El primer rey de Shannara

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
El primer rey de Shannara
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

EL PRIMER REY DE SHANNARA
Terry Brooks
LIBRO VIII LAS CRÓNICAS DE SHANNARA

Traducción de Cristina Riera

Colección Oz Nébula

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de El primer rey de Shannara

Dedicatoria

La caída de Paranor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

La búsqueda de la piedra élfica negra

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

La forja de la espada

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

La batalla del Valle de Rhenn

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Sobre el autor

EL PRIMER REY DE SHANNARA

V.1: noviembre, 2018

Título original: First King of Shannara

© Terry Brooks, 1996

© de la traducción, Cristina Riera Carro, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Tithi Luadthong / Shutterstock

Corrección: Virginia Buedo

Traducción publicada bajo acuerdo con Ballantine Books, sello de The Random House Publishing Group, una división de Random House, Inc.

Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, nº 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com

ISBN: 978-84-17525-28-6

IBIC: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El primer rey de Shannara

Descubre los orígenes del mundo de Shannara

Tras la Primera Guerra de las Razas, los druidas de Paranor consagraron sus vidas al estudio de las antiguas ciencias, pero Bremen y sus pupilos continuaron practicando las artes arcanas. Como castigo, Bremen es expulsado de las tierras de los druidas. En el exilio, advierte que una terrible amenaza se cierne sobre las Tierras del Norte, donde unas fuerzas oscuras comandadas por un antiguo druida avanzan hacia el sur con el fin de someter a las gentes de las Cuatro Tierras. Tras infiltrarse en sus filas para estudiar al enemigo y conocer sus poderes, Bremen descubrirá que solo el arma más poderosa de las Cuatro Tierras podrá acabar con Brona, el malvado Señor de los Brujos, y para dar con ella, necesitará la ayuda de todas las razas.

La saga de fantasía épica que ha vendido 27 millones de ejemplares

«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»

Patrick Rothfuss

«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»

Christopher Paolini

«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

Philip Pullman

«Un viaje de fantasía maravilloso.»

Frank Herbert

«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

Karen Russell

«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

Peter V. Brett

Para Melody, Kate, Lloyd, Abby y Russell,

libreros extraordinarios

La caída de Paranor

1

El anciano apareció de la nada como por arte de magia. El fronterizo estaba esperándolo, sentado al amparo de las sombras de un árbol de madera noble que se extendía y lo ocultaba. Se había situado en la parte alta de la ladera de la montaña, desde donde podía otear todo Streleheim y los caminos que de allí partían. A la luz de la luna llena se divisaba todo en un radio de diez millas a la redonda y, aun así, no lo había visto. Le inquietaba y a la vez le hacía sentirse un tanto avergonzado, y el hecho de que siempre que se encontraban ocurriera del mismo modo no lo hacía más llevadero. ¿Cómo lo conseguía el anciano? El fronterizo se había pasado la mayor parte de la vida en esas tierras y seguía vivo gracias a su ingenio y experiencia. Había visto cosas que muchos otros ni siquiera sabían que existían. Era capaz de discernir los movimientos de los animales a partir de su marcha entre la hierba alta. Podía decir con certeza a cuánta distancia se encontraban y a qué velocidad avanzaban. Y aun así era incapaz de ver al anciano durante la noche más clara y en la llanura más despejada, por mucho que supiera que debía buscarlo.

Tampoco ayudaba que el anciano diese con él con tanta facilidad. Se alejó a propósito del camino y se dirigió hacia el fronterizo con zancadas lentas y comedidas, con la cabeza un poco gacha y la vista, que se entreveía por debajo de la sombra de la cogulla, alzada. Iba de negro, como cualquier druida, con capa y capucha, envuelto en una oscuridad aún más impenetrable que las sombras que lo rodeaban. No era un hombre grandullón, ni siquiera era alto o musculoso, pero daba la impresión de ser fuerte y con una determinación férrea. Cuando se le veían los ojos, eran de un tono verdoso. Pero, a veces, también parecía que los tuviera blancos como la leche, sobre todo en ese momento, cuando la noche se llevaba los colores y lo reducía todo a un abanico de tonos grises. Le brillaban como la mirada de un animal iluminada por un rayo de luz: salvajes, penetrantes e hipnóticos. La luz también alumbraba el rostro del anciano y le esculpía las profundas líneas que lo surcaban, desde la frente hasta la barbilla, como un revoltijo de crestas y valles marcados en aquella piel desgastada. Su cabello y barba eran grises, pero se estaban tornando blancos, y cada pelo era ralo y delgado, como los hilos enredados de una telaraña.

 

El fronterizo abandonó el escondite y se levantó despacio. Era alto y larguirucho, con una espalda ancha. Tenía el pelo largo y negro, anudado en una coleta. Sus ojos marrones brillaban con una mirada aguda y fija, y el rostro delgado era un conjunto de planos y ángulos, aunque atractivo dentro de su tosquedad.

El semblante del anciano se contrajo en una sonrisa cuando se le acercó.

—¿Cómo te encuentras, Kinson? —lo saludó.

El sonido familiar de su voz se llevó la irritación de Kinson Ravenlock como polvo que arrastra el viento.

—Me encuentro bien, Bremen —le contestó, y le ofreció la mano como respuesta.

El anciano la aceptó y se la estrechó con firmeza. Tenía la piel seca y áspera debido al paso de los años, pero el agarre era fuerte.

—¿Cuánto llevas esperando?

—Algo así como tres semanas, lo que no es tanto como había imaginado. ¡Vaya sorpresa me has dado! Aunque eso no es novedad, claro.

Bremen soltó una carcajada. Cuando se separaron, hacía ya seis meses, habían acordado que se reunirían de nuevo con la llegada de la primera luna llena de la cuarta estación, al norte de Paranor, justo donde el bosque cedía el paso a las llanuras de Streleheim. Habían convenido el momento y el lugar del encuentro, aunque no era algo fijo. Ambos eran conscientes de la incertidumbre a la que se enfrentaba el anciano. Bremen se había dirigido al norte y se había adentrado en tierras prohibidas. El momento y el lugar de su retorno estaría condicionado por sucesos que ninguno de ellos dos conocía en el momento de fijar la reunión. Para Kinson, haberse visto obligado a aguardar tres semanas no era nada. Habrían podido ser tres meses perfectamente.

El druida lo observó con esa mirada penetrante, blanca bajo la luz de la luna, desprovista de cualquier otro color.

—¿Has aprendido mucho durante mi ausencia? ¿Has empleado bien el tiempo?

El fronterizo se encogió de hombros.

—En parte. Siéntate conmigo y descansa. ¿Has comido?

Le ofreció al anciano un trozo de pan y un poco de cerveza y ambos se sentaron encorvados en la oscuridad, sin dejar de vigilar las anchas llanuras que se extendían ante ellos. Allí reinaba el silencio, vacío, eterno e inmenso bajo la bóveda celeste nocturna que resplandecía a la luz de la luna. El anciano masticaba distraído, tomándose su tiempo. El fronterizo no había encendido un fuego esa noche, ni ninguna otra desde que había comenzado a aguardar el retorno del druida. Una hoguera llamaría demasiado la atención como para que valiese la pena arriesgarse.

—Los trolls se dirigen hacia el este —explicó Kinson, al cabo de un rato—. Son miles y miles, más de los que pude llegar a contar. Hace unas cuantas semanas, cuando estaban cerca de donde ahora estamos, bajé a su campamento mientras había luna nueva. Sus números crecen, y a algunos los mandan a servir a un lugar que desconozco. Controlan todo el territorio desde el norte de Streleheim hasta más allá de donde me he atrevido a aventurarme. —Hizo una pausa—. ¿Has descubierto algo que diga lo contrario?

El druida sacudió la cabeza. Se había echado la capucha hacia atrás y la melena gris reflejaba la luz de la luna.

—No. Ahora todo ese territorio le pertenece.

Kinson le lanzó una mirada perspicaz.

—Entonces…

—¿Qué más has visto? —le urgió el anciano, interrumpiéndolo.

El fronterizo agarró el odre de cerveza y bebió.

—Los líderes del ejército están encerrados en las tiendas, nadie los ve. Los trolls tienen miedo incluso de pronunciar sus nombres, lo que me extraña. Hasta donde yo sé, no hay nada que asuste a los trolls de las rocas. Excepto ellos, al parecer. —Miró al anciano—. Por la noche, a veces, mientras vigilo, diviso sombras extrañas que revolotean por el cielo bajo la luz de la luna y las estrellas. Seres alados y negros atraviesan el vacío, cazando, vigilando o protegiendo lo que ya han tomado; no lo sé con seguridad y tampoco quiero saberlo. Sin embargo, los intuyo. Incluso ahora, están ahí, dando vueltas en círculo. Siento su presencia como si fuera un picor que me recorre todo el cuerpo. No, un picor no; como si tuviera escalofríos, del tipo que tienes cuando notas que hay alguien que te está observando y sabes que tiene malas intenciones. Se me eriza la piel. No me han visto, porque si lo hubieran hecho, sé que estaría muerto.

Bremen asintió.

—Son Portadores de la Calavera, obligados a servirle solo a él.

—Entonces ¿está vivo? —Kinson no pudo contenerse—. ¿Estás seguro? ¿Lo has comprobado?

El druida dejó a un lado la cerveza y el pan y se colocó frente a frente con él. Tenía la mirada perdida, llena de recuerdos oscuros.

—Está vivo, Kinson. Tan vivo como tú y como yo. Le seguí la pista hasta su guarida, en la profundidad de las montañas del Filo del Cuchillo, donde nace el Reino de la Calavera. Al principio no estaba seguro, eso ya lo sabes. Lo sospechaba, creía que así era, pero me faltaban pruebas que lo demostraran. Así que viajé hacia el norte, tal y como habíamos planeado, crucé las llanuras y me adentré en las montañas. Me crucé con cazadores alados mientras avanzaba. Solo salían por la noche y eran como grandes aves rapaces que rondaban al acecho de cualquier cosa viva. Me hice invisible como el aire que surcaban; si me miraban, no veían nada. Creé una capa de magia que me envolvía, pero sin que fuera de un calibre importante, para que no la detectaran en presencia de su misma especie. Seguí hacia el oeste, crucé las tierras de los trolls y las encontré completamente dominadas. Aquellos que se resistían habían sido sentenciados a muerte y quienes habían podido huir, ya lo habían hecho. Los que quedan ahora son sus siervos.

Kinson asintió. Habían pasado seis meses desde que los asaltantes trolls habían peinado el territorio, empezando desde la parte este de las montañas Charnal. Subyugaron a su propio pueblo. Su ejército era extenso y veloz, y en menos de tres meses, toda resistencia había sido aplastada. Las Tierras del Norte se encontraban bajo el mando de un ejército conquistador, cuyo líder era un misteriosa figura de la que se desconocía su identidad. Había rumores al respecto, pero no se habían confirmado. En realidad, pocos sabían que existía. La voz no había corrido más allá de los asentamientos fronterizos de Varfleet y Tyrsis, los puestos de avanzada más recientes de la raza del hombre, aunque las noticias sí que se habían esparcido a este y oeste, hacia las tierras de los enanos y de los elfos. Pero los enanos y los elfos estaban más unidos a los trolls. Los hombres eran la raza marginada, el enemigo más nuevo de las otras. Todavía se recordaba la Primera Guerra de las Razas, aunque ya habían transcurrido trescientos cincuenta años desde su final. Los hombres vivían aparte, en las ciudades lejanas de las Tierras del Sur, como el conejo que sale disparado a esconderse en su madriguera bajo tierra, tímido, inofensivo e irrelevante con respecto al desarrollo de los hechos importantes; eran comida para los depredadores y poco más.

«Pero no es mi caso», pensó Kinson, con aire lúgubre. «No soy ningún conejo, nunca lo he sido. He huido de ese destino. Me he convertido en un cazador».

Bremen se removió y cambió su peso de lado buscando un poco de comodidad.

—Me adentré en las profundidades de las montañas, buscándolo —continuó, de nuevo perdido en su historia—. Cuanto más me adentraba, más convencido estaba. Había Portadores de la Calavera por doquier. También había otros engendros, criaturas invocadas del reino de los espíritus, entes muertos devueltos a la vida, el mal hecho ser. Me mantuve alejado de todos ellos, vigilante y cauto. Sabía que, si me descubrían, seguramente la magia no sería suficiente para salvarme. La oscuridad que había allí era abrumadora, opresiva y empañada del olor y el sabor a muerte. Al final, llegué a la Montaña de la Calavera; fue una visita rápida, era todo a lo que me podía arriesgar. Me metí sin que me vieran por los corredores y encontré lo que había estado buscando. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Y mucho más, Kinson. Mucho más, y ninguna de las cosas que encontré presagian nada bueno.

—Pero ¿él estaba allí? —preguntó Kinson, ansioso, con una expresión vehemente de cazador y un resplandor en los ojos.

—Estaba allí —confirmó el druida en voz baja—. Se envolvía en su magia y se mantenía con vida gracias al Sueño del Druida. No lo usa con prudencia, Kinson. Cree que está por encima de las leyes de la naturaleza. No ve que, cualquiera, no importa cuán fuerte sea, tiene que pagar un precio por todo aquello que usurpa y esclaviza. O quizá es que no le importa, sencillamente. Ha caído bajo el influjo del Ildatch y no puede liberarse, haga lo que haga.

—¿Es el libro de magia que robó y se llevó de Paranor?

—Sí, hace cuatrocientos años. En aquel entonces, él solo era Brona, un druida más, uno de los nuestros; todavía no se había convertido en el Señor de los Brujos.

Kinson Ravenlock conocía la historia. Bremen se la había contado, aunque la historia era tan conocida entre las razas que ya la había oído un millón de veces. Galáfilo, un elfo, había convocado el primer Consejo de los Druidas hacía quinientos años, casi un millar de años después de la devastación que habían provocado las Grandes Guerras. El Consejo se había reunido en Paranor, se habían congregado los hombres y mujeres más sabios de todas las razas, aquellos que recordaban cosas del antiguo mundo, aquellos que aún conservaban algunos libros tan destrozados que se desmenuzaban, aquellos cuyos conocimientos habían sobrevivido a un millar de años de barbarie. El Consejo se había reunido en un último intento desesperado de sacar a las razas de la violencia que las consumía y conducirlas hacia una nueva y mejorada civilización. Codo con codo, los druidas habían emprendido la tarea laboriosa de recopilar todo su conocimiento, de reunir todo lo que quedaba para que fuera empleado para el bien común. El objetivo de los druidas era trabajar para la mejora de los pueblos, sin tener en cuenta el pasado. Había hombres, gnomos, enanos, elfos, trolls y más; los mejores y los más sabios de todas las nuevas razas que habían resurgido de las cenizas de las anteriores. Todo aquel que poseyera un conocimiento del que se podía extraer algo de sabiduría tenía una oportunidad.

Pero la empresa resultó larga y difícil, y algunos druidas empezaron a impacientarse. Entre ellos había uno llamado Brona. Era brillante, ambicioso, pero también negligente en lo que a su propia seguridad respectaba, así que empezó a experimentar con la magia. En el viejo mundo había habido muy poca, una rareza casi inexistente desde el deterioro y caída del reino de la magia y el auge del hombre. Sin embargo, Brona creía que debía recuperarse y reutilizarse. Las antiguas ciencias habían fallado, la destrucción del antiguo mundo era el resultado directo de ese fracaso y las Grandes Guerras habían sido una lección que los druidas parecían obcecados en ignorar. La magia les ofrecía un nuevo modo de abordarlo y los libros que la enseñaban eran más viejos y estaban más desgastados que aquellos que trataban acerca de las antiguas ciencias. Entre todas las obras que trataban sobre magia, el más importante era el Ildatch, un tomo gigantesco y mortífero que había sobrevivido a todos los cataclismos que se habían producido desde los albores de la civilización, protegido por hechizos infames y movido por necesidades secretas. En esas páginas antiguas, Brona había encontrado las respuestas que había estado buscando: las soluciones de los problemas que los druidas querían remediar. Y había decidido que poseería sus secretos, lo que determinaría las medidas que tomaría más adelante.

Otros druidas lo alertaron sobre los peligros que eso comportaba, pues no eran tan impetuosos y recordaban las lecciones que la historia les había enseñado: nunca había existido una forma de poder que no comportara múltiples consecuencias. Nunca había existido una espada con un único filo. «Sé prudente», le advirtieron. «No seas insensato». Sin embargo, no pudieron disuadir a Brona ni a aquellos pocos seguidores que se le habían unido y, al final, rompieron con el Consejo. Desaparecieron y se llevaron el Ildatch, que constituía el mapa hacia su nuevo mundo, la llave de las puertas que iban a abrir.

Sin embargo, al final, solo los condujo hacia su propia subversión. Cayeron bajo el influjo del poder del libro y cambiaron para siempre. Terminaron deseando el poder por el poder y lo usaron para su propio beneficio. Habían olvidado todo lo demás, habían abandonado cualquier otro objetivo. La Primera Guerra de las Razas fue la consecuencia directa. La raza de los hombres fue la herramienta que emplearon; los sometieron a su voluntad mediante la magia y los moldearon hasta convertirlos en su arma. Pero su tentativa fue frustrada por el Consejo Druida y el poder combinado del resto de las razas. Los agresores fueron derrotados y se desterró a la raza de los hombres al sur, al exilio y al aislamiento. Brona y sus acólitos desaparecieron. Se dijo que habían sido destruidos por la magia.

 

—Qué ilusos —exclamó Bremen de pronto—. El Sueño del Druida lo ha mantenido vivo, pero se cobró su corazón y su cuerpo, y dejó solo una cáscara. Todos estos años, hemos creído que estaba muerto. Y lo estaba, en cierto modo, pero la parte que ha sobrevivido ha sido la maligna, aquella que la magia llegó a dominar. Esa es la parte que todavía busca poder gobernar el mundo entero y todas las cosas que viven en él, la que ansía el poder por encima de cualquier otra cosa. ¿Qué le importaba el precio que tuvo que pagar por hacer un uso irresponsable del Sueño del Druida? ¿Qué suponen para él los cambios si consigue extender una vida que ya hace tiempo que perdió? Brona se convirtió en el Señor de los Brujos, y el Señor de los Brujos tenía que sobrevivir costara lo que costara.

Kinson no dijo nada. Le preocupaba que Bremen condenara con tanta facilidad el mal uso del Sueño del Druida por parte de Brona sin llegar a cuestionarse al mismo tiempo cómo él mismo se servía del Sueño, dado que él también lo usaba. Este argüiría que él utilizaba el Sueño de un modo mucho más equilibrado y controlado, que vigilaba las exigencias que este imponía sobre su cuerpo. Argumentaría que el uso del Sueño del Druida era necesario, que lo había hecho solo para asegurarse de seguir allí cuando el Señor de los Brujos regresara. Pero por mucho que Bremen tratara de señalar las diferencias, era un hecho que las últimas consecuencias de su uso eran las mismas, ya fueras el Señor de los Brujos o un druida.

Y, algún día, Bremen tendría que pagar un precio demasiado alto.

—Entonces ¿lo viste? —preguntó el fronterizo, impaciente por continuar la conversación—. ¿Le viste el rostro?

El anciano esbozó una sonrisa.

—Kinson, ya no le queda ni rostro ni cuerpo. Es una presencia, envuelta en una capa con la capucha echada. Un poco como yo, pienso a veces, porque ahora soy poco más que eso.

—No es cierto —replicó Kinson de inmediato.

—No —coincidió el otro al instante—, no lo es. Aún conservo cierto sentido del bien y el mal y todavía no me he convertido en un esclavo de la magia. Aunque eso es en lo que temes que me convierta, ¿no es así?

Kinson no respondió a la pregunta.

—Cuéntame cómo conseguiste acercarte tanto. ¿Cómo es que no te descubrieron?

Bremen desvió la mirada, que fue a parar a un momento y lugar lejanos.

—No fue fácil —contestó, bajito—. He pagado un alto precio.

Alargó el brazo para agarrar el odre de cerveza y dio un buen trago. La fatiga que reflejaba su expresión era tal que parecía que unos eslabones de hierro le tiraran de la piel.

—Me vi obligado a parecer uno de ellos —continuó, al cabo de un momento—. Tuve que recubrirme de sus pensamientos y sus impulsos, del mal que tienen arraigado al alma. Me rodeé de invisibilidad, de modo que no hubiera constancia de mi presencia física, y solo me quedó el espíritu. Y a este lo envolví de la vileza que caracteriza sus espíritus. Para ello tuve que buscar en las profundidades de mi ser, en la parte más oscura de mí. Ah, veo que te preguntas cómo es eso posible. Créeme, Kinson: el potencial para la maldad se aloja en las profundidades de cualquier hombre, en las mías también. Nosotros lo reprimimos mejor, lo mantenemos enterrado mejor, pero vive en nuestro interior. Me vi forzado a sacarlo a la superficie para protegerme. Sentir su roce contra mí, tan cerca, tan ansioso, fue atroz. Pero cumplió su propósito e impidió que el Señor de los Brujos y sus congéneres me descubrieran.

Kinson frunció el cejo.

—Pero te hiciste daño.

—Sí, estuve herido por un tiempo, pero el camino de vuelta me ha brindado la oportunidad de curarme. —El anciano sonrió de nuevo con apenas una breve mueca de sus labios delgados—. El problema es que, una vez se saca de la jaula y llega tan lejos, la maldad del hombre se resiste a ser encerrada de nuevo. Presiona contra los barrotes. Está aún más ansiosa por escapar, más preparada. Y, al haber sentido tan cerca la libertad, soy vulnerable ante la posibilidad de que escape. —Sacudió la cabeza—. La vida nos pone a prueba constantemente, ¿verdad? Esta ha sido solo una de tantas.

El silencio se extendió entre los dos hombres mientras se miraban fijamente el uno al otro. La luna se había desplazado en el cielo hacia el filo sur del horizonte, oculta ahora a la vista. Las estrellas brillaban a su paso y no había ni una nube en el cielo; un manto brillante de terciopelo negro en aquel silencio impenetrable e inmenso.

Kinson se aclaró la garganta.

—Como has dicho, hiciste lo que debías. Era necesario que te acercaras lo suficiente para poder saber si tus sospechas eran correctas. Ahora lo hemos confirmado. —Hizo una pausa—. Dime, ¿viste el libro también? ¿El Ildatch?

—Estaba allí, lo tenía él en las manos, fuera de mi alcance, o te juro que lo habría agarrado y lo habría destruido, aunque me costara la vida.

El Señor de los Brujos y el Ildatch estaban en el Reino de la Calavera, reales como la vida misma; ya no eran un rumor, no eran una leyenda. Kinson Ravenlock se echó un poco hacia atrás y sacudió la cabeza. Todo era cierto, tal y como él y Bremen habían temido. Y ahora ese ejército de trolls iba a salir de las Tierras del Norte para someter al resto de razas. La historia se repetía de nuevo, como si la Primera Guerra de las Razas empezara otra vez. Pero quizá esta vez no habría nadie que pudiera ponerle punto y final.

—Vaya, vaya —dijo con tristeza.

—Todavía hay más —señaló el druida y alzó los ojos para mirar al fronterizo—. Debes oírlo todo. Esos seres alados están buscando una piedra élfica. Una piedra élfica negra. El Señor de los Brujos descubrió su existencia en algún punto de las páginas de ese maldito libro, donde se la menciona. No es una piedra élfica normal, como las otras de las que hemos oído hablar. No es una de esas tres: una para el corazón, una para la mente y una para el cuerpo de quien las usa. Tampoco une su poder al resto de piedras cuando se la invoca. La magia de esta piedra es capaz de cometer verdaderas atrocidades. Existe cierto misterio en torno al motivo por el que se creó la piedra y al uso que se le pretendía dar, pero todo esto se ha perdido con el paso del tiempo. Aun así, parece que el Ildatch hace referencia explícita e intencionada a las capacidades de esta piedra, y yo tuve la fortuna de enterarme. Mientras me aferraba a las sombras de la pared de la gran cámara, donde los seres alados se reúnen y su señor dicta las órdenes, oí que la mencionaban. —Bremen se inclinó hacia el fronterizo—. Está escondida en algún lugar de las Tierras del Oeste, Kinson, en las profundidades de una antigua fortaleza, protegida de modos que ni tú ni yo podemos imaginar. Ha permanecido escondida desde los tiempos del reino de la magia, perdida en la historia y olvidada, igual que se olvidaron la magia y las gentes que la ejercieron. Ahora espera que la descubran y la usen.

—¿Y qué uso sería ese? —preguntó Kinson, insistente.

—La piedra tiene el poder de socavar el resto de magia, tome la forma que tome, y ponerla al servicio de aquel que la sostiene. No importa cuán poderosa o intrincada sea la magia del otro, si tú tienes la piedra élfica negra, puedes dominar a tu adversario. La piedra filtrará la magia del otro y la hará tuya. Tu adversario quedará completamente a tu merced.

Kinson sacudió la cabeza, con aire de desesperación.

—¿Cómo puede enfrentarse alguien a un arma así?

El anciano soltó una carcajada suave.

—Vamos, vamos, Kinson, tampoco es algo tan simple, ¿verdad? Recuerdas las lecciones, ¿a que sí? Cualquier uso de magia requiere pagar un precio. Siempre acarrea consecuencias y, cuanto más poderosa es la magia, mayores serán las consecuencias. Pero dejemos este debate para otro momento. Lo importante es que no podemos dejar que el Señor de los Brujos posea la piedra élfica negra, porque a él no le importan las consecuencias en absoluto. Ya hace tiempo que cruzó la línea en la que la razón podía influir en sus acciones. De modo que debemos encontrar la piedra élfica negra antes que él, y rápido.

—¿Y cómo lo conseguiremos?

El druida bostezó y se estiró con aire cansado; sus ropajes negros se alzaron y descendieron con un suave frufrú de la tela.

—Desconozco la respuesta a tu pregunta, Kinson. Además, tenemos otros asuntos de los que debemos ocuparnos primero.

—¿Irás a Paranor y te presentarás ante el Consejo Druida?

—Debo hacerlo.

—¿Qué sentido tiene? No van a escucharte. Desconfiarán. Algunos incluso te temen.

El anciano asintió.

—Algunos, pero no todos. Hay un puñado que me escucharán. En cualquier caso, debo intentarlo, ya que corren un grave peligro. El Señor de los Brujos recuerda demasiado bien que ellos fueron los responsables de su caída en la Primera Guerra de las Razas. No se arriesgará a que intervengan por segunda vez, aunque ya no representen una auténtica amenaza para él.

Kinson fijó la vista en la lejanía.

—Aunque sea una estupidez ignorarte, Bremen, eso es precisamente lo que harán. Han perdido todo contacto con la realidad que existe más allá de los muros tras los que se refugian. Hace tanto tiempo que no se aventuran a salir al mundo que ya no son capaces de entender la verdadera envergadura de las cosas. Han perdido su identidad, han olvidado su objetivo.

—Silencio. —Bremen colocó una mano firme en el hombro del otro—. No tiene sentido repetirnos lo que ya sabemos. Haremos lo que podamos y luego retomaremos nuestro camino. —Le dio un apretón con suavidad—. Estoy muy cansado. ¿Te importaría montar guardia unas pocas horas mientras duermo? Después ya podremos irnos.

El fronterizo asintió.

—Haré guardia.

El anciano se levantó, se adentró en las sombras que proyectaba el árbol de ramas anchas y allí se tendió y acomodó sobre su ropa, en un trozo de césped suave. Al cabo de unos minutos se había dormido y la respiración se le tornó profunda y regular. Kinson lo observó. Incluso así, Bremen no cerraba los ojos por completo. Tras esas rendijas finas, se entreveía un resplandor de luz. «Como un gato», pensó Kinson y apartó la mirada rápidamente. Como un gato muy peligroso.