Henri Bergson

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Henri Bergson

Vladimir Yankélévitch

Traducción del francés de Francisco González Arámburu

Universidad Veracruzana

Sara Ladrón de Guevara

Rectora

María Magdalena Hernández Alarcón

Secretaria Académica

Salvador Tapia Spinoso

Secretario de Administración y Finanzas

Octavio Ochoa Contreras

Secretario de Desarrollo Institucional

Édgar García Valencia

Director Editorial

Primera edición en francés, 1959

D.R.© Universidad Veracruzana

Dirección Editorial

Nogueira núm. 7, Centro, CP 91000

Xalapa, Veracruz, México

Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88

direccioneditorial@uv.mx

https://www.uv.mx/editorial

ISBN: 978-607-502-616-9

Maquetación de forros y collage digital: Enriqueta del Rosario López Andrade

Cuidado de la edición: Silverio Sánchez Rodríguez

PRÓLOGO

La presente obra es la refundición integral de un Bergson aparecido en 1931 con una carta de Henri Bergson, en la colección Les grands philosophes, dirigida por el abate F. Palhoriès. A este texto he añadido varios ensayos y opúsculos publicados después de la fecha, y que casi no se pueden encontrar, o son, sobre poco más o menos, desconocidos por el público: un capítulo sobre Les deux sources de la morale et de la religion publicado por la Revue de métaphysique et de morale, en 1933, un ensayo sobre la Simplicité, parcialmente editado en la compilación que A. Beguin y P. Thevenaz dedicaron en 1941 a la memoria de Henri Bergson (este ensayo, parcialmente inédito, está publicado íntegramente en la presente obra); artículos sobre La joie y el Optimisme bergsonien aparecidos en 1951 en Évidences y en la Revue de métaphysique et de morale; por último, en apéndice, un estudio sobre Bergson et le judaisme, publicado en 1957 en las Mélanges de philosophie et de littérature juives. A los señores directores de la Revue de métaphysique et de morale y de Évidences, al señor director de las ediciones de La Baconnière, al señor presidente del Instituto de Estudios Hebraicos, que han autorizado amablemente la utilización de estos textos, les doy las más cumplidas gracias.

El Bergson de 1931 exigirá algún día que se le redacte de nuevo desde la primera hasta la última línea, y espero poder consagrar más tarde a este vasto trabajo todo el tiempo necesario. Me ha parecido que la reedición del libro, rehecho de pies a cabeza y aumentado con tres nuevos capítulos, será, en 1959, una manera de conmemorar el primer centenario del nacimiento de Bergson.1

No hay más que una manera de leer a un filósofo que evoluciona y cambia en el tiempo: es seguir el orden cronológico de sus obras, y comenzar por el comienzo: este orden, sin duda, no corresponde siempre al orden de la creciente dificultad: y, por ejemplo, Matière et mémoire, que data de 1896, es de una lectura mucho más ardua que Le rire, de 1900. Pero el bergsonismo no es una fabricación mecánica, ni una arquitectura que se haya edificado piedra a piedra y completado poco a poco, a la manera de algunos grandes “sistemas”: es el bergsonismo por entero el que figura, y en cada ocasión bajo una iluminación nueva, en los libros sucesivos del filósofo, tal como son todas las hipóstasis, en el emanantismo de Plotino, las que figuran en cada hipóstasis; de igual forma, Leibniz exponía su filosofía total en cada una de sus obras; ¿acaso no expresan, cada una de las mónadas, desde su punto de vista individual, al universo por entero? ¿Acaso el universo entero no se refleja en la gota de agua de la Monadología? Pues el microcosmo es la miniatura del Cosmo. “Lo que considero”, escribió Schelling, ese otro filósofo en devenir, “es siempre la totalidad” (Filosofía de la revelación, 2a lección) y a esa totalidad es a la que llama Potenz. Bergson escribió cada uno de sus libros en olvido de todos los demás, y sin cuidarse, inclusive, de las incoherencias que pueden ser resultado, a veces, de su sucesión. Bergson ahondó en cada problema como si ese problema fuese el único del mundo, y siguió hasta el final a cada “línea de hecho”, independientemente de las otras líneas, tal como el ímpetu vital sigue líneas de evolución divergentes y les queda a los comentadores la tarea de resolver las contradicciones eventuales y de armonizar el haz de estas divergencias. La conciliación se operará, sin duda, en el infinito; y no en la coherencia lógica, sino en la afinidad musical de los temas y en la continuidad de un ímpetu, pues el orden bergsoniano se parece más al orden de la disgregación obsesiva2 que a la paciente marquetería de los fabricantes de sistemas: la intuición bergsoniana, total e indivisa siempre, simple y entera, crece continuamente con un solo ímpetu orgánico; en este sentido, el bergsonismo es tan completo en las 18 páginas del ensayo sobre Le possible et le réel como en las 400 páginas de la Évolution créatrice. Este gran genio en perpetuo devenir era muy influible. El ensayo sobre Le possible et le réel, de importancia capital para la comprensión del bergsonismo, apareció (en sueco) en noviembre de 1930, después de la lectura de mi Bergson, del que Bergson se había enterado a comienzos de 19303 y en el que mostré la importancia de la ilusión de retrospectividad, hablé de lo posible en el futuro anterior y señalé el carácter central de la crítica de la Nada, presentido ya por Bergson en el discurso, pronunciado en 1920, de la reunión de Oxford. Por tanto, Bergson tomó conciencia poco a poco de la originalidad genial, de la fecundidad creadora, de sus propias intuiciones. Es en 1906, en un artículo de la Revue philosophique, acerca de la Idea de la Nada, y luego en 1907, en las páginas de la Évolution créatrice, consagradas a la Nada y al Desorden, donde nació la intuición; en 1920, llegó a la primera conciencia de sí misma; a fines de 1930 y en 1934, en La pensée et le mouvant, Bergson reconstituye, por último, por influencia de los intérpretes, el movimiento que lo llevó de la entrevisión originaria a la metafísica del cambio y de la plenitud creadora. En la evolución de Bergson, como en toda volición o causación, hay retroacción del presente sobre el pasado y, después de cumplida la acción, hay reconstrucción ideal del devenir: pues el fin, como dice Schelling, da testimonio del comienzo.

Una melodía tocada al revés, comenzando por la última nota y terminando por la primera, no sería sino una inaudita cacofonía. Esto es lo que nos hace comprender el Essai sur les données immédiates. ¿Cómo podríamos llegar a entender jamás una filosofía viviente, y que se desarrolla irreversiblemente en la dimensión del devenir, si se comienza por el final o por la mitad? El orden temporal no es un accidente de la sonata, sino su esencia misma. El orden temporal y la sucesión de los momentos no son detalles protocolarios en el bergsonismo: son el bergsonismo mismo, y la ipseidad bergsoniana de una filosofía que no es como las otras. La primera condición exigida para comprender el bergsonismo de Henri Bergson es la de no pensarlo a contrapelo del tiempo. El bergsonismo quiere que se le piense en el sentido mismo de la futurición, es decir, al derecho.

N. B. A partir de 1941, las obras de Bergson han sido reimpresas en una imprenta diferente, sin reproducir la paginación de las ediciones anteriores. Como estas ediciones, en algunos casos, se habían venido sucediendo desde hacía casi medio siglo, y como su paginación se había vuelto casi clásica, las citas se han revuelto un tanto. La única solución será, en lo futuro, rectificar una a una todas las referencias, en función de las ediciones nuevas. En la espera de poder realizar este largo y fastidioso trabajo, hemos hecho lo mejor que hemos podido: el Essai sur les données immédiates de la conscience, Matière et mémoire y L'Évolution créatrice se citan conforme a las ediciones originales (impresas en vida de Bergson y cuidadas por él); Le rire, L'énergie spirituelle, Les deux sources de la morale et de la religion, La pensée et le mouvant, conforme a las nuevas ediciones.

Una edición de la Oeuvres de Bergson, en un solo volumen, apareció en 1959, con un prólogo de Henri Gouhier y al cuidado de André Robinet.

I. TOTALIDADES ORGÁNICAS

Consuélate, no me buscarías si no me hubieses encontrado.

Pascal, Mystère de Jesús

El bergsonismo es una de esas raras filosofías en las que la teoría de la investigación se confunde con la investigación misma, con lo cual excluye aquella suerte de desdoblamiento reflexivo que da origen a las gnoseologías, a las propedéuticas y a los métodos. Del pensamiento de Bergson puede decirse, en un sentido, lo que ya se ha dicho del spinozismo:4 que no hay en él un método sustancial y conscientemente distinto de la meditación sobre las cosas, que el método es más bien inmanente a esta meditación, de la cual, en cierta manera, dibuja su aspecto general. No hace mucho que Bergson insistía con gran cuidado en la vanidad de los fantasmas ideológicos que perpetuamente se insinúan entre el pensamiento y los hechos y mediatizan el conocimiento.5 La filosofía de la vida abrazará la curva sinuosa de lo real sin que ningún método trascendente venga a aflojar esta apretada adherencia; más aún, su “método” será la línea del movimiento que conduce al pensamiento en el espesor de las cosas. El pensamiento de la vida, dijo profundamente Frederic Schlegel,6 prescinde de toda propedéutica, pues la vida no supone sino la vida, y el pensamiento viviente que adopta su ritmo se va derecho a lo real, sin embarazarse con escrúpulos metodológicos. La diferencia entre las tímidas abstracciones de los colegios y la generosidad de la filosofía concreta consiste en que las primeras son eternamente preliminares o, lo que es lo mismo, relativas a algo absolutamente ulterior, que será su aplicación o que se deducirá; mientras que la última es, a cada momento, presente a sí misma. Las primeras nos remiten a un futuro cualquiera en las que permanecen separadas por un vacío boqueante; la última se envuelve, por lo contrario, con evidencias actuales y certidumbres visibles; no acepta ninguna jurisdicción trascendente, porque lleva en sí misma su ley y su sanción. Por tanto, el método es ya el verdadero saber; y, lejos de preparar una deducción doctrinal de conceptos, se engendra gradualmente a medida que se desenvuelve el progreso espiritual, del cual no es, en resumidas cuentas, sino la fisonomía y el ritmo interior.

 

Así pues, no busquemos el punto de partida del bergsonismo (como parece hacerlo Höffding) en una crítica del conocimiento o en una gnoseología, cuyo centro sería la idea de intuición. Tal forma de exposición, que no conserva del pensamiento bergsoniano más que un determinado sistema de formas, un determinado ismo (en este caso, el “intuicionismo”), condena al intérprete a situarse ante el bergsonismo cumplido, en vez de asistir a su revelación y de penetrar su sentido. En la respuesta que envió a Höffding, Bergson protestó con gran claridad, y sin exponer quizá todas sus razones, contra una exposición tan retrospectiva; y alegó que el centro vivo de su doctrina no era tanto la Intuición como la Duración.7 En cuanto metafísica de la intuición, el bergsonismo no es sino un sistema entre otros. Pero la experiencia de la duración determina su estilo verdadero e interior; es en ella donde volveremos a encontrar la imagen “infinitamente simple” de que se habla en la Intuition philosophique y que es verdaderamente la fuente viva de la meditación bergsoniana. Antes de que pasemos revista a las encarnaciones sucesivas a través de cuatro problemas-tipo: el esfuerzo de intelección, la libertad, la finalidad y el heroísmo, debemos encontrar de nuevo el “hecho primitivo” que, en las cosas del alma, rige toda la ascética bergsoniana.

El todo y los elementos

Hace necesaria esta ascética la extensión abusiva a las realidades espirituales –mentales y vitales (las llamaremos, para abreviar, los organismos)– de un método eficaz solamente en el plano de las realidades materiales (las llamaremos los mecanismos). El verdadero hecho fundamental, así en el orden del espíritu como en el orden de la vida, es el hecho de “durar” o, lo que viene a ser lo mismo, la propiedad mnémica que, considerada en toda su amplitud vital, como lo hace Richard Semon, es la única que asegura la perpetuidad de nuestras experiencias a cada instante de la vida; la memoria no es, como se ha dicho,8 una función derivada y tardía; antes de convertirse en órgano independiente, en facultad metódica de clasificación y de distribución, no es sino el rostro espiritual de una duración interior a sí misma; se insiste en tratarla como una agenda o calendario del alma, siendo que expresa simplemente esto: nuestra persona es un mundo en el que nada se pierde, un medio infinitamente susceptible en el cual la menor vibración despierta sonoridades penetrantes y prolongadas. La memoria no es sino aquella obstinación primitivísima de mis experiencias en sobrevivirse a sí mismas; es aquello que continúa, los unos a través de los otros, a los innumerables contenidos cuyo conjunto forma, en todo momento, el estado actual de nuestra persona interior. Pero quien dice continuidad dice infinitud, y, de tal manera, la inmanencia de todo en todo se convierte en la ley del espíritu. Y no es que la memoria sea literalmente atesoramiento o capitalización de recuerdos; como ha mostrado lúcidamente Philippe Faure-Fremiet,9 la memoria es más el ejercicio de un poder que el acrecentamiento de un haber; y más la “recreación” o realización activa del pasado que el registro de ese pasado. El propio Bergson, tan hostil a las metáforas espaciales, se niega a considerar el cerebro como un receptáculo de imágenes, y a las imágenes como contenidos que se hallen en un continente: y eso no es para hacer del tiempo un recipiente de recuerdos. Ahora bien, “conservación”, al igual que depósito, es una imagen espacial… No es menos cierto también que el pasado califica imperceptiblemente nuestro ser actual y que, en todo momento, es evocable, inclusive cuando la conservación se infiere simplemente del dato inmediato del recuerdo e incluso cuando el pasado no sobrevive literalmente en nosotros, ni dormita en el inconsciente del devenir. ¿No es el tiempo bergsoniano esa latencia paradójica sin inesse ni estar en, sin conservación ni depositación virtuales? ¿El tiempo bergsoniano no es acaso aquella supervivencia irrepresentable, sin nada que sobrevive ni nada en lo que el pasado sobreviviente pueda sobrevivir? ¿No es conservación creadora, conservación sin conservatorio? Habiendo hecho esta reserva, nos queda el derecho, que nos da el Essai, de comparar la duración con la bola de nieve que va engrosando en la avalancha. ¡Que la discontinuidad del recuerdo no nos impida ponerle por debajo la continuidad del devenir! He aquí, pues, una primera oposición entre la vida de los organismos y la existencia de los mecanismos. Un sistema material es por completo lo que es, en cualquier momento que se le contemple, y no es sino eso; como no dura, es en cierta manera eternamente puro, puesto que no posee ningún pasado que dé color o fije el clima de su presente; por eso Bergson recuerda, a su respecto, la expresión leibniziana: mens momentanea. ¿No es esto la conciencia instantánea que el Filebo atribuye a las ostras y a las medusas? Un guijarro puede modificarse y, aparentemente, “envejecer”. Pero en este caso sus estados sucesivos serán exteriores entre sí, sin que ninguna transición, por insensible que sea, logre solicitar a lo viejo en lo nuevo, puesto que podemos decir –parafraseando dos versos célebres– que, sin la duración, las cosas no serían lo que son. Y este es el caso de las cosas materiales que siempre y totalmente son ellas mismas. Por el contrario, una realidad espiritual, que sirve de vehículo a impalpables y sutiles tradiciones, se carga perpetuamente de sobrentendidos; por así decirlo, cada uno de sus contenidos es venerable y profundo por todo lo que supone de alusiones implícitas y de experiencias acumuladas; la emoción humana más mediocre es un tesoro cuyas riquezas no podremos enumerar nunca puesto que da testimonio de un pasado continuo, en el que se han depositado silenciosamente, a manera de aluviones, las innumerables experiencias de las personas. Cierto es que, literalmente, no hay sedimentación: pues toda localización es una añagaza; y las experiencias no se acumulan como se amontonan las provisiones en una alacena, no obstante lo cual hay enriquecimiento y modificación continua de la iluminación mental.

Esta primera oposición da origen a otra, que la completa. En efecto, la memoria conservadora requiere un auxiliar para componer la duración del espíritu. La “inmanencia” temporal no bastaría por sí sola para diferenciar irreductiblemente los organismos y los mecanismos. Para que se pueda hablar, si no de una verdadera implicación del pasado en el presente, sí por lo menos de una determinada presencia del pasado, es preciso que a la inmanencia de sucesión se sume inmediatamente una determinada inmanencia de coexistencia. Pues lo espiritual, por muchos conceptos, es más “elástico” que maleable; es decir, que si registra y perpetúa todas las modificaciones de cuyo teatro es, también propende a reconstituir en cada instante su propia totalidad: valga la expresión: en todo momento es orgánicamente integrado. Pero como ha conservado las experiencias “adventicias”, y como no guarda ningún rastro de rompimiento o de pluralidad profundos, es preciso admitir que los ha asimilado, digerido, totalizado y que lo han modificado justo como él los modificó. De tal manera, toda realidad espiritual, por su propia naturaleza, posee una virtud totalizadora que le hace tragar todas las modificaciones importadas y reconstituir, paso a paso, su organismo total, que es, empero, un organismo continuamente transformado. Y como esta totalización, en todo momento, alcanza a todos los elementos del organismo espiritual, deberemos decir que no solamente los contenidos de la vida se sobreviven a sí mismos en el tiempo, sino que, valga la expresión, se reviven a sí mismos: parcialmente, en cada uno de los contenidos contemporáneos y, totalmente, en la persona espiritual que expresan. Esta inmanencia recíproca, por la que siente horror nuestro entendimiento, es la que tratan de imitar, por el contrario, nuestras artes; pero ninguna lo hace mejor que la música, sin duda gracias a que la música, en virtud de la polifonía, posee más medios que ningún otro arte para expresar esta compenetración íntima de los estados de alma. ¿Acaso no permite la polifonía conducir paralelamente varias voces superpuestas, que se expresan simultáneamente y se armonizan entre sí permaneciendo, a la par, distintas y aun opuestas? Recuerda uno el misterioso preludio de Pelleas en el que desde el dieciochoavo compás Debussy enfrenta el tema de Golaud y el tema de Melisande, con lo que expresa la unión trágica que se anudará entre estos dos destinos. ¿Y cómo no admirar también la maravillosa sutileza con que Liszt, en la Sinfonía de Fausto, funde unas en otras las emociones más opuestas: el amor de Fausto y la inquietud reflexiva de Fausto en el primer movimiento, el amor de Fausto y el amor de Margarita en el segundo? Los temas se enfrentan, se mezclan, se contaminan recíprocamente, y cada uno de ellos lleva el sello de todos los demás. Así obra la vida interior en todo momento; asocia en contrapuntos paradójicas experiencias que parecen carecer de vínculos, de manera que cada una de ellas da testimonio de la persona por entero. La “mezcla total” que los estoicos proponían como una paradoja, ¿no será una realidad vivida continuamente?

Por tanto, el rasgo distintivo y verdaderamente inimitable de las cosas espirituales –organismo, obra de arte o estado de alma– es el de ser siempre completas, el de bastarse siempre, perfectamente, a sí mismas... La distinción de lo parcial y de lo total no tiene sentido más que en el mundo de los cuerpos inertes que, subsistiendo como lo hacen fuera los unos de los otros, pueden considerarse siempre como las partes de un conjunto más vasto, y guardan con este conjunto una relación por completo exterior, una relación topográfica. Por el contrario, el universo de vida es un universo de individuos,10 de totalidades “insulares” y, en la acepción propia del término, de obras maestras que, como los inteligibles de Plotino,11 son partes totales, esto es, cada una de ellas expresa el conjunto completo del mundo del que parecen ser las partes. De tal manera, todo no es sino Dionisos, dice Schelling.12 Y Plotino panta pasa ¡todas las almas son todas las cosas! Esto es que nos demostrará, en primer lugar, el estudio del instinto.13 Tal como no podemos concebir una mitad de sentimiento o un trozo de sensación, no podríamos imaginarnos al instinto mutilado o fraccionario; de una especie a otra, simplemente varía de cualidad; pero el tema se halla por entero presente en cada una de las variaciones que viste; en cada una, el tema original propende a redondearse, a instalarse en el centro de un dominio privado. Sólo los cuerpos brutos admiten entre el todo y la parte transiciones graduales; y uno de los papeles de la ciencia consiste en proveerse diestramente de insensibles transiciones y forjar hermosas genealogías en las que se borra la originalidad de los individuos. El biólogo Vialleton, al que su agudo sentido de las discontinuidades lo lleva a negar inclusive el transformismo, confirmaría, a este respecto, las intuiciones bergsonianas. Toda especie ha tenido que nacer viable desde el principio; de golpe y porrazo las correlaciones han tenido que ser suficientes para permitir vivir al organismo. No hay esbozos de órganos, rudimentos de funciones:14 estos son intermediarios ficticios destinados a completar nuestras genealogías; en realidad, toda forma es necesariamente determinada, puesto que subsiste, y la función hace al órgano de una sola vez. Además,15 Vialleton nos muestra que el menor organismo monocelular es ya un ser completo y que, en rigor, no hay individuo “elemental”: el organismo es por entero o no es. Esto es lo que nos mostrará más claramente todavía la distinción de recuerdo puro o espiritual y de recuerdo motor.16 El recuerdo puro es de inmediato concepto. En tanto que el hábito se constituye poco a poco por causa de la repetición, el recuerdo verdadero, como Minerva, nace adulto: sobre él no hace mella la repetición, pues en todo momento es determinado y autónomo. Su esencia consiste en ser experimentado y vivido actualmente por una conciencia: por tanto, es necesario que llene momentáneamente todo el espíritu, que aparezca de golpe organizado e independiente. Por eso el pasado puede a veces surgir en nosotros tan bruscamente como las especies biológicas en la teoría de Vialleton, por bocanadas repentinas y rupturas de la experiencia; como en Proust, es una invasión y un surgimiento, una irrupción repentina, una brusca metábola. Por tanto, las cosas espirituales son siempre enteras; he ahí por qué, sin duda, a los fragmentos de materia no les corresponden de ninguna manera fragmentos de la vida, justo como a los fragmentos de frases no corresponden de ninguna manera fragmentos de ideas.17 Y podemos prever ya que entre estos dos textos tan desemejantes: el texto espiritual, en el que todo fragmento es total, y el texto material, en el que todo fragmento es fragmentario, no se puede concebir ningún paralelo literal, ninguna transposición yuxtalineal. El poema se halla siempre más allá de su propio texto.

 

Esta particularidad de las cosas del alma nos exigirá un método por demás paradójico. No se puede decir, exactamente, que el bergsonismo, filosofía de la plenitud, admita la ley absolutista y totalitaria del todo-o-nada, ley válida, según el estoicismo, para la disyuntiva de virtud y de vicio, de sabiduría y de locura… Bergson no hizo suyo aquel ultimátum abrupto de Hamlet: ser o no ser. La verdad es que la mutación repentina culmina solamente en la novedad cualitativa que jamás lograrán obtener las gradaciones o degradaciones “escaladas” del genetismo. El amor, dice La Bruyère, comienza por el amor.18 De igual modo, podemos decir que el espíritu comienza por el espíritu. No hay ninguna posibilidad de encontrar un sentimiento en el camino de nuestra deducción, si no comenzamos por dárnoslo por entero al principio, en su especificidad y en su originalidad irreductible. En oposición al “reduccionismo”, a la manía de reducir… o de deducir, Bergson quiere que cada experiencia, que cada problema sean pensados aparte y por sí mismos, como si estuviesen solos. Por tanto, no se gana nada con engendrar a las realidades vivientes a partir de otras realidades vivientes: el instinto a partir de la inteligencia, el recuerdo a partir del hábito, el hombre a partir del animal, la emoción completa a partir de la emoción embrionaria. Por eso, como veremos, el acto de comprender no va de las palabras al sentido, sino del sentido al sentido; ni tampoco de la parte al todo, sino del todo al todo. El espíritu no supone sino al espíritu, puesto que el espíritu es todo; y, de igual manera, no hay nada antes del sentido, sino el sentido mismo, puesto que el sentido es todo. Leibniz, cuya doctrina analítica de la Expresión quizá no sea, a este respecto, tan diferente del inmanentismo bergsoniano como podríamos creer, ha expresado con profundidad esta particularidad de lo espiritual: lo que distingue, dice en resumidas cuentas, aunque en otro lenguaje,19 a una máquina de un viviente es que una parte de la máquina es verdadera y puramente una parte, en tanto que una parte del organismo es todavía un organismo y lo mismo puede decirse de una parte de esta parte y así hasta el infinito. Lo infinitamente grande, así como lo infinitesimal, denuncian como falsos, a este respecto, a los principios de identidad y de conservación: puesto que así como la mónada es la expresión microcósmica del macrocosmos, así el organismo, hasta en sus menores elementos microscópicos, es todavía orgánica. Es verdad que el imán, siendo magnético hasta el infinito, parece hallarse en este caso…, ¡pero el organismo tiene una vida particularmente dura! Un organismo sigue siendo total en sus partes más pequeñas, mientras que una máquina no es total más que como resultante de sus propios elementos. Y lo mismo puede decirse del espíritu. Una pieza aislada, en los sistemas materiales, está privada en sí de toda significación interna y autónoma; es simple y verdaderamente parcial, puesto que es, por entero, relativa a otras piezas complementarias y porque esta relación, precisamente, agota su razón de ser. Pero una emoción, un recuerdo, una volición recortados sobre la tela de la vida tienden instantáneamente a regenerar un medio espiritual, a ordenarse en universos completos; ninguna ficción, ningún análisis pueden hacerles perder su plenitud significativa y esa suerte de pesantez espiritual que presentimos, instintivamente, en todas las obras de la vida; pues la totalidad de un mundo interior está aquí presente y operante, envolviendo, por así decirlo, con un halo de espiritualidad nuestros más humildes gestos.20

La inmanencia de las cosas espirituales nos muestra, pues, un doble rostro, pero nos percatamos de que su fuente es única. Si todas nuestras experiencias actuales tienen un aire de familia, si cada una es capaz de expresar o representar nuestro yo integral, es porque, mediante la memoria, se ligan a un germen común cuyas energías y tendencias han liberado. Nuestra duración, que se abre en multiplicidad, se torna espesa y, por así decirlo, polifónica; un parentesco profundo vincula a las experiencias separadas. Las realidades espirituales son doblemente interiores a sí mismas, puesto que se perpetúan y puesto que se totalizan; son los mecanismos los que se quedan fuera de sí mismos. Un mecanismo no lleva consigo ningún más allá, y la enumeración de sus partes agota literalmente toda su realidad. Una máquina perfecta, en rigor, nunca nos produce decepción, ni tampoco nunca sorpresa. No muestra ninguno de esos desfallecimientos, pero tampoco ninguno de esos milagros que, de cierta manera, son la firma de la vida. Una máquina perfecta, como un instinto sin inteligencia, da todo lo que promete, pero no da más que lo que promete; su realidad óptica es capaz de ofrecernos todo lo que nuestra inteligencia tiene derecho a esperar; pero sabemos que en vano le pediríamos algo más. Un mecanismo no nos deja nada por adivinar, por presentir; nada por buscar. No crea soluciones nuevas. No va delante de los problemas. No es inventivo. Hay situaciones para las que está hecho, otras para las que no lo está; y eso es todo. Por el contrario, la elocuencia de la vida está hecha sobre todo de reticencias. Cuando la vida está en algún sitio, sentimos confusamente que todo se torna posible. Los organismos son profundos. Por así decirlo, están más allá de sí mismos; o, mejor aún, no son lo que son, y son lo que no son, son algo más que ellos mismos, otra cosa que ellos mismos: el devenir, que es no-ser en trance continuo de dárselas de ser, el devenir que es la alteración, es decir, lo mismo que se torna otro, el devenir será, pues, la dimensión natural de esta profundidad. Por ejemplo, ¿el misterio de las almas grandes acaso no está hecho de todo lo que nos ocultan?, ¿y qué nos dirían, sin embargo, qué duda cabe, si supiésemos interrogarlas atenta y seriamente? Esta organización en profundidad y esta infinitud inmanente que caracterizan la duración continua de la vida escapan, pues, a toda lógica, porque la no-contradicción representa por sí misma una exigencia de pureza intelectual y de simplicidad, y porque esta exigencia incita naturalmente al espíritu a la eliminación del tiempo, a la separación de los seres confundidos y a la destilación de las existencias. Y entrevemos ya que el método que hace necesario esta densidad –propia de las cosas del alma– no puede ser sino totalmente “irracional”. Por tanto, la filosofía ya no es, como en Platón, un panorama sinóptico del macrocosmos, sino que es, más bien, una excavación subterránea y un ahondamiento intenso de las realidades particulares.