Loe raamatut: «La vida instantánea»

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© Círculo de Tiza, 2018

El infiltrado

Conocí a Sergio C. Fanjul como Txe Peligro, que era su seudónimo en Facebook antes de que Zuckerberg decidiera que ese alias no valía y que debía dar la cara con su nombre real. No sé cómo llegó a mi pantalla, pero sí cómo se ganó mi atención en un mundo de hiperestímulos y distracciones: con narraciones fabulosas. Triunfó en el mundo digital con las armas más viejas del mundo analógico, las mismas que utilizó Homero o quien puso en verso Gilgamesh.

Sospeché por aquellos días que Fanjul era un infiltrado. Ya sé que se repite mucho que Facebook es la red más carpetovetónica de todas, con su gusto por la parrafada extensa y permitiendo que se pueda triunfar en ella sin usar fotos ni vídeos. Es, de lejos, la red más literaria, la que mejor entienden los ancianos que nacieron con tocadiscos, pero no deja de ser un invento de púberes listillos del siglo xxi. Facebook, por más que los adolescentes la desprecien, es contemporánea y modernísima, y disfrutar de ella requiere de una mente contemporánea y modernísima. Una mente como la de Fanjul: rápida, precoz para la ocurrencia, atenta a cualquier novedad, urbana, alérgica a la tragedia, cultivada en el sarcasmo, celebrativa de la parodia y un poco autodespectiva. Curiosa, muy curiosa, en lucha perpetua contra los prejuicios propios y acercándose al mundo sin soberbia ni escándalo. Es decir, lo contrario de un moralista o un intelectual de tribuna y dedo acusatorio. Fanjul prefiere describir a prescribir, y la risa al lamento.

Pero tras esa fachada informal y veloz del mundo nuevo, con su peterpanismo y su desvergüenza juvenil, se oculta un espécimen del mundo viejo, un infiltrado del ayer. Porque lo que hace Fanjul es lo que han hecho siempre los grandes cronistas: pasear, observar y contar. Si sus textos suenan frescos y contemporáneos no se debe solo a su talento literario, sino a que se componen al contrapunto: entre tanto cascarrabias y tanto inquisidor vocacional, alguien que se pregunta sin ánimo de responderse categóricamente, que no teme encogerse de hombros y que se muestra feliz donde solo parece caber la indignación es por fuerza un punki o un guerrillero cultural.

Es difícil ser más vintage que Fanjul: escribe poesía y la convierte en espectáculo juglaresco con su pareja, Liliana Peligro; se gana la vida con el periodismo de papel, el de mandar textos a tantas palabras para publicar mañana; es un aficionado a los menús del día de los figones menos recomendables de Lavapiés, y para rematar el cuadro ha sido nombrado paseador oficial de la Villa de Madrid. Sin olvidar que es un asturiano emigrado a la capital, lo que le deja a un paso de ser un indiano o un déspota ilustrado. Todo ello hace de él un situacionista o un flâneur, un bohemio pertinaz, un gacetillero y un bardo. Nada, en definitiva, a lo que se pueda añadir el epíteto numérico 2.0. El Madrid de Fanjul tiene más que ver con el de Cansinos Asens que con el de los instagrameros, y su vida y su trabajo están más cerca de un personaje de Galdós que de uno de Lena Dunham, y sin embargo ha engañado a todo el mundo y se ha hecho con una reputación de vanguardia.

No hay que descartar que Fanjul sea un viajero en el tiempo, alguien venido de la época de los duelos, las levitas, las tertulias y los sablazos para impartir una lección de humildad a los babilonios de Facebook. Como no puedo demostrar esta hipótesis, recurriré al eterno retorno, que se entiende mejor en la era digital que en la de Nietzsche: si todos los relatos de viajes son actualizaciones del programa original de la Odisea, Sergio C. Fanjul es la última versión del de Herodoto, aquel tipo que escribía antes de que nadie supiera distinguir a un historiador de un cronista o de un poeta: contadores de historias, al fin, poco disciplinados y sin preocupación ninguna por encajar en géneros o disciplinas.

Como los buenos contadores de historias, Fanjul es adictivo. Facebook impone una forma de narrar rápida y sin método, mitad diario y mitad performance con público. La intimidad confesional recibe de inmediato una lluvia de megustas que suenan a aplauso y condicionan lo que se dice y cómo se dice. El viejo Txe Peligro modula perfectamente esta cuasiparadoja de la red social y triunfa donde muchos de sus cultivadores explotan, incapaces de encontrar el equilibrio entre la construcción literaria de un yo intimista y la invasión de los mirones que buscan espectáculo.

Los encuentros con la cultura en el Carrefour de Lavapiés, las miserias del trabajo freelance, los descubrimientos urbanos y el sabor recalentado de los menús del día son partes de un proyecto narrativo mucho más complejo y ambicioso de lo que la actitud de su autor da a entender. Fanjul ha construido un mundo de ficciones que suenan a verdad poderosa para sus lectores. Un Madrid post-15M, desencantado y a la vez ilusionado, en el que el narrador sabe situarse en otro dilema dialéctico: es un representante de esa juventud destruida por la crisis, y a la vez es un individuo único que vive a contracorriente sin parecerse a nadie.

Una de las virtudes más sobresalientes de Fanjul es su capacidad para encontrar destellos de bondad y belleza en medio de un paisaje agostado y bombardeado. En una ciudad sucia, colapsada, asediada por los especuladores inmobiliarios, con miles de jóvenes que pasean alucinados de desahucio en desahucio, sorteando las maletitas con ruedas de los turistas que buscan su apartamento de alquiler con Google Maps, él señala la brizna, el rincón del bar o la anécdota luminosa que derrota el apocalipsis.

No debería condicionar más la lectura de las piezas que siguen. Me temo que he dicho demasiado (en los prólogos siempre se habla de más), y no quisiera que el lector neófito se perdiera ninguna sorpresa ni leyese con mis gafas. Solo añadiré que Fanjul, precisamente por ser un cronista clásico que habría encajado muy bien en el Madrid de Valle-Inclán, es un escritor furibundamente actual, que representa como pocos lo que es hoy la literatura: una mirada libre de imposiciones canónicas y de categorías genéricas que intenta sobreponerse a su propia perplejidad. Una forma de estar en el mundo contándolo. O de contar el mundo estando en él.

Me empiezo a poner escolástico. Es mejor que me olviden y lean a Sergio C. Fanjul.

Sergio del Molino

Introducción

Escribo desde que tengo uso de Internet.

A decir verdad, un poco antes ya emborronaba cuartillas con relatos y poemas, Microsoft Word offline, bolígrafo Bic azul, libretas cuadriculadas de bazar, textos que no llegaban a los ojos de nadie, vergüenzas varias escondidas en el legendario cajón lleno de prodigios y basura que antes tenían los escritores. La llegada de Internet supuso un salto definitivo: ahí fuera, en el ciberespacio, había de pronto decenas, cientos, miles de personas a las que hacer llegar lo que escribíamos. Ya no había que guardar nada en el proverbial cajón. Ni siquiera la basura.

Al principio estábamos solos en la red, y ni siquiera había blogs. Yo inventé mi propio blog avant la lettre cuando, a comienzos del siglo xxi, me mudé a Madrid y estaba solo y tenía poca gente con quien hablar, y ni siquiera tenía teléfono móvil. Tampoco ordenador: me veía obligado a teclear en máquinas prestadas, locutorios ecuatorianos o en los (entonces) precarios ordenadores personales de la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), donde me amueblaron la cabeza.

Aquella especie de blog que yo había inventado se llamaba Comunicados desde Capitol City, y eran, simplemente, los mails que yo iba enviando a mis amigos contando todo lo que me pasaba en la gran ciudad, que no era poco, sobre todo visto con las pupilas de un veinteañero recién llegado (aunque no frecuentase el café Gijón). Mi público se fue ampliando a medida que conocía gente e iba incluyendo en la lista de correo a mis compañeros de piso, a los colegas de la carrera y, sobre todo, a personas random con las que me topaba en fiestas y bares. Cuando conocía a alguien nuevo, enseguida le pedía el mail para suscribirle a los Comunicados. Aún los guardo, por ahí, en algún disco duro vintage.

Lo de los blogs lo facilitó todo, porque era lo mismo pero como Bill Gates mandaba: ahora no se trataba de mails cutres, sino de una página web en toda regla que cualquiera podía crear o visitar. Aquello lo llamaron la web 2.0: Internet dejaba de ser unidireccional. ¡Viva el pueblo conectado! ¡Arriba el módem popular! Así hasta que la revista Time dijo en una de sus famosas portadas que el Personaje del Año 2006... eras Tú.

Mi blog, que cosechó cierto éxito en aquella prehistoria digital, se llamaba PlanetaImaginario, y debe de seguir encallado, naufragado como un pecio en los procelosos mares del ciberespacio, igual que tantos miles de blogs errantes que uno visita como si visitase un cementerio de ballenas o ese camino empedrado de buenas intenciones que dicen que conduce al infierno.

Escribir en el blog ampliaba mucho las posibilidades de expansión de esta industria literaria: la gente no solo te podía leer, sino que podía incluso comentar, dar feedback, un hecho inédito para los escritores primerizos que no tenían público: había alguien ahí, al otro lado. Hasta se formó una blogosfera, un anillo infinito de blogs enlazados unos con otros que se devolvían las visitas como hacen las familias bien educadas en las urbanizaciones de extrarradio.

Blogs sigue habiendo, pero lo que ya no hay tanto son aquellas bitácoras con ínfulas literarias o vocación de diario. Los blogs que sobreviven se especializan en temas muy concretos: política, videojuegos, mascotas, fontanería, cualquier cosa, muchos de ellos al abrigo de grandes y pequeños medios de comunicación.

El mundo del blog creativo, diarístico, literario o poético, del blog confesional o vital, fue de alguna manera borrado por las redes sociales, que permitían contar tu inane vida al instante y sin tanto esfuerzo. Las fotos resolvían gran parte del asunto. A pesar de la triste importancia en la guerra informativa cotidiana que tiene Twitter, para estos objetivos letraheridos siempre fue más importante Facebook, que permite una lectura más pausada y, por supuesto, una extensión mayor que los tuits de 140 caracteres (que ahora son de 280). Hubo otras aventuras, como el entrañable Fotolog o el MySpace que utilizaban los músicos, pero se quedaron en el arcén de la historia digital y hoy los recordamos como quien recuerda a Espinete.

Yo no entendía para qué podría servir el Facebook, y de hecho tardé un tiempo en abrir una cuenta propia. Una vez que fui miembro todavía me costaba entender su uso, pero ya sentía esa fascinación por cotillear la vida de los demás y hacer algún chiste. Ya empezaba a infoxicarme, y los problemas de ansiedad y procrastinación no tardarían en aparecer. En aquel entonces, de hecho, mantenía de manera paralela mi blog, en el que seguía escribiendo mis cosas, si bien con un vigor exponencialmente decreciente. A nadie le interesaba ya aquella plataforma. De modo que me dediqué full time a la experiencia Facebookera, primero con mi pseudónimo habitual, Txe Peligro, y más tarde con mi nombre real, Sergio C. Fanjul (aunque no sé cuál es más «real»), un cambio obligado por las normas de Mark Zuckerberg: hay que dar la cara en la red social azul oscuro.

Reconozco al menos tres momentos en la breve Historia de las Redes Sociales. El primero fue el que llamaré «Vamos a Tomar unas Cañas». Al principio fue el Verbo, aún estábamos perdidos en el Facebook, tanteando el terreno, tratando de entender qué era todo esto y, sobre todo, reencontrándonos virtualmente con viejos amigos y conocidos: era alucinante, qué tiempos y qué avance tecnológico teníamos entre las manos. Los mensajes solían supurar amor del bueno, y la forma de volver a afianzar los contactos perdidos era la siguiente: «A ver si quedamos para tomar unas cañas». Por lo general, ese «a ver» nunca se materializaba. La industria cervecera ganó menos de lo esperado.

El segundo momento de la Historia de las Redes Sociales lo llamaré «Chiste & Marco Polo». «Chiste» porque lo que predominaba era el humor, porque surgían los memes y el cachondeo masivo, y «Marco Polo» porque también era época de compartir las maravillas del mundo a las que teníamos acceso a través de la red: colecciones de fotos curiosas, grandes historias de superación en países lejanos, teorías de la conspiración y, sobre todo, imágenes de tiernos gatitos. En esta época surgen engendros pseudoperiodísticos para mentes fofisanas como las listas (yo elaboré unas cuantas) y los vídeos rotulados. Los textos en los medios empiezan a titularse con pereza mental e hiperliteralidad en busca del clic masticado: «Hablamos con...», «Así es la verdadera...», «Estas son las razones por las que no debes...». La poesía había muerto y Mister Wonderful campaba a sus anchas.

El tercer momento, que todavía no hemos agotado, lo denomino «Tercera Guerra Mundial», y, como saben, consiste en la conversión de la red social azul oscuro en una jungla y en una guerra, es decir, en el Vietnam de los setenta. No conviene adentrarse aquí alegremente si uno tiene un día depresivo, puteado o ansioso, porque el paseo virtual puede agravar la dolencia. Facebook es ahora para los fuertes de espíritu, para los indómitos, para los impermeables y reflectantes, para los que nunca dudan y siempre la devuelven más fuerte. Es curioso: aunque uno de los temas de «debate» más frecuentes sea el feminismo en varias de sus facetas, parece que la red se ha machirulizado, a la par que cuñadizado.

Descubrimos, después de tantos miles de años, que el prójimo es medio idiota, que el homo sapiens no era tan sapiens, solo que disimulaba porque no podíamos leer dentro de las cabezas ajenas. Lo peor es que con frecuencia acabamos por darnos cuenta de que idiotas también somos nosotros mismos. Facebook, pues, nos ha hecho desvelar el espejismo: no valemos nada ni como individuos ni como sociedad ni como especie, y cabe preguntarse, ahora que sabemos la incómoda verdad, si tiene sentido luchar por el futuro de la humanidad o solo cabe esperar que se extinga en unas pocas generaciones, como predican la Iglesia de la Eutanasia y otros movimientos por la extinción voluntaria de la raza humana. Total, ¿qué importa? Dejemos paso a las cucarachas.

En medio de este violento desaguisado pensé que podría (y debía) valerme del Facebook como una forma de escribir esta escritura que tampoco sé cómo describir. Durante el año 2017 me esforcé en ofrecer gratuitamente al personal textos que no fueran simples chistes, anécdotas de bajo octanaje, reflexiones airadas o comentarios sin filtro. Traté de escribir bien y de cosas bien. El resultado, que se presenta a continuación, es un maremágnum textual en el que el lector encontrará columnismo, relatismo, poesía en prosa, crónica, diarismo, etcétera. Un texto misceláneo, heterodoxo y heterogéneo, como muchos de los que a mí mismo me gusta leer, y que también trata de aportar un poco de cariño y dignidad a ese mundo paralelo en el que tantas horas pasamos al día y en el que ocurren tantas cosas que determinan y determinarán nuestra existencia: el amor y la guerra. Tenemos que cuidarnos.

A lo largo de muchos años de escritura he publicado varios libros de relatos y poemas, he ejercido como ghostwriter en numerosas ocasiones, he participado en puñados de antologías y, como audaz periodista freelance, colaborado con puñados de medios de comunicación que me han dado de comer durante toda mi vida laboral, sobre todo el diario El País y sus diversos suplementos, tentáculos y estribaciones. Todo me ha gustado, todo me ha servido, pero donde más a gusto me he encontrado siempre juntando letras ha sido en la electrónica libertad de Internet, en sus diversas formas: es donde más yo he sido yo mismo, y donde una voz que reconozco como mía se ha ido formando bit a bit.

El agradecimiento es para todas esas personas que muy amablemente han leído, «gusteado» y comentado este chorro de palabras. Muy especialmente para Liliana Peligro, que está en el origen y fin (y en el medio) de todos estos textos y del resto de cosas del mundo. Por supuesto, también para las sagaces y arriesgadas editoras de Círculo de Tiza, que seguramente con este volumen estarán haciendo historia.

Este libro, y libros como este, son hitos históricos para que algún día se diga en los libros de texto de bachillerato que el post de Facebook también es un género literario.

Los diarios electrónicos
9 de enero de 2017 · 237 likes

Estoy algo nervioso porque mañana es como mi primer día de cole: empiezo en un coworking. Llevo ocho años currando en casa, con la oficina (o sea, la mesa del comedor) a unos escasos cuatro segundos de la cama, y fue para mí un orgullo hacerlo, y hacerlo bien. La gente me decía, pero ¿cómo puedes?, y yo decía, ¡pero si es genial! ¡Currar en casa, qué delicia! Quizá es que era joven e insensato.

Sucede que en los últimos meses entré en un proceso de burnout brutal. Mi productividad cayó en picado al tiempo que aumentaba la temible procrastinación y caí en espirales aún más frecuentes de ansiedad y depresión. Vaya, le cogí asco a mi propia casa, porque la relacionaba con esa angustia de tener que ponerme a trabajar y no acabar de hacerlo. El puercoespín okupa que habita mi estómago no paraba de girar. Hasta escribí un libro de poemas sobre la problemática del freelancer (y tan mal lo pasaba que quedó gracioso).

Así que he decidido salir de casa y compartir espacio de trabajo con otros bucaneros del mercado laboral, porque Madrid está lleno de trabajadores errantes que casi pasan desapercibidos fundiéndose con el paisaje, ocultos en las cafeterías tras la pantalla de su MacBook, pidiendo otro café con el que quedarse dos horas más. Yo me voy a gastar una pasta que espero amortizar en una mayor productividad y me voy a arriesgar, incluso, a pillar la legionela o a hacer nuevos amigos. No sé si es que he madurado o sencillamente lo contrario.

15 de enero de 2017 · 122 likes

La fila del Carrefour de Lavapiés, el sábado a medianoche, es una hilera de hormigas que se pierde en el tatuaje de la reponedora más triste. Tú tendrías que estar roneando en la discoteca, yo he venido a por dos bolsas de palomitas Top Corn Frit Ravich (saladas), y a por una razón para vivir.

Los traperos cubiertos de miel la lían en las escaleras mecánicas que llevan a la sección soviética; los clientes de Airbnb exigen pizzas congeladas; en la cola me veo atrapado entre una hermosa hipster que se lleva una docena de rollos de papel higiénico Scottex doble hoja y un bengalí de mermelada y de limón: ahí estoy, congelado en mitad del mundo y la existencia y la compraventa: todo me es simétrico.

Miro las redes sociales y recuerdo cuando me dijiste que te gustaba el arroz blanco con ajo y las formas más deformes del amor. Según se agota la fila y llego a la caja número siete entiendo que todos vamos a morir, pero este Carrefour seguirá abierto, igual que seguirán las olas del océano Pacífico lamiendo las costas de Japón. Entre estos lineales, allá donde se acaba el suavizante y nadan los atunes en sus latas, en los confines donde el osito de Bimbo juega con los estropajos, se cifra nuestra esperanza.

Al salir nunca sé dónde cojones tengo que dejar la cesta, y fuera me vuelvo a encontrar a ese perrito que mira hacia dentro en busca de su dueño, y que siempre me da tanta pena.

27 de enero de 2017 · 149 likes

Ahora que trato de llevar una vida ordenada, dada mi ya provecta edad, me encuentro con diversos problemas prácticos. El más insidioso: el desayuno. A mí el desayuno, como el uso del paraguas, siempre me ha parecido un vicio burgués, por eso no he desayunado en mi vida, en parte porque siempre he tendido a levantarme a la hora de almorzar (otro vicio burgués, que sí practico).

Así que si ahora madrugo (a eso de las diez) para ir al coworking, me veo en el trance de desayunar, qué dilema. Lo primero, porque no tomo café: con mi acusada tendencia a la nerviosidad absoluta, un cafelito mañanero puede sumirme en un ataque de pánico. Luego porque no me gusta el dulce, cosa que descarta el cruasán, la caracola, el brioche y otras bollerías, así como toda la panoplia galletil. Me congratulan bastante los huevos fritos con beicon, los huevos revueltos y todo tipo de frankfurts, solo que preparar eso en casa de buena mañana y sin servicio es un engorro, mientras que comerlo fuera se me sale del presupuesto.

Un buen pincho de tortilla siempre alegra la vida ciudadana, pero pedirlo es como participar en una ruleta rusa. El sándwich mixto es casi la opción más factible, pero a diario me aburre. Por supuesto que rechazo de plano todo tipo de panes con semillas, tostadas cuquis y cafés con un corazón tatuado en la espuma, fruto de la gentrificación rampante. Así que me acabo apretando un sol y sombra cual albañil que, por ladrillos, junta letras.