Loe raamatut: «Poesía y censura en América virreinal», lehekülg 4

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Junto con los cabildos eclesiásticos, el otro espacio de poder era la corte virreinal. A su arribo a Lima en 1585, el virrey Fernando de Torres y Portugal, conde de Villardompardo, se rodeó de personalidades que pasaron a convertirse en sus más cercanos asesores y contactos con la sociedad colonial. Los individuos que lo habían acompañado desde su partida en España, en particular su hijo Jerónimo, su sobrino Diego y su secretario Juan Bello, constituyeron un grupo privilegiado. En tanto que otros, que conoció en el Perú, pasaron a formar parte de su entorno palaciego. Como sus protegidos, recibieron beneficios y nombramientos, así como el estatus de consejeros en materia de gobierno. Nuestro personaje y los doctores Alberto de Acuña, Esteban Marañón, fray Pedro de Molina, así como Francisco de Quiñones, en opinión de Miguel Costa, conformaron una elite de poder que secundaba al mandatario y ejercía directa influencia en las decisiones del gobierno y la administración del virreinato.105

También la Universidad de San Marcos gozaba de una enorme gravitación social. Mediante la obtención de grados académicos, laicos y eclesiásticos podían pretender ocupar puestos en la administración imperial. El conde de Villardompardo en un informe enviado a Felipe ii trató la situación en la que encontró el virreinato, y en particular la Universidad.

Luego que llegué a esta ciudad –escribió en mayo de 1586– hallé las cosas de la Universidad no bien compuestas, y por rector en ella, al licenciado Monzón casi dos años había, siendo siempre la elección que se hace de él por un año. Ordené hasta tanto otra cosa se proveyese, no fuese rector ninguna persona de la Audiencia, ni del Santo Oficio, ni provisor, ni vicario ni otra alguna que fuese juez seglar eclesiástico, porque así me pareció que convenía; y que de los demás, un año se eligiese a un lego y otro a un clérigo, conforme a lo cual se eligió luego uno.106

Felipe ii ordenó al virrey llevar a cabo una visita (o inspección) a la Universidad con el propósito de reformar sus estatutos, la estructura de los cursos y el sistema de elecciones internas. En 1588, el virrey nombró a Muñiz y Marañón como visitadores, y les concedió una amplia libertad de acción. De acuerdo con el mandatario, como visitadores debían inspeccionar sus constituciones “por no averlas estables” y sus rentas.107 Las visitas siempre fueron origen de disensiones, porque alteraban el estado de las cosas y los equilibrios de poder dentro de las instituciones. No extraña entonces que el oidor Cristóbal Ramírez de Cartagena protestase que la decisión más cuestionable del virrey había sido el nombramiento de Muñiz y Marañón no solo como visitadores, sino también como rectores de la Universidad. Tal decisión significaba la imposición de la voluntad del virrey sobre el cuerpo de profesores y estudiantes de la Universidad y creaba un inusual rectorado dual. Por su parte, fray Luis López, prior del convento agustino de Lima y catedrático de la Universidad, argumentó en el mismo sentido que Ramírez de Cartagena: denunció como perjudicial la intervención del virrey en la institución al suspender su derecho a elegir autoridades propias, crear el caos por la presencia de dos rectores y el nombramiento de Muñiz y Marañón, quienes desconocían la naturaleza de la educación que ofrecía San Marcos.108

Que Muñiz era un personaje que contaba con las simpatías del virrey conde de Villardompardo lo muestra además el hecho de que, en 1587, en respuesta a una consulta del rey acerca de candidatos a promociones eclesiásticas, aquél lo había recomendado para ocupar una prebenda en la catedral de Lima.109 Los méritos de nuestro personaje y, con seguridad, la recomendación del virrey, tuvieron efecto: Muñiz fue nombrado deán del cabildo catedralicio. Como tal, presidía el Cabildo y, de acuerdo al decreto de erección de 1543, entre sus obligaciones estaba que:

cuide y dé providencia de que el oficio divino, y cuanto pertenece al culto de Dios en el coro y en el altar, en las procesiones, en la Iglesia y fuera de ella; en el capítulo y donde quiera que se hagan sus juntas, y las de la Iglesia para exhibirlo, se perfeccione el silencio, honestidad y modestia, orden y rectitud que conviene.

Adicionalmente, era también atribución del deán conceder “licencia a los que pretenden, con motivo, salir del coro, expresando la causa y no de otro modo”.110 Como se verá, la buena estrella de Muñiz lejos de apagarse con la partida de su protector, el conde de Villardompardo, siguió brillando una vez que asumió el deanato de la catedral de Lima a pesar de las turbulentas relaciones entre el arzobispo Mogrovejo y el nuevo virrey García Hurtado de Mendoza, iv marqués de Cañete.

Debido a las largas ausencias de Mogrovejo de Lima por sus visitas pastorales, fue necesario que nombrase a alguien de confianza que administrase justicia. De acuerdo a la normativa de la Iglesia, el obispo es el único juez en su diócesis y se reserva toda la potestad. El obispo ejerce su facultad judicial a través de la audiencia episcopal, único tribunal ordinario de su diócesis. Los demás tribunales actuarán en razón de privilegios o gracias recibidas y su potestad será vicaria o delegada. El obispo gobierna y administra la audiencia; la disciplina y reglamentación están en sus manos. Él será quien nombre a sus oficiales sin intromisión de terceros. Encabezada por un provisor y vicario general, la audiencia episcopal administra justicia en nombre del prelado. Solo él es el juez en la diócesis. El provisor gozará de potestad ordinaria ejercida de manera vicaria, es decir, en nombre del obispo con quien constituye un único tribunal.111 La tarea de fungir como provisor y vicario recayó en Muñiz. El 10 de octubre de 1594, Muñiz, en su condición de deán del cabildo, provisor del arzobispado y en nombre del arzobispo Mogrovejo, presentó ante la Audiencia de Lima dos extensas peticiones en defensa de la actuación del prelado.112 En este punto habrá que hacer un poco de historia.

Desde su llegada a Lima en 1581, Mogrovejo había mantenido relaciones no siempre muy armónicas con los virreyes Enríquez de Almansa y el conde de Villardompardo. Pero se volvieron particularmente hostiles con el virrey Hurtado de Mendoza, quien hizo su ingreso a la capital el 6 de enero de 1590. Este último, el 1 de mayo de ese año, escribió al rey una carta en la que exponía, en tono muy severo, sus quejas contra el prelado y las que habían llegado a su conocimiento: “Ni yo he visto al arzobispo de esta ciudad ni está jamás en ella y da por escusa que anda visitando su arzobispado”.113 Para Hurtado de Mendoza esto era perjudicial para la población indígena, “porque él y sus criados andan de ordinario entre los indios, comiéndoles las miserias que tienen y aún no sé si hacen otras cosas peores, de más de los inconvenientes que se siguen de que el arzobispo falta a su iglesia”. El enfado del mandatario para con el prelado no era causado por un asunto personal, sino debido a su falta de respeto a las prerrogativas de la Corona. “Y también se mete en todas las cosas del patronazgo y no ay podernos averiguar con él para que haga los nombramientos derechamente, como está obligado y se entremete en todo lo que toca a los ospitales, fábrica de iglesias y todas las demás cosas que son del patronazgo real”, escribió. El virrey solicitaba que se llamara a Mogrovejo a España y que, en su lugar, se nombrara un coadjutor.114 En los siguientes años, Hurtado de Mendoza en su correspondencia no cesará una y otra vez de criticar el gobierno y comportamiento del arzobispo. De modo que las peticiones de Muñiz antes mencionadas se inscriben en una larga batalla entre las dos autoridades. Pero sin duda lo que llevó a intervenir al deán fue la promulgación de dos reales cédulas mediante las cuales se aludía a la apropiación por parte de Mogrovejo del dinero recaudado para el Seminario conciliar, su falta de rigor en el nombramiento de curas doctrineros y en la administración de justicia contra estos últimos cuando infringían las normas eclesiásticas. En descargo del prelado, Muñiz solicitó una información de testigos, pero la Audiencia reunida en Real Acuerdo, esto es, presidida por el virrey, decidió que las dos peticiones se archivasen y que no se tratase el asunto hasta que el arzobispo compareciese en persona para “ser oydo”.115

Los desacuerdos con el poder virreinal no debe hacernos perder de vista que Mogrovejo era un hombre de letras. Antes de ser nombrado arzobispo de Lima, había estudiado leyes y sido inquisidor en Granada. Consciente de la importancia de la imprenta como medio al servicio del proceso de evangelización, en 1584 había apoyado el empleo de la imprenta en Lima para la reproducción de los textos destinados a la evangelización, aprobados por el Tercer Concilio de Lima y es probable que, como otros hombres de Iglesia cultores del intelecto, haya también recelado de la reproducción mecánica de los textos.

La censura eclesiástica

Como es conocido, desde su aparición a mediados del siglo xv, la imprenta causó entusiasmo y, al mismo tiempo, preocupación. Hubo quienes celebraron el nuevo invento ya que permitía la expansión del conocimiento, el intercambio de ideas y el desarrollo de la polémica al interior de la república de las letras. Pero también hubo quienes advirtieron el enorme potencial de la imprenta como medio para diseminar las ideas contrarias a la doctrina católica y los intereses políticos de los poderes constituidos. No es una casualidad que las primeras restricciones sobre la imprenta surgieran en Alemania, cuna del invento. Así, la Universidad de Colonia, por especial concesión papal, recibió una prerrogativa para inspeccionar los talleres de impresión y los libros religiosos destinados a la venta. Tres años después, en 1482, el obispo de Würzburg promulgó un edicto de censura en su diócesis; en 1484 y 1486 el arzobispo de Mainz hizo lo propio en su jurisdicción. La práctica fue sancionada por una bula de Inocencio iii, en 1487, que concedió con carácter universal la censura de libros a los obispos. Esta primera bula sobre censura tuvo un limitado alcance, ya que fue solo publicada en Colonia y Venecia.116 En 1501, una bula de Alejandro vi, reproducción de la de Inocencio iii, fue promulgada para ser aplicada en las diócesis de Colonia, Mainz, Trier y Magdeburg.117

Un hito en la historia de la legislación eclesiástica sobre la censura fue la bula Inter sollicitudines, promulgada por León x el 4 de mayo de 1515, durante la décima sesión del Concilio de Letrán. Esta es la primera prohibición general dada por la Iglesia. En ella se decía que, dada la existencia de textos impresos contrarios a la doctrina y la buena reputación de las personas, todos los escritos sin excepción debían someterse a la censura previa antes de su publicación. El examen se confiaba a los obispos o a los censores nombrados por ellos o por los inquisidores. Los impresores que contravenían las disposiciones eran excomulgados o multados y sus libros podían ser incinerados. Después del examen del texto, la aprobación debía ser otorgada sin dilación ni costo. A pesar de su importancia, la bula de León x tuvo un limitado efecto al no ser aplicada en muchos territorios.118

El inicio de la Reforma liderada por Martín Lutero dio un mayor impulso a la censura eclesiástica. En los diversos reinos se dictaron medidas para impedir la circulación de las obras del reformista alemán y sus seguidores. El Concilio de Trento (1545-1563), en su sesión iv, del 8 de abril de 1546, promulgó un decreto sobre la edición y uso de las Escrituras consideradas canónicas, el cual se aplicará en España años después. En él, se dispuso que la antigua edición de la Vulgata era la más auténtica entre todas las ediciones latinas de las Sagradas Escrituras y prohibió la interpretación de estas. Con el firme propósito de regular la acción de los impresores “que ya sin moderación alguna, y persuadidos a que les es permitido quanto se les antoja, imprimen sin licencia de los superiores eclesiásticos la Sagrada Escritura, notas sobre ella y exposiciones […] omitiendo muchas veces el lugar de impresión, muchas fingiéndolo, y lo que es de mayor consecuencia, sin nombre de autor”, decretó: a) que se imprima con la mayor enmienda la Sagrada Escritura, en particular la Vulgata; b) que nadie pueda imprimir “libro alguno de cosas sagradas o pertenecientes a la religión” sin nombre de autor, ni venderlos sin el previo examen y aprobación del ordinario, bajo pena de excomunión y multa establecida en el último Concilio de Letrán; c) que si los autores eran del clero regular, además del examen y aprobación anterior, debían obtener la licencia de sus superiores; d) que los que comunicaban y daban a luz manuscritos sin ser antes examinados y aprobados, quedaban sujetos a las mismas sanciones que los impresores. Además, si los tenían y los leían, serían considerados autores si no declaraban los verdaderos; y e) que la aprobación había de darse por escrito y aparecer al principio de los libros, fueran impresos o manuscritos.119 Felipe ii dispuso en 1564 el cumplimiento de los decretos de Trento en los territorios de la monarquía hispánica.120

Los concilios celebrados en Lima en 1567 y 1582-1583 hicieron suyos los decretos de Trento. En lo que se refiere a la censura de libros, el Concilio de 1582-1583 prohibió “los libros que tratan de propósito o cuentan o enseñan cosas lascivas y deshonestas”, pues no solo perjudicaban la fe, sino también las buenas costumbres, “como de ordinario lo haze al leer semejantes libros”. A los obispos les correspondía castigar a los que tuvieran tales libros. Sin embargo, se permitía la lectura de los libros de autores de la Antigüedad, “por la elegancia y propiedad de la lengua latina que tienen, con tal que no se lean a los muchachos los tales libros lascivos aunque sean de latín”.121

Por su parte, la Corona no se había mantenido al margen de la lucha contra la heterodoxia religiosa. Un hito en dicha lucha fue la pragmática dictada en nombre de Felipe ii por la princesa Juana en 1558, mediante la cual se instalaba la censura en todos los reinos españoles. El aspecto más interesante concierne a la autoridad que se reserva la Corona de conceder las licencias de impresión. Ningún libro, de cualquier materia o lengua, se podía imprimir sin ser presentado al Consejo, que encargaba su examen a determinadas personas. Si el parecer de estas era favorable, se daba la licencia. El ámbito de acción de las autoridades eclesiásticas es claramente delimitado. Ellas pueden conceder licencias de impresión, sin necesidad de acudir al Consejo, cuando se trata de obras religiosas que ya se hubieran impreso, tales como misales, breviarios, diurnales, libros de canto y de horas en latín y romance. Las licencias concedidas debían insertarse al inicio de los libros. Conforme al espíritu de la Contrarreforma, se ordena que ninguna persona pueda tener, comunicar o publicar manuscritos de doctrina, de Sagrada Escritura o de alguna materia religiosa, sin que los presente al Consejo para que sean examinados, al cual está reservado dar la licencia para su impresión. A fin de lograr el cumplimiento de la anterior disposición, se manda a los arzobispos, obispos y prelados que ellos mismos o personas doctas, juntamente con jueces y corregidores, visiten las bibliotecas y tiendas de libros a fin de confiscar los que parecieren sospechosos o reprobados, “o en que haya errores o doctrinas falsas, o que fueren materias deshonestas y de mal exemplo”, de cualquier materia o lengua, aunque estén impresos con licencia de la autoridad real. La lista de los libros confiscados debía ser enviada al Consejo para su examen y entretanto tales libros se habían de depositar en una persona de confianza. En resumen, a mediados del siglo xvi, tanto los concilios como la Corona habían investido a los eclesiásticos de autoridad para ejercer la censura.

Pero aquí surge una cuestión: ¿tenía Muñiz autoridad para actuar como censor? En su mandamiento, Muñiz aludió a unas disposiciones emanadas del Derecho canónico, el Concilio de Trento y “leyes reales”, por las cuales era competencia de los arzobispos, obispos y sus vicarios generales

en su distrito, esaminar y aprobar los libros de romance o latín de cualquier facultad que sean, que se tratare de imprimir y los impresos, aunque para la dicha impresión haya precedido otra licencia, y recojer y depositar los que se hallaren sospechosos o reprobados, o en que haya errores o dotrinas falsas, o que fueren de materias vanas, deshonestas y de mal ejemplo y escandalosas e inútiles e impertinentes.122

Se trataba de una interpretación antojadiza de las normas legales. Es claro que Muñiz no podía actuar conforme a las disposiciones de Trento, porque la obra de Oña no era de carácter religioso y su autor no era eclesiástico. Asimismo, de acuerdo con la Pragmática de 1558, no le competía conceder licencias de impresión, ya que era potestad de los representantes de la Corona. Su acción, dada su condición de vicario, se limitaba a la confiscación de libros reprobados o sospechosos en bibliotecas y tiendas de libros. Y así lo expuso claramente el apoderado de Oña, Antonio de Neira, al argumentar que no había causal para la confiscación, porque en el Arauco domado “no hay sospecha ni reprobación, ni error ni dotrina falsa, ni es de materia deshonesta o de mal ejenplo”,123 y estaba aprobado por los pareceres del jesuita Esteban de Ávila “y de otras personas graves a quien se cometió el exsamen del dicho libro”.124 En consecuencia, Neira interpuso un recurso de fuerza ante la Real Audiencia.125 Resulta difícil pensar que Muñiz desconociera la legislación. En cualquier caso, tenía razones poderosas para actuar contraviniendo la ley: la defensa de su antiguo protector, el conde de Villardompardo, y menoscabar la buena reputación del marqués de Cañete por medio de la confiscación de la obra de Oña. El hecho de que la publicación del libro fuera vista por la Real Audiencia, la máxima institución política del virreinato, sirvió a los planes de Muñiz, ya que no tardaría en ser sometida al dictamen del Consejo de Indias.

Muñiz y el libro

Muñiz era un personaje familiarizado con los libros, y como diversos prebendados de los cabildos catedralicios y miembros del clero secular, no tenía impedimento alguno para dedicarse a actividades económicas. Poseer un cuantioso patrimonio era esencial para lograr financiar las pretensiones en la corte y satisfacer, cuando existían, las aficiones literarias. De modo que no debe extrañar que, en 1595, Muñiz declarase tener “muchos bienes e haciendas i barras de plata e deudas que le deben ansí en la ciudad de Venecia como en esta ciudad y las yglesias de ellas como otras personas”.126 Su riqueza e inquietud por el cultivo del intelecto lo llevó a reunir una importante colección de libros, que, al final de su existencia, donó a la Universidad.127 También su cultura libresca se pone de manifiesto en el parecer que en 1603 escribió sobre el trabajo forzado de los indios.128 Por añadidura, en los autos formados a raíz de la orden de confiscación de la obra de Oña, se hace evidente algo importante de destacar: la consideración que Muñiz y otros miembros de las elites coloniales tenían hacia el libro como vehículo de propaganda.

Siguiendo una práctica común en la época cuando se trataba de hacer de público conocimiento una disposición, el “mandamiento” del deán fue leído en la catedral y otras iglesias de la capital el domingo 3 de mayo de 1596. Ese mismo día Muñiz proveyó otro “mandamiento” para que Oña compareciese ante él en el plazo de un día y presentase “todos los dichos libros que estén en su poder”. La premura para actuar se explicaba por la creencia, nada fundada como se demostró luego, de que el autor había vendido muchas copias y pretendía vender otras más en la provincia de Quito; y el hecho de que estaba a bordo del barco que lo llevaría a Guayaquil. También el día 3, Pedro Ordóñez Castañón, alguacil del arzobispado, leyó el “mandamiento” primero a Alonso Rodríguez, maese del navío Buen Jesús, surto en el Callao y próximo a partir de Guayaquil, y después a Oña, quien declaró llevar consigo tan solo un ejemplar de su poema y estar dispuesto a comparecer. En efecto, al día siguiente compareció y ratificó lo dicho anteriormente. Pero ello no convenció al deán, quien estaba dispuesto, a como diese lugar, a seguir adelante con el proceso. No extraña que un nuevo “mandamiento” del día 4, compeliese, bajo pena de excomunión, a Oña a que, si tuviese más libros en su poder, los presentara ante el deán y depositara fianzas “de estar a derecho en esta causa y de pagar lo que en ella fuere juzgado y sentenciado; y deje procurador conocido con quien se haga la dicha causa”.129

La imperiosa necesidad de interrumpir la producción y difusión de la obra de Oña, llevó al notario público Jerónimo de Ledesma a averiguar, el 5 de mayo, los términos del contrato de impresión suscrito entre el impresor Antonio Ricardo y el autor, y si se habían distribuido las copias. Ricardo declaró haber producido 800, de las cuales 70 entregó al autor, 60 al virrey Hurtado de Mendoza, y otras seis o siete vendió a diversas personas. Los restantes ejemplares quedaron en su poder “encuadernados o por encuadernar”, y se comprometió a no venderlos “hasta que se le mande otra cosa”. En el proceder de Muñiz con Ricardo subyacía una sospecha algo común en la época: la práctica entre los impresores de producir más textos de los legalmente contratados con el autor, para lograr con su venta adicionales beneficios económicos. El día 6, Muñiz junto con el comendador Domingo de Garro, alcalde ordinario, proveyeron una orden para que Ricardo remitiera todos los textos impresos encuadernados o sin encuadernar. A fin de evitar pérdidas o sustracciones, debían ser primero inventariados y luego colocados en cajones “para que queden en un aposento del dicho señor provisor hasta que otra cosa se provea”. Pero para cumplir esto último existía un impasse: Ricardo se hallaba asilado en el convento de San Francisco por “ciertas deudas y otras cosas que debe” y se le habían confiscado sus bienes. A pesar de ello, el deán había tratado de hacerse de los libros, pero sin éxito. Ricardo ofreció cumplir con remitirlos siempre y cuando la justicia civil se lo permitiese.

Para mala suerte de Oña y su obra, los capitanes Antonio Morán y Miguel de Sandoval, como Martín de Ayzaga, todos regidores del cabildo de Quito, se encontraban en Lima. Conocedores del “mandamiento” de Muñiz, decidieron secundarlo. Con el propósito de que tuviera mayor efecto, el 4 de mayo solicitaron que el mismo se publicase en las ciudades de Quito, Chuquisaca “y en las demás partes destos reinos del Pirú y los de Castilla que fuere necesario”. Fundaban su pedido en la creencia de que “muchos cuerpos del dicho libro se han repartido en diferentes partes”. En un afán de dar mayor sustento a su reclamo presentaron un ejemplar del Arauco domado.

Mientras los regidores del cabildo de Quito interponían su reclamo ante el deán, este no había quedado satisfecho con la declaración tomada a Ricardo días antes. Por eso, Muñiz dispuso el día 11 de mayo que, dado que el impresor “aunque se le ha mandado con censuras que entregue los libros de “Arauco domado”, no ha entregado ni trata de entregarlos”, y conviniendo que a la brevedad se confisquen y examinen, el clérigo Alonso Ramírez “vaya a la parte o partes donde estuvieren los dichos libros y los inventaríen”.130 Se trataba de una auténtica persecución de la obra.

Una vez que el proceso contra Oña y su obra pasaron a la Audiencia, como ya se mencionó antes, esta solicitó de Muñiz un dictamen. El deán escribió un alegato extenso, el cual empezó notando que presuponía que “aunque este libro está compuesto en verso, es historia qu’el autor promete y escribe como verdadera y que realmente pasó, en cuya narración de los hechos que contiene los afirma, aunque para ornato mezcla entre la historia algunas imitaciones de algunos poetas”.131 En su opinión, la historia de Lautaro podía inducir a los indios a orar y venerar al jefe indígena, lo cual era un error contra la fe. Sostuvo que el autor trataba como verdad que la india Quidora hubiese profetizado las acciones del gobierno del virrey marqués de Cañete. Esto, a juicio del deán, era inconveniente porque los indios al ser “gente tan flaca de entendimiento”, al igual que los mestizos, daban fe a todo lo que estaba escrito “de molde”, esto es, impreso. Cuestionó la imagen de deslealtad de los vecinos de Quito y Lima ante la imposición del impuesto de la alcabala y asumió la defensa de la administración del conde de Villardompardo, injustamente tratado por el poeta, en particular en su política hacia los indios. Muñiz era consciente de que la palabra impresa permitía mantener la memoria de la infamia, por ello era partidario de que el libro se prohibiese para que no “dé lugar a que, quedando impresas y perpetuadas en el dicho libro, los venideros y los que no tienen noticias de la verdad entiendan que lo es, lo que en perjuicio y deshonra de tantas personas, ciudades y provincias se afirma en el dicho libro, lo cual será muy fácil de creer, viéndolo permitido y aprobado y con esto canonizadas por verdad cosas tan falsas e injuriosas”.132

Recordaba Muñiz que el rey, cuando fue informado de que en España se había impreso un libro que trataba de “una alteración particular deste reino”, mandó confiscarlo y que en el futuro no se imprimiese. Aquí se refería a la Historia del Perú de Diego Fernández, el Palentino, publicada en Sevilla en 1571. Se trata de un relato de la rebelión de los encomenderos liderados por Gonzalo Pizarro, que tuvo lugar en los Andes peruanos entre 1548 y 1551. Además de pintar con tonos sombríos la figura del caudillo, su autor mostró aversión a los antiguos vecinos y encomenderos, a quienes desdeñosamente calificó como “la gente del Perú”. Esta es retratada con todos los defectos, porque era “arrogante, loca, soberbiosa”, que no sabía mantener su palabra y menos su lealtad.133 Una real cédula de 1572 prohibió el envío de la obra a América.134

Y si el rey –prosigue el deán– por su católico celo había ordenado que no pasasen a América “historias fingidas y profanas de materias deshonestas”, con mayor razón debía prohibirse un libro impreso en América por contener una historia tan perjudicial para los españoles y escandalosa para los indios. Una vez más Muñiz muestra su conocimiento de la legislación relacionada con los libros. Considera a la obra de Oña similar a los libros de caballería. Desde la tercera década del siglo xvi, la corona española había promulgado sucesivas cédulas que prohibían el paso a América de libros de caballería. Así, en 1531, una real cédula instruyó a los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla no permitir el envío al Nuevo Mundo de “libros ningunos de historias y cosas profanas”, en consideración al daño que podía producir su lectura entre los indios y otros pobladores.135 Con seguridad la anterior norma tuvo escaso cumplimiento, ya que en 1543 se renovó la prohibición mediante dos reales cédulas, una dirigida a los oficiales de la Casa de Contratación y la otra a la Audiencia de Lima. En esta última se precisaba la prohibición explícita de introducir en tierras peruanas “libros de romanze de materias profanas y fábulas, así como son libros de Amadís y otros desta calidad, de mentirosas historias”.136 Todavía en 1575 se actualizaba la cédula de 1531.137

El procurador del Cabildo de Lima, Martín Alonso de Ampuero, mostró tener una similar familiaridad con la legislación. El 16 de julio de 1596, Ampuero se presentó ante la Real Audiencia en la que además de denunciar el libro, solicitaba la intervención del Consejo de Indias. En opinión de Ampuero, la obra de Oña era perjudicial y de ella no se podía esperar “utilidad ninguna”, al tiempo que recordaba una disposición del Consejo de Indias: “no ay licencia de Buestra Real Persona, antes proibición dʼello por capítulo de carta de Buestra Real Persona”. Esta referencia remite a las expresas prohibiciones que existían de imprimir o vender libros de temática americana sin licencia del Consejo de Indias. El 21 de septiembre de 1556, Felipe ii promulgó la primera de varias cédulas al respecto. Estaba dirigida a los corregidores, alcaldes, jueces y gobernadores y en ella se les ordenaba informarse “qué libros hay impresos en esas ciudades, villas y lugares sin expresa licencia nuestra, que traten de las cosas de nuestras Indias, y todos aquellos que halláredes los recojays y envieys con brevedad al dicho nuestro Consejo” para ser examinados. Los impresores y libreros que contravenían la norma, debían ser multados y sus imprentas y libros confiscados.138 Disposiciones similares se dieron en 1560 y 1566.139 No se trataba de libros peligrosos para la fe, sino de aquéllos que trataban de candentes problemas americanos: aspectos de la Conquista, justicia de la guerra que se hizo a los indios, derecho del Rey al señorío de América, derechos de los conquistadores, encomienda indiana, esclavitud indígena, crueldad empleada en la Conquista, etc. Se observa una tendencia que predomina en el Consejo de Indias en la segunda mitad del siglo xvi, y la siguen los censores oficiales: velar por la quietud interior de las colonias y suprimir los libros que podrían suscitar críticas y discusiones en pro o en contra de los escabrosos problemas americanos. El propósito era no divulgar, en lo posible, datos sobre cualquier cuestión importante que atañía a los intereses del Imperio Español en América.140

La preocupación del Cabildo de Lima por actuar en contra del libro de Oña persistió aun cuando la Audiencia había tomado, como se ha visto, cartas en el asunto y decidido remitir el expediente al Consejo de Indias. En la sesión del 7 de junio de 1598 se trató cómo días atrás Martín Alonso de Ampuero, procurador del Cabildo, había presentado un ejemplar del Arauco domado y solicitado su examen “porque parescía tenía algunas otabas y ynstancias que hera necesseario quitarse y remediarse y que casualmente se había hordenado y mandado que el doctor Leandro [de Larrinaga Salazar], abogado desta dicha ciudad, lo biesse e ynformasse que lo cerca desto se a de hacer y la horden que se terná en lo susodicho”. En consecuencia, se dispuso la comparecencia de Larrinaga para informar su dictamen ante los regidores.141 Al final, el deán, los regidores y los oidores coincidían en un único propósito: evitar la lectura del Arauco domado y sancionar a su autor. En un estudio sobre la censura y sus agentes, Robert Darnton recuerda que el poder de la palabra impresa era tan amenazador en el pasado como una guerra cibernética en el presente. La palabra ejerce poder y este “funciona de maneras que no son fundamentalmente distintas de las de acciones ordinarias en el universo cotidiano”, sostiene.142 Que Muñiz y los regidores de Lima y Quito creían en el poder de la palabra impresa explica su accionar contra la obra de Oña.

Tasuta katkend on lõppenud.