Loe raamatut: «La ternura de caníbal»

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© Título: La ternura del caníbal

© Víctor Álamo de la Rosa

ISBN: 978-84-121228-0-0

Depósito Legal: GC 87-2020

Primera edición: Marzo 2020

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Victoriano Santana Sanjurjo y Mari Nieves Pérez Cejas

Ilustración portada: Juan Álvaro Pernía

Maquetación: David Márquez

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A mi hijo Pablo Álamo

INTROITO

(PARA AMENIZAR EL BAILE)

Me gusta mucho este poema de José María Millares Sall, aunque sea tan antiguo, porque si no recuerdo mal se publicó a principios del siglo XXI, creo que en 2009, dentro de un libro titulado Esa luz que nos quema. Tampoco recuerdo cómo llegó a mis manos, pero eso es lo de menos. Me gusta porque su rabia encierra una certera premonición del canibalismo y los poetas visionarios siempre me han fascinado. Lo recitaré ahora, si me lo permiten. Si les parece bien, pueden dejar su limosna sobre este pañuelo, Melany y yo se lo agradeceremos de corazón. El poema dice así:

Los

zapatos gastados

de arrastrar solo trozos de miseria

y buenos días al trabajo

y a la rutina y el compañero que a diario

se cubre de hojas de periódicos y anuncios por palabras

y calles sin asfaltar y la mesa de impresos

que hay que rellenar y el cristal y el abrigo ya viejo

y las manos comidas por el frío

y pobre qué pobre el salario que no alcanza

a cegar el color de la miseria

ni las horas ni las palabras gastadas

en llenar agujeros que no cierran los ojos

a la pobreza ni a la escritura que quiere

salir de una vez por la misma puerta que entramos

y salimos y el sabio de turno

y el coche que aguarda en la puerta

y esos miserables

podridos

de mierda.

PRIMERA PARTE

(DEL SUSTO)

UNO

Comenzó a morder sin previo aviso, quiero decir sin ninguna señal que presagiara la escena macabra. El hombre salió de la fila de la ventanilla del banco y corrió raudo hacia el tipo del fondo, el que lucía corbata a juego con su elegante traje gris marengo, y sin más ni más se abalanzó sobre él y con la primera dentellada pudo arrastrar pómulo y comisura derecha de la boca casi sin oposición, tantísima era su ira.

El hombre del traje, director de la sucursal bancaria, cayó de espaldas, sorprendido por el salto felino del mordedor, avalancha de hombre de dientes fieros que en menos de un minuto malograron la compostura del señor Ramírez Oblea, veinte largos años ya consagrados a la empresa.

Aquella mañana se había afeitado como de costumbre. Después se había duchado y se había acomodado frente al espejo para peinarse con gomina, cepillarse los dientes, masajear la piel de la cara con su carísimo prodigio de crema antiarrugas y darse la aprobación general, oír su propia ovación, aplaudan, aplaudan, siempre tras retocarse el nudo de la corbata. Como cada día de estos veinte años. Con esa puntualidad suiza. Con ese rigor minucioso que impedía la rebelión de algunos pelillos de su barba o de su bigote. La precisión de su hojilla de afeitar, laminada por seis cuchillas afiladas, siempre cumplía con el deber del apurado perfecto. Así fue ayer y así fue hoy, porque la rutina no tiene nada de malo. Nada. Al contrario, sirve para apuntalarnos el día a día e impedir que se abran huecos con dudas, huecos donde naufragar, huecos.

En esto más o menos meditaba Ramírez Oblea, en su rutina satisfecha, cuando accionaba la llave con mando a distancia de su coche, un deportivo de segunda mano, pero todavía de muy buen ver que se iluminó de puro contento al oír los pasos de su dueño y señor, saludándolo con un chasquido de sus cuatro certeros seguros. El cochazo ya no guardaba memoria del dueño anterior, un don nadie agobiado por las deudas con el banco que se entregó en cuerpo y alma a Ramírez Oblea a cambio de una condonación. Ramírez Oblea en su despacho, emperador romano en el circo, dedo arriba o dedo abajo, y los desgraciados cristianos en el foso de los leones. Pero ahora puede abrir la puerta, acomodarse en el sillón tapizado de cuero beis de su vehículo, dar el contacto y disfrutar de la música que inmediata sale de sus seis altavoces para repiquetear en el habitáculo hermético, silencioso, caliente, pura ingeniería, calidad de calidades solo al alcance de unos pocos.

No se privaría de ese privilegio. Llegar a la sucursal del banco en su propio coche, aunque solo estuviera a nueve minutos de su hogar, era una de sus rutinas felices y por eso mismo acomodadas. Girar el volante, detener el pensamiento en su tacto suave, muslos de mujer, y accionar el intermitente y sentir su parpadeo verde y su tictac metálico y engranar las marchas de esa caja de cambios casi tan musical como la melodía antigua que escuchaba, grandes éxitos del pop rock de finales del siglo XX. ¡Ah, cuán rápido corre el tiempo!, pensó, aunque también este pensamiento formara parte de su bonita rutina.

Aparcó en su plaza, situada en el estacionamiento trasero del banco, desplegando todo ese sinfín de gestos que acariciaban el volante. Marcha atrás engranada, giros dóciles del volante y lento maniobrar hasta que los sofisticados sensores de aparcamiento trasero alertaran con su pitido de que la máquina ya estaba en su sitio. De este modo, por la puerta de atrás, evitaba con total tranquilidad a las obedientes multitudes que hacían fila, cada mañana, y se escabullía en su despacho, guarida del lobo, sin atravesar la oficina, esa peligrosa travesía campo a través plagada de zombis con ojeras.

De ningún modo, pero absolutamente de ningún modo, acunado en sus fieles rutinas, Ramírez Oblea habría de predecir el mordisco, aquella furibunda mole de hombre que no pidió cita, que no guardó la cola, que ni siquiera medió palabra, sino que raudo desenfundó su venganza caníbal y mordió. Como si tuviera grandes colmillos de bestia salvaje. Como si no dudara de que habría de ser la última vez. Mordió sin comer porque no mordía por hambre, por el simple instinto de apagar el resuello de una barriga hambrienta. Mordía porque se lo pedía el cuerpo, llamada salvaje, pero desde ese otro ángulo alejado de las necesidades básicas. Inmediatez de la rabia, jugoso precipitarse de la venganza, ira y frustración rompiendo la presa, sed de justicia.

Nunca pensó que arrancarle la cara fuera a ser tan fácil. Desde que su colmillo izquierdo aferró la comisura derecha de Ramírez Oblea y tiró, brusco giro de cabeza triunfante, Saturno devorando a sus hijos, la piel cedió como si fuera plastilina, resquebrajándose hasta la oreja. Escupió y el camino del segundo mordisco sobra decir que ya fue aun más sencillo. Agarró carne desde el pómulo y ya cuando arrastró la mordida pudo sentir la dureza del hueso.

El porqué no escuchaba los gritos de Ramírez Oblea es difícil de explicar. Mucho. Porque chillaba, ya sin cara que llamar cara, ya sin superficie donde pasar su magnífica hojilla de afeitar. Amorfo conglomerado sanguinolento, barbaridad de sangre en menos de lo que canta un gallo.

Por fin se oyó un disparo y el caníbal cayó fulminado. Alguien accionó la alarma y en cuestión de un minuto los empleados de la sucursal bancaria quedaron aislados y seguros en sus urnas de cristal. La plebe, antes incluso de empezar a escuchar las lejanas sirenas de la policía, rompió filas y huyó. Ramírez Oblea moría desangrándose con la mala suerte que suponía tener encima el pesado cadáver del caníbal que, una vez, fue orgulloso propietario de un deportivo de alta gama. Cosa curiosa, apunte sin mayor importancia: cuando el caníbal cayó sobre Ramírez Oblea debió apretar el mando de la llave, porque, instante mágico, el coche pareció conmemorar la reciente refriega con el alarmado encendido de sus cuatro intermitentes.

DOS

Lo propio sería introducir aquí una descripción de la ciudad. Decir su nombre, doblar sus esquinas, trazar sus calles, monumentos, plazas y parques, situar sus barrios céntricos y sus barrios periféricos y sus arrabales, insistir en que las afueras rebosan barriadas de ladrillo y techos de madera y cartón, suburbios insalubres y extrarradios de burdeles de carretera, además de nidos chabolistas donde se trafica con toda suerte de drogas a punta de navaja. Pero descubrimos que nada de esto es indispensable, que, a la postre, todas las ciudades son la misma y que, meditado seriamente, no necesitan ni nombre. Es la Ciudad.

Los edificios, tomados desde el centro, decrecen en altura a partir del cogollo central de rascacielos que albergan oficinas, sedes de empresas, despachos de abogados, notarios, políticos, funcionarios, periodistas, médicos, banqueros, mafiosos, aunque, demasiado a menudo, todas estas profesiones se den en realidad al mismo tiempo, hecho, digamos, un análisis genérico. Cerca del centro se van diseminando un par de gigantescos complejos hospitalarios, varios palacetes de gobierno y colegios e institutos y fundaciones y enseguida las recoletas casas del barrio histórico con su arquitectura decimonónica y algunas zonas de chalés adosados con pequeño recuadro jardín y más serpenteo de calles que conforme avanzan hacia las afueras van empobreciendo su aspecto: menos farolas públicas, más desconchones en el asfalto, menos bocas de alcantarillas, ninguna plaza donde ubicar dos o tres columpios para entretener a los niños y muchos feos inmuebles de mediana altura cuyas fachadas discapacitadas a duras penas se sostienen con las muletas de alguna obra o reforma inacabada. Son un verdadero desfile de lisiados: las ventanas rotas, los ojos del ciego, algunas vigas y pilastras soportando alféizares y balcones decrépitos, cojos apuntalados por sus bastones, y grandes cicatrices en las fachadas donde otrora hubo pintura uniforme, a imagen y semejanza de las marcas que nos dejan las enfermedades de la piel.

Y lejos, mucho más lejos, enturbiando el horizonte doblado por el peso de la contaminación, espigan las chimeneas de las fábricas y los hornos con sus bocas fumadoras. Y los esqueletos metálicos de las refinerías de crudo, monstruos con tanques como globos oculares y enrevesadas tuberías, intestinos gigantescos, tripas que regurgitan, huesos retorcidos de un dinosaurio, grandes insectos que llamar también centrales eléctricas y, un poco más lejos, los altos cráteres de tres reactores nucleares que los aviones esquivan para posarse con gris chirrido neumático en el aeropuerto. Un avispero de industrias de aspecto desigual, imposible saber qué se fabrica allí dentro, salvo en la siderúrgica, tan ruidosa que hasta sus fuegos son ensordecedores y sus reflejos pálidos rebrillan en el cielo de la noche como sacándole astillas. Desde aquí, tan altos, subidos a las azoteas de las cuatro torres, los rascacielos más vertiginosos de la ciudad, se diría que hasta el propio horizonte huye espantado. Que se aleja, acobardado, por tanto repunte metálico y tantos nubarrones de gases, espuma nociva de los días.

Lo propio. Lo normal. Es la Ciudad. Donde viven millones de seres humanos. Donde también viven los caníbales y los seres humillados. Así es. Así ha sido siempre, a poco, insistimos, que se medite seriamente.

TRES

Ramírez Oblea, a la postre, tuvo inmensa suerte. Dos veces no lo cuenta. Algo así le dijo a su hermano, el senador Ramírez Oblea, cuando lo visitó en el hospital. Casi no lo cuento, hermano. Porque llegó la ambulancia, envuelta en fosforescencias naranja y girando sus luces apremiantes, cuando boqueaba estertores finales, con su cara hecha un mapa de sangre, hilillos que delimitaban países y provincias, y le quitaron de encima al caníbal, y pudieron colocarle la mascarilla de oxígeno y hacerle la retahíla urgente de primeros auxilios y ponerlo en una camilla y trasladarlo a la ambulancia que, también con algo de suerte, no se topó con demasiado tráfico y pudo acelerar a fondo hasta enterrarse en las entrañas del más cercano complejo hospitalario. Luces de quirófano, susurros de cirujanos, tráfico de metálicas herramientas quirúrgicas y prisas. Ramírez Oblea pasará allí todo el próximo mes y medio, recibiendo visitas, leyendo revistas, hablando de política con su hermano, porque, tras operarlo de urgencia durante cinco horas y someterlo a varias transfusiones de sangre, infructuosamente trataron de recomponerle un poco los maltratados tejidos de la cara, aunque estaba claro que no habría de disfrutar más de los placeres rutinarios del afeitado. Que no se queje, de todas formas, que la mayoría de gentes no pueden contar ni en sus mejores sueños el relato de haber sobrevivido al ataque mortífero de un caníbal.

CUATRO

Ramírez Oblea no podía saber que Melany, la primera enfermera que lo atendió diligente aun en la ambulancia, no solo fue eficaz profesional por sus estudios y por su vocación solidaria, sino porque su vida estaba propulsada por los motores entusiastas de la felicidad: estaba enamorada. Perdida, loca, extremadamente enamorada de mí. Dicho así casi parece altanero o pretencioso por mi parte, pero es la verdad. Así de seguro estoy. Me lo dicen todo el tiempo sus ojos, todo el tiempo me lo dicen sus labios con sus besos sus besos con sus palabras sus palabras con sus labios sus labios con sus besos. Todo el tiempo. Jamás olvida ese detalle, el beso en la boca antes de irse al trabajo, o la caricia breve y oportuna en mi cachete o en mi oreja o el güasap inesperado con rotundas palabras de amor, todo ese sinfín de atenciones que demuestran entrega, compromiso, fidelidad, todos esos conceptos tan anchos que a menudo nos parecen inabarcables.

Melany, ya lo dije, es enfermera. De las buenas. Acaso lo ha sido siempre. Desde pequeña, cuando jugaba a los médicos, ella lo hacía en serio, reconcentrada, con una arruga de atención en pleno entrecejo porque de veras le interesaba aquel juego donde podía montar y desmontar todos los órganos humanos del muñeco, maniquí que se quejaba emitiendo agudos pitidos con voz llorosa cuando la niña Melany cometía una equivocación y alguno de sus huesos no había sido encajado en su sitio, que tampoco es tan fácil distinguir falanges, cóndilos, húmeros, cúbitos, coxis, tibias y peronés. Descubrir tempranamente una vocación es una suerte que nos ahorra dar palos de ciego y caminar desnortados por la vida.

Saber lo que le gusta, tener plena certeza de saber para qué nació y de su lugar en el mundo y, además, estar aturdidamente enamorada hacían de Melany una persona feliz, una mujer en cuyos brazos se sentía la pulsión cálida del hogar y el abrigo del puerto seguro. ¿Qué más se podía pedir? Meditado seriamente, siempre cabe más, aunque sepamos que no se puede tener todo, nos empeñamos en buscarlo, a sabiendas de que ese empeño imposible nos conducirá a travesías de infelicidad y susto y tormenta que nos hará añorar los tiempos de calma y bonanza. Así somos. Así soy, hecho de esa pasta a menudo inasible, ídolos de barro.

CINCO

A la noche Melany me contó el caso de Ramírez Oblea, director de una importante sucursal de banco. Otro ataque caníbal. Ya ni siquiera los reflejan los titulares de los informativos. Cada vez son más habituales, dijo. Cada vez hay más, agregó, como si no fuera lo mismo, como si fuera a añadir un matiz que no existe, cada vez hay más caníbales, ¿no crees? No podía decirle que no tenía ganas de hablar del tema, que prefería ver la tele, hacer el amor, cenar tranquilos. Es lo que ocurre cuando estamos en pareja, ocurre que siempre hay que hacer pequeños esfuerzos generosos para que la cosa funcione y la relación no acabe rompiéndose trufada por las típicas discusiones bizantinas en las que se trata de defender quién es más egoísta, quién pone más o menos de su parte. Ya sabemos a qué me refiero. Melany quería descargar las alforjas de sus miedos, sacarme algunas pocas palabras de comprensión. Y yo lo hice. ¿Por qué hay cada vez más caníbales? No lo sé, le dije. Tal vez seamos así, quizá los seres humanos hayamos alcanzado el siglo XXI para descubrir nuestra verdadera naturaleza, argumenté, reflexivo, solo para que Melany fuera desvaneciendo sus aflicciones. Pero eso que dices me entristece, y es lamentable, arguyó, y yo dije sí, claro que sí, pero es lo que hay. El hombre es un lobo, un lobo para el hombre, se me ocurrió decir, tirando de improvisación, aunque enseguida propuse zanjar el asunto poniéndonos a cenar. Olvídalo, no está en nuestra mano, cuestión de la evolución de la especie, supongo. Y ella de nuevo a la carga con pero qué te pasa, ¿no quieres hablar?, y yo no, cariño, hablemos, pero creo que es mejor dejar el tema y vivir a salvo nuestra pequeña intimidad, dije, pero ipso facto preguntó ¿qué quieres decir con eso? Y yo nada, nada, cariño, ven aquí que quiero darte un beso. Pobre hombre, el caníbal le mordió toda la cara hasta desfigurarlo, añadió de sopetón. Y yo: Mujer, déjalo ya, ¿no ves que vamos a estropearnos la cena?, ¿Vas a seguir? A lo que ella contraatacó con ¿es que de veras no te importa? Y yo: Bueno, me importas tú y por eso mismo ven, ven, anda, ven, a lo que ella, otra vez a la carga, hermosa valkiria sobre su corcel, con es que adónde vamos a parar comiéndonos los unos a los otros, dijo, y entonces saltó en mí el inconsciente resorte del enfado y dije que qué quieres, que seguramente el tal Ramírez Oblea se lo merecería y que acaso era uno más de esos sinvergüenzas que desde sus bancos o desde sus posiciones de poder joden al prójimo sin tener siquiera pajolera idea de todas esas palabras que una vez fueron bonitas, todas esas palabras como honestidad, justicia, solidaridad, cooperativismo, fraternidad, palabras que nunca estaban en sus diccionarios, palabras para las que habían desarrollado una alergia específica, palabras que literalmente se pasaban por el culo porque ya habían nacido con esa tara egoísta. El canibalismo, posiblemente, sea un mecanismo de defensa que se está desarrollando. Es cuestión de avance genético, unos seres desarrollan su egoísmo, otros van improvisando un mecanismo evolutivo de combate y supervivencia, dije. ¿Con que eso crees? Pues es muy triste, adujo ella. Sí, eso creo. Al final has logrado que la noche se tuerza, dije. Pero no era mi intención, volvió a la defensiva. Está bien, vamos a dejarlo, dije. Es que no me gusta que seamos así, dijo, volviendo metralleta a la carga, porque ¿adónde vamos a parar? Que no lo sé, contesto obvio, ¿y qué puede hacerse?, pregunta. ¿Pero te crees que soy un oráculo?, nadie lo sabe, digo. Nada de nada, remato, no puede hacerse nada de nada contra las leyes naturales de la evolución, solté.

Melany es una de esas mujeres blandas. Quiero decir que su cuerpo es turgente, con siempre mullida carne allí donde uno posa las manos. No quiero decir gorda o gruesa y mucho menos obesa. Al contrario, a sus veintiocho años recién cumplidos su cuerpo es perfecto, abarcador, diría que uno de esos cuerpos hembra proclives a la maternidad numerosa. Caderas amplias, senos también anchos. Nada de estrecheces delicadas. Sus manos, por ejemplo, son perfectas para que veamos a Melany. Son regordetas, no tiene largos dedos finos, sino que son manos mullidas, manos colchón, pero, al mismo tiempo, firmes, curtidas por su propia profesión, sin largas uñas pintadas de rojo o de algún otro extraño color inventado por la industria cosmética y su pinchazo consumista. Sus manos son capaces de regalarme caricias simples, pero también son resueltas al ejercer la presión exacta en mi pene a la hora del sexo, en el momento de ponerme en su boca.

Así es también su boca, capaz de expandirse blandamente cuando el beso deslenguado se alarga y ya son dientes, encías y salivación excitada la vorágine completa que se desata en los besares y rebesares que preludian la batalla sexual. Lo mismo ocurre al entrar en su vagina, la misma amplificada sensación de penetrar en un espacio tierno y membranoso y sin embargo sólidamente elástico, capaz de múltiples gradaciones y degradaciones en su amorosa oposición hasta expandirse glotón y tragaldabas. Me encanta. Es como llegar a casa tras un día de frío y lluvia. Como por fin el alivio, el abandono, reposo del guerrero. Pero así son también sus ojos, acolchados sofás acogedores, insisto, porque así es mi Melany. Si la miras a los ojos sus iris oscuros, castaños solo si de lleno les da el sol, van abriendo visillos, un cortinaje tras otro, como para demostrar que puedes asomarte dentro sin miedo a descubrir abismos, que no hay nada que ocultar, que no hay secreto y que toda la alcoba está en su sitio. Que no hay desorden ni desagradables sorpresas, que todo está limpio y que no hay nada inesperado tirado por el suelo, que los armarios están ordenados, cada cosa en su lugar, que puedes entrar y sentirte seguro sin echar dos veces la llave y pasar el fechillo. Sus ojos son así y así es su ensortijado cabello rubio. Abundante almohada de rizos, cojín agradable, nada que ver con esos pelos lacios que tras el sudor del sexo parecen hilillos agotados, sin volumen ni consistencia ni respiración. Su melena, cabellera del león que es mi leona, tan fácil que yo acomode mi brazo cayéndome a su lado en la cama tras haberme bajado del placer y, todavía con el resuello desencajado, colar mi mano por esa intrincada selva rubia hasta que me gane el sueño y el sopor. Así es Melany, así son sus labios gordezuelos, bonita trampa de carne que se amolda al beso sin sufrir, sin choque frontal, capaces de la suavidad con que encajan los mecanismos que están hechos el uno para el otro. Melany me ama. Me ama así de esponjosamente. Y yo siempre me estoy preguntando si estoy a su altura.