El libro de Tamar

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El libro de Tamar
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El libro de Tamar

TAMARA KAMENSZAIN

Cuando nosotros nos leíamos mutuamente, solíamos propinarnos críticas del tipo “esto tiene buen ritmo” o “acá repetís palabras” o “esto suena muy borgeano”, haciéndonos siempre los desinteresados respecto de los secretos escondidos detrás de la trama del texto, esos en los que habita la otra trama: la del amor.

Después de dejarlo olvidado durante quince años en el fondo de un cajón, Tamar, la narradora, se reencuentra con un viejo poema que le enviaron. Un poema inoportuno que en su momento no la interpeló ni le significó ese gesto que ella tanto deseaba. ¿Quién puede esperar, en plena separación, que el otro en lugar de un prosaico “te extraño, volvamos” intente acercarse mediante anagramas y combinaciones de nuestro nombre?

Pero la escritura permanece mientras el mundo gira, y entonces hoy Tamar sí puede leer sentido donde ayer solo encontraba silencio. Un poema compuesto por cinco letras, una fecha y un dibujo desencadenará un viaje al pasado, para rescatar una historia de amor atravesada por lecturas compartidas, discusiones literarias, viajes, exilios, hijos, desencuentros.

De la mano de la pareja Kamenszain-Libertella se van sumando a este relato las voces de otras parejas de escritores, Ludmer-Piglia, Kristeva-Sollers, Plath-Hughes, dando así cuerpo a una escritura tan luminosa como conmovedora que se vuelve bitácora generacional o libro de amor.

El libro de Tamar

TAMARA KAMENSZAIN


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Dedicatoria

  Epígrafe

  Tamar

  Marta Marat

  Mata rata

  Arma trama

  Ama

  Ata rama

  (Mata tara)

  ¡Ara mar!

  Ramat, 2 de julio de 2000

  (Mata tara)

  Ata rama (el dibujo)

  2 de julio de 2000

  Arma trama, Ama

  Tamar

  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

A la memoria de Ana Amado y de Josefina Ludmer.

Fui tocado por mi propia soledad mientras leía sabiendo que lo que siento es a menudo la cruda y desafortunada forma de una historia que quizás nunca sea contada.

MARK STRAND


TAMAR

Un tiempo después de nuestra separación él, que solo escribía en prosa, me escribió un poema. No me lo dio en mano sino que deslizó, debajo de la puerta de mi casa –la casa en la que habíamos vivido juntos con nuestros hijos durante más de veinte años–, una hoja blanca tamaño A4 de las que solía deslizar por el carro de su Olivetti Lettera.

Es así como el breve texto, casi un haiku de cinco versos, destella escrito a máquina en el medio de la hoja mientras arriba, a mano y con birome negra, una notita dice:

Tamara: emerjo de un sueño con la máxima cantidad de anagramas y combinaciones de tu nombre. ¿Tanta cantidad de bolsones semánticos pueden esconder 5 letras?

Transcribo aquí el poema:

TAMAR

A Marta Marat

Arma trama, Ama:

¡ara mar!

Ata rama


mata rata

(mata tara)

Ramat, 2/7/2000

Intuyo que develar algo de lo que esconde eso que él llamó “bolsones semánticos” es lo que me impulsa ahora a escribir en prosa. Es decir, sé poco y nada del oficio de narrar, pero veo que tampoco en verso podría yo hacer entendible lo que él, deponiendo sus naturales condiciones de narrador, versificó para mí con el fin de entregarme toda una historia común condensada en una combinatoria de letras.

Sacándole, por ejemplo, una letra a Tamara –el nombre con el que todos me llaman desde que nací (incluso él, como se puede ver en la nota manuscrita)– mis padres pudieron anotarme en el registro civil. La ley por entonces no permitía poner nombres que no figuraran en la Biblia o en el santoral y así fue como el bíblico Tamar quedó archivado en mi documento de identidad y reapareció muchos años después en el sueño y en el poema de mi exmarido.

MARTA MARAT

Tuvieron que pasar más de quince años desde aquel día en el que encontré el mensaje debajo de la puerta de mi casa, para que me diera cuenta de que era posible llegar a leerlo en clave amorosa. Resulta paradójico porque justamente por ese entonces yo venía leyendo con entusiasmo lo que Julia Kristeva dice acerca del secreto que pesa sobre el nombre de la dama en la retórica cortesana de los trovadores herméticos (no pocos de ellos enamorados de alguna noble señora casada). Para Kristeva, ahí estaría el germen de la poesía laica de amor, ya que la metáfora poética, que antes invocaba a Dios, pasaría a guiñarle el ojo a una musa humana.

Sin embargo –y esto es para pensarlo–, muchas veces nuestras pasiones teóricas no coinciden con nuestros momentos vitales, aunque sin ninguna duda los anticipan. Y así fue como el poema “Tamar”, si es que realmente atesoraba alguna clave destinada a mí –Tamara–, había fallado en su cometido. Porque al poco tiempo de separarnos y después de no haber intercambiado más palabras que las estrictamente necesarias y burocráticas, yo esperaba de mi exmarido algún mensaje contundente del tipo “te extraño”, “volvamos”, “estoy dispuesto a cambiar”, etc. Es decir, esperaba que me lanzara algún dardo en una lengua efectiva o, mejor dicho, afectiva, como esa que Philip Roth dice que usaba su padre, “una lengua apoética, expresiva y a bocajarro, con todas sus flagrantes limitaciones y toda su fuerza perdurable”. Esa hubiera sido para mí, en aquel momento, una verdadera prueba de amor. Me encontré, en cambio, con un poema en clave cuyos bolsones semánticos, en esa situación de emergencia vital, no quise ni pude detenerme a descifrar. Además, hay que tomar en cuenta que la dedicatoria no me pertenecía: nunca me hubiera dado vuelta ante un llamado a la tal “Marta Marat”. En este caso, para mí la práctica del anagrama y su posible resolución oral (por ejemplo, que repetir muchas veces Marta Marat fuera el trabalenguas de Tamara) no me destrababa el intríngulis de la separación. Así fue como, sintiéndome expulsada del poema, enojada o, mejor, decepcionada, tiré la hoja A4 en el fondo de un cajón y me olvidé hasta que reapareció por casualidad, en medio de un montón de fotos y papeles viejos, hace unos días.

Hacía rato que el hechizo lenguajero que nos había mantenido unidos se venía resquebrajando. Dos escritores que durante veinticinco años se habían amado bajo la invocación de la literatura (con todos los distintos sentidos que esa palabra fue tomando a lo largo de dos décadas) empezaban a protagonizar, casi sin darse cuenta, una crisis que los terminaría separando. El interlocutor de siempre, aquel cómplice incondicional que militaba codo a codo en las filas de lo que nosotros en la década del setenta dábamos en llamar, bajo esa misma complicidad, “la escritura”, ya empezaba incluso a dejar de entender lo que el otro le quería decir cuando aludía a ese término. Yo, por ejemplo, me sentía en ese momento completamente Tamara, es decir, una mujer separada que no podía detenerse a leer entre líneas los avatares de aquella neonata que terminó llamada Tamar por el préstamo que sus padres tomaron a cuenta de otras Escrituras. Mientras, mi ex, empeñado en mantenerse protegido bajo el velo de la ficción, decía emerger de un sueño que a mí me sonaba más literario que real. ¿Es que acaso podía yo inferir que él había soñado conmigo (quiero decir, con Tamara)? De hecho, la nota manuscrita no dice nada parecido a “soñé con vos”, declaración que hubiese bastado para dar rienda suelta a una lectura romántica. “Emerjo de un sueño con la máxima cantidad de bolsones semánticos y combinaciones de tu nombre” no parecía aludir al contenido manifiesto de ese sueño, sino a una especie de elaboración posterior que precipitó al soñante de cabeza hacia un ejercicio literario. El hecho es que el poema resultante que, encima, tentado por sus inclinaciones de novelista, mi ex le dedica a un personaje de ficción, no me permitió a mí ninguna ensoñación. Es decir, no consideré la posibilidad de que él hubiera querido, a través de este mensaje velado, rearmar la trama amorosa de nuestra relación a pesar de que el primer verso parece ser claro cuando dice: “Arma trama, Ama”. Pero en ese momento a mí no me resultó para nada claro.

 

En la concepción misma del término “escritura”, que nos había unido como pareja militante del formalismo duro y puro, estaba implícito que escribir no es lo mismo que comunicar y, de hecho, hoy algo de esa convicción todavía me resuena, aunque ya no a la manera programática que nos hacía alucinar con un mundo de la escritura un poco esquizofrénico, capaz de funcionar al margen de lo comunicable. Sí suscribo, por ejemplo, a ese pensamiento de Goethe citado por Käte Hamburger, cuando dice que su poesía “no contiene ni una pizca que no haya sido vivida pero tampoco ninguna tal y como se vivió”. Sin embargo, nada de lo que había vivido con mi exmarido durante los veinticinco años de relación me resonaba en aquel momento en “Tamar”. Ahora en cambio, ya libre de las urgencias de aquellos tiempos, con la falsa bonhomía de quien se sienta a escribir sus memorias como si la vida fuera algo narrable, me parece que la teoría de Kristeva acerca del secreto de amor que pesa sobre el nombre de la dama coincide palmo a palmo con el secreto de Tamara: la loca pretensión de que el poema “Tamar” le diga algo que le permita recuperar de algún modo al hombre que alguna vez amó. Pero en aquel entonces lo que yo quería era a ese hombre de nuevo conmigo, quería a aquel marido real y despierto que, en vez de atar una rama con las letras de mi nombre, me había enamorado empuñando una escoba y matando en serio, en el escenario de la realidad real, a una rata.

MATA RATA

Al poco tiempo de conocernos, impulsados por un deseo de él de buscar nuevos horizontes (sobre todo laborales) nos habíamos ido por un año a vivir a Nueva York. Y fue ahí donde me enfrenté por primera vez con una rata. A decir verdad era un ratón, pero mi fobia extrema a esos animales no distinguía, y me temo que sigue sin distinguir, entre un ejemplar casi de juguete y un verdadero roedor adulto. Corría 1975 y nos habían prestado un departamento destartalado en pleno Greenwich Village. Allí mi ex, en un claro acto de amor, tomó una escoba y mató al bichito –en criollo tranquilizador “la laucha”– que me tenía espantada. Mientras un mini-cadáver se estrellaba en la esquina de Mc Dougall y Bleecker, nuestra relación se fortalecía. Hacer algo para que el otro nos quiera, se me aparece, ahora que la evoco, como una intervención valiente: había que dejar de esgrimir argumentos inteligentes que fascinaran a nuestro interlocutor literario y pasar al acto esgrimiendo una escoba.

Seguramente mi ex al escribir “Tamar”, además de combinar con gracia bolsones semánticos que solo yo puedo llegar tal vez a desentrañar (en ese sentido parece tratarse más de un mensaje velado que de un poema propiamente dicho), sin ninguna duda también había evocado aquella escena de amor neoyorquino. Lo que ya no pudo fue llevarla a cabo por segunda vez. Aunque, seguramente, como me lo muestra a todas luces esta nueva lectura que hago quince años después, hubiera querido hacerlo. ¡Si hasta dibujó la rama que en este caso sustituiría a la escoba! Y no se trata de un dibujo más, como aquellos entrañables bocetos de Eduardo Stupía que muchas veces acompañaron las ficciones que él escribía. En vez de la juvenil escoba de alquiler temporario, ahora lo que realmente se necesitaba era una rama arrancada del propio hogar. Una de las tantas que había en el patio-jardín de la casa donde habíamos convivido con nuestros hijos durante tantos años y de cuyas vicisitudes cotidianas yo había quedado a cargo. Parece ser que había que atar la rama para matar a la rata mientras en ese mismo acto se mataba una tara y se rearmaba la trama del amor. ¿Pero quién lo tenía que hacer? Por ahora creo entender que el hablante del poema “Tamar” parece estar dirigiéndose a sí mismo en un urgente imperativo donde hasta se impone, bajo signos de admiración, la tarea a todas luces imposible de arar el mar. En fin, mientras voy descifrando el mensaje anagramático por esta vía, todo parece empezar a aclararse pero, en aquel momento, todo era oscuridad.

Cuando él se fue, las noches se me complicaron. En la soledad de la cama matrimonial, una serie de ruidos extraños que antes nunca había percibido empezaron a emerger del techo y de las paredes como si hubieran estado desde siempre agazapados en el adn de la casa esperando esa oportunidad para hacerse presentes. Después de varias noches en vela con el oído aguzado, diagnostiqué “ratas” usando la palabra que despertaba todos los decibeles de mi fobia. Así fue como al poco tiempo de que la separación se hubiera consumado, entré en pánico y desesperación, mientras a mis amigas les hacía gracia que me tomara tan en serio el merodeo de un animal que permanecía agazapado –más miedoso él que yo, decían ellas– en el techo. En ese sentido parece ser (me doy cuenta recién ahora) que el único que pescó algo de mi sentimiento de miedo y desamparo fue mi exmarido. Una de las pocas veces que conversamos telefónicamente en esos días por algún asunto relacionado con nuestros hijos, le comenté que en la casa había ratas. No me acuerdo qué me contestó, pero a los pocos días deslizó la hoja A4 debajo de la puerta.

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