Una esquirla en la cabeza

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Una esquirla en la cabeza
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© Sergey Baksheev, 2020

ISBN 978-5-4498-5788-0

Created with Ridero smart publishing system

Sergey Baksheev
UNA ESQUIRLA EN LA CABEZA

Traductor: Oscar Zambrano Olivo

PREFACIO

Exposición en el Museo Británico

En la exposición china del Museo Británico, en el centro de la sala, detrás de un vidrio grueso, se puede ver una estatuilla de una camella no común. La lana en sus jorobas es blanca, su mirada está dirigida hacia arriba y su hocico expresa una mueca de dolor.

¿Que hace una simple escultura entre una gran colección de antiguas obras de arte?

Usted no va a escuchar una respuesta clara a esa pregunta.

Como yo mostré cierta insistencia, me asignaron un antiguo empleado del museo el cual estaba jubilado desde hacía tiempo. El recordaba que, relacionada con la camella de jorobas blancas, había una asombrosa leyenda, pero era difícil explicar de qué se trataba.

– Parece que se llama Shikha. – Para terminar, el viejo dijo, inseguro, – y dicen que todavía está viva. —

Y así, me pareció que ya había escuchado la historia de esta camella. Hasta hoy uno se puede encontrar con la camella y ella puede cambiarte tu vida de una manera mágica.

Sin embargo, es mejor antes, leer este libro. En él, yo revelo el secreto, el cual pocos saben.

CAPITULO 1

Un suceso que no se puede contar

Regresando desde el aeródromo, el piloto militar Vasily Timofeev venía sumido en una gran confusión. ¿Qué le pasó durante el vuelo? Ese incidente técnico tan extraño no está descrito en ningún libro de estudios. ¿Que vio en la estepa?

¡Fue una diablura!, simplemente.

Como lo pongas. Resulta que él vio en el pasado, cuando no había ni líneas de trenes, ni carreteras para automóviles en la estepa, un ejército enorme de guerreros medievales. ¡En el pasado! No encontraba otra explicación.

¡Pero eso no podía ser!

¿Un pozo con objetos valiosos? ¿Personas asustadas con vestiduras antiguas? Con pánico observaron el moderno avión de caza. ¡Y la extraña camella con las jorobas blancas! ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen?

Los grandes y perspicaces ojos de la camella se incrustaron en la memoria del coronel. En el último segundo, antes de la salvación milagrosa, él estaba mirando las grandes pestañas de la camella y no los instrumentes de vuelo. Y el avión, volando sin ruido sobre la estepa y listo para estrellarse en cualquier momento, de repente, despertó y reaccionó.

¿Como explicar eso?

El coronel comprendió, en seguida, que no podía contar nada de lo sucedido. ¡En ningún caso! Si lo contaba totalmente de manera honesta, lo iban a tomar por loco.

¿Qué hacer? ¿Con quien consultarlo?

Las ideas se le enredaron y la cabeza le empezó a doler.

Y pensar que una hora antes, en la vida del coronel de las fuerzas aéreas Vasily Timofeev, todo era claro y cuotidiano.

CAPITULO 2

El MIG-25

El auto “UAZ”1 color kaki del ejército no se había detenido completamente cuando el comandante de la escuadrilla de cazas MIG-25 supersónicos saltó del carro. Los escalones del punto de guardia resonaron por las pisadas de los tacones de los botines militares.

– ¡Se le saluda, camarada coronel! – apenas alcanzó a levantarse el oficial de guardia, el teniente superior Epifanov.

– Saludos, Slav. – respondió, con una sonrisa, Timofeev.

Por el tono alegre, Epifanov comprendió que la visita inesperada del coronel no se debía a complicaciones imprevistas o revisiones no planificadas. Los chispeantes ojos del comandante mostraban una exuberante energía que lo hacían hiperactivo. Epifanov adivinó con lo que eso estaba relacionado y que seguía después.

– ¿Lo puedo felicitar, camarada coronel? – le preguntó con malicia sobre algo que ya sabía todo el escuadrón.

– A mí no, ¡a mi hija! – La frívola esa, ya nos trajo un nieto. Hoy le dieron de alta en el hospital. ¿Y yo que? Me hicieron abuelo. Treinta y seis años, y ¡ya abuelo! Así son las cosas… —

Vasily, otra vez, se asombró sinceramente por esa novedad. Pensar en eso: ¡abuelo! Aunque, por otro lado, con la que sería su esposa, Liuba, también resultó de esa manera. A lo militar, ataque inesperado, sin estudios logísticos y sin esperas.

En aquel entonces, primavera del año 60, él estudiaba en el primer año del antiguo instituto de aviación militar de Saratov. Liuba terminaba el bachillerato. La naturaleza alborotándose, la embriaguez del olor de la sirena floreciente, la faja de algodón en el delgado talle, los labios carnosos mojados en el helado de vainilla, la curiosidad en los ojos virginales y, como resultado: el aturdimiento del estallido del amor. Como la explosión de una granada en los primeros ejercicios nocturnos. Y después, el ardor juvenil y la imprudencia completaron el asunto.

Eran tontos y sin experiencia. Se emborracharon sin licor, solo tocándose uno a otro. Puntas de los dedos por la espina dorsal, temblor, el cuerpo curvado, los labios dulces y la respiración toma un cálido deleite. Y era la primera vez de ambos. Y, el resultado natural: el nacimiento de la hija.

En aquel entonces Vasily era incapaz de valorar y pensar claramente acerca de eso. Todo pasaba de manera superficial, como si no pasara con él, como si estuviera en el cine. Se oscurece todo, sufres con los actores, pero ahorita se apaga la pantalla, prenden la luz, te levantas y sales. Y se te olvida todo.

No, la vida no es el cine. En ella, como comprendió después, su infancia había terminado y empezaba la vida de adulto. Efectivamente, la niñez no está relacionada con la edad. Se termina cuando comienzas a resolver tus propios problemas y eres un adulto cuando empiezas a preocuparte por otras personas. Para Vasily, las dos cosas sucedieron al mismo tiempo.

La boda la hicieron cuando la esposa tenía el vientre tan inflado que parecía que iba a explotar en cualquier momento. Pero Vasily se salvó de eso. La piel de la, alguna vez, muchacha elegante, se le estiró tanto que el ombligo, que antes era una suave depresión, ahora parecía un botón que estaba a punto de saltar. Y es que daba como miedo observar ese globo creciente en la barriga. ¡Y es que era tan extraño! Mirabas desde atrás, y hasta el talle se le veía. Mirabas desde el frente, sobre todo de lejos y te parecía que la muchacha no podía caminar: el rostro se le adelgazó, las clavículas le sobresalían y la ropa no le quedaba ajustada sino colgando como una cortina. Y si la mirabas de lado ¡era una pesadilla! ¿Como pueden las mujeres cargar eso?

– Comunícate con los mecánicos, que me alisten mi avión, mientras me cambio. – Timofeev ordenó, mientras lanzaba la bufanda en el armario.

– Enseguida camarada coronel. – respondió Epifanov sonriente.

La tensión que surgió con la inesperada aparición del comandante, se desvaneció. Estaba contento porque adivinó el estado de ánimo del coronel y supuso que el jefe ardía en deseos de rasgar el cielo tranquilo con la poderosa máquina.

– Que escribo en el diario? – respetuosamente preguntó el teniente mayor.

– Bueno… lo usual. Vuelo de entrenamiento, prueba del motor a diferentes velocidades y alturas… y etc. ¿Qué? ¿Tengo que enseñarte? —

Si los pilotos del escuadrón debían volar según el plan de vuelo, el comandante, algunas veces, podía permitirse salir para satisfacción propia. Ese estado de ánimo no era frecuente en él. Y entonces el llevaba al pajarito plateado más allá de las velocidades y alturas límites. Los especialistas, en tierra, comentaban sobre la temeridad del experimentado aviador.

– El avión está listo, camarada coronel! – se reportó Epifanov, cuando, pasados diez minutos, el comandante apareció vestido con un traje de alta compensación.

El coronel traía en la mano el famoso casco hermético con el dibujo de un gavilán. El ave, con plumaje encendido, aunque mostraba el pico amenazador, tenía la mirada tranquila y decidida. Ese dibujo en ese uniforme tan serio solo se lo podía permitir el respetado comandante.

– Avisa a la torre de control. – gritó Timofeev y, sin apurarse, subió al carro que lo esperaba. Se sentó teniendo cuidado con las mangueras neumáticas del traje. En dos minutos llegó al avión. El grupo de mecánicos de guardia ya había terminado con la preparación del caza.

– Todo listo, camarada coronel. – Cuadrándose y sonriendo, le dijo el jefe de grupo.

– Gracias, Egorich. – De manera amistosa, Vasily Timofeev saludó al antiguo técnico, cuidadosamente se colocó el casco hermético y subió por la escalerilla a la cabina conocida. El avión estaba inundado por el implacable sol de Kazajstan.

El último día de agosto de 1978 se acercaba a la puesta del sol y todavía los rayos luminosos alcanzaban a calentar todos los rincones de la estrecha cabina.

El coronel cerró los ojos para aspirar con deleite los conocidos olores de la formidable máquina y dijo, mentalmente, “no me falles, linda”, y recordó los besos juveniles con Liuba en los días lluviosos de mayo en el parque de Saratov. En la espalda sentía el ajustado agarre de la silla eyectable y en la boca sentía, como si fuera ahora, los húmedos labios de la joven. Eso era su ritual propio de despegue de la tierra, una oración que el repetía invariablemente desde 1970, tiempos de luchas desesperadas en el cielo de Egipto.

 

Después cerró la cabina y se acomodó en la silla. Con movimientos acostumbrados se sujetó la máscara de oxígeno. El coronel probó la correcta mezcla para respirar y se comunicó con la torre de control. El laringófono funcionó normalmente y la comunicación era estable.

Vasily comprobó las lecturas de los instrumentos de medición y le dio al encendido. Los auriculares contra ruidos apagaron correctamente el atronador rugido de los motores a reacción, pero la potencia creciente se sentía en todo el cuerpo: desde las puntas de los dedos en el timón hasta las nalgas en el asiento. “Adelante”, se dio a sí mismo la orden Vasily Timofeev.

El avión hizo la aceleración necesaria y suavemente se despegó de la tierra.

Rápidamente, Vasily tomó altitud y con la sobrecarga añadida el cuerpo se apretó contra el asiento. Al coronel le gustaban estas sensaciones. El sentía la unión del cuerpo entrenado con la obediente máquina de guerra y la sobrecarga confirmaba palpablemente la potencia de ambos. Vasily dio una vuelta y pasó entre la famosa plazoleta de arranque “de Gagarin”, del cosmódromo y la ciudad de Leninsk. En el borde de la ciudad se veía el instituto donde estudiaba su hija Liuba.

Apenas arrancaba su vida familiar, inestable y llena de preocupaciones, nació la niña y no hubo tiempo para pensar en el nombre. Entonces le pusieron como a su esposa: Liuba.

Y ahora Vasily recordaba, que este año anterior la hija había ingresado al instituto de aviación y qué durante los exámenes de admisión, varias muchachas fueron, misteriosamente, estranguladas. Y Vasily entonces, quien muchas veces había arriesgado su propia vida, se daba cuenta, con un sentido de alarma desagradable, qué en un día normal y tranquilo, podía perder su única hija.

Esa idea la tenía clavada como una espina afilada. Por eso, cuando, seis meses después, la hija, avergonzada, informó que estaba embarazada, Vasily inclusive se alegró. Ahora su pequeña familia crecería. Y como podría reprochársele algo a la hija amada, si ella prácticamente había repetido el destino de la madre.

Afortunadamente no hubo la amenaza de un hijo sin padre. La feliz Liuba presentó a sus padres a Anatoli Kolesnikov. El muchacho estudiaba en el curso superior en el mismo instituto. La inminente boda Anatoli la tomó sin entusiasmo, pero con sangre fría masculina: “Si hay que hacerlo, pues lo hacemos”.

Después de la ceremonia el muchacho se mudó a casa de ellos. Junto con la maletica con su ropa, se trajo un montón de libros raros; es decir, era muy difícil de encontrarlos en las librerías. Entre los libros había muchos iguales y absolutamente nuevos. Anatoli explicaba con mucho entusiasmo que el vendía libros viejos y de poco valor y a conocidos. Y todo el tiempo estaba cambiando, vendiendo y comprándolos.

Vasily se preguntaba cuanto tiempo y energía gastaba su yerno en esas labores sin sentido. ¿Que era eso? Un entusiasmo inocente de un coleccionista o el yerno era un acaparador y se hacía pasar por un honesto “negociante”.

Timofeev quería pensar bien del yerno. El veía que no simplemente organizaba los libros en los estantes, sino que continuamente estaba leyendo. Este hecho era suficiente para la tranquilidad de espíritu del coronel. Aunque, es necesario reconocerlo, el yerno siempre tenía dinero en el bolsillo. Y no de la beca. Pero… ¿acaso unos rublos de más molestan a una familia joven?

En el verano, Anatoli se fue a casa de sus padres por dos meses. Liuba se quedó en casa. Todos estuvieron de acuerdo en que, con su embarazo avanzado, no anduviera montada en trenes. La semana anterior, el yerno había regresado, trayendo dos pacas grandes de jeans americanos.

Lo menos que se puede decir es que esto no le gustó al coronel de la aviación. Los jeans son una cosa que solamente se puede comprar en los almacenes “Beriozka”, en divisas o en dinero especial. Después de servicio en el extranjero Vasily Timofeev recibió unos tickets con los cuales podía ir a Moscú, a esos almacenes cerrados para la gente común. ¿Como podía conseguir jeans un estudiante, y en tal cantidad? Pero el yerno explicó que unos conocidos que trabajan en el extranjero, le dieron los jeans para que los vendiera. En el instituto, en los vendería rápido entre sus compañeros, regresaría el dinero y, con la ganancia, que debería ser buena, compraría lo necesario para el futuro bebé.

Ese mercantilismo el coronel no lo veía bien. El mismo podía comprar todo para el nieto o nieta, y los estudiantes no debían meterse a buhoneros, sino arañar la dura ciencia, para convertirse en buenos especialistas. Pero la esposa y la hija, inesperadamente, se pusieron del lado de Anatoli. La hija anhelaba ponerse esos pantalones importados, pero miraba resignada su creciente vientre. Al final separó dos jeans y le pidió a Anatoli que no los vendiera y que esperara hasta el parto.

Pero todo eso era una simple tontería, pensaba Vasily Timofeev, cerrando el siguiente viraje sobre la estepa desierta. Lo importante era que la hija pariera un bebé sano y sinceramente amara a su esposo.

Liuba esperaba a Anatoli con tanta intensidad, y cuando llegó, se lanzó a abrazarlo con tal ardor que Timofeev sintió celos paternales. Que se puede hacer, la hija creció y el amor hacia los padres dio paso, en su corazón, al amor a un hombre extraño.

Para la vez siguiente, el nuevo abuelo ya se había tranquilizado. Además, era claro que Anatoli, hacia ella, no era indiferente. Aunque, algunas veces, en su mirada, brillaba algo perruno; pero se puede entender al muchacho. Por algún tiempo, Liuba estaba fuera del juego.

El coronel viró el avión directamente hacia el sol poniente, bajó hacia sus ojos la esfera filtro y se lanzó, con ardor infantil, hacia las estrellas salientes. Se dirigió hacia la esfera púrpura como si fuera un objetivo.

Cuando, hacía cinco días, Liuba había dado a luz un bebé sano, Vasily había celebrado, como se debe, con la esposa y el yerno. Pero euforia y éxtasis espiritual no sintió. La hija y el nieto todavía estaban en la maternidad y ellos tres estaban sentados en la cocina tomando vino y cognac, como se acostumbra en tales celebraciones. La conversación se centraba en el nombre del niño.

Pero hoy, por fin, cuando trajeron al pequeñín a la casa y el coronel, con cuidado, cargó el frágil cuerpecito en sus brazos inseguros y miró su nariz respingadita y sus cacheticos hinchaditos y los ojitos húmedos del pequeño milagro y olió el olvidado olor de un bebé, algo dentro de él se estremeció. Esos inesperados temblores internos rompieron la entumecida cáscara del alma y liberaron una exuberante sensación. Como si una placa teutónica se hubiera desplazado bajo un volcán y se hubiera liberado toda la energía contenida bajo ella. Vasily disfrutó esa erupción del alma, y no se contuvo.

En alguna película el coronel había visto como el héroe, en una explosión de éxtasis, conducía, a toda máquina, su carro deportivo y levantaba agua de los pequeños charcos y una nube de hojas. Pero, gran cosa un automóvil, inclusive deportivo, en comparación al caza más veloz del mundo Vasily se sintió como la punta de la flecha, la cual a toda velocidad corta el espacio, y está sujeta a su mínima voluntad.

El coronel remontó el vuelo de nuevo, se recargó hacia un ala y cayó en barrena, pero de nuevo tomó altitud jugando con la obediente máquina.

El día del nacimiento del nieto, Vasily bromeaba. “Ahora tengo que dormir con una abuela”. Pero en la siguiente vuelta, como un muchacho pensó: “Cuales abuelos! Ahora le mostraremos a la hija que todavía podemos hacer muchachos. Mi esposa todavía está en su jugo. ¿Por qué no lo pensamos antes?” Se imaginó, con alegría, dos niños gateando en su apartamento. “Ivancito tendría con quien jugar”. Así, imaginariamente, bautizó al recién nacido, como si toda la familia ya estuviera de acuerdo con él.

Viró el avión hacia el este, y mientras lo llevaba en línea recta, de repente se preguntó, si él, Vasily Timofeev, había sido exitoso en su vida. Él pudo, como algunos de sus colegas, intentar convertirse en otro conquistador del Cosmos.

Muchos años atrás hubo la posibilidad real de aplicar para cosmonauta. Mucho tiempo lo pensó, pero se abstuvo. Ahora el veía en qué consistía la vida de los candidatos a cosmonautas. Una laboriosa preparación de muchos años, bajo un control estricto. Y entonces, si tienes mucha suerte, un vuelo al Cosmos, una gloria rápida y honores oficiales. Después, de nuevo, años de espera y preparación.

Algunos candidatos no soportaron el continuo stress y se “quebraron”. Los sacaron del plan y se perdieron. Una rigurosa comisión médica podía encontrar detalles microscópicos en la salud de algún candidato, ya en la admisión, y había que decir adiós, inclusive, a la amada aviación. Le daban de alta del ejército enseguida y completamente.

No, eso no era para su naturaleza inquieta. Hacía muchos años y por milésima vez, Vasily había sacado esa conclusión. Era mucho mejor su práctica diaria como aviador militar que esas clases teóricas infinitas y esperar a ver si te sonreía la fortuna.

El coronel no se quejaba de nada. A los treinta y seis años, él había pasado bastante trabajo, pero había tenido muchos éxitos. Claro, algunos de los aviadores se habían convertido en pilotos de prueba y por ese riesgo constante habían recibido sus estrellas de héroes. Pero esos eran pocos. Ahora todo se centraba en las pruebas del nuevo avión caza secreto: el MIG-29. Decían que era una máquina liviana supermaniobrable, con posibilidades formidables. Bueno, tarde a o temprano estaría lista para usarla de manera regular y el coronel, sin falta, la pilotaría. Y ahora, él estaba en la cabina del avión más rápido del mundo y el cual, puede subir a tales alturas desde las cuales, como desde el Cosmos, se ve que la Tierra es redonda.

Vasily Timofeev, bruscamente, aumentó la potencia del avión y comenzó a subirlo. La línea del horizonte desapareció y ante sus ojos sólo estaba la profundidad del cielo. El altímetro pasó por la marca de los 15000 metros, después por la de los 20000, después por la de los 25000, pero el coronel continuó hacia arriba. El dirigía por los cambios de velocidad de los “veinticinco” y sabía sus posibilidades. Pasando la altura de los 32000 metros, el coronel, por unos segundos, niveló la máquina y miró hacia abajo. “Mira nuestro planeta, cubierto con una delgada capa azul de atmósfera”. Ni el “Phantom”, el avión americano, exageradamente alabado, y ni siquiera, el MIG-29, llegaría hasta aquí. ¡Y que velocidades alcanza su máquina! ¿A esta altura la velocidad se nota poco, y si lo lanzamos a la Tierra? El coronel dirigió la máquina a un brusco descenso bajo un gran ángulo de ataque. Esa era su manera preferida de caer en picada, y aunque eso parecía irracional, él controlaba, con seguridad, su máquina de guerra. Iba como un meteorito, cortando la densa atmósfera. No, la atmósfera frena los meteoritos, pero el avión, gracias a sus dos poderosos motores, más bien, aumentaba su velocidad.

Timofeev sintió una enorme e incomparable excitación, la cual crecía junto con el aumento de la velocidad en los indicadores y el acercamiento a la superficie terrestre. El altímetro disminuía los miles de metros rápidamente y la velocidad aumentaba…

El avión, repentinamente, entró en la zona de nubes. La Tierra, hasta hacía algunos instantes se apreciaba claramente, y ahora, de golpe estaba tapada por una blanca nube. El coronel contaba con que, rápidamente, atravesaría la capa blanca, pero pasaron segundos, y aquella no se disipaba.

Miró los instrumentos, los instantes se estiraban infinitamente. Inclusive le pareció que el cronómetro se detenía, pero el altímetro definitivamente bajaba las cifras. La tierra se acercaba. Ya era tiempo de sacar la máquina de la caída en picada, pero el coronel seguía esperando la aparición de una visual tras los vidrios de la cabina.

CAPITULO 3

Un asunto viejo

El jefe de la policía de la ciudad, el mayor Viktor Petrovich Petelin miró hacia la ventana. El avión caza vuela, no tan lejos, y se oye el ruido que hace.

– Salieron los guerreros! Casi sobre la ciudad. Y sin querer piensa: – Se podrían romper los vidrios. —

El mayor estaba sentado en su oficina y, nerviosamente, masticaba un palillo de fósforo, llevándolo de una comisura a la otra. En 1975, en los tiempos del programa cósmico conjunto “Soyuz-Apolo”, un periodista de la televisión norteamericana, le había regalado un paquete de goma de mascar. El paquetico “Rigley” consistía de cinco láminas, cada una dividida en tres partes, lo cual permitió repartirla entre los miembros de la familia. Y al mayor le quedó la costumbre indestructible de tratar de mover la mandíbula inferior. Como el “chicle” no se conseguía en los almacenes soviéticos, el mayor de la milicia tuvo que contentarse con los comunes palitos de fósforo. Los restos de los palitos mascados, junto con las colillas de cigarrillos, generalmente llenaban el cenicero que había en la mesa de trabajo.

 

Hoy había llegado, a esa delegación, un memorándum donde se ordenaba preparar, inmediatamente, un informe sobre todos los delitos no resueltos. ¿Que será eso? Se preguntaba el mayor. ¿Sería para castigarlo? El pueblo crecía, la responsabilidad también. Ahora había que reunir un material para una presentación.

A la oficina entró el teniente Martynov, al cual Petelin le había ordenado preparar la respuesta.

– Camarada mayor! Hay un asunto viejo de dos años. La desaparición de un profesor del instituto, de nombre Simion Mikhailovich Bortko. – Martynov le mostró una carpeta delgada.

– Lo recuerdo. – El mayor, irritado, escupió un palillo. – Desapareció en el medio de la estepa bajo los ojos de testigos. Sin dejar huellas. Y nunca hallaron el cuerpo. —

– El ciudadano Bortko tampoco ha aparecido con vida. Y ya pasaron dos años.

– ¿Y entonces? ¡No hay difunto, no hay asunto! Y a toda la unión nosotros informamos de eso, ¿no? —

– Sí. Tres días después de la desaparición. —

– Bueno. Ahora no es asunto nuestro. Hicimos todo lo que debíamos. Mete toda la información en un resumen general. Que vean que no escondemos nada. —

Andrei Martynov se despidió del jefe y repasó de nuevo el asunto Bortko. El recordaba este caso absolutamente improbable. Esta persona había desaparecido, en el transcurso de minutos, bajo la mirada de decenas de estudiantes. Todas las acciones de búsqueda fracasaron. Y ni siquiera con un perro bien entrenado.

Martynov se puso pensativo.

Un profesor del instituto. El crimen más sonado en su corta experiencia, el asesinato de las muchachas estudiantes el año anterior, también relacionado con el instituto.

La desaparición de una persona. Y en aquel caso, las muchachas, primero desaparecieron y después hallaron sus cuerpos. A propósito, quién halló el cadáver fue el estudiante de la cicatriz, Tikhon Zakolov.

No, él todavía no era estudiante, él iba a ingresar al instituto. Y la cicatriz la obtuvo después. Por curiosidad, ¿todavía tendrá el instinto para descubrir los asesinatos misteriosos?

Aunque en los dos últimos anos Zakolov no apareció por el pueblo. Y todavía no hay pruebas de que el ciudadano Bortko esté muerto.

A regañadientes, el policía cerró la carpeta y la colocó en el archivador a prueba de fuego.

Un asunto viejo. Su lugar es el estante.

CAPITULO 4

La camella de jorobas blancas

El MIG-25 cortaba la densa niebla y se acercaba peligrosamente a la tierra. Timofeev, tenso, seguía la lectura de sus dispositivos.

Esta nube no puede ser tan grande, antes de salir, el cielo estaba completamente claro.

Cuando llegó a la altura crítica, el coronel colocó la máquina en vuelo horizontal. Por un instante, por la sobrecarga producida, la vista se obscureció y, enseguida, se oyó un suave clic como si hubieran conectado una palanca desconocida a los auriculares y, de pronto, fuera de la cabina se aclaró todo.

El avión volaba muy bajo sobre la desierta estepa. A la izquierda culebreaba el río, y adelante, en el horizonte, se metía el sol rojizo. En la tierra se distinguían los pocos arbustos de ramas peladas y al coronel le pareció que volaba muy lentamente, como si fuera en bicicleta.

Los instrumentos mostraban una enorme velocidad, pero Vasily Timofeev no sabía a quién creer, si a los aparatos o a sus ojos.

Inesperadamente, adelante apareció una nube de polvo. Ella se extendía sobre la tierra como humo de una fogata enorme, impulsado por un fuerte viento. El coronel, con asombro, observó que el polvo era levantado por innumerables columnas de personas que iban caminando a lo largo del río en la misma dirección que el avión. Este los alcanzó.

Desde el principio vio que eran caminantes con altos arcos y carcajes de flechas a la espalda. A su lado arrastraban grandes carros cargados. Después iban jinetes sobre camellos con largas lanzas y cascos puntiagudos y muy adornados sobre sus cabezas. También iban jinetes sobre caballos, armados con sables y escudos. Todos ellos era un ejército antiguo de varios miles de soldados.

Al principio, el coronel pensó que estaban rodando una película histórica. ¿Pero como pudieron los productores, reunir tal masa de gente vestida en esa ropa antigua? Decenas de miles de personas extendidas a lo largo de kilómetros. Estaban vestidos de vistosos uniformes y llevaban armaduras guerreras.

El avión pasó por encima de la muchedumbre y adelante se extendía de nuevo la acostumbrada estepa desierta.

El coronel estaba profundamente perplejo. Todo lo que vio, parecía absolutamente real, pero de ninguna manera se relacionaba con lo que debía verse, en estos sitios, bajo las alas de un avión. Por todos los datos que mostraban los instrumentos el volaba hacia el noroeste a lo largo del río Sir Daria, en dirección del aeródromo. Pero a los bordes del río no estaban ni la línea del tren ni la vía para automóviles. ¿Dónde estaba todo? Y el río tampoco se veía igual. Se veía más ancho, y los meandros menos acentuados.

Todavía no salía de su confusión cuando vio, en el suelo, justo enfrente de él, a dos hombres, vestidos a la manera centroasiática, con turbantes y largas batas. Los hombres estaban de pie, al lado de un pozo rectangular con bordes bien delineados. En el pozo había unos cántaros y sacos. En los cántaros brillaban monedas de oro y adornos. Uno de los hombres los señalaba con el dedo y explicaba algo al otro.

El coronel miraba tan fijamente la escena que, enseguida no se dio cuenta, que el avión flotaba inmovilizado sobre la tierra. Sin creer lo que veía miró los instrumentos. Los instrumentos le decían que la máquina de guerra continuaba moviéndose a gran velocidad. El coronel no entendió que sucedía y llamó a la torre de control. Pero el radio se quedó mudo, como si hubiera salido completamente del sistema de comunicación. Por añadidura, el coronel, en absoluto, no oía el ruido de los motores. ¿Se habría quedado sordo?

Los dos hombres, en la tierra, también notaron el avión. Los morenos y asustados rostros estaban dirigidos hacia arriba. Uno de ellos era bastante mayor que él otro. Su rostro estaba ceñido por una barba bien cortada con un mechón de canas en el medio, como si alguien le hubiera pasado una brochita con pintura blanca desde el labio inferior. El otro hombre era joven y de rostro lampiño. Se quedaron inmóviles y en sus rostros petrificados se leía el pánico.

Junto a ellos estaban tres camellos. Dos de ellos dirigían sus hocicos hacia la tierra buscando comida en ese suelo árido. Pero el tercero y más grande, con dos jorobas, tenía su cabeza levantada y miraba fijamente al avión. Generalmente los camellos tienen sus ojos semicerrados; éste los tenía, completamente abiertos, pero no reflejaban ni asombro ni miedo. Al coronel le pareció que la mirada del camello estaba dirigida directamente a la cabina del avión, a sus ojos. Esta mirada penetrante incomodó a Vasily Timofeev. Ni siquiera los perros pueden mirar tan profundamente.

El coronel, ya desde Egipto, estaba familiarizado con los camellos y se dio cuenta que, ante él, estaba una camella, que ya hacía tiempo había pasado sus años juveniles. Y sus ojos ya decían todo. Esa mirada penetrante, en todos los animales, incluyendo al humano, la tienen sólo las hembras inteligentes. Los machos pueden mirar despreciativamente, indiferentemente, fríamente, estúpidamente, servilmente, agresivamente, amorosamente; casi como quiera, pero la mirada penetrante de un ser femenino, el macho no la puede tener.

Un detalle más sorprendía al coronel: las dos jorobas de la camella pelirroja eran muy blancas, ¡como si fueran canosas! Ellas brillaban como nieve fresca en una helada mañana de sol radiante. Él nunca había visto un camello como ese.

El piloto Vasily Timofeev, desde la cabina del avión, miraba, como hipnotizado, la extraña escena: dos personas, en vestiduras antiguas, al lado de un pozo con oro y muchas cosas de valor y tres camellos… Los dos hombres miraban asustados hacia arriba y solo la brisa movía las puntas de sus batas. En sus ojos se leía un pánico estúpido.

1Nota del traductor: UAZ – Fábrica de automóviles de Ulianovsk, Rusia, por sus siglas en ruso.