La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

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LA ARTERIA UTERINA

Javier Ignacio Santolaya Jiménez

Primavera del 68. En París, los estudiantes retorcían su mundo intentando cambiarlo con nuevas ideas, feminismo, ecologismo, libertad sexual... La República temblaba. Nosotros, boquiabiertos.

Yo era un imberbe de diecisiete años recién cumplidos. Todo mi empeño era hacerles creer a mis padres que, al acabar el preu, lo mío por la Medicina venía de lejos. En realidad, lo que quería hacer, era salir de casa y, entre otras cosas, pasarlo bien. Por eso, mi objetivo consistía en convencerles de que Valladolid era mi destino.

Allí estaba mi hermano acabando la carrera de médico y el esfuerzo económico que la familia había hecho con él fue enorme, por lo que mis padres, imagino, se inquietaban ante la posibilidad de que otro hijo estudiara fuera de casa.

Afortunadamente para ellos, y también para mí, en esos días se creó la Facultad de Medicina de Bilbao y en octubre del 68 estaba recibiendo mis primeras clases en el edificio de la Escuela de Náutica. en la calle Botica Vieja junto al puente de Deusto. Mi turno de clase era el último de la tarde por la S de mi apellido, ya que nos agrupaban por orden alfabético, y la verdad es que durante aquellas tardes empecé a beber de la vida. A veces en sentido literal; cerca de allí, en el bar Gallastegui nos daba tiempo para socializarnos y, lo más importante, iniciarnos en el mus. Algunos, sin modestia alguna, acabamos siendo auténticos musolaris del juego. El horario vespertino me permitía trasnochar y prolongar a veces nuestras juergas nocturnas.

Las asignaturas, por lo demás, sencillas porque la Física, Química y Matemáticas eran un poco más complicadas de lo que yo había estudiado en preu. Eso sí, la cuarta asignatura, la Biología, que impartía el profesor Cebreiro, dueño de la farmacia de Colón de Larreategui, me acercó a la doble estructura helicoidal del ADN y a sus bases nitrogenadas, adenina, guanina, timina, y citosina. Todo un descubrimiento.

Para el segundo curso de Medicina se había construido un pabellón en el Hospital de Basurto. Allí dábamos Bioquímica y fue cuando comprendí el ciclo de Krebs y que, gracias a él, se podía entender cómo ante una privación de hidratos de carbono el organismo quemaba grasas. El Dr. Atkins se me adelantó en el tiempo al llevar a la práctica su famosa dieta cetogénica y, de paso, se hizo de oro.

Las prácticas de Anatomía no tenían precio. La primera promoción fuimos unos afortunados al ser los primeros en poner nuestras inexpertas manos, armadas de bisturí, y guiadas por los consejos de nuestros sabios profesores, sobre cadáveres recién donados a la Facultad. Nos enseñaron el respeto por ellos.

Llegado el día del examen, la prueba consistía en que, mientras el profesor Lara introducía una pinza en las diversas estructuras de las entrañas del cuerpo, ir nombrando sin género de duda y a la mayor brevedad posible el elemento anatómico del que se trataba. En mi caso me tocó vérmelas con un cadáver que todos nosotros recordaremos por sus tatuajes sui géneris. El examen iba muy bien hasta que en un momento dado el profesor pinzó una estructura filiforme y más bien tortuosa que yo enseguida interpreté como la “arteria uterina”. El profesor Lara se estremeció e, inmediatamente, con la misma pinza agarró el pene del sujeto y me dijo:

—¿Y esto?

No sabía dónde meterme. Él pálido, yo rojo intenso. A partir de ese momento continué el examen sin el más mínimo fallo solo para sacar un aprobado raspado. Ni tan mal. Picado como andaba me pude resarcir en Anatomía II, con una matrícula de honor. Por cierto, la que sí tenía arteria uterina era el cadáver femenino de al lado, que había gestado en vida y de ahí la tortuosidad de las arterias de su útero y de mi equivocación.

En aquellos días, cuatro o cinco de nosotros estudiábamos en la “Universidad Zabalburu”. Se trataba del piso de los padres de un colega, que tardaron tres o cuatro años en ocuparlo, y mientras tanto se convirtió en nuestro particular lugar de estudio. Nos habíamos hecho con un par de calaveras y con un calcetín del osario, que contenía todos los huesecillos del pie. Lo reconstruimos hueso a hueso y lo barnizamos. Nos quedó un pie tridimensional fabuloso y, además, pensábamos sinceramente que estaba mucho mejor con nosotros que bajo la lluvia y la humedad del triste osario. ¡Qué afortunadas las nuevas generaciones de médicos que con imágenes virtuales 3D no tienen que meterse en aquellas aventuras!

En nuestra particular universidad había muy buena voluntad de estudio, pero a veces iniciábamos la tarde o la noche con los libros, y si alguno tenía la maquiavélica idea de sacar el mazo de cartas…, jugando, jugando, nos daba el alba. En otras ocasiones manteníamos charletas pseudofilosóficas sobre la “vida” que nos enriquecieron a todos.

Otros momentos universitarios importantes fueron los que pasé en el pabellón Gurtubay con el doctor D. Manuel Hernández, cátedro insigne que imponía mucho respeto. Eran momentos de un aprendizaje intensivo pero inquietantes para algunos de nosotros por la presencia del tan respetable catedrático. En mi caso, además, tenía la obligación de hacerlo bien, ya que mi hermano Chechu era médico adjunto de Pediatría. Sin embargo, aquel año, se cruzó en mi vida universitaria el servicio militar obligatorio, lo cual acortó mucho el tiempo requerido para preparar las diez asignaturas del 6.º curso. Como consecuencia, mi examen oral de Pediatría fue malo de solemnidad. Me examinó el Dr. Joseba Gárate, que lo pasó peor que yo preguntándome cosas sencillas para, al final, poder aprobarme por los pelos. Afortunadamente, el “honor” de la familia quedó a salvo porque mi futura mujer, de la siguiente promoción, obtuvo matrícula de honor en el examen, también oral, de Pediatría.

Y ya que menciono a mi hermano, el doctor José María Santolaya, (Chechu para la familia, para los amigos y para los no tanto) fue el profesor elegido para acompañarnos y “supervisarnos” en el viaje de fin de carrera a París y Bruselas. Chechu era seis o siete años mayor que nosotros, vestía muy bien, buen orador, que nos daba excelentes clases de Neuropediatría, y creo que era un tío guapo, a juzgar por lo que yo veía en algunas miradas de mis compañeras de la Facultad. Yo me sentía muy orgulloso.

Llegados a este punto familiar, con la carrera acabada en el año 74, me casé en el 75. En esa época nos casábamos muy jóvenes. Lo hicimos en la iglesia de la Virgen del Coromoto, en Caracas, Venezuela, ya que los padres de Manuela, mi mujer, llevaban muchos años trabajando allí, y prácticamente toda mi familia política se encontraba por esos lares, así que nos pareció oportuno y hasta exótico.

Después de la boda y el inolvidable viaje por el mar Caribe volvimos a Bilbao el día en el que murió Franco.

Durante los siguientes cuatro años tuvimos a nuestros dos primeros hijos. En medio de la vorágine de nuestra formación en Cruces, la de mi mujer en Anestesia y la mía en Pediatría, nació nuestro segundo hijo en Caracas, y ya que estábamos, se nos ocurrió acercarnos al Ministerio de Sanidad para ver si tendríamos en Venezuela, una oportunidad laboral. La verdad es que a poco más no nos dejan salir de allí porque a mi mujer, que estaba todavía en la mitad de su formación como anestesista, le echaban los tejos por todas partes para que se quedara en el país y comenzara a trabajar al día siguiente. Está claro que necesitaban anestesistas. El que yo fuera “casi pediatra” no les impresionaba mucho, la verdad. Pero, bueno, también me ofrecieron trabajo. ¿Qué hubiera sido de nuestra vida de haber aceptado aquellas proposiciones?

La razón por la que me decanté por la Pediatría fue por una cuestión de brevedad y de olores. Me explico. A comienzos del año 75 tuve la oportunidad de hacer prácticas como médico generalista en el pabellón Revilla del Hospital de Basurto con los doctores Franco y Sádaba. Pocas veces vi tanta dedicación y tanto cariño en el desempeño de la profesión.

El pabellón estaba repleto de pacientes mayores, en salas de mujeres y hombres con camas corridas con poca intimidad, pero me resultaba muy arduo realizar aquellas historias clínicas, exquisitas, pero interminables en sus antecedentes familiares y personales. Y sobre todo el hecho de que cuando pasábamos visita al levantar la sábana de los pacientes se impregnaba el ambiente de olores corporales indescriptibles, a pesar del mucho celo que las monjas del pabellón ponían en la limpieza de los pacientes.

Ya siento comentar estas miserias, pero decidí irme al otro lado, a la Pediatría. Los niños tienen en general una historia clínica muy escueta y unos olores muy elementales, perfectamente asumibles. Lamento haber sido tan tontamente exquisito, en una época en la que no tenía ningún motivo para serlo. Mis orígenes humildes, de barrio obrero de Bilbao al borde de la ría, mis clases prácticas de Anatomía y las prácticas de quirófano no me lo tenían que haber permitido, pero así fue, tal cual lo relato.

Siempre agradeceré al servicio de Pediatría de Cruces del Dr. Rodriguez Soriano y a todos sus jefes clínicos, adjuntos, a mis compañeros de residencia, al personal de enfermería y auxiliares, la excelente formación pediátrica que recibí de todos ellos.

Al acabar la residencia, años 79-80, había alguna oportunidad de obtener una plaza de adjunto en Cruces, pero la verdad es que no me veía allí el resto de mi vida laboral.

Durante los siguientes años acumulé varios puestos de trabajo de Pediatría en la “calle”. Entre los años 80 y 90 fui pediatra de Osakidetza en el Ambulatorio de San Vicente, en Barakaldo, de 3:00h a 5:00h de la tarde. Todavía me resulta imposible creer que en ocasiones “viera” a más de cincuenta niños en ese par de horas. Aquellos años nos reuníamos varios médicos antes de pasar la consulta, en el bar Stop, para tomarnos un café y así poder enfrentarnos a la ingente tarea. De ese grupo salió un eminente Consejero de Sanidad del Gobierno Vasco con el que litigaba por jugar a las máquinas de “petacos” unos minutos antes de empezar con la vorágine de la consulta.

 

Hacia el año 80 se creó el centro de ASPACE (Asociación de Atención a las Personas con Parálisis Cerebral) en unas lonjas del barrio de San Ignacio, y allí ejercí como director médico unos cuatro años gracias a mis conocimientos de Neuropediatría que había adquirido durante el último año de mi formación, con el doctor José María Prats.

El centro ofrecía asistencia a cerca de cuarenta chicas y chicos que tuvieran un aceptable rendimiento cerebral y así poderles ofrecer Fisioterapia, Logopedia, y Psicología, además de actividades docentes, según sus capacidades.

La Asociación había luchado mucho por la inauguración de este centro y yo me vi en la necesidad de decidir qué niños cumplían o no con los criterios de ingreso. Fue muy frustrante para muchas familias el que no se admitiera a sus hijos y muy duro para mí ejercitar esa función discriminativa. Mi compromiso con los chavales fue máximo y vivir la ilusión con la que acudían a las aulas me enriqueció muchísimo, tanto personal como profesionalmente. Fueron cuatro años inolvidables.

También hacia el año 80, y por si me parecía poco, inicié una consulta privada de Pediatría, a partir de las 5:30 de la tarde, en la calle Rodríguez Arias, conjuntamente con los Dres. Apodaca, ginecólogo, y Cenicacelaya, otorrino.

La consulta privada no era un dios menor como se ha podido pensar. Un buen día, a media tarde, me llamó una amatxu de Balmaseda diciéndome que su bebé hacía extraños gestos con los brazos, echándolos hacia adelante de una forma rítmica. Al cabo de una hora estaba en mi consulta, y pude apreciar los espasmos salutatorios del bebé, por lo que sospeché un Síndrome de West, una encefalopatía severa de mal pronóstico. Una hora más tarde, un electroencefalograma realizado en otra consulta privada confirmaba su hipsarritmia, y otra hora después estaba en Cruces en manos de una neuropediatra compañera de promoción, la doctora Rúa, quien le administró ACTH y dipropilacetato de sodio, “a chorro”, un avance terapéutico propio de la unidad de Neuropediatría de Cruces en esos días, del que se benefició la pequeña. Con lo que el bebé, que tenía un pésimo pronóstico de deterioro cerebral brutal e inmediato, además de epilepsia incontrolable, a día de hoy y gracias a una rápida actuación de todos los involucrados, se ha convertido en una excelente periodista de nuestro medio. Y todo porque su ama me dijo por teléfono hace treinta y cinco años “Qué graciosa la niña, mira como saluda.”

Desgraciadamente para mí, en aquellos tiempos no existían las incompatibilidades que habrían impedido complicarme tanto mi vida laboral, ni tampoco era egoísmo lo que me inducía a acaparar tanta tarea. Sinceramente, pienso que los trabajos no estaban bien pagados, y de ahí el acúmulo laboral, mío y de muchos de mis colegas que nos ganábamos la vida “en la calle”.

El 30 de junio de 1982 se publicó la Ley de Salud Escolar del Gobierno Vasco, que permitía al Ayuntamiento de Bilbao ejercer determinadas tareas sanitarias en los cincuenta colegios públicos e institutos de Enseñanza Secundaria de la Villa, como exámenes de salud, vacunaciones y sobre todo actividades de educación sanitaria con programas específicos en nutrición, pubertad, sexualidad, higiene personal, reanimación cardio-pulmonar, controles de niños de riesgo, escuelas de salud para madres, padres y maestros. En ese tiempo las actividades de promoción de la salud versus actividades clínicas tenían las de perder, por motivos claramente presupuestarios, por lo que tengo que agradecer al jefe de los Servicios Médicos del Ayuntamiento, el Dr. Juan Gondra, su decidida apuesta por la Educación para la Salud de la Inspección Médica Escolar (IME).

Me ofrecieron la posibilidad de ser el responsable del programa. Acepté, y años más tarde obtuve la plaza por oposición.

Formar parte de la Sección de Salud Escolar del Ayuntamiento de Bilbao, antigua IME cuyos primeros pasos se remontan a 1919, fue todo un honor para mí y, sin duda, para el grupo de profesionales, médicos, diplomados en enfermería, psico-pedagogos y administrativos, que tuve la suerte de dirigir.

Mis predecesores se las tenían que ver con enfermedades muy severas de la época como desnutrición, raquitismo, tuberculosis, fiebre tifoidea, entre otras. A destacar, el empuje y la determinación del Doctor José F. Hermosa con la IME. Sus memorias anuales de la actividad médico-escolar de 1920 a 1937 con sus precisos detalles en su lenguaje cervantino no tienen desperdicio.

Eso sí, hacia el año 84 dejé ASPACE y en el 90 abandoné la plaza de Pediatría del Ambulatorio de Osakidetza, con lo que me centré en mi trabajo Municipal de Salud Escolar.

En aquella época, nueve años después de mi segundo hijo, nació el tercero. Desde luego debí de llevar una mala vida porque ninguno de ellos quiso ejercer la profesión de Medicina; éste (el tercero, Daniel) hoy en día nos echa en cara que no lo empujáramos en esa dirección. En cambio, con mis nietos, he cambiado de actitud y les voy inculcando la afición jugando con el fonendo en mi despacho.

Aunque tan mala vida, la mía, no sería, porque, aun con todo, tuve tiempo para darle a la bolita de golf y llegar a hándicap 7.5, que no está nada mal, modestia aparte.

A los sesenta años me prejubilé de mi puesto en la Dirección de Salud Escolar Municipal y continué con mi consulta pediátrica privada unos cinco años más, a pleno rendimiento, y en los últimos tres años sigo con ella al trantran, lo que me sirve de entretenimiento y de puesta el día en mi actividad pediátrica.

La vida nos ha ido poniendo obstáculos que, afortunadamente, hemos podido solventar. Mi mujer a los cincuenta años superó un carcinoma mamario in situ con la inestimable ayuda de la Dra. Pilar Utrilla y de la Dra. Carmen Camarero en el diagnóstico y del Dr. Juan Ron en lo quirúrgico, y yo no me libré de un carcinoma rectal diagnosticado por el Dr. Barturen, que se solventó con microcirugía endoscópica transanal (T.E.M.) gracias al Dr. Ayestaran, en el Instituto Oncológico de Donosti, hace unos quince años.

En el momento de redactar estas líneas tenemos a la abuela materna de noventa y cuatro años ingresada con una isquemia periférica. Algo hemos debido de hacer bien, en cuanto a valores inculcados a nuestros hijos, porque sorprende ver cómo se “amontonan” para cuidarla y poder estar con ella.

Por lo demás la vida sigue, afortunadamente.

PINCELADAS

Ramón Inguanzo Balbín

1

Cuando me propusieron escribir algo sobre mi época de estudiante, lo primero que me vino a la mente fue echar mano del diario que por entonces escribía y aún conservo; leyéndolo recordé la excursión que hicimos al Gorbea en el otoño de 1970.

Todo empezó cuando el Dr. Juan Domingo Toledo y Ugarte, a la sazón profesor encargado de la asignatura de Histología, que además de anatomo-patólogo en el hospital de Basurto era asesor médico de la ENAM (Escuela Nacional de Alta Montaña), nos propuso hacer un cursillo de iniciación al montañismo. Nos dio una charla sobre orientación en montaña, alimentación, equipo, etcétera y, posteriormente, organizó dos excursiones: una al Gorbea y otra a Urkiola; recuerdo que en ambas nos hizo muy mal tiempo. En la fecha citada, los otrora “cursillistas”, ya sin la tutela del Dr. Toledo y capitaneados por Luisfer Cámara Landeta y sus amigos de Basauri, entre los que creo recordar se encontraba Juanan Unzueta, nos lanzamos un 24 de octubre a las tres de la tarde a la estación de Atxuri. A Zeanuri llegamos con el autobús de Arratia, y desde allí, en una tarde soleada y clara, subimos al refugio del Club Baskonia.

La noche nos pareció espléndida: a la puerta del refugio, lejos del alcance del abundante humo que reinaba en la cocina, disfrutamos viendo la Osa Mayor, la Polar, y veloces estrellas fugaces cruzando el negro cielo. Cenamos abriendo brecha con una reconfortante sopa caliente. A los postres, chistes, juegos y canciones; éstas continuaron en el bosque contiguo, pero el intenso frio nocturno nos metió de nuevo en el refugio. Nos acostamos tarde.

Amanecimos a eso de las diez, y una hora más tarde, junto con algunos compañeros de 2.º de carrera que se nos unieron, iniciamos la ascensión a la cruz. Estaba nevada, y al llegar a ella nos retratamos, como resulta preceptivo. Gracias a ello puedo recordar a gran parte de los asistentes: además de Luisfer y Juanan, Koldo Apodaca, Verónica Nebreda, Begoña Agara, Celia Elu, Florentino Gómez, Isabel Izarzugaza, Garbiñe (no recuerdo su apellido, pero creo que era de la cuadrilla de Roberto Lertxundi), Tina (pareja de Juanan) y yo. El fotógrafo tal vez fue Juan Busturia. La vista desde la cumbre era magnífica.

Bajamos patinando tumbados en los anoraks mientras otros nos arrojaban bolas de nieve. Luego, al llegar a la campa de Arimegorta nos tumbamos exhaustos en el césped.

A eso de las ocho y media de la noche estábamos de regreso en Bilbao, y algunos fuimos a misa de nueve, pues era domingo y entonces todavía éramos cristianos practicantes.

Después hicimos un par de excursiones en las que faltaron algunos de los pioneros del 24 de octubre; pero la defección fue compensada por la incorporación de alumnos de la segunda y tercera promoción. La actividad aumentó, y se hicieron excursiones regularmente casi todos los domingos (excepto en los periodos de exámenes), e incluso grandes expediciones al Pirineo o Picos de Europa al comienzo del verano, creándose así el Grupo de Montaña de la Facultad de Medicina, que llegó a ser dotado con presupuesto por la Universidad, lo que nos permitió adquirir material deportivo, como tiendas de campaña, piolets, cuerdas de escalada, etc.

2

Era una tarde gris de invierno de finales de 1975, o tal vez de principios de 1976. Roberto Candina y yo, como residentes de primero de Cardiología, rotábamos por el servicio de Medicina Interna de la Ciudad Sanitaria Enrique Sotomayor, más conocida popularmente como Hospital de Cruces. Nuestros adjuntos tutores eran el beatífico Pedro Zárate y el circunspecto y metódico Jesús Merino, respectivamente. Como todos los días, primeramente, revisábamos con el médico adjunto las nuevas analíticas, que después teníamos que encolar cuidadosamente en las historias respectivas, luego repasábamos los evolutivos con las anotaciones hechas por el médico de guardia, para a continuación pasar visita junto con la enfermera, la cual, vestida con uniforme azul claro y mandil blanco con cofia del mismo color, anotaba en un libro la medicación prescrita, los estudios pertinentes y la dieta.

Aquel día, después de comer en el comedor de residentes del hospital, me quedé para hacer la historia a un ingreso. Oí gritos procedentes del solarium, que era la sala de trabajo y reuniones del Servicio. Me acerqué y vi a la gente asomada a las ventanas. En la calle paralela al hospital materno-infantil, que desemboca en la plaza de Cruces, había una barricada, y enfrente de ella tres o cuatro autobuses multi-puertas de la policía, con una hilera de grises, porra en mano, desplegados delante.

A una señal, no recuerdo si el sonido de un silbato o el bramido de un oficial, los grises avanzaron desafiantes, imponentes, claramente conscientes del temor que inspiraban. Recibieron una andanada de diferentes objetos lanzada por los manifestantes que se parapetaban tras la barricada. Aturdidos, se detuvieron en seco. Tras unos segundos de desconcierto, reanudaron el avance con menos desafío y más cautela. Al ver que, agotada la munición, los manifestantes huían, corrieron tras ellos. Recuerdo que dos policías lo hicieron con gran entusiasmo y velocidad, como si persiguieran una medalla o un jamón serrano; la mayoría corrió al trote, y uno, posiblemente mayor y buen padre de familia, se lo tomó con mucha calma y filosofía.

Al cabo de unos segundos la plaza de Cruces quedó silenciosa y vacía, con el suelo plagado de piedras, basura y algún que otro zapato huérfano.

Eran los días difíciles de la Transición, tiempos en los que dirigir una torva mirada a un policía podía suponer la apertura de consejo de guerra por subversión y desacato a la autoridad.

3

Me acuerdo bastante bien del día que dilaté mi primer tronco.

Lo cuento:

 

En septiembre de 1980, mi jefe, Agustín Oñate, me envió al hospital de Valdecilla, centro puntero en Cardiología junto con el Gregorio Marañón de Madrid, para actualizarme en las últimas técnicas de cateterismo cardíaco. Allí tuve la suerte de asistir como espectador a la primera angioplastia coronaria que se realizaba en España, por José Luis Martínez Ubago.

La angioplastia coronaria era entonces una nueva técnica alternativa al tratamiento médico y quirúrgico de la enfermedad coronaria, la causante del infarto de miocardio y la angina de pecho. Consistía en introducir un pequeño balón alargado (unos veinte mm. de largo por tres mm. de diámetro de media, una vez hinchado) en la arteria coronaria obstruida por una placa de ateroma, con objeto de romper y aplastar esta contra las paredes de la arteria. Es el equivalente al desatasco de una cañería que hacen los fontaneros. En Bizkaia esta técnica la emplearon por primera vez los compañeros Chema Aguirre y J. M. Faus, de la Fundación Vizcaya pro Cardiacos, entidad que lideraba Miguel M. Iriarte Ezkurdia, el que fuera nuestro profesor de Cardiología. En el Hospital de Cruces la comenzamos a utilizar más tarde, pero a un ritmo mayor que el de nuestros compañeros de la Fundación, los cuales pronto se trasladaron al Hospital de Basurto.

Tengo que reconocer que a mí esta técnica, en su inicio, no me gustaba nada. Después de oír y leer a expertos fisiólogos describir con tanta minuciosidad y cariño la distinta composición de la placa de ateroma, con sus fibras, miocitos, acúmulos de lipoproteínas, macrófagos, membrana elástica interna y depósitos de calcio, el que un inconsciente entrara en ella hinchando globos para romperla de cualquier manera y quedara sabe Dios cómo, me parecía algo tosco y poco elegante. Pues, efectivamente, con los primeros casos nos llevamos algunas alegrías, pero también no pocos sustos y penalidades. Los primeros resultados que comunicamos decían que la tasa de éxito inicial era del setenta por ciento; tengo que confesar que en realidad redondeábamos la cifra, pues yo, que era el encargado de la estadística, sabía que el real era del sesenta y siete por ciento (posteriormente comprobé que en otros hospitales del país actuaban de manera similar). Si además tenemos en cuenta que, de los que quedaban bien, un treinta o cuarenta por ciento de los pacientes recaían a los pocos meses (la temida reestenosis), se comprende mi poco entusiasmo. Mis compañeros Agustín Oñate y Juan Alcíbar, más optimistas, me animaban diciéndome que la técnica era prometedora y que se necesitaba no sólo paciencia, sino también mejorar el material y el aprendizaje. Por suerte, el tiempo les dio la razón.

En mi opinión, la principal mejora fue la aparición del stent. Se trata de un pequeño cilindro metálico, flexible, montado sobre un pequeño balón alargado que al hincharse provoca la expansión y dilatación del cilindro. Este proceso consigue aplastar contra la pared arterial el material fracturado de la placa, lo que mejora la luz arterial y consigue su mejor cicatrización; se puede comparar con el trabajo de apuntalamiento con maderas que hacen los mineros para asegurar las paredes.

El stent nos permitió acometer progresivamente lesiones arteriales cada vez más complejas, con mejores resultados a corto y largo plazo. Una de las lesiones más severas y peligrosas, terreno entonces exclusivo de la cirugía, era la llamada enfermedad de tronco: es la presencia de una placa obstructiva en el segmento inicial de la coronaria izquierda, arteria que grosso modo da riego a todo el lado izquierdo del corazón. Su oclusión aguda es de consecuencias fatales.

Y aquí retomo la primera frase del apartado, pues el primer tronco que se dilató en nuestro hospital le correspondió, paradojas del destino, al menos entusiasta de la técnica.

Se trataba de un paciente mayor (debo reconocer que tendría más o menos la edad que en la actualidad posee el autor de estas líneas), ingresado en la Unidad Coronaria por angina grave.

Cuando le hice la coronariografía diagnóstica me quedé helado: tenía un estrechamiento muy severo cerca del origen de la coronaria izquierda, siendo la calidad del resto del vaso muy insuficiente para realizar una intervención quirúrgica salvadora. Miré a los que me observaban tras el cristal plomado de la sala y Agustín Oñate me hizo un gesto elocuente: había que intentarlo; el paciente no tenía otra opción.

Probablemente me aumentó la frecuencia cardiaca, pero no recuerdo si me empapó un sudor frio o me temblaron las piernas. Por suerte, la experiencia acumulada de muchos cateterismos previos me ayudó a mantener la calma, la cabeza fría.

Pregunté de forma retórica a los ATS si estaba todo preparado. Era obvio que sí, pero entendieron perfectamente que se trataba de una situación especial. Nos íbamos a jugar el paciente a cara o cruz.

Mirando el monitor de televisión, donde se veía latir de forma plácida y rítmica la silueta del corazón, situé el stent, todavía plegado sobre el balón, en el lugar de la lesión.

Expliqué brevemente al paciente el procedimiento, le advertí que le iba a doler el pecho y que avisara cuando disminuyera la intensidad del dolor. Esto, aparte de para tranquilizarle, me servía para intuir la evolución posterior, puesto que la persistencia del dolor al deshinchar el balón podría significar el inicio de un cataclismo total.

‒Hincha el balón ‒indiqué a Toña, la enfermera.

Giró el mando de la bomba de hinchado, y en el monitor de televisión el balón se infló con apariencia de una pequeña salchicha de color gris claro. El monitor de frecuencia cardiaca cantaba rítmicamente “bip-bip-bip” y el ECG empezó a mostrar signos gráficos de falta de riego (técnicamente, elevación del ST). La tensión arterial se mantenía normal, menos mal.

‒¿Duele? ‒pregunté.

‒Ahora empieza ‒contestó.

Pasaron unos segundos interminables, y por fin le dije a Toña:

‒Deshincha.

Se oyó un “clac” metálico al soltar el freno de la bomba, y lentamente vimos en el monitor cómo el balón, con el stent supuestamente desplegado (al ser poco radio opaco apenas se ve en el monitor), se desinflaba lentamente.

‒¿Sigue doliendo?

‒Ahora afloja ‒respondió.

Los signos de falta de riego cardiaco en el ECG también mejoraron. ¡Qué alivio!

‒Bueno, va todo bien ‒comenté al paciente.

‒Toña, vamos a dar otro inflado de propina.

Volvimos a repetir los pasos anteriores con la misma respuesta.

‒Vamos a comprobar el resultado; ¿todavía duele?

‒Un poco.

Con mi corazón latiendo fuertemente en la garganta y viendo el del paciente haciéndolo plácidamente en el monitor de televisión, hice una nueva coronariografía: la coronaria izquierda permanecía intacta y la lesión de tronco había desaparecido. El paciente ya no tenía dolor, su tensión arterial era normal, y en el ECG no había signos de falta de riego.

Al ver el resultado, como la tensión emocional había sido tan alta, sin mediar palabra, la enfermera y yo nos abrazamos…

Si el amable y sufrido lector al leer estas últimas líneas esbozara una maléfica sonrisa, considere que para realizar nuestro trabajo y protegernos de los rayos X nos habíamos de envolver en un delantal forrado de plomo de unos ocho kilos de peso. Por si acaso.

4

Por fin libre de preocupaciones y sustos, felizmente jubilado en octubre de 2015, con todo el tiempo del mundo para dedicarme a pasear, leer, viajar y otras aficiones, una mañana gris y fría de enero de 2016 decidí ir al valle de Atxondo a hacer fotografías de paisaje. Poco antes, había leído en una revista que hacer fotos con mal tiempo era el equivalente a practicar la alta montaña en el deporte del montañismo.