La conducta de los animales

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La conducta de los animales
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La conducta de los animales

© Victoria Valenzuela, 2020

© Neón, agosto 2020

Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia

@neonediciones

www.neonediciones.com San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile

ISBN Edición Digital: 978-956-9984-15-0

Edición: María Paz Rodríguez

Foto de portada: Ignacia Muñoz

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

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LA CONDUCTA DE LOS ANIMALES

Victoria Valenzuela

ÍNDICE

La conducta de los animales

Victoria Valenzuela

El gato que acecha a un pájaro se agacha pegándose al suelo, y a continuación, arrastra las patas hacia atrás y hacia delante, preparándose para saltar de improviso sobre su presa. Al mismo tiempo, el pájaro da a conocer que ha advertido el peligro chillando en frases ruidosas y estridentes que se transforman en chirridos rápidos y agudos.

J.D. Carthy

1. ¿Qué es la conducta?

No éramos hermanas pero nos comportábamos como si lo fuéramos. A veces mentíamos diciendo que nuestro padre, antes de desaparecer, había mantenido relaciones paralelas con dos mujeres y que por eso teníamos la misma edad. Casi siempre nos creían, total el apellido era el mismo. A ella le gustaba su apellido, pero no su nombre: Morín. A mí no me gustaba ni mi apellido, ni mi nombre: Olivia Olivares. A ella no le gustaba su casa, pero sí la mía; a mí no me gustaba su madre, ni tampoco la mía. Su madre bebía y le pegaba muchísimo; la mía no bebía y me pegaba bastante, sobre todo cuando rompía mis lentes, cosa que ocurría seguido porque además de cegatona, era distraída. De modo que esta hermandad ficticia hizo de la realidad familiar, un lugar más tolerable. Vivíamos en el mismo edificio, ella arriba y yo abajo (74 y 64), hacíamos la cimarra juntas y agarrábamos con los mismos tipos como una manera de prolongar la sensación de compartirlo todo, poniendo siempre al otro contra el paredón: el Paloma, que así le decían por ese tic de empujar su cabeza hacia delante y hacia atrás, como un palomo en pleno cortejo; el Franchute, lindo, pero con olor a axila, que trabaja como enólogo en una viña de Casablanca; o el Santiaguino que venía todos los fines de semana a las fiestas electrónicas del muelle Barón para auspiciar, hasta el desayuno, en el mercado El Cardonal. Historias de una noche extensamente narradas durante la semana, en clases, en los recreos, cuando fumábamos un pito en la quebrada o en la playa Caleta Abarca, recolectando pulgas marinas para luego tirárselas a la sopa del tío Celedonio. It’s my life, don’t you forget, It’s my life, It never ends (It never ends). Lo único que queríamos, era vivir como viven las aves de rodillo de Eurasia: volar o vomitar. Ante amenaza, estos pajaritos expulsan un líquido anaranjado nauseabundo que repele a todos sus enemigos; mecanismo efectivo aunque no infalible: requiere cierta pericia para que funcione. Lo sé porque en una época nos dio por imitarlas. Flashes de intentos fallidos: Año Nuevo amaneciendo, Morín y yo, cabeza con cabeza, vomitando vodka naranja en el bote de un pescador; acto seguido, hacer a nado toda la vuelta hasta la orilla mientras el mismo pescador se reía amenazándonos con el remo si intentábamos subir de nuevo al bote; o arruinar la fiesta de quince de una compañera cuando por falta de vómito, aparecimos ensangrentadas después rodar cuesta abajo por la calle Almirante Montt del cerro Alegre. It never ends (It never ends).

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