Loe raamatut: «Una fisura en el tiempo»
Una fisura en el tiempo
D.R. © María Teresa de Icaza Solana
Primera edición 2020
Edición ePub: agosto 2020
De la presente edición:
ISBN 978-607-8636-77-8 (Bonilla Artigas Editores)
ISBN digital 978-607-8636-78-5 (Bonilla Artigas Editores)
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“Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni descansa.
Cuando en un agua adormecida y mansa
un rostro se aventura,
igual retorna a sí del hondo viaje
y del lúcido abismo del paisaje
recobra su figura.”
Jorge Cuesta, Canto a un dios mineral
Primera parte
I
¿Hay alguien ahí? ¿Me escuchan? ¿Dónde estoy?
Desde un presente efímero, cambiante, percibo lo que fue y sigue siendo. Cada impresión se tiende ligera, como una más de las infinitas capas que conforman la densidad inconsciente del presente continuo, del tiempo sin tiempo.
Frente al manantial contemplo el paisaje, como en un espejo. Una bahía. Tres islotes. Llegan las aguas en remolino y chocan contra sus rocas. De regreso, la espuma resbala y, al mezclarse de nuevo, da un color turquesa. La efervescencia es abundante; se ha formado un vacío al centro, más y más profundo. La espuma adquiere mayor densidad, y los giros derivan en ondulaciones de una cabellera larga. Tras el cabello, del propio turquesa emerge un cuerpo femenino. Al cabo de ciertos pasmosos instantes, la mujer sale nadando y se pierde en la vasta extensión del mar.
El sueño recurrente…
Por la tarde el nivel de las aguas, que van a romper contra aquella extraña formación de rocas, desciende.
De pronto mi corazón da un vuelco y, al cabo de cierto intervalo, se estruja. La niña tendida sobre la piedra en lo alto del risco contempla la vasta extensión de mar frente a ella. Exprimidas mis vísceras entro a la escena como si la viviera de nuevo.
II
Nadie más conoce la roca plana en lo alto del risco. Desde abajo sólo se divisan las puntas filosas, por eso ni quien se anime a treparlo.
Es mi refugio, y el templo que mantendré por mucho tiempo en secreto. Tendida boca abajo y con los codos sobre la piedra, dejo descansar la barbilla dentro del cuenco que forman las palmas de las manos. Así contemplo el horizonte.
Casi sin moverse, dos barcas diminutas recorren la línea de un extremo al otro. Gaviotas y pelícanos se reúnen sobre una huella grande; seguro algún cardumen navega bajo la superficie del agua. Cuando aparecen los delfines, me incorporo para verlos mejor, hasta que se pierden de vista; anhelo irme con ellos.
Cuando nací, mi papá tenía dos noches de haber desaparecido, me dijeron; una madrugada salió en su barca y nunca volvió. Seguido navegaba solo por ahí, y a veces tardaba días, pero siempre regresaba con buena pesca. Se llamaba Ruperto.
–Era muy generoso –me decían–, si algún compañero no había tenido suerte, él le convidaba de lo que trajera.
Ahora Lupe, Gertrudis y la cooperativa mantienen la esperanza de verlo de regreso algún día, como si nada. Mientras tanto, juego con los demás niños en la playa que el grupo de casas comparte con la primaria del pueblo. De comer tampoco nos falta, porque casi siempre alguien se las arregla para dejarnos un poco de la pesca del día y apoyarnos en lo necesario.
Eso dice mi mamá, pero ni falta que hace, porque la banda va en bola de acá para allá. Juntos jugamos en la escuela y comemos en cualquier casa. Juntos nos echamos clavados y nos enseñamos a nadar; andamos dentro y fuera del agua, y vamos a ver cómo los papás extienden las redes al sol para remendarlas. Creemos que todo es al parejo, pero el mundo de los adultos se organiza diferente. De mayores, las mujeres no salen a pescar.
Tan temprano y ya comenzaron con los preparativos. Casi todas las barcas están de vuelta, pero hoy las acomodaron diferente; el tramo de playa quedó libre. Todavía ni tocan la campana de la escuela y ya terminaron de recoger la basura y barrer la arena. Todo indica que en la noche va a haber fiesta.
Regreso de la escuela lista para la celebración. Lupe y Gertrudis me esperan a la entrada de nuestra casa, vacía. Han pasado ocho años desde la muerte de Ruperto. Uno de los muchachos mayores anunció su casamiento y la intención de formar una nueva familia; tenía tiempo de salir a pescar con los demás y será un nuevo miembro de la cooperativa. Tuvieron que pedirle el cuarto a Lupe.
Si se tiene suerte, en la sierra pueden encontrarse lotes a medio construir o casas de extranjeros que, entusiasmados, vienen dos o tres veranos y luego no vuelven. Varias noches Lupe se fue andando por la sierra, a ver si encontraba dónde pudiéramos vivir las tres. Pocos días antes de la boda dio con una casa abandonada. Hoy en la mañana, el mero día del casamiento, efectuaron la mudanza después de que me fui a la escuela. De regreso, mi mamá y mi abuela me informan lo necesario. No asistiremos a la fiesta, nuestra casa ya está en la sierra. Quiero echar a correr y buscar a mis amigos, pero Gertrudis me pesca de la oreja. No se habla más. Partimos.
¿Cómo evitar la ladera por donde escurre el olor a caño? El camino cuesta arriba es angosto. Da directo al patio trasero de nuestra nueva casa, una parcela de monte cubierta de hierba y poblada de pedazos de llanta, envolturas de dulces, latas oxidadas. Entre las tres nos ponemos a limpiarlo, para tener siquiera dónde lavar algo de ropa. Los últimos rayos del sol se reflejan en el piso mojado, limpio, oloroso, despejado. La pila de basura queda inmóvil tras la reja.
Cada mañana despertamos temerosas de que algún propietario llegue a reclamarnos. Después me voy corriendo a la escuela y esos problemas van quedando en el olvido durante el día, como una historia mal contada.
Cuando acaban las clases, ya no juego con los niños de la cooperativa como antes. Ahora me toca vivir en la sierra, y lo que siento es vergüenza. Con los primeros toques de campana, guardo mis útiles; en cuanto dejo el salón, corro a la playa desierta. Al llegar, escondo la mochila y las sandalias y me meto al mar, aunque el vestido mojado más tarde me delate con mi abuela. Después de un rato, salgo cerca del risco y lo rodeo hasta donde pueda treparlo; arriba la ropa a veces termina por secarse. Poco antes del ocaso bajo con cuidado por los huecos entre las piedras. En cuanto llego a la arena firme echo a correr. Sigo por las dunas de camino a la carretera, sin importarme si las piernas se me hunden en la arena suelta. Recupero la mochila y las sandalias del escondite y subo sin parar por la calle de atrás del pueblo. Con el cuaderno sobre las piernas me pongo a hacer la tarea. Casi siempre Lupe y Gertrudis creen que llevo mucho tiempo en la silla del patio. Si me descubren, se descargan contra mí, con palos o con palabras.
–Esta chamaca parece hija del mar –suelta Gertrudis con su voz ronca en cuanto me ve llegar tarde. No acaba de pronunciar la frase, cuando Lupe ya viene con la escoba en la mano.
–¿Crees que soy tu burro? –me dice antes de comenzar a golpearme, pero con un grito de Gertrudis todo vuelve al orden.
Y es que Lupe trabaja muy duro para que las tres tengamos qué comer. Gertrudis era partera, pero tiene tiempo que nadie le pide ayuda.
–Ya estoy vieja para esos menesteres –arguye desde su mecedora en el oscuro rincón del cuarto.
En la casa es Gertrudis quien lleva el mando.
Yo sigo escapándome a la playa del risco. Al principio, los pocos extranjeros que fueron llegando atrajeron negocios de comida, y los negocios, más visitantes. A mí me sigue gustando andar de acá para allá y rondar a los turistas; entiendo poco de lo que dicen pero me entretengo cuando los veo, me dan curiosidad, me sonrío con ellos.
–Hoy cumplimos dos años desde que nos vinimos a vivir a la sierra –dice Lupe en la mañana.
Las extranjeras que conocí están en la entrada de su hotel. Son nadadoras y hablan como si todo el tiempo tuvieran agua dentro de la boca. Creo que les caigo bien porque diario me enseñan a nadar “de crol y de dorso”. Pero hoy están vestidas y con sus maletas listas para subirse a un taxi. Me abrazan y se van. Creo que nunca más volveré a verlas.
Con Telma sí me encuentro seguido. La conozco desde mucho antes de que instalaran los bares, y le diera trabajo a Lupe en temporada de vacaciones. Me gusta acercarme como si nada a su palapa. Aunque esté leyendo sobre la tumbona, deja el libro a un lado, se quita los lentes y se pone a platicar conmigo ahí, bajo la sombra. Un día Telma me encuentra un moretón en el brazo. Me pregunta la causa pero no respondo.
Al poco rato desde el risco los anaranjados me anuncian el final del día. Desciendo por los huecos entre las piedras. A lo lejos Telma entra caminando al mar y sigue a nado con grandes brazadas en línea recta, como una flecha, hasta perderse de vista.
Cuando no puedo de sed, voy a alguna fonda a ver si me regalan un vaso de agua. Así conozco a Marco, detrás de uno de los bares playeros. El patrón lo tiene cortando cocos. Marco me ve de reojo y me regala uno sin decir nada. Con las dos palmas bien abiertas apenas y alcanzo a sostenerlo. Me bebo el agua allí mismo. Después del último sorbo, enderezo la cabeza con un suspiro. Marco observa cómo succiono el jugo con el popote entre los labios, cómo se me mueve la tráquea cada vez que doy un trago. Luego sus ojos siguen la caída de mi pelo sobre los hombros. Nos quedamos mirando. Un calor tibio me envuelve la piel. Nos ruborizamos. Marco se precipita a partir el coco, despega la pulpa y la lleva con chile y limón a la mesa de unos clientes.
Desde esa tarde entro por ahí a la playa. En cuanto Marco me ve, prepara el coco. Mientras bebo, él me acaricia con pequeños besos inaudibles en el pelo y la mejilla. Me dice que va a esperarme para casarse conmigo. Intento beber despacito para que nunca se acabe el agua del coco. Ya nada de lo que me pase durante el día o la noche me importa. Lo más aprisa posible cumplo con lo que tengo que cumplir. Así puedo soñar con el olor de Marco y sentir esa tibieza por el cuerpo sin que nadie me interrumpa.
Ya terminé la primaria, así que todas las mañanas Lupe me lleva a casa de Telma y me pone a ayudarle con el quehacer. Sólo espero el momento para volver al patio trasero del bar y quedarme bebiendo el coco. Cuando salimos, Lupe se va a otro lado y yo me escapo a la playa. Marco me desliza su enorme mano tibia por debajo del pelo. El patrón lo llama desde el interior. Rápidamente le entrego el coco y salgo corriendo hacia el mar.
Entro con grandes pasos salpicando agua. Sigo a brincos con todo el cuerpo y me clavo en una ola más grande. Nado mar adentro más rápido que otros días, con el “estilo” que el verano pasado me enseñaron las extranjeras. Me zambullo y vuelvo a salir, hasta pasar la línea del rompimiento de las olas. Ya tranquila, comienzo a jugar como cada tarde. Tomo una buena bocanada, me sumerjo levantando los brazos y poco a poco los vuelvo a bajar mientras suelto el aire contenido, para emerger con el impulso. Así aparezco de cara al cielo con la cabeza peinada una y otra vez. Luego me quedo nadando de muertito sobre el vaivén del agua. Cuando veo que el sol ya está cerca del horizonte, y mis dedos arrugados de tanta agua, regreso a la orilla y de ahí al risco.
En lo alto recuerdo a Genaro. Sé que se llama así porque Lupe le suplica que no vaya, que la niña puede despertarse. Yo permanezco inmóvil dentro de mi hamaca y hago como si durmiera plácidamente. Genaro llega tambaleando y al principio habla con diminutivos. En su catre, Gertrudis se gira como si siguiera dormida y se queda contra la pared. Yo cierro los extremos de mi hamaca y me cubro la cara con los brazos. Entrado en calor, Genaro pasa de los mimos al lenguaje más soez posible, pues parece que es la manera de excitar a Lupe. Yo mejor me duermo. Por la mañana Genaro ya no está.
Lupe se refiere a mí de muchas maneras. Cuando habla con otros adultos, soy “la niña”. Los años de la cooperativa, o después, si está de buenas, me dice mi hija y, de malas, escuincla o pinche escuincla. Frente a los maestros de la escuela, a la señora Telma, o a cualquier otra persona que Lupe considera una autoridad, me llama Ema, tal y como consta en el acta.
Sigo recordando todas estas escenas en la roca plana cuando me doy cuenta de que ya es de noche. Marco viene por la playa directo al risco. Oigo cómo intenta trepar entre las piedras filosas. Bajo lo más rápido que puedo por el sendero secreto al otro costado, recojo mis sandalias del escondite y no paro hasta llegar al patio de mi casa.
Espero lo peor. Al llegar me convenzo de que no me importan los azotes. En el patio no hay nadie. Con las sandalias en la mano me asomo sin hacer ruido. Allí están ellas. Lupe no puede tenerse en pie y vomita en el excusado. Gertrudis intenta sostenerla pero es inútil. Muy despacito y sin llamar la atención me deslizo dentro de la hamaca, cierro las dos orillas y me hago la dormida en medio del olor a vómito agrio del alcohol ingerido por mi mamá. Duermo sin saber que por la tarde Gertrudis arregló todo para que me fuera con “la señora Telma” a la ciudad y trabajara de planta en su casa. Antes del amanecer me entrega una bolsa de plástico con la poca ropa que utilizo y me manda con Telma.
–Ya estás en edad de trabajar por tu cuenta –concluye Gertrudis.
Temprano agarramos carretera. Es la primera vez que me siento dentro de un coche; voy inmóvil, sin saber qué hacer. Por la ventana miro cómo nos alejamos del mar. Cuando, apurada, bajé del risco, no me imaginé que dejaría de ver a Marco. Las subidas y bajadas y, lo peor, las curvas, me sacan de mis pensamientos. Aparto la vista de la ventana. Desesperada, empiezo a respirar muy hondo y a contener el aire. Estando así concentrada en vencer la náusea, noto las manos de Telma: cada una, con cuatro dedos juntos y el pulgar bien separado en forma de palanca, envuelve, firme y segura, un extremo del volante.
Telma despega la mano derecha y busca a tientas la perilla del radio. Tres ágiles dedos que eligen botones con rapidez desembocan en unas uñas limpias y bien delineadas.
–¿Qué música te gusta? –me pregunta Telma. ¿Cómo puedo yo saber si tengo preferencia por una u otra de esas melodías, tan diferentes de las que siempre he oído? Tampoco pienso en este momento, ni mucho después, que mi vida hubiera sido muy distinta, de haberme quedado en el pueblo.
III
Despierto dentro del auto. Acabamos de entrar a la ciudad. Ya es de noche. Seguro me quedé dormida un buen rato. Llevamos largas horas sentadas. Hace frío.
–Se te cayó la manta que te puse –me dice Telma–, está junto a tus pies.
Voy sumida en el asiento, con los brazos cruzados, y me duelen las piernas, quizá de tanto haber frenado sin querer. Recojo el chal y, todavía adormilada, me incorporo para mirar mejor. Hay mucho tráfico. De los camiones que me pasan al lado, sólo veo las llantas, y de los autobuses, pasajeros somnolientos se me quedan viendo desde arriba, tras los ventanales. Me parece que nunca terminará la avenida por la que entramos. Vendedores y otras personas que me miran con desconfianza se acercan al coche, me atemorizan. Por todas partes hay luces, y calles conformadas de casas y edificios pegados unos tras otros.
Finalmente nos detenemos frente a una torre grande. El portón se abre. Lentamente Telma conduce sobre una rampa hasta un galerón. Descendemos otro nivel y nos estacionamos en uno de los espacios delimitados por una raya amarilla.
–Llegamos a casa –dice Telma con un suspiro.
Entre las dos bajamos cantidad de bolsos y maletas. Es la primera vez que me toca entrar a un elevador. Cuando las puertas se vuelven a abrir, ya estamos ante el departamento; es tan grande como la casa de la playa de Telma, pero a la vez muy diferente. Telma enciende y apaga las luces a medida que entramos o salimos de los espacios. El sonido de nuestras pisadas anuncia pisos de madera, alfombrados, o de piedra reluciente. Siluetas de muebles, libros, objetos, aparecen y desaparecen a nuestro paso. El que será mi cuarto huele a sábanas recién lavadas; dentro hay una cama grande, un armario y, al fondo, un baño. Las paredes están pintadas de blanco y no hay ninguna hamaca colgada.
–Aquí eres tú quien decides el paisaje –me dice Telma–, puedes adornar como quieras.
Yo me siento confundida; sólo quiero dormir.
Al día siguiente hacemos un recorrido completo de la casa. En la cocina me quedo parada sin saber qué hacer, con mi vestido corto, deslavado, en medio de este espacio que me parece frío y enorme. Lo único caliente son mis manos sudadas que se aprietan una a la otra. No hago más que verme los pies desnudos y morados de frío dentro de las zapatillas de hule, y la piel chinita de mis brazos. Telma tampoco sabe qué hacer; empieza a jalar todos los cajones, para que sepas dónde están las cosas, me dice. Unos contienen cubiertos; otros, trapos, manteles o utensilios de cocina que me parecen de lo más extraño. También abre de par en par las puertas de un cuartito del fondo; es la primera vez que escucho la palabra alacena. Telma prende la luz. Ahí aparecen, organizados por anaqueles, frascos con semillas, granos, chiles secos, cereales, latas de mariscos importadas, conservas de verduras, frutas deshidratadas o tablillas gigantes de chocolate. Gran cantidad de piezas blancas, de variadas formas y tamaños, conforman la vajilla. Luego abro el refrigerador, de donde, según me explica en el momento, podré comer a satisfacción lo que haya durante la semana.
Telma cultiva jitomates de varias clases. Crecen en macetas dispuestas una tras otra a lo largo de un pasillo iluminado por grandes ventanales detrás de la cocina. Al fondo hay una repisa repleta de envases con agujeros en las tapas. Dentro de cada frasco germina un tipo distinto de semilla.
–Por la tarde, ya con calma, juntas cosecharemos un poco y pondremos a germinar algo más –me dice Telma.
Desde el primer momento comienzo a probar diversos manjares de tierras lejanas, de las que nunca había oído hablar. Tampoco conocía ciertas costumbres obsesivas de Telma, como la de llamar proteínas a un pedazo de bistec, o fito nutriente a tal o cual color de verdura “para alimentarse en forma balanceada”. Para mí, el concepto de comida no pasa de un taco de chile, o un pescadito frito, cuando más.
La cocina tiene tres puertas. Por una se sale a lo que Telma llama cuarto de lavado y planchado; por otra, al antecomedor, que es donde se come si no hay visitas, y por la tercer puerta se accede a la estancia y los cuartos, o dormitorios, como Telma los llama. Por mi parte, tendré que ayudar un poco en todo, pero aquí no me siento amenazada. Además, ya no hay mar adonde ir, así es que me sobrará el tiempo.
Me toma varios días ir de un lugar a otro sin equivocarme de camino. Sigo por un pasillo y llego a una puerta. Intento girar la perilla pero está cerrada con llave. Me da la impresión de que nunca he estado aquí. Regreso a la sala y comienzo por desempolvar unas estanterías. En un hueco entre dos libros encuentro un saquito de tela. Dentro, hay una variedad de caracoles pequeños, todos rosados. Los vacío en uno de los anaqueles y me les quedo mirando. Se desliza una arena finísima. Pareciera que emanan serenidad y me remiten a una tarde soleada y silenciosa. Los coloco en mis manos y recuerdo la playa alejada del pueblo, adonde me refugiaba cada vez que podía. Me cae una flama de emoción en el vientre. Dejo resbalar los caracoles por la palma hacia el interior del saco, con todo y arena; lo cierro y vuelvo a colocarlo en el mismo lugar. Termino de limpiar y comienzo a lavar las ventanas. Al poco rato Telma pasa por la sala como si nada.
–Por cierto –me dice mientras recoge el saquito de entre los libros–, al fondo de ese pasillo está mi consultorio. Ahí yo me ocupo de la limpieza, no es necesario que entres.
Nunca había oído hablar a Telma con tal frialdad. En esta casa no faltará nada, pero me parece que siempre hace frío, como en toda la ciudad. También a las personas les falta calidez. Además, tengo que usar esta ropa incómoda que Telma me compra y los zapatos los siento apretados.
No me lastima la prohibición de entrar al consultorio –yo también oculté mi roca plana en lo alto del risco–, sino que Telma no me crea que el pequeño saco de caracoles rosados estaba en el librero de la sala.
Tardo meses en entender que Telma estaba dentro del consultorio cuando me perdí e intenté girar la perilla de esa puerta. Y es que los secretos que guarda de sus pacientes no los comparte con nadie. De los que sólo a ella pertenecen me cuenta algunos, pero sólo por considerarlo necesario en alguna situación que lo amerite. Otros los deduzco por intuición y por vivir en la misma casa. El que descubriré, demasiado tarde, resultará incompleto.
Excepto para aquello concerniente a su consultorio y lo que suceda dentro, Telma es cálida con la gente. Tiene muchos amigos a los que invita a cenar y queda horas conversando con ellos en la sobremesa. También la visitan amantes a los que llama amigos. Telma siempre está rodeada de personas que la quieren, pero es enigmática, quizá por algún pasado que ella misma no logra revelar.
Lo que aprendo de este lado urbano del mundo, con doce años cumplidos y sin nombre propio, me lo enseña Telma. Descompongo algunos aparatos eléctricos, pero me esfuerzo por cumplir al pie de la letra las tareas encomendadas. Varias veces espero un regaño o temo que Telma me regrese al pueblo, pero eso nunca pasa. En cambio, me regala libros y luego me pregunta qué me han parecido. Mis ocupaciones domésticas van cambiando por horas de lectura.
Desde el principio veo que una señora cocinera y lavandera llega a casa de Telma, como si nada. Un día se me ocurre que es una manera de decirme que no sirvo, y lo muestro. Telma no se da por enterada de mi enojo, sólo me pregunta por la novela juvenil que me prestó. Me escucha con atención. Desconfío de tanta amabilidad y la tomo por loca; me sacaron del pueblo para trabajar, no para ser la hija que nunca tuvo la señora de la casa grande. Tiempo después entiendo que, con esas historias que me recomienda leer, Telma intenta explicarme temas incomprensibles para mí; es la manera que encuentra de tender un puente sobre el abismo que separa su realidad social de la mía.
Tasuta katkend on lõppenud.