De regreso

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De regreso
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De regreso

Primera edición en papel 2021

Edición ePub: octubre 2021

D.R. © María Teresa de Icaza Solana

De la presente edición:

ISBN 978-607-8781-71-3 (impreso)

ISBN 978-607-8781-72-0 (ePub)

D.R. © Bonilla Distribución y Edición, S. A. de C. V.,

Hermenegildo Galeana 111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080, CDMX, México

editorial@bonillaartigaseditores.com.mx

www.bonillaartigaseditores.com

Responsables en los procesos editoriales:

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Formación de interiores: D.C.G. Jazmín R. Díaz

Diseño de la portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina

Pinturas: Gabriele Münter

Realización ePub: javierelo

Hecho en México / Printed in Mexico

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la autora y de los editores.



Contenido

El aroma de lo crujiente

La última encomienda

Las alegorías de Irene

El hombre del fardo

La invitación

La colmena

La renuncia

El ocaso


El aroma de lo crujiente

Jimena alcanzó a escuchar el tintineo de las campanas contra los vidrios del cancel cuando cerraron la puerta. Dejó el libro sobre la banca y quedó atenta a las dosvueltas de llave que anuncian el final de la jornada. El eco de las últimas voces fue dejando una estela por el patio hasta llegar al zaguán. Esperó el rechinido del portón; una vez azotado, el último trabajador habría partido.

Del jardín llegó el zumbido de los insectos que merodean las jacarandas. Los pájaros comenzaron a regresar escandalosamente al hule del patio; detrás de ellos llegaría la noche.

Es así como a Jimena le gustaba medir el tiempo cada tarde desde que le pusieron el implante y le enseñaron a escuchar. Cerraba los ojos y se permitía gozar de esa parte auditiva de la realidad. En cuanto los trabajadores se fueron, ella entró del balcón.

Emilio ya estaba listo para dar el paseo por el huerto donde encontraba una nueva razón de su existencia. Cuando optaron por esa propiedad es porque les pareció práctico vivir y tener el negocio ahí mismo, pero siempre andaban buscando espacios reservados a su intimidad. El jardín quedaba oculto detrás de la casa, y decidieron ubicar el huerto al fondo. Habían pasado tres años desde que les instalaron la moderna estructura de almácigos donde ellos sembrarían las primeras semillas.

Dejaron el huerto con la quietud del ocaso. Traían sobre la piel aromas encontrados en el jardín y los labios rojos de zarzamora. Esa tarde era especial, Emilio regresaría a la panadería por primera vez después del accidente.

Jimena abrió la puerta y Emilio se quedó un momento en el umbral. Al interior transcurría el silencio interrumpido por el motor de los refrigeradores. La atmósfera estaba impregnada de aromas de los panes horneados durante esa jornada. A un costado vibraban los motores y al otro, una gota escurría del grifo. Emilio suspiró con una sonrisa y avanzó directo al área donde se encontraban las mesas de trabajo, como si las hubiera visto. Se topó con una silla junto al lavabo y se sentó a escuchar los movimientos de Jimena, quien encendió las luces.

—Los del primer turno empezarán a llegar como a las cuatro de la mañana; hay tiempo para detenerse en los instantes –murmuró Emilio.

Jimena se ocupó de medir los ingredientes. Sirvió algunas porciones de harina en la báscula, hasta completar la medida exacta. Cada vez que sumergía la pala en el bote, los sonidos secos de los pequeños reacomodos de esa arena blanca y finísima fueron para ella como una bienvenida. Cuadriculó el trozo de mantequilla y fue colocando un cubito sobre otro hasta conformar una escultura sobre un platito de aluminio. Mientras pesaba la sal, el azúcar y la levadura, recordó las reacciones químicas, según el orden en el que se combinan.

De haber insistido, Jimena sería una química en alimentos. Cómo le hubiera gustado ir a la universidad, pero no podía ni hablar. Clarito veía las muecas de los vecinos de su edad, a veces de burla, a veces de lástima. Era peor que sintieran piedad a que se burlaran, porque así también ella podía reírse. Odiaba esas estridencias que se le escapaban de las cuerdas vocales. Antes de la operación nunca las distinguió, pero podía ver las caras de quienes la escuchaban. Cómo le hubiera gustado destinar su vida al estudio y concentrarse en lo importante, en las fórmulas, en los experimentos del laboratorio, y no en las muecas de burla. En esa época la universidad no estaba hecha para sus posibilidades, aunque, de haberse puesto a estudiar por su cuenta, seguramente se hubiera dedicado a la investigación y su vida habría transcurrido en un laboratorio comprobando las reacciones químicas de los elementos. La medicina había avanzado, ya estaba operada, podía hablar y escuchar, pero para ella era demasiado tarde.

Con Emilio, Jimena se siente distinta. Incluso antes del accidente, en su expresión no se notaba ni un indicio de molestia por su manera de hablar. Jimena se colocó en cuclillas para medir horizontalmente la cantidad exacta del agua en la taza dosificadora y completar la fila de recipientes: un tazón de vidrio para los líquidos, un cuenco de madera para los sólidos, los cubos de mantequilla, el trozo de levadura, no había pierde, Emilio podría distinguirlos. Se acercó a él, colocó las manos sobre sus hombros y lo besó para que supiera que ya estaba todo listo.

Emilio sintió el calor de Jimena en sus labios y la abrazó. Esa manera de comunicarse después de que él perdió la vista y antes de la operación que a ella le dio la posibilidad de escuchar su propia voz, se les quedó siempre.

Emilio se incorporó.

“¡Cuánto tiempo que no se ponía su ropa de trabajo y su filipina blanca de panadero!”, pensó Jimena emocionada.

Emilio recogió un poco de jabón y, mientras se formaba toda esa espuma con el rápido movimiento de sus manos bajo el chorro de agua, las escenas del oficio desfilaban sin orden en su memoria. Cerró la llave, olió la toalla que Jimena le acercaba y se secó. La superficie estaba impecable.

Con el deslizamiento de sus palmas sobre la mesa, comenzaba para Emilio algo así como un rito de reconciliación con la vida. Jimena cernió la harina sobre las manos de su amado y quedó absorta ante la silenciosa lluvia blanca que poco a poco formaba un pequeño volcán.

Emilio se tomó el tiempo de sumergir los dedos en el montículo que terminó por formarse sobre la mesa. Jimena dejó caer los trozos de mantequilla y las yemas de Emilio siguieron los bordes de uno y otro al azar. Jimena agregó agua y notó cómo los pequeños ríos rodeaban las manos de Emilio, hundidas por completo dentro de la harina. Poco a poco se fueron humedeciendo algunas partes antes de la homogenización completa de los ingredientes.

Emilio hubiera deseado seguir experimentando los contrastes entre las diversas texturas, pero los cubos se ablandaban cada vez más con su calor. Entonces comenzó a trabajar la masa hábilmente, como aquellos días. Los dedos, a intervalos entre unos y otros, se extendían y contraían como la más eficaz de las herramientas y las palmas presionaban, hasta que logró la consistencia tersa y cada vez más dúctil de aquella amalgama. Una escena que le era bien conocida a Jimena, pero invariablemente ejercía en ella la fascinación de una primera vez.

Emilio dejó un momento la masa. Quedó sosteniendo un huevo con las yemas de sus diez dedos, unos frente a otros, y con la delicadeza suficiente para no quebrar el cascarón.

—Tan resistente y frágil a la vez –dijo Emilio en voz alta–, como lo que nos es dado al nacer, pues en cualquier momento podemos perderlo.

Emilio recordó la escena donde él despertaba en esa cama de hospital y vivía como en un mal sueño los ven-dajes sobre la cara.

 

—Me sentía completamente aislado, como dentro de un túnel frío y húmedo, interminable, desde el que apenas alcanzaba a escuchar tu voz al otro extremo. En medio de una luz tenue, lejana, inicié el descenso en caída libre por un abismo. Sólo tus murmullos, que sentía cálidos, me permitían saber que no seguía en aquella pesadilla, pero siempre dentro de esa carcasa oscura, desde la que, agazapado, fui aprendiendo a percibir con otros sentidos el mundo exterior que nunca volvería a ver con los ojos.

Los pulgares de Emilio quebraron el cascarón y la sustancia coloidal escurrió y lubricó la masa que apenas había comenzado a formarse.

—¡Cuánto tiempo desperdiciado, sólo por no dejar ir lo que ya no tenemos! –continuó.

Jimena miró con tristeza la expresión aparecida en el rostro de Emilio mientras se despegaba la melcocha de los dedos y seguía amasando.

—Sólo hay que insistir sin parar hasta lograr la consistencia –seguía diciendo.

Jimena imaginó en ciertas partes de su cuerpo la presión suave y firme de Emilio al apretar la masa. Sabía que si daba dos pasos y acercaba los labios a su cuello, él se estremecería. Lo hubiera abrazado, se habría sentado sobre él y rodeado por la cintura con sus piernas, habría colocado la cara junto a su mejilla, y la frotaría con suavidad. Estrechados, Jimena y Emilio se habrían besado, pero la idea era no descuidar el pan que él amasaba por primera vez después de tanto tiempo. A eso regresaba.

Emilio enrojeció, como cuando percibía el calor en el cuerpo de Jimena.

—La harina es tan tersa como tu piel –dijo Emilio y aumentó la rapidez para no cocer la masa con la temperatura de sus manos. La azotó contra la mesa. Presionó hacia delante con todo el peso de su cuerpo y de regreso. Las gotas de sudor saltaron por su frente. Cuando la masa adquirió la consistencia elástica deseada, se detuvo un momento para formar una bola y sentir la densidad en el centro de las palmas; suave y a la vez pesada. La dejó descansar y la tapó.

Jimena salió del arrobo y fue a prender el horno. De regreso levantó un poco el paño que cubría la masa; le encantaba ver cómo el volumen iba aumentando y saber que llegaría al doble de su tamaño.

A fuerza de extender cada trozo y rodarlo bajo los dedos estirados, Emilio dio forma a tres grandes hogazas. Jimena las llevó a hornear. Mientras él se frotaba manos y brazos con la espuma olorosa bajo el chorro, ella limpió la mesa de trabajo; después lavó y guardó los recipientes utilizados.

Jimena percibió el aroma de lo crujiente y fue a buscar los panes. Justo cuando abrió el horno, la temperatura había llegado al límite, pues el temporizador que instalaron a raíz del accidente emitió la alarma automática. Localizó la charola reservada para las piezas que les está permitido consumir a los panaderos durante la jornada de trabajo. Dejó dos hogazas ahí y, divertida, se descubrió sonriendo al pensar que se encontrarían con el regreso de Emilio. Metió el tercero en una cesta y apagó las luces.

Jimena y Emilio salieron al patio con la prisa del deseo. Jimena jaló la puerta y escuchó sus propios giros de llave dentro de la cerradura tras el leve estremecimiento de los vidrios. Emilio ya iba escaleras arriba. Jimena lo alcanzó. Primer piso, segundo piso. El departamento estaba abierto. Dentro, él esperó a que ella dejara el pan junto a la ventana para abrazarla por la cintura. Ella alcanzó a cerrar la puerta con el pie.

Jimena sabía que el aroma de los panes crujientes saldría a la calle y se colaría por las ventanas abiertas del barrio durante la noche. Emilio había regresado.


La última encomienda

La obra que mandaste fue seleccionada y ahora formas parte de la colectiva. Ya saliste del instituto cutural y sigues tratando de disimular la felicidad que se te nota a leguas. Hoy es tu tarde libre. Decides regresarte caminando. Giras a la izquierda en Havre. Te acostumbraste a trabajar como mesera desde que estudiabas en la escuela de arte. Si no, dime tú con qué comprarías los materiales. Logras atravesar Chapultepec y entras a la Roma. Ojalá se vendan algunas piezas y puedas dedicarte sólo a pintar. Entrar en esta colectiva es un golpe de suerte, no te engañas, a veces llegan tantas obras a los concursos que ni siquiera los jurados se detienen a verlas todas. Por lo menos muchas personas pasarán frente a tu cuadro ahí colgado. Ya si no les gusta, pues ni modo.

Pasmada, te detienes en seco. Estás frente a la casa de tu infancia. ¿Cómo es que viniste a dar precisamente a esta calle? Sin darte cuenta seguro doblaste en alguna esquina en vez de seguir derecho. Sí es cierto que mucho tiempo cargaste con la llave en la bolsa, pero ya habías decidido no regresar. Esa escena del sueño sí que nunca pudiste sacártela de la cabeza; en resumidas cuentas, es siempre la misma: tienes que entrar a la casa y tu madrina te espera al final de las escaleras en el segundo piso. ¿Cuánto tiempo seguirás arrastrándolo, mijita? Miras el celular; queda más de una hora con luz. Si llegaste hasta aquí, te toca resolverlo. Tu madrina no te espera al final de las escaleras. Ya no lo pienses más.

“Si sigue la llave en la bolsa, entro”, murmuras con ganas de no encontrarla.

Sientes la llave fría en el fondo. Te resistes. Sólo hazlo. Abres la puerta con precaución. El chirrido de las bisagras te provoca un escalofrío. El encierro exhala escenas confusas de tu infancia. Entras al silencio opaco del vestíbulo. Imágenes de las que ya ni te acuerdas regresan a tu memoria y emociones contradictorias se te atropellan dentro del cuerpo. Ni siquiera sabes de dónde viene la culpa, ni los temores que seguido evadías y nunca te dejaron en paz. Así es que después de años no queda más que ocuparte del encargo de regresar y “dejar todo en orden”, como decía tu madrina. En realidad, te decidiste para comprobar que ella no te espera al final de las escaleras.

La sensación de inmovilidad también reaparece; entra por cualquier parte del cuerpo, invadiéndote, por tramos. Sacudes rápido las manos y haces respiraciones profundas, pero la sensación sigue entrando despiadada, permeando cada parte. Das varios saltos para despegártela. Es sólo mi imaginación, te dices, no me domina. Por lo pronto, logras que se disuelva y no derive en el impedimento.

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