Grace y el duque

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Grace y el duque
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Índice de contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

El futuro

Nota de la autora

Título ori­gi­nal: Daring and the Duke Book 3 in the Bareknuckle Bastards Series. Published by arrangement with Avon, an imprint of HarperCollins Publishers.

© 2020 by Sarah Trabucchi

____________________

Traducción: María José Losada

Corrección: Xavier Beltrán

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

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1.ª edición: julio 2021

Nueva edición corregida: junio 2021

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

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Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

Para las chicas rebeldes, especialmente la mía.

Capítulo 1

Burghsey House, sede del ducado de Marwick, en el pasado.

No existía nada en el mundo como la risa de él.

No importaba que ella no estuviera cualificada para hablar del vasto mundo, porque nunca se había alejado de aquella enorme casa solariega situada en la tranquila campiña de Essex, a dos días en carruaje desde Londres, donde las onduladas y verdes colinas se convertían en trigo a medida que el otoño ganaba terreno.

No importaba que no conociera los sonidos de la ciudad o el olor del mar. Ni que nunca hubiera oído hablar en otra lengua que no fuera el inglés, ni hubiera visto una obra de teatro, ni hubiera escuchado una orquesta.

No importaba que su mundo se limitara a los tres mil acres de tierra fértil cubiertos de mullidas ovejas blancas y enormes fardos de heno, y a una comunidad de personas con las que no tenía permitido hablar, para las que era prácticamente invisible; porque ella era un secreto que debía guardarse a toda costa.

Era la niña que habían bautizado como el heredero del ducado de Marwick. La que habían envuelto en el arrullo de encaje reservado para una larga estirpe de duques, la que habían ungido con aceites esenciales destinados exclusivamente para los residentes de Burghsey House más privilegiados. A la que habían otorgado nombre y título de varón ante Dios. El duque —un hombre que no era su padre— había pagado a sirvientes y a sacerdotes para que guardaran silencio, había falsificado documentos y había trazado planes para sustituir a la hija bastarda de su esposa por uno de sus propios hijos bastardos —nacido el mismo día que ella, de mujeres que no eran la duquesa—; de esa manera, ofrecía a uno de sus hijos el único camino hacia el legado ducal…, un legado robado.

Con esta estratagema estaba abocando a esa niña inútil, el bebé que lloraba en los brazos de la enfermera, a una vida a medias, llena de una dolorosa soledad que emanaba de un mundo tan grande y, al mismo tiempo, tan pequeño.

Y entonces había llegado él, hacía ya un año. Tenía doce años y estaba lleno de fuego, poseía toda la fuerza del mundo que había ahí afuera. Era alto y delgado, y tan inteligente como astuto. Le parecía el ser más hermoso que jamás hubiera visto, con un flequillo rubio tan largo que caía sobre unos brillantes ojos de color ámbar, unos ojos que guardaban mil secretos. Tenía una risa queda, apenas un susurro, tan poco frecuente que, cuando aparecía, era como un regalo.

No, no había nada en el vasto mundo como la risa de él. Ella lo sabía, aunque el vasto mundo estuviera tan lejos de su alcance que ni siquiera fuera capaz de imaginar dónde empezaba.

Él sí.

Y le encantaba contarle cosas sobre ese mundo. Eso fue lo que hizo aquella tarde, en uno de los preciosos momentos robados a las maquinaciones y manipulaciones del duque, justo el día antes de la noche en la que el hombre que manejaba su futuro regresó para deleitarse atormentando a sus tres hijos varones. Pero, en esos momentos, en aquella tranquila tarde, mientras el duque estaba fuera, en Londres, haciendo lo que fuera que hicieran los duques, los cuatro niños aprovechaban la felicidad allá donde podían encontrarla: al aire libre, en el salvaje y serpenteante terreno de la finca.

El lugar favorito de ella estaba en el límite occidental del terreno, lo suficientemente alejado de la casa solariega como para perderla de vista. Allí había un magnífico bosquecillo de árboles que se elevaba hacia el cielo, bordeado por un pequeño y burbujeante riachuelo, o más bien un arroyo, para ser precisos, pero que le había proporcionado horas, días y semanas de parlanchina compañía cuando era más niña y la conversación con el agua era lo único que cabía esperar.

Pero allí, en aquel momento, no estaba sola. Reposó entre los árboles, donde los rayos de sol moteados inundaban el suelo en el que yacía de espaldas, exhausta después de haber recorrido los campos, y aspirando grandes bocanadas de aire cargado del aroma del tomillo silvestre.

—¿Por qué siempre venimos aquí? —Él se sentó a su lado, cadera con cadera, mientras su propio pecho subía y bajaba por la respiración agitada mientras la miraba a la cara, con sus piernas, cada vez más largas, estiradas más allá de la cabeza de la chica.

—Me gusta estar aquí —dijo ella con sencillez, y volvió la cara hacia la luz del sol, y el son de los latidos de su corazón se calmó al mirar a través del dosel de ramas que jugaban al escondite en el cielo—. Y a ti también te gustaría si no estuvieras siempre tan serio.

El aire tranquilo del lugar se transformó, se volvió más pesado ante la certeza de que no eran niños de trece años corrientes y sin preocupaciones. Protegerse formaba parte de su supervivencia. La seriedad formaba parte de su supervivencia.

Ella prefería no pensar en ello mientras las últimas mariposas del verano danzaban bajo los rayos de luz, por encima de sus cabezas, llenando aquel lugar con una magia que mantenía a raya lo peor. Así pues, cambió de tema.

—Cuéntame cosas del mundo.

—¿Otra vez? —Pero en realidad, él no estaba pidiéndole explicaciones. No las necesitaba. Se giró, y ella movió las faldas para que él se tumbara a su lado, como había hecho docenas de veces antes. Cientos. En cuanto se acomodó de espaldas, con las manos apoyadas en la nuca, él empezó a hablar al cielo—. Nunca hay tranquilidad.

—Por el golpeteo de las ruedas de los carros contra los adoquines.

—Las ruedas de madera hacen ruido, pero es más que eso. —Ella asintió—. Son los gritos de las tabernas y de los vendedores ambulantes de la plaza del mercado. Los ladridos de los perros de los almacenes. Las peleas de las calles. Yo solía subir al tejado del lugar donde vivía y apostaba en las peleas.

—Por eso eres tan buen luchador.

—Siempre pensé que sería la mejor manera de ayudar a mi madre. Hasta que… —Se encogió levemente de hombros. Interrumpió sus palabras, pero ella sabía el resto. «Hasta que cayó enferma y el duque le ofreció un título y una fortuna a ese hijo que habría hecho cualquier cosa para ayudarla». Se volvió para mirarlo; tenía una expresión tensa, la vista clavada en el cielo, los dientes apretados.

 

—Háblame de los improperios —lo incitó.

—Hay mucho lenguaje soez. Eso te gusta, ¿eh? —Él soltó una risilla de sorpresa.

—Ni siquiera sabía que existían las palabrotas antes de conoceros a vosotros tres. —Los chicos que habían llegado a su vida eran puro alboroto: rudos, malhablados y maravillosos.

—Antes de conocer a Diablo, querrás decir. —Diablo, bautizado como Devon, era uno de sus otros dos hermanastros; había sido criado en un orfanato para niños abandonados, y para demostrarlo se expresaba con un lenguaje malsonante—. Él te ha transmitido sus amplios conocimientos. Sí. Los improperios. En especial los de los muelles. Nadie maldice como un marinero.

—Dime cuál es el mejor improperio que has oído.

—No. —Él le lanzó una mirada socarrona.

—Háblame de la lluvia. —Le preguntaría a Diablo más tarde.

—Es Londres. Nunca para de llover.

—Cuéntame algo bueno. —Le dio un codazo en el hombro.

—La lluvia hace que las piedras de la calle estén resbaladizas y brillantes. —Sonrió, y ella hizo lo mismo. Adoraba la forma en que le seguía la corriente.

—Y, por la noche, las luces de las tabernas las vuelven doradas —terminó ella.

—No solo las de las tabernas, también las de los teatros de Drury Lane. Y las lámparas que cuelgan delante de las casas de alterne. —Las casas de mala muerte donde su madre había aterrizado después de que el duque se negara a mantenerla cuando eligió tener a su hijo. Donde había nacido aquel hijo.

—Para mantener la oscuridad a raya —susurró ella.

—La oscuridad no es tan mala —adujo él—. Lo que ocurre es que la gente que vive en ella no tiene más remedio que luchar por lo que necesita.

—¿Y consiguen lo que necesitan?

—No. No tienen lo que necesitan, y tampoco lo que merecen. —Hizo una pausa y luego susurró al dosel de ramas, como si realmente fuera mágico—. Pero vamos a cambiar todo eso.

No le pasó desapercibido que había usado el plural. No solo ellos dos, sino todos. Aquel cuarteto que hizo un pacto para iniciar aquella loca competición: quien ganara protegería al resto. Y luego escaparían de aquel lugar en el que los habían forzado a luchar en una batalla de ingenio y armas que le daría a su padre lo que quería: un heredero digno de un ducado.

—En cuanto seas duque… —empezó ella, en voz baja.

—En cuanto uno de nosotros sea duque. —Se volvió para mirarla.

Ella negó con la cabeza y buscó su brillante mirada ambarina, tan parecida a la de sus hermanos. Tan parecida a la de su padre.

—Vas a ganar tú.

—¿Cómo lo sabes? —dijo él, después de observarla durante un buen rato.

—Lo sé, y punto. —Apretó los labios.

Las maquinaciones del viejo duque se volvían más desafiantes cada día. Diablo era como su nombre, demasiado fuego y furia. Y Whit era demasiado pequeño y demasiado amable.

—¿Y si no quiero?

—Por supuesto que quieres. —Cualquier otra cosa era una idea absurda.

—El ducado debería ser tuyo.

—Las chicas no pueden ser duques. —Ella no pudo reprimir una risita exagerada.

—Y, sin embargo, aquí estás: eres la heredera.

Pero no lo era. No de verdad. Ella era el producto de una aventura extramatrimonial de su madre, una apuesta ideada para darle un heredero bastardo a un marido monstruoso, y manchar así para siempre su preciado linaje, que era lo único que realmente le importaba al duque. Pero, en lugar de un niño, la duquesa había dado a luz a una niña, por lo que no podía heredar. Era la sustituta. Una simple nota al pie en el ancestral ejemplar del Libro de la nobleza de Gran Bretaña e Irlanda. Y los cuatro lo sabían.

—No importa —aseguró, ignorando sus palabras.

Y no importaba. Ewan ganaría. Se convertiría en duque. Y lo cambiaría todo.

Él la observó en silencio durante un rato.

—Cuando sea duque… —fantaseó en un susurro, como si las palabras fueran a convertirse en realidad al pronunciarlas en voz alta—. Cuando sea duque, yo cuidaré de todos. De nosotros y de todo el Garden. Manejaré su dinero. Su poder. Su nombre. Y me alejaré de aquí y nunca miraré atrás. —Las palabras volaron alrededor de ellos, reverberando en los troncos de los árboles antes de que él se corrigiera—. Su nombre no —susurró—. El tuyo.

Robert Matthew Carrick, conde de Sumner, heredero del ducado de Marwick.

Ignoró el ramalazo de emoción que la recorrió y suavizó el tono.

—Te quedará bien ese nombre. Es nuevo. Yo nunca lo he usado. —Había sido bautizada como el heredero, pero no podía hacer uso de su nombre.

A lo largo de los años, siempre se habían dirigido a ella como «niña», «chica» o «señorita». Un día, cuando tenía ocho años, hubo una criada que la llamó «mi amor», y eso le gustó mucho. Pero la criada se había marchado al cabo de unos meses, y ella había vuelto a ser invisible.

Hasta que más tarde llegaron tres chicos que sí la veían, y el que estaba con ella no solo parecía verla, sino también entenderla. Y la llamaron de mil maneras: «Liebre», por la forma en que atravesaba los campos a la carrera, «Fuego», por las llamas de su cabello pelirrojo y «Rebelde», por la manera en que se enfadaba con su padre. Y ella respondía a todos aquellos apodos, sabiendo que ninguno era su nombre, sin importarle demasiado, porque ellos estaban allí. Porque tal vez estar con ellos fuera suficiente.

Porque para ellos era alguien importante.

—Lo siento —susurró él. Y lo decía en serio.

Para él, ella sí era alguien importante.

Permanecieron así durante unos instantes, con las miradas entrelazadas mientras la verdad pesaba a su alrededor, hasta que él carraspeó y apartó los ojos, rompiendo así aquella conexión. Lo observó cuando giró su tronco para volver a prestar atención a las copas de los árboles.

—De todos modos, mi madre decía que le encantaba la lluvia, porque era el único momento en que veía joyas en el barrio de Covent Garden.

—Prométeme que me llevarás contigo cuando te vayas —susurró ella para romper el silencio.

Los labios de Ewan se convirtieron en una línea firme, la promesa quedó escrita en las arrugas de su cara, más vieja de lo que debería ser. Más joven de lo que iba a necesitar que fuera.

—Y tendrás muchas joyas. —Asintió con seguridad.

Ella se giró, y sus faldas se desplegaron sobre la hierba.

—Por supuesto —bromeó ella—. Y vestidos confeccionados con hilo de oro.

—Vivirás entre bobinas de hilo oro.

—Sí, por favor —dijo ella—, y una doncella que sepa hacerme preciosos peinados.

—Para ser una chica de campo, eres muy exigente —se burló.

—He tenido toda la vida para elaborar una lista con mis necesidades. —Le dirigió una sonrisa.

—¿Crees que estás preparada para Londres, chica de campo?

—Creo que se me dará bien, chico de ciudad. —La sonrisa se transformó en un ceño fruncido.

Él se rio, y el preciado (por infrecuente) sonido de su risa llenó el espacio que los rodeaba, reconfortándola. En ese momento, sucedió algo. Algo extraño e inquietante, maravilloso e inaudito. Ese sonido, que no se parecía a ningún otro del vasto mundo, la liberó.

De repente, lo sintió. No solo el calor de él a su lado, donde se tocaban de hombro a cadera. No solo el lugar donde su codo descansaba junto a su oreja. No solo el contacto de sus manos en los rizos cuando él extrajo una hoja de ellos. Sino en todas partes. En el ascenso y descenso uniforme de su respiración. En su segura quietud. Y esa risa…, en su risa.

—Pase lo que pase, prométeme que no me olvidarás —le pidió en voz baja.

—No podré. Estaremos juntos.

—La gente se va.

—Yo no. No me iré. —Frunció el ceño y negó con fuerza.

—A veces no se elige. A veces, la gente, simplemente… —Asintió—. Pero aun así…

Su mirada se suavizó al comprender que se refería a su madre. Rodó hacia ella y quedaron frente a frente, con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos, lo suficientemente cerca como para contarse mil secretos.

—Ella se habría quedado de haber podido —dijo él con firmeza.

—No lo sabes —susurró, y cuánto detestó el picor que le provocaban aquellas palabras en los ojos—. Nací y ella murió, y me dejó con un hombre que no era mi padre, que me dio un nombre que no es el mío, y nunca sabré qué habría pasado si ella hubiera vivido. Nunca sabré si… —Él esperó. Siempre paciente, como si fuera a aguardar toda la vida—. Nunca sabré si me habría querido.

—Claro que sí. —La respuesta fue inmediata.

—Ni siquiera me puso un nombre. —Sacudió la cabeza y cerró los ojos. Quería creerle.

—Lo habría hecho. Te habría puesto un nombre, y habría sido precioso.

La certeza de sus palabras hizo que ella buscara su mirada, segura e inflexible.

—Entonces, ¿no me llamo Robert?

—Ella te habría puesto un nombre digno de ti. El nombre que te mereces. Te habría dado el título. —No sonrió. No se rio. La comprendía y, luego, añadió—: Como voy a hacer yo.

Todo se detuvo: el susurro de las hojas en el dosel de ramas; los gritos de sus hermanos en el arroyo, un poco más allá; el lento transcurrir de la tarde; y ella supo, en ese momento, que él estaba a punto de hacerle un regalo que nunca había imaginado recibir.

—Dime… —Le sonrió, con el corazón palpitando en el pecho.

Quería ese regalo en los labios y en la voz de él, en los oídos de ella. Quería que se lo diera y sabía que le resultaría imposible olvidarlo, incluso después de que se marchara y la dejara atrás.

Y él se lo dio.

—Grace —la llamó.

Capítulo 2

Londres, otoño de 1837.

—¡Por Dahlia!

Una estridente ovación se elevó en respuesta al brindis; la multitud concentrada en la sala principal del número 72 de Shelton Street —un club de alto nivel y el secreto mejor guardado de las mujeres más elegantes, sabias y escandalosas de Londres— se volvió al unísono para brindar por su propietaria.

La mujer conocida como Dahlia se quedó quieta al pie de la escalera central, observando la enorme estancia, ya repleta de socias del club e invitadas a pesar de lo temprano que era.

—Bebed, queridas, os espera una noche inolvidable. —Dirigió al público una amplia y brillante sonrisa.

—¡O para olvidar! —exclamó alguien desde el otro extremo de la sala. Dahlia reconoció al instante la voz de una de las viudas más alegres de Londres, una marquesa que había invertido en el 72 de Shelton Street desde sus inicios y que amaba aquel club más que a su propia casa. Allí, una alegre marquesa gozaba de la privacidad que en Grosvenor Square nunca había tenido. Sus amantes también se sentían totalmente libres.

Los enmascarados rieron al unísono y Dahlia se libró de la atención general el tiempo suficiente para que Zeva, su lugarteniente, apareciera a su lado. La alta belleza de pelo oscuro había estado con ella desde que fundó el club y se encargaba de atender a las socias, asegurándose de que tuvieran todo lo que desearan.

—Es un éxito —dijo Zeva.

—Y va a serlo más. —Dahlia echó un vistazo al reloj que llevaba en la cintura.

Era temprano, apenas pasadas las once; gran parte de las mujeres de Londres solo podían escabullirse de sus aburridas cenas y bailes poniendo excusas como el abatimiento y su naturaleza delicada. Dahlia sonrió al pensar en ello, ya que conocía la manera en que las socias del club utilizaban la delicadeza que se atribuía al sexo débil para tomar lo que deseaban sin que la sociedad lo supiera.

Se adjudicaban esa debilidad y jugaban con ella, al tiempo que convocaban a sus cocheros en las puertas traseras de sus casas; al tiempo que cambiaban sus respetables ropas por otras más provocativas; al tiempo que se despojaban de las máscaras que llevaban en su mundo y se ponían otras diferentes, otros nombres, otros deseos…, lo que ansiaban fuera de Mayfair.

Pronto llegarían y abarrotarían el 72 de Shelton Street para deleitarse con lo que el club les ofrecía cualquier noche del año —compañerismo, placer y poder— y, en concreto, con lo que ocurría el tercer jueves de cada mes, cuando las mujeres de todo Londres y de cualquier otra parte del mundo eran bienvenidas para explorar sus deseos más profundos.

El célebre acontecimiento, al que llamaban Dominio, era en parte baile de máscaras, en parte juerga salvaje, en parte algo así como un casino y, sobre todo, algo completamente confidencial. Diseñado para ofrecer a los miembros del club y a sus acompañantes de confianza una velada dedicada exclusivamente a su placer… Fuera este cual fuera.

 

Dominio tenía un único propósito: las damas eligían.

No había nada que le gustara más a Dahlia que proporcionar a las mujeres acceso al placer. En el mundo real, el sexo débil no recibía la más mínima consideración, y su club se había creado para darle la vuelta a esa situación.

Desde que había llegado a Londres, veinte años atrás, había ganado dinero de muchas maneras. Había trabajado como camarera en pubs y teatros. Había picado carne en carnicerías y doblado metal para hacer cucharas, y nunca había ganado más de un penique o dos por jornada. Enseguida descubrió que el trabajo diurno no era rentable.

Lo cual le parecía bien, ya que nunca se había adaptado a los horarios diurnos. Después de que los orinales y los pasteles de carne le revolvieran el estómago, y que trabajar con el metal le dejara las palmas de las manos en carne viva, había encontrado un trabajo como florista y se había esforzado por conseguir vaciar la cesta de unos ramilletes que se marchitaban rápidamente antes del anochecer. Pasaron dos días antes de que un vendedor ambulante del mercado de Covent Garden notara su buen ojo para los clientes y le ofreciera trabajo vendiendo fruta.

Eso había durado menos de una semana, hasta que él la había golpeado cuando, accidentalmente, se le cayó una manzana roja brillante en el serrín. Cuando se puso en pie, ella misma lo rebozó a él en serrín antes de salir corriendo del mercado con tres manzanas en la falda que valían más que su sueldo de una semana.

El suceso había sido lo suficientemente sorprendente como para atraer la atención de uno de los mejores luchadores del barrio del Garden. Digger Knight siempre andaba buscando chicas altas con caras bonitas y puños poderosos. «Los brutos son una cosa», solía decir, «pero las bellas se ganan al público». Dahlia resultó ser ambas cosas.

Le había enseñado bien.

La lucha no era un trabajo diurno. Era un trabajo nocturno y se pagaba como tal.

Se pagaba bien. Y se sentía mejor, en especial para una chica que no era nadie y estaba llena de rabia. No le importaba el dolor de los golpes, se recuperaba pronto del mareo que experimentaba a la mañana siguiente de un combate… Y en cuanto aprendió a anticiparse a los golpes y a evitar los que hacían daño de verdad, no miró atrás.

Dejó las flores y la fruta, y vendió sus puños en su lugar, en peleas justas y también en las sucias. Y cuando vio la cantidad de dinero que ganaba con las últimas, vendió su cabellera a un peluquero de Mayfair que compraba en el Garden al por mayor. El pelo largo era una debilidad para una chica que peleaba sin guantes.

Con casi quince años, pelo corto y piernas largas, se había convertido en una leyenda de los rincones más oscuros de Covent Garden. Era una chica delgada y fibrosa, y con un puño duro como el roble con el que ningún hombre deseaba encontrarse en una calle oscura. Sobre todo cuando iba flanqueada por los dos chicos que la acompañaban, y que luchaban con una rabia adolescente y feroz capaz de acabar con cualquiera que se enfrentara a ella.

Juntos habían ganado dinero a espuertas con los puños y habían levantado un imperio. Dahlia y los chicos, que rápidamente se convirtieron en hombres —sus hermanos de corazón y de alma, no de sangre—, los Bastardos Bareknuckle. Y el trío vendió los puños hasta que ya no tuvieron que hacerlo. Hasta que, finalmente, se tornaron imbatibles. Irrompibles.

Los reyes.

Y solo entonces la reina Dahlia construyó su castillo y reclamó su lugar, ya no en el negocio de las flores ni de las manzanas ni del cabello ni de las peleas.

Y a sus súbditos les ofrecía algo magnífico: podían elegir. No era el tipo de elección que se le había concedido a ella —el menor de los males—, sino el que permitía a las mujeres alcanzar sus sueños. Fantasías y placer hechos realidad.

Lo que las mujeres querían, Dahlia se lo proporcionaba.

Y Dominio era la forma de hacerlo.

—Veo que te has vestido para la ocasión —dijo Zeva.

—¿Ah, sí? —respondió Dahlia con una ceja arqueada. El corsé escarlata que llevaba por encima de unos pantalones negros, perfectamente ajustados, acariciaba sus exuberantes curvas bajo un largo y elaborado abrigo bordado en negro y oro, forrado con una rica seda dorada.

Rara vez llevaba faldas. Los pantalones le permitían mayor libertad de movimientos para trabajar, por no mencionar que eran un valioso símbolo de su papel como propietaria de uno de los secretos mejor guardados de Londres y de reina de Covent Garden.

—Sé dónde has estado los últimos cuatro días. Y no ha sido envuelta en terciopelo y seda, precisamente. —Su lugarteniente la miró de arriba abajo.

Una estruendosa ovación surgió de la ruleta, salvando a Dahlia de tener que responder. Se giró para observar a la multitud y vio la amplia y feliz sonrisa de una mujer enmascarada, anónima para todos menos para la dueña del club, que atrajo a Tomas, su compañero de esa noche, para darle un beso de celebración. Tomas se mostró muy dispuesto a festejar, y el abrazo terminó entre silbidos y aplausos.

Nadie creería que para todo Mayfair ella era una florero que había perdido toda oportunidad con los hombres. Las máscaras tenían un poder infinito cuando se usaban bien.

—¿La dama está en racha? —preguntó Dahlia.

—Tercera victoria consecutiva. —Por supuesto, Zeva llevaba la cuenta—. Y Tomas no es lo que se dice una influencia negativa.

—No se te escapa nada. —Dahlia le ofreció una media sonrisa.

—Me pagan muy bien por ello. Me entero de todo —dijo—. Incluyendo tu paradero.

Dahlia miró a su factótum y amiga.

—Esta noche no —dijo en voz baja.

—La votación de mañana fracasará. —Zeva tenía más cosas que decir, pero calló. En su lugar, hizo un gesto con la mano en dirección al extremo de la sala, donde un grupo de mujeres enmascaradas se apiñaban en una conversación privada.

Aquellas mujeres eran esposas de aristócratas, la mayoría más inteligentes que sus maridos, y todas tan cualificadas (o mucho más) para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores. Sin embargo, el hecho de carecer de las vestimentas apropiadas no impedía a las damas legislar y, cuando lo hacían, lo hacían allí, en los aposentos privados, a espaldas de Mayfair.

Dahlia dirigió una mirada de satisfacción a Zeva. La votación podría ilegalizar la prostitución y otras formas de trabajo sexual en Gran Bretaña. Dahlia había pasado las últimas tres semanas convenciendo a las esposas en cuestión de que esa era una votación en la que ellas —y sus maridos— debían tomar partido para asegurarse de que no se aprobara.

—Bien. Es inconveniente para las mujeres en general y, para las pobres, todavía más.

Era inconveniente para Covent Garden, y ella no iba a permitirlo.

—También lo es para el resto del mundo —dijo Zeva secamente—. ¿Tienes tu propio proyecto de ley?

—Dame tiempo… —respondió Dahlia mientras atravesaban la sala hasta llegar a un largo pasillo, donde varias parejas aprovechaban la oscuridad—. Nada se mueve tan despacio como el Parlamento.

—Tú y yo sabemos que no hay nada que te guste más que manipular al Parlamento. Deberían darte un escaño. —Zeva soltó una carcajada.

El pasillo se abría a un espacio amplio y acogedor, lleno de juerguistas, con una pequeña banda de músicos en un extremo, que tocaba una animada melodía; buena parte del público bailaba con desenfreno, sin pasos torpes, sin espacios entre las parejas, sin ojos exigentes que vigilasen el escándalo o, si lo hacían, buscaban disfrutar y no censurar.

Las dos se abrieron paso entre la multitud por los laterales de la sala. Pasaron por delante de un hombre corpulento que les guiñó un ojo mientras la mujer que tenía en sus brazos acariciaba su pecho musculoso, que parecía que iba a reventar las costuras del abrigo. Era Oscar, otro empleado; su trabajo consistía en dar placer a las damas.

A los pocos hombres que asistían y no eran empleados los habían investigado de antemano debidamente; investigados y reinvestigados gracias a la información que obtenía Dahlia de su amplia red, formada por empresarias, aristócratas o esposas de políticos; mujeres que conocían y ejercían el poder más complejo: la información.

La orquesta descansaba mientras una cantante se dirigía al centro de la tarima del escenario, donde estaba sentada una joven negra cuya voz se alzaba lo bastante alto como para resonar en toda la sala. Los bailarines se quedaban sin aliento al oírla trinar y escalar un aria brillante que provocaría que cualquier sala del Drury Lane estallara en vítores.

Una sucesión de jadeos de asombro se adueñó de la sala.

—Dahlia.

Dahlia se giró para encontrarse con una mujer vestida de verde brillante y con una elaborada máscara a juego. Nastasia Kritikos era una legendaria cantante de ópera griega que había hecho caer rendida a sus pies a toda Europa. Con un cálido abrazo, señaló el escenario con la cabeza.

—Esa chica. ¿De dónde la has sacado?

—¿A Eve? —Una sonrisa se dibujó en los labios de Dahlia—. De la plaza del mercado. Cantaba allí para ganarse unas monedas.

—¿Y no es eso lo que hace esta noche? —Levantó una ceja oscura, divertida.

—Esta noche canta para ti, vieja amiga. —Era la verdad. La joven cantaba para tener acceso a Dominio, un evento que había catapultado al estrellato a un puñado de talentosos cantantes.

Nastasia echó una mirada perspicaz al escenario, donde Eve emitía una serie de notas imposibles.