formaba parte sin recibir mirada alguna, puesto que su nueva situación, acompañada por el pequeño, solo les importaba a ella y a la empresa.

Atravesó las puertas interiores de resguardo y entró, en ese momento el niño empezó a rebullir, incluso con urgencia, como si hubiera percibido un cambio de presión, quejándose. Se preocupó, pues aún le faltaba por recorrer parte de su camino e ignoraba si la criatura requería una atención inmediata, que en modo alguno podía otorgársele en esa parte del recorrido. Ni siquiera podía descansar durante un momento antes de llegar a su lugar de trabajo, donde dejaría el fardo para situarse en su puesto y dispondría de algunos instantes antes de comenzar. No obstante, consiguió tranquilizarlo mientras se incorporaba a una fila ralentizada, formada por gente que se encaminaba a una pantalla de verificación de identidad donde validaban sus pases.

También a ella le llegó el momento, situó su tarjeta mientras trataba de mantener calmado al niño a la vez que, elevando la mano con la que debía fichar, intentaba evitar que su fardo terminara en el suelo: si se caía y tenía que pararse a recuperarlo, con las dificultades añadidas de llevar encima al pequeño, detendría el discurrir normal de la fila y los retrasos que los demás sufrieran le serían impuestos a ella misma y a su costa. Su expediente temblaría con tantos puntos negativos. No obstante, consiguió mantenerlo todo bajo un difícil control y, unos momentos después y con agitación, recorrió el trayecto final hacia su puesto.

¿Alguna vez se le ha consultado a alguien, imparcialmente, para conocer su valoración fundada sobre el curso conocido de la existencia? Puede que sí o puede que no. Pero, dada la duda que seguramente se produciría en la mente consultada respecto a esa evaluación personalizada, resultaría que tal opinión, una vez multiplicada por los millones de individualidades correspondientes, ¿sería de utilidad para resolver situaciones, impulsar mejoras, reconocer deficiencias, aceptar imposibilidades, expandir soluciones? Las estadísticas igual pueden servir para apuntalar el progreso que para justificar el receso. Ya sabes, consisten en esa anticipación teórica y artificial que realizan las máquinas que se basan en hechos aislados que se elevan a globalidad, y del resultado sacan conclusiones y de ellas las decisiones sobre información o desinformación general. Algo parecido a trasponer como posibles las catástrofes filmadas, en el área de la creación audiovisual, cuando se detecta el meteoro que viene a reventar la mitad del mundo y degradar hasta mínimos la otra mitad, pero que, para evitar algaradas de pánico, previsiblemente agresivo, no se avisa con anterioridad a la población, esparcida en miles de millones por un planeta amenazado, porque las élites dirigentes deciden mantenerlo en secreto, supuestamente para que no se dediquen al saqueo. ¿Y saqueo para qué, si la electricidad va a desaparecer, las redes reventarán y los esquemas sociales, si es que alguno se mantiene, serán caóticos? Como unos lo harán por taimados, creyendo preservar sus existencias, otros por ignorantes de las consecuencias, los terceros por timoratos inactivos, lo que la estructura global preestablecida pretenderá conseguir con la desinformación es garantizar la pervivencia de los sectores que controlan los medios, las informaciones, las complicidades, las previsiones o las soluciones, pero siempre tratando de ser los menos afectados por los trastornos, las catástrofes o las complicaciones. En resumen, para que no se les culpe del desastre o se les exija su responsabilidad, intentan ser molestados lo menos posible por la multitud, cualquiera que sea la situación sobrevenida… mientras que van organizando su salvación personal, en la permisividad de un caos en el que los indefinidos e ignorados «otros» se quedan a su eventual suerte, tal vez bien merecida. Pues lo mismo…

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