Loe raamatut: «Resistir a la violencia y construir desde la fe»
Portada
Resistir a la violencia
y construir desde la fe
El caso de El Garzal, en el
Magdalena Medio, Colombia
William Elvis Plata Quezada
Universidad Industrial de Santander
Facultad de Ciencias Humanas
Escuela de Historia
Grupo de Investigación Sagrado y Profano
Bucaramanga, 2021
Página legal
PLATA QUEZADA, WILLIAM ELVISResistir a la violencia y construir desde la fe : el caso de El Garzal, en el Magdalena Medio, Colombia / William Elvis Plata Quezada. Bucaramanga :UIS, 2018. 202p. : il., mapasISBN : 978-958-5188-00-6 1.CONFLICTO ARMADO MAGDALENA MEDIO (REGIÓN: COLOMBIA) – ASPECTOS SOCIALES – INVESTIGACIONES 2. VIOLENCIA – MAGDALENA MEDIO (REGIÓN: COLOMBIA) – INVESTIGACIONES – HISTORIA 3. PARAMILITARES – MAGDALENA MEDIO (REGIÓN: COLOMBIA) 4. RESISTENCIA CIVIL - MAGDALENA MEDIO (REGIÓN: COLOMBIA) 5. JUSTICIA SOCIAL – ASPECTOS RELIGIOSOS - MAGDALENA MEDIO (REGIÓN: COLOMBIA)1. Tit I. II.CDD.: 303.609861 ED. 23 CEP- Universidad Industrial de Santander. Biblioteca Central |
Resistir a la violencia y construir desde la fe
El caso de El Garzal, en el Magdalena Medio, Colombia
William Elvis Plata Quezada
Profesor, Universidad Industrial de Santander
©Universidad Industrial de Santander
Reservados todos los derechos
ISBN: 978-958-5188-00-6
Primera edición: 2018
Diseño, diagramación e impresión:
División de Publicaciones UIS
Carrera 27 calle 9, ciudad universitaria
Bucaramanga, Colombia
Tel: 634 4000, ext. 1602
ediciones@uis.edu.co
Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra,
por cualquier medio, sin autorización escrita de la UIS.
Impreso en Colombia
Agradecimientos
Al pastor Salvador Alcántara, a su esposa Nidia Alian, a Samuel Mendoza, a Dubys Alcántara, a Samuel Crespo y a toda la comunidad del corregimiento de El Garzal, municipio de Simití, por darnos la oportunidad de conocer su historia de vida, fe y resistencia, y permitir que esta sea difundida entre los colombianos que deseen tomar conciencia, no solo de los horrores del conflicto armado vivido y de las víctimas que produjo, sino, además, de las estrategias que comunidades organizadas en torno a la fe, como la de El Garzal, han elaborado con éxito para la construcción de una cultura de paz.
Al Centro Nacional de Memoria Histórica, en especial a Gonzalo Sánchez y a María Emma Wills, por abrirnos las puertas y conceder el apoyo financiero y humano necesario para realizar esta investigación, que formaba parte de un viejo sueño académico y personal y que tenemos ahora la suerte de poder cumplir.
A Ricardo Esquivia y Jenny Neme, exdirector y directora de Justapaz, respectivamente, por habernos permitido entrar en contacto con la comunidad de El Garzal.
A la Iglesia menonita de Colombia y a su ONG Justapaz por el apoyo brindado a la comunidad de El Garzal y por compartir con nosotros sus reflexiones, a través de encuentros participativos, sobre el rol que las iglesias juegan y pueden jugar, tanto en la resistencia a los violentos como en la construcción de una paz con justicia social.
A los miembros del grupo de investigación Sagrado y Profano, y en especial, al profesor Helwar Figueroa, por leer los distintos borradores de los informes, y participar activa y positivamente en las discusiones que sobre este proyecto realizábamos.
Al equipo de investigación que hizo posible este proyecto, colaborando en la recopilación y sistematización de fuentes y la realización de talleres y entrevistas. En especial, a Sergio Armando Cáceres, Andrea Rodríguez, Diana Paola Hernández y a Jhon Janer Vega.
A la Universidad Industrial de Santander y a su Escuela de Historia, por brindarnos el soporte institucional y financiero necesario para cobijar y adelantar esta investigación.
Epígrafe
Y aunque se había levantado un gigante
con lanza y jabalina contra mí,
me apropié de las promesas;
igual que David, salí triunfante.
¡Levántate, y resplandece!,
¡que la victoria en la cruz
donde estuvo Jesús;
te pertenece! (bis)1
¿Las iglesias deben involucrarse en lo social?
Seguramente, algunos herederos del pensamiento liberal burgués, defensor del estado laico, sigan pretendiendo la ‘neutralidad’ de las iglesias y de la religión frente a la política. Pero, además de la contradicción entre el ser individual y el ser colectivo que esto implicaría para los ciudadanos, y que ya ha sido ampliamente debatida en las ciencias sociales, es necesario reconocer que en las prácticas cotidianas las iglesias, de todas maneras, inciden en y se ven afectadas por esos estados, y no permanecen ajenas a los eventos de carácter político, económico y social que se dan a su alrededor. Hacen parte, pues, de los mecanismos de estructuración social y, en concreto, de reproducción o superación de la pobreza. La discusión sobre si participan o no, no tiene mayor sentido. El problema es, más bien, cómo participan y a favor de quiénes. Y, para el caso, la pregunta apunta a saber si sus acciones están en favor de los derechos de los más necesitados o no2.
1 El gigante (D.R.A.): son vallenato que se canta regularmente en el culto dominical de la iglesia de El Garzal.
2 LOZANO Fabio. Evangélicos y pobreza. Reflexiones a partir del estudio de la acción social de las iglesias evangélicas en Colombia. En: ZALPA Genaro y EGIL OFFERDAL Hans (comps.). ¿El reino de Dios es de este mundo? El papel ambiguo de las religiones en la lucha contra la pobreza. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2008, p. 270.
Introducción
Conversando con el agresor
El Garzal es un corregimiento del municipio de Simití, en el sur del departamento de Bolívar, Colombia, compuesto por unas 350 familias; buena parte de ellas pertenecen a la Iglesia Evangélica Cuadrangular, de espiritualidad pentecostal. Ese tipo de iglesias suele predicar normalmente un mensaje religioso centrado en la conversión individual y no se interesan mucho en asuntos ligados a las problemáticas sociales, políticas y económicas del contexto en que viven sus fieles. Pero la llegada de narcotraficantes y de grupos paramilitares a la región generó transformaciones en la concepción que la comunidad y su líder tenían de su fe y de sus consecuencias sociopolíticas. Este libro, basado en fuentes orales, recoge la memoria histórica de una comunidad de fe que, frente al asalto de los violentos que amenazaban con desplazar a toda la población del corregimiento, hace una reinterpretación de su fe para superar el miedo y el terror, organizándose para resistir, para confrontar pacíficamente a los invasores, para obtener los títulos de propiedad de sus tierras y para mejorar sus condiciones de vida. La fe y sus manifestaciones místicas juegan un rol clave en la animación de este proceso, de manera que se reflexiona sobre la doble manifestación de lo religioso en tanto que animador de prácticas de resistencia pacífica a la dominación, a la violencia y a la formación de democracia participativa desde la base. Invitamos al lector a que en las siguientes páginas se adentre en una historia muy nuestra, en que la fe, la persistencia y la tenacidad de nuestro pueblo se enfrentan con éxito a una situación límite de exterminio y desplazamiento. Historia que nos invita a creer y a tener esperanza en el futuro de nuestro país.
26 de octubre de 2003. Los paramilitares del bloque Central Bolívar, presentes desde hace cinco años en el sur del departamento de Bolívar, en el Magdalena Medio, han llegado a Simití. Uno de estos grupos está comandado por alias Don Pedro, cuyo nombre verdadero es Manuel Enrique Barreto, antiguo presunto narcotraficante que ya había hecho presencia en la región en los años 80. Cunde el rumor de que viene a tomarse las que considera sus tierras y a expulsar a las gentes que las habitan. Salvador Alcántara, pastor de la Iglesia Cuadrangular de El Garzal, corregimiento de Simití, y quien en otro tiempo había tenido relación con Barreto, sobreponiéndose a su temor, decide buscarlo para hablar con él y preguntarle sobre la realidad del rumor. Tras varios intentos, por fin lo halla en la puerta de entrada del hospital de Simití. El diálogo fue directo y emotivo:
—BARRETO: Yo sí voy a entrar y voy a recuperar todas esas tierras (…). Ahorita nosotros lo que estamos haciendo es retirando al enemigo, sí, alejando al enemigo, para después de que alejemos al enemigo, sí, vamos para allá (…).
—SALVADOR: ¿Pero cómo es posible que usted va a entrar y va a recuperar todas las tierras, si cuando usted llegó ya los campesinos estaban y la gente de la parte de El Garzal o del corregimiento ya estaba cuando usted llegó?
—B.: Todo eso es mío, y dígale a la gente que yo voy a entrar en el 2004, en enero, y no quiero encontrar a nadie. ¡Todo mundo tiene que irse! ¡Dígales que se vayan!
—S.: ¿Pero por qué usted no va y habla con la gente?, ¡dialogue con ellos! Concierte con la gente, o sea, ¡hay que negociar!
—B.: ¡Yo no voy a hablar con nadie! Yo no le voy a dar el patrimonio de mis hijos a gente que no me ha dado nada, ¡y lo que hay ahí son puros guerrilleros!
—S: ¡Que yo sepa, ahí nadie es guerrillero! ¡Yo conozco la gente del pueblo de El Garzal! (…) Pues si usted está acusando a la gente de guerrillera, ¡acuérdese de que cuando usted estaba ahí, la guerrilla se la pasaba en La Carolina y en La Socumbeza! Entonces, ¡usted también es guerrillero!
—B.: ¡A mí me tocaba!, pero ¡toda esa gente que está ahí en El Garzal es guerrillera! (…) ¡Dígale a la gente que se vaya!
—S.: ¡Mire! ¿Sabe qué? ¡Vaya usted mismo y le dice a la gente que se vaya, porque yo no me voy a prestar para eso! ¿Sabe una cosa? Lo que usted va a hacer es un desplazamiento masivo, y ese desplazamiento va a cruzar fronteras, porque allí en esas tierras hay más de 350 familias, ¡y eso es mucha gente! ¿Usted está dispuesto a asumir ese costo político?
—B.: Yo no tengo que ver con eso, porque yo tengo quinientos fusiles para recuperar esas tierras, ¿y es qué usted también está dispuesto a pelear?3.
Al oír eso, Salvador le recuerda a Barreto su condición, sus principios, su historia y hasta su antigua amistad:
—Mire: usted me conoció con unos principios, y hoy esos principios los tengo más claros. Si yo estuviera dispuesto a pelear, yo no estuviera aquí concertando con usted, y pidiéndole que esa gente no salga de la manera como usted piensa sacarla. Dese cuenta de que esa es una gente que puede sembrar una mata de plátano, una mata de yuca; sufre, padece necesidad, y de la manera como usted la va a sacar, esa gente va a salir con las manos cruzadas, ¿de qué van a vivir?
Y la respuesta del paramilitar fue seca:
—¡Yo no tengo que ver con eso! Y el que no salga, ¡el río Magdalena recibe todo el que yo le tire!4.
Salvador se da cuenta de la gravedad de la situación, e intenta disuadirlo, bajando el tono, pero argumentando, como en otras ocasiones ya lo había hecho, hablando de otros temas. Finalmente, Barreto le hace una propuesta:
—¿Sabe qué? Agarre la tierra que quiera, donde usted quiera, y yo le escrituro; le doy el título. Pero, eso sí, ¡haga la fiesta callado!5.
Salvador se sorprende y se incomoda. Armándose de valor, le responde:
—¡A mí me hace el favor y me respeta! Esa propuesta usted no me la haga, porque yo no estoy aquí hablando con usted porque yo necesito tierra; estoy hablando por una gente que necesita que se hable por ellos, ¡pero yo no estoy interesado en tierras!6.
Al darse cuenta de que Barreto no estaba dispuesto a ceder y la única opción que daba era dejarse sobornar, Salvador no insiste más, y el diálogo finaliza así:
—¡Mire!, ¡yo no le voy a decir a la gente! Es necesario que usted mismo vaya y le diga a la gente que se vaya, ¡pero yo no me voy a prestar para eso!
—Bueno, entonces si usted no les dice, ¡ya sabe qué es lo que hay que hacer!7
Se despidieron. Salvador había dado la vuelta y se había alejado un poco cuando sintió que Barreto lo llamaba. Alcanzó a pensar que, de pronto, sus palabras lo habían hecho reflexionar.
Pero cuando se le acerca, lo que dice es: ¡Eh, ¡Salvador!; ¡espero que el próximo encuentro de usted conmigo sea más placentero!8
Y se marchó. Salvador entendió que Barreto no quería tocar de nuevo el tema, que el asunto estaba zanjado, que su corazón era muy duro y no entendía de razones ni de argumentos; que solo reconocía a los suyos.
Ocho días después tienen un nuevo encuentro, en inmediaciones de El Cerro, corregimiento de Simití. Salvador ve al presunto paramilitar acercarse en una chalupa. Piensa en retirarse, pero, armándose de valor, decide esperarlo.
—¡Hola, Salvador! ¿Cómo está? ¡Cuénteme!, ¿ya le dio la razón a la gente?
—El día que hablamos, usted me dijo que el próximo encuentro de usted conmigo debía ser más placentero. Yo entendí eso como una amenaza, y al mismo tiempo lo que usted me dijo era que no, que no quería hablar más del tema. Entonces, ¿por qué usted me está tocando el tema? Yo le fui claro y le dije que usted mismo fuera y le dijera a la gente, así que usted no tiene por qué estar preguntándome eso (…) ¡Usted es testigo de que cuando usted llegó la gente estaba ahí; ¡usted sabe que la gente lleva muchos años de estar ahí!, y por los años que la gente lleva ahí usted sabe que eso le pertenece a la gente!, ¡eso es de la gente!
—¿Ah? ¿Es que usted está defendiendo a la gente?
—Yo estoy diciendo lo que veo, ¡sí!, lo que yo sé que es así, pero, ¿cómo es que usted va a despojar una gente que lleva ahí muchos años? ¡Eso no es correcto9!
Luego, Salvador se despidió y salió rápidamente de allí por temor a una posible represalia, pues el lugar estaba lleno de los hombres de Barreto. Uno de ellos, apodado Bigote, tenía reputación de caníbal: «uno veía a ese tipo, y parecía que era una gran persona, pero la gente que lo vio asesinar dice que mataba a la persona, le sacaba el corazón, y se comía parte del corazón de la persona que asesinaba»10.
Salvador estaba muy angustiado. Aunque le dijo a Barreto que no iba a transmitir ningún recado suyo a la comunidad, sentía que no podía dejar las cosas así. Por ello, decide reunir a los líderes de la comunidad. Muchos de ellos eran miembros de la Iglesia Cristiana Cuadrangular, presente allí desde 20 años atrás. Clamarían a Dios y Él los escucharía, les diría qué hacer y los protegería. Estaban dispuestos a resistir. Pero el miedo era grande y de momento no sabían cómo hacerlo.
Esta actitud parece extraña en una tradición religiosa caracterizada por separar lo mundano de lo espiritual, lo perteneciente al mundo de aquello divino. Y es que el pentecostalismo en Colombia y en América Latina suele identificarse con una acción cristiana que privilegia el cambio personal e individual sobre el social, y que de hecho suele oponerse a la acción de transformación social, al cambio sociopolítico, calificándolo de ajeno al ser del cristianismo. Corriente que, si decide participar en política lo hace sin oponerse al sistema, sin criticar las problemáticas sociales y políticas y defendiendo las autoridades constituidas, interpretando el pasaje evangélico de «Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César» (Lc. 20, 25), en el sentido de no cuestionar el sistema hegemónico. A tal grado ha llegado esta situación, que las iglesias cristianas de tendencia pentecostal suelen ser acusadas de haber sido mayoritariamente introducidas o promovidas a propósito por los Estados Unidos en los años 60 y 70 del siglo XX como estrategia para dividir el cristianismo latinoamericano —hasta entonces hegemónicamente católico— e interrumpir y terminar con las dinámicas sociopolíticas que cuestionaban al sistema y aún gestaban una revolución social, generadas por las comunidades de base de la Iglesia católica en los países centroamericanos y en Brasil.
Sin embargo, lo que se cuenta en este libro es algo distinto. Es la historia de una comunidad, de más de 350 familias, que desde su fe cristiana deciden enfrentarse a un enemigo muy poderoso que buscaba desplazarlos de sus tierras e, incluso, exterminarlas. Es la historia de un proceso que aún no termina, pero que ha librado ya muchas batallas exitosas, que es singular y representativo a la vez, y que se ha constituido en un ejemplo para otras comunidades que ven cómo la fe puede ayudarlos a empoderarse, a iniciar procesos de resistencia y desarrollo social y económico si se convencen de que, efectivamente, Dios guía sus pasos.
La resistencia pacífica a los violentos y a la violencia ha sido una estrategia comunitaria recurrente en la historia de Colombia, pero que ha sido insuficientemente estudiada y que apenas comienza a reconocerse. Se trata, según algunos analistas, como Nelson Molina, de un acto que genera un contrato de convivencia que transforma a la misma comunidad. El valor de esos procesos de resistencia radica en abrir la posibilidad para que actores sociales que habían estado al margen de la construcción del Estado, de su aprovechamiento y de condiciones de gobernabilidad, puedan participar de tales mecanismos mediante estrategias no-violentas y fundacionales11. Esta resistencia implica contar con un vínculo de unidad que puede ser la etnia, el género, la actividad económica o la religión.
Según Molina:
La resistencia ha emergido como una estrategia a través de la cual algunas comunidades afectadas por el conflicto político-armado colombiano generan contratos de convivencia que lo transforman. Comprender la resistencia es incursionar en el mecanismo que la hace operativa. El poder caracteriza un mecanismo a partir del cual la resistencia es posible, más allá de la organización que supone. Resistir es trazar condiciones de relación que impiden la naturalización de vínculos dominantes, a partir de espacios de libertad. Se trata de un ejercicio posible en cualquier relación comunitaria, ejercida por cualquier persona o en diferentes niveles del colectivo. Su fundamento es la soberanía, que no es otra cosa que la condición ética a partir de la cual se considera la ubicuidad del poder. En síntesis, la resistencia comunitaria es un ejercicio de poder, como cualquier otra relación que establezcan los actores de un colectivo, que niega explícitamente la dominación y propende por la recreación permanente de la comunidad. Ahora bien, entender la resistencia a través de juegos de poder supone un conjunto de tres condiciones mínimas. En primer lugar, un mínimo de iniciación que se refiere a la identificación de un objeto de conflicto o situación específica a resistir. En segundo lugar, el efecto mínimo de la resistencia, que se refiere a los resultados favorables que estimulan la continuidad del proceso. Y, en tercer lugar, la dinámica mínima de la resistencia, que involucra la interacción de dos elementos: la acción y la reflexividad. La acción es una característica que se da por descontada en tanto que define la resistencia. Pero, dadas las características de la resistencia en su objetivo y sus logros, es necesario acompañar la acción de mecanismos de reflexividad. Resulta deseable que el grupo resistente valore su acción o estrategia en el tiempo para no reproducir los principios de dominación a los que se opone. Un efecto de la dinámica mínima es la conformación de una identidad que permite a la comunidad diferenciarse de los grupos que ejercen relaciones de dominación12.
El valor de los procesos de resistencia radica en abrir la posibilidad para que actores sociales que habían estado al margen de la construcción del Estado, de su aprovechamiento, y de condiciones de gobernabilidad, puedan participar de tales mecanismos mediante estrategias no-violentas y fundacionales. El posicionamiento de la resistencia en este campo supone «(…) la incorporación de sectores que habían estado al margen de los contratos colectivos en Colombia, en su vida política y en la definición de trayectorias comunitarias de convivencia»13.
El proceso de resistencia suele tener los siguientes elementos comunes:
1 La identificación del foco por resistir. Se trata del reconocimiento del objeto del conflicto.
2 La resistencia emerge contra procesos específicos de dominación. Ningún proceso es idéntico a otro, incluso en el caso de que se sigan las mismas características para su diseño, como ocurre en las comunidades de paz o en las asambleas municipales constituyentes.
3 La extensión y mantenimiento de redes. La red es una amalgama de recursos de los cuales se hace uso para la formación de la comunidad, el acompañamiento humanitario, la denuncia de violaciones al DIH o los DD. HH., la financiación de proyectos de desarrollo ligados a los planes de resistencia a la guerra y la amplificación de sus acciones a través de páginas web, la participación en foros nacionales e internacionales y el patrocinio de publicaciones.
4 Los liderazgos colectivos no carismáticos. Los líderes administran los intereses de la comunidad y son elegidos para ello. Los procesos de resistencia en Colombia tienen una característica común: el líder es una fuente de recursos que son transferidos a la comunidad para que el proyecto pueda continuar, incluso en su ausencia.
5 El fundamento participativo. El rasgo diferencial de los procesos de resistencia frente a los mecanismos de violencia y el funcionamiento del Estado es la participación. La participación desterritorializa las expectativas que sobre esta se tiene desde el Estado y las formas habituales de comprensión de este fenómeno entre la ciudadanía. Los miembros de la comunidad adquieren protagonismo en el desarrollo del proceso gracias a que identifican la relevancia de su acción.
6 Las políticas de identidad. Todos y cada uno de los apelativos por los que han sido llamados los procesos de resistencia define una identidad a través de la cual existen reivindicaciones políticas específicas y efectivas. El solo hecho de autodenominarse comunidad en resistencia define un conjunto de rasgos que condicionan las relaciones de este colectivo con los demás a los que pueda extender sus vínculos.
7 El favorecimiento de la reconciliación. Este es el punto en el que la resistencia debe terminar porque no hay amenazas a la cuales temer. Una vez los procesos de resistencia hayan contribuido a la transformación del conflicto colombiano su misión es desaparecer en medio de contextos favorables a la reconciliación. Los procesos de reconciliación pasan por la recuperación de la reciprocidad perdida, a través de la aceptación que víctimas y victimarios han perdido en medio de la violencia indiscriminada14.
Por otra parte, es importante resaltar que en la mayoría de las iniciativas de resistencia al conflicto armado generadas en nuestro país aparecen, de uno u otro modo, las iglesias, tanto católicas como de origen protestante. Sobre este rol los investigadores no suelen profundizar ni se detienen a indagar sus causas y sus dinámicas. Se ha obviado, en muchos casos, que la religión resulta fundamental para entender las motivaciones de los sujetos y su accionar ético. Todos estos cuestionamientos y aportes nos permiten preguntarnos sobre los modelos de paz que se plantean desde la fe y cómo se han constituido en alternativas a la situación del conflicto armado colombiano15. Por ello, estudiar casos concretos como el que aquí nos ocupa, ayuda no solamente a desarrollar una memoria sobre su particular proceso en el marco de elaboración de una memoria histórica del conflicto armado colombiano , sino que también se constituye en ejemplo de lo que una comunidad de fe puede realizar y cómo en su acto de resistencia genera una nueva ética que incide en la construcción de una sociedad democrática, autónoma, madura y que cree en sí misma, elementos sin los cuales es muy difícil poder superar una historia de casi 200 años de guerra en nuestro país, con todas sus enormes consecuencias16.
La investigación que presentamos recoge la memoria de una comunidad de fe perteneciente a la Iglesia Evangélica Cuadrangular del corregimiento de El Garzal, en el municipio de Simití, sur del departamento de Bolívar. A diferencia de otras investigaciones realizadas sobre víctimas y memoria histórica, este es un caso donde la tragedia no solo es superada, sino, en buena parte, evitada. Es un caso que genera esperanza y enseña a creer en los colombianos y en su capacidad de resistencia y resiliencia ante las dificultades y la tragedia. Hace parte del proyecto de investigación Memoria de resistencias desde la fe 1985-2005, que busca rescatar tres casos emblemáticos de resistencia desde la fe en Colombia y que contó con el apoyo financiero del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y la Universidad Industrial de Santander17.
Metodológicamente, se utilizó la propuesta del CNMH de estudiar los llamados ‘casos emblemáticos’. El CNMH se refiere a ellos en los siguientes términos:
El área de MH [Memoria Histórica] ha decidido contar la memoria histórica del conflicto armado a partir de ‘casos emblemáticos’ seleccionados entre investigadores y actores regionales para, por medio de ellos, ilustrar los conflictos y disputas de la guerra, las lógicas que movían y mueven a los actores armados, los mecanismos que cada actor utilizaba y sigue utilizando en ciertas regiones para avanzar, dominar y defender sus intereses, el papel de la población civil y los impactos que los eventos tuvieron y siguen teniendo sobre la vida comunitaria y regional18.
Lo casos emblemáticos buscan ilustrar los conflictos y disputas de la guerra, las lógicas que movían y siguen moviendo a los actores armados, los mecanismos que cada actor utilizaba y sigue utilizando en ciertas regiones para avanzar, dominar y defender sus intereses, el papel de la población civil y los impactos que los eventos tuvieron y siguen teniendo sobre la vida comunitaria y regional19. El caso escogido aquí cumple lo señalado por el CNMH: es representativo, es decir, que recoge y ejemplifica un grupo de casos de características similares (las comunidades de fe que se enfrentan pacíficamente a la violencia y a los violentos) y es particular, pues el caso en sí mismo ofrece características particulares que el equipo investigador considera deben ser conocidas y difundidas por su dramatismo, pero, especialmente, por ser un ejemplo para una pedagogía de la paz.
El caso de la comunidad de fe de El Garzal llegó a nosotros gracias a la ONG Justapaz, que ha venido acompañando a esta comunidad desde hace varios años. Para su estudio se emplearon técnicas desarrolladas para formar memoria histórica que incluyeron historias de vida20, entrevistas a profundidad21 a grupos focales y talleres de construcción de memoria utilizando los mapas de memoria y las líneas de tiempo22. También nos servimos de información de prensa y proveniente de las distintas ONG que han acompañado el proceso, a través de sus sitios web o documentos de trabajo publicados. Finalmente, se utilizó bibliografía para construir contextos y marcos interpretativos. Se buscó en todo momento resaltar la palabra y visión de los actores del proceso, de manera que las interpretaciones de los investigadores no cuestionen u opaquen, sino que más bien acompañen respetuosamente la narrativa de las víctimas y resistentes, tal como corresponde a un ejercicio de memoria histórica.
El libro está dividido en pequeños capítulos que siguen criterios temáticos y cronológicos, así: en el primer capítulo (Los cristianos y el conflicto armado) se exponen las principales interpretaciones sobre la relación de la iglesia católica y distintas denominaciones protestantes con el conflicto armado colombiano, desde su génesis; el segundo capítulo (El Garzal) contextualiza geográfica, social y culturalmente la población de El Garzal, escenario y actor de esta historia. El tercer y cuatro capítulos (Las iglesias y El pastor) exponen, por una parte, las principales interpretaciones sobre la participación político-social de las iglesias pentecostales en Colombia, y por otra, en ese contexto, presenta una pequeña biografía de Salvador Alcántara, líder del proceso de resistencia efectuado por la comunidad de El Garzal. Los capítulos que siguen se concentran en la descripción del proceso de resistencia propiamente dicho. Así, el capítulo El gigante narra la primera parte de la historia de Manuel Enrique Barreto y su relación con la comunidad de El Garzal, en los años 80. A continuación, en A contracorriente se cuenta cómo Salvador Alcántara, líder religioso, llega a constituirse en líder social y político de la comunidad en los años 90, y las controversias que tuvo que afrontar. En Los paracos se narra el arribo y establecimiento del paramilitarismo en el sur de Bolívar a partir de finales de los años 90, y a continuación, en La (segunda) amenaza, la reaparición de Manuel Enrique Barreto, convertido ahora en presunto jefe paramilitar, que intenta desplazar a las más de 350 familias que habitaban El Garzal, amenaza que fue respondida y resistida por la comunidad gracias a su organización social y religiosa y a unos acontecimientos calificados como sobrenaturales (La revelación). El capítulo La resistencia expone el proceso de resistencia que la comunidad El Garzal ha mantenido en varios aspectos: desde la consecución de apoyos externos y la formación de líderes, hasta su lucha jurídica por la obtención de la titulación de las tierras donde han habitado por generaciones, y las actividades encaminadas a generar proyectos económicos viables y sustentables. Finalmente, en La fe se realiza una interpretación sobre el rol que la religión, en sus distintos elementos constitutivos, ha jugado en todo este proceso de resistencia y organización social.
Se trata de un caso que anima a creer en los colombianos, en su fortaleza y capacidad de resiliencia, y que sin duda contribuye a una pedagogía de la paz, en el trascendental momento que vive el país. El autor y todo el equipo que participó en el proceso de investigación esperan que este libro contribuya a guardar la memoria de un episodio difícil y a la vez esperanzador de la historia reciente de Colombia, que ejemplifica lo peor y lo mejor de nuestra gente, donde la ambición, la ilegalidad, la violencia, la corrupción y el odio son respondidos con organización, fe, constancia, ética y esperanza.