Loe raamatut: «Sobre la política y el odio»

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VÁCLAV HAVEL

Sobre la política y el odio

EDICIONES RIALP

MADRID

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ISBN (versión impresa): 978-84-321-5994-7

ISBN (versión digital): 978-84-321-5995-4

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

NOTA DEL EDITOR

1. EL ODIO: LA TRAGEDIA DE UN DESEO

2. LA POLÍTICA Y LA CONCIENCIA

AUTOR

NOTA DEL EDITOR

RECOGEMOS EN ESTE breve libro dos textos cedidos por el autor a Rialp, que fueron publicados en nuestra revista Atlántida. En el primero, Václav Havel ofrece una reflexión acerca del odio. Su análisis se dirige primero a la pasión vivida individual o colectivamente; después, su discurso se dirige a la historia contemporánea de los países de Europa Oriental y Central, como campo abonado para la exacerbación de ese sentimiento, como el propio Havel tuvo ocasión de experimentar en su Checoslovaquia natal. Se trata de una alocución pronunciada en Oslo el 29 de agosto de 1990.

El segundo texto fue preparado por el autor con motivo de su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad de Toulouse Le Mirail. Fue leído allí en su ausencia el 14 de mayo de 1984, y traducido por el diario chileno El Mercurio, al que agradecemos de nuevo su cortesía.

1.

EL ODIO: LA TRAGEDIA DE UN DESEO

ME PARECE QUE SON POCO numerosos aquellos que podrían hacer, desde su interior, una reflexión sobre el odio, el tema que nos ocupa, como autopsia de un estado de alma vivido personalmente. Todos somos, sin duda, observadores inquietos de este fenómeno que intentamos reflejar desde fuera. Esto vale también para mí: entre los numerosos defectos de mi carácter, no se encontrará, curiosamente, la capacidad de odiar. Voy, por lo tanto, a presentar esta reflexión sobre el odio en calidad de observador, un tanto desconcertado e inquieto.

DESEO DE ABSOLUTO

Al meditar sobre aquellos que me odian o me han odiado personalmente, descubro que todos tienen ciertos rasgos de carácter que, una vez reunidos y sumados, proporcionan una explicación muy general al origen de ese odio.

Ante todo, nunca se trata de personas vanas, vacías, pasivas, indiferentes o apáticas. Su odio me parece traducir siempre una gran aspiración insatisfecha, una voluntad incumplida e irrealizable, una ambición desesperada. Se trata de una fuerza interior radicalmente activa que habita en la persona, la sujeta, la arrastra hacia algún lugar y la supera. El odio no me parece una simple ausencia de amor, de humanidad o un vacío anímico. Tiene, por el contrario, muchos puntos en común con el amor, especialmente un elemento autotrascendente, una vinculación y una interdependencia con el otro, la proyección directa de una parte de su identidad sobre aquel. Así como el hombre que ama desea a la persona amada y no puede prescindir de ella, el que odia desea al hombre odiado. Al igual que el amor, el odio es en el fondo la expresión de un deseo de absoluto, todo lo trágico y perverso que pueda resultar.

Tal y como las he conocido, las personas llenas de odio tienen permanentemente el sentimiento de que han sido engañadas, es un sentimiento indestructible profundamente desproporcionado respecto de la realidad. Estas personas parecen querer ser estimadas, respetadas y amadas sin límite, parecen atormentarse sin cesar por el doloroso descubrimiento de que los demás son de una ingratitud y de una injusticia imperdonables, pues no solo no les manifiestan el respeto y el amor que se les debería, sino que incluso les olvidan; esta es al menos su impresión.

En el subconsciente de los que odian duerme el perverso sentimiento de ser los únicos representantes auténticos de la verdad completa y, por lo tanto, de ser unos superhombres, incluso unos dioses, y que por este título el mundo les debe total reconocimiento, lealtad y docilidad absolutas, e incluso obediencia ciega. Quieren convertirse en el centro del mundo y se encuentran frustrados e indignados por el hecho de que el mundo ni les acepte ni les reconozca como tales, ni les preste atención alguna e incluso se burle de ellos.

Son como niños mimados o mal educados, que piensan que su madre está ahí solo para adorarlos; se resisten a que esta haga otra cosa, a que se ocupe de sus hermanos o hermanas pequeños, de su marido, a que lea un libro o desempeñe un trabajo. Sienten todo esto como un perjuicio, una herida, un ataque o un cuestionamiento de su valía. Una carga interior que habría podido ser amor se pervierte convirtiéndose en odio, en contra de la supuesta fuente del mal.

Al igual que ocurre con un amor desgraciado, el odio encubre una especie de trascendencia desesperada: los hombres animados por el odio intentan alcanzar lo inaccesible, y están consumidos incesantemente por la imposibilidad de conseguirlo por culpa de ese mundo infame que se lo impide. El odio es la cualidad diabólica del ángel caído: es el estado del alma de quien se cree Dios, incluso está seguro de serlo, y se ve atormentado constantemente por señales que muestran que no es, que no puede ser así. Es una característica del ser celoso de Dios, roído por el sentimiento de que el camino que conduce al trono divino que cree poder ocupar le es denegado por un mundo injusto que se ensaña contra él.

El hombre que odia es incapaz de buscar la causa de su fracaso metafísico en sí mismo, en esa sobreestima general de su persona. A sus ojos, todo es culpa del mundo que le rodea. Lo que ocurre es que en esta situación el culpable aún es demasiado abstracto, vago e inasequible. Ha de ser materializado, pues el odio —como un impulso anímico perfectamente concreto— necesita una víctima concreta, y el que odia encuentra entonces un culpable concreto. Ello no es, ciertamente, sino un paliativo, fortuito y, por lo tanto, intercambiable. He podido observar que, para aquel que odia, el odio era más importante que su objeto, y que puede, por lo tanto, cambiar de objeto con bastante frecuencia, sin modificar en nada su actitud.

Ello es totalmente comprensible, puesto que no experimenta odio por un hombre concreto, sino por lo que este representa: la suma de los obstáculos en el camino que conduce al absoluto, al reconocimiento absoluto, al poder absoluto, a la identificación absoluta con Dios, con la verdad y con el orden del mundo. El odio hacia el prójimo parece ser un odio del universo fisiológicamente materializado, concebido como una causa del fracaso cósmico de aquel que odia.

Se pretende que los que odian padecen un complejo de inferioridad. Tal vez esta característica no sea del todo exacta. Más bien diría que se trata de hombres que padecen un complejo de infraestima de su propio valor.

Existe además otra observación que creo importante. El que odia no conoce la sonrisa, sino tan solo el rictus. Incapaz de bromear, se limita a agrias burlas. Al ignorar la autoironía, es incapaz de una auténtica ironía; solo quien no se toma en serio conoce la risa auténtica. El que odia hace gala de un aspecto grave, manifiesta una gran susceptibilidad, utiliza grandes palabras, le gusta gritar y es totalmente incapaz de cobrar distancias para ver su lado ridículo.

Estas características delatan algo significativo: una absoluta falta de disposiciones, como el sentido de la medida, el gusto, el pudor, la distancia, la duda y la capacidad de plantear preguntas, la conciencia de su fugacidad y de la fugacidad de todas las cosas. El que odia ignora la sensación del auténtico absurdo, el absurdo de su existencia, el sentimiento de no estar en su lugar, el aprieto, la impresión de fracaso, de la pequeñez de espíritu o de la culpabilidad. El denominador común de todo esto, sin duda, sería una carencia trágica, metafísica incluso, del sentido de la medida: el que odia no comprende la medida de las cosas, la medida de sus posibilidades, la medida de sus derechos, de su existencia, del reconocimiento del amor que puede esperar. Quiere que el mundo le pertenezca sin límites, que el reconocimiento que el mundo le debe sea ilimitado. Al no comprender que el derecho a ese milagro que es su existencia y que el reconocimiento de esta debe ser ganado, merecido por sus actos, lo concibe como un don ilimitado, nunca cuestionado, que le ha sido hecho automáticamente, de una vez por todas. Está persuadido, en resumen, de poseer un cheque en blanco que le autoriza a ir a cualquier lugar y, por lo tanto, también al cielo. Cualquier persona que se atreva a examinar ese billete será inmediatamente considerada como un enemigo que le perjudica. Si su concepción del derecho a la existencia y al reconocimiento es tal cual la acabo de describir, forzosa y constantemente ha de indignarse contra los que no respetan la ilimitada suma de consecuencias que debieran sacar de su derecho.

He podido notar que todas las personas que odian acusaban a su prójimo de maldad —y, a través de estos, al mundo entero—, siendo así que su propia maldad está animada por el sentimiento de que la mala gente y el malvado mundo niegan lo que les pertenece legítimamente. Proyectan, por lo tanto, su maldad sobre los demás. También en este punto se asemejan a los niños mimados: no comprenden que, de cuando en cuando, hay que saber merecer alguna cosa y que no es la maldad de los demás lo que les impide obtener automáticamente cuanto desean.

El odio contiene una buena parte de egocentrismo y de amor propio. Al aspirar a una autoconfirmación absoluta, pero que no se produce, los que odian se sienten víctimas de un pérfido error, malévolo y omnipresente, que es preciso eliminar para dar, por fin, libre curso a la justicia. Su concepción de la justicia está, evidentemente, trastornada por entero: para ellos, el deber de los demás estriba en otorgarles el derecho de aquello que ni siquiera puede ser reconocido como tal: el mundo entero.

El que odia es, en el fondo, un desgraciado que nunca podrá ser feliz por completo. Haga lo que haga para ser finalmente apreciado en su justo valor, para ver por fin destruidos a cuantos se encontraban en el origen de su subestima, no conseguirá nunca el logro previsto, el logro absoluto: todo el horror de su impotencia o, más bien, de su incapacidad para convertirse en Dios, acaba siempre por volver a la superficie, en la forma, por ejemplo, de una alegre sonrisa, conciliadora y proclive al perdón de su víctima.

EL ODIO COLECTIVO

El odio es único: no hay diferencia entre el odio individual y colectivo; quien detesta a un individuo está prácticamente siempre llevado a sucumbir al odio colectivo —religioso, ideológico, doctrinal, social, nacional, o de cualquier otro tipo—; es una especie de embudo que termina por aspirar a todos aquellos con la inclinación al odio individual. Pues bien, su caldo de cultivo, el potencial humano de todos los odios colectivos, está constituido por ese grupo de personas capaces de odiar a un individuo.

Más aún: el odio colectivo, compartido, difundido y profundizado por las personas capaces de odiar, ofrece una especial atracción magnética; consecuentemente, es capaz de tragar dentro de su embudo a un número ilimitado de personas que, en un principio, no manifestaban ninguna capacidad para el odio. Se trata de personas pequeñas y débiles, de espíritus perezosos, incapaces de pensar de forma independiente y, por lo tanto, proclives a sucumbir a la sugerente influencia de aquellos que odian. La fuerza de atracción del odio colectivo —infinitamente más peligrosa que el odio que siente un individuo a otro— se enraíza en varias de sus aparentes ventajas:

1. El odio colectivo libera del sentimiento de soledad, de abandono, de debilidad, de impotencia y de estar olvidado, lo que ayuda a las personas en cuestión a poder afrontar su complejo de fracaso y de subestima. Les ofrece una comunidad, les forma en una especial fraternidad basada en un sencillo modo de comprensión unificador: en esa comunidad, su presencia carece de obligaciones, las condiciones para afiliarse son fáciles de cumplir y nadie ha de temer el fracaso en las pruebas de admisión: nada más simple que este compartir el objeto común de repulsión y este adoptar la ideología común del «perjuicio» que se encuentra en el origen de la repulsión. ¡Sería tan cómodo y comprensible decir, por ejemplo, que toda la infelicidad de este mundo —y, especialmente, la angustia de toda alma frustrada— debe ser atribuida a los alemanes, a los árabes, a los negros, a los vietnamitas, a los húngaros, a los checos, a los gitanos o a los judíos! Siempre es posible encontrar la suficiente cantidad de vietnamitas, de húngaros, de checos, de gitanos o de judíos cuyo comportamiento demuestre que todo es culpa suya.

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