Las Confesiones

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Las
Confesiones

Introducción de

José Anoz


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Hipona, Agustin de

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ISBN: 978-84-2856-353-6

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Introducción
1. Género de la obra

«Toma, hijo mío, varón bueno y cristiano, no en la superficie sino por el amor oblativo cristiano; toma, digo, los libros de mis Confesiones que has deseado. Ahí mírame, para que no me alabes más de lo que soy; ahí cree de mí, no a otros sino a mí; ahí fíjate en mí y ve qué fui en mí mismo por mí mismo. Y, si en mí te agradase algo, alaba ahí conmigo no a mí, sino al que he querido que alaben a mi costa, porque a nosotros nos ha hecho él y no nosotros; nosotros, en cambio, nos habíamos perdido, pero quien nos ha hecho nos ha rehecho. Ahora bien, cuando ahí me encuentres, reza por mí, para que no falle sino que me termine de formar; pídelo, hijo, pídelo»[1]. Así responde el obispo de Hipona, Agustín, a sus 75 años, uno antes de su muerte, a un amigo, alto funcionario de la corte de Ravena, Darío, quien hacia la primavera de ese mismo año había escrito desde Cartago a la sede episcopal africana más famosa de todos los tiempos: «Pido que te dignes enviarme y donarme también los libros de Confesiones, escritos detalladamente por ti»[2].

Desde su publicación hasta hoy lectores y estudiosos han considerado las Confesiones uno de los clásicos más importantes de la espiritualidad occidental. Es decir, han visto en ellas un exponente autorizado, fidedigno, del modo como los cristianos de cultura principalmente mediterránea y, luego, centroeuropea han entendido y llevado a la práctica la repercusión de su credo en la vida. Ahora bien, esta obra, agustiniana donde las haya, pese a que desde que salió de manos de su creador ha gozado de difusión amplia y hasta la Edad media continuó siendo el libro piadoso más leído, partes del cual los monjes cantaban en los oficios litúrgicos, no deja de ser un producto literario extraño, incluso en la época de su autor. Con ella sucede como con el evangelio escrito: si bien el vocablo «evangelio» era conocido, y el anuncio de noticias buenas practicado, los autores cristianos le imprimieron un significado nuevo del todo y con él se denomina desde entonces a un género literario hasta entonces inédito, y nunca más utilizado, que se caracteriza por ser un relato confesante. De igual manera, aunque otros, anteriores a Agustín, han dejado lo que podría considerarse memorias –por ejemplo, Varrón, Cicerón, Marco Aurelio, Gregorio Nacianceno–, sin embargo con los trece libros de sus Confesiones aparece algo inédito, que se anuncia ya en el título de la obra.

Nombre y forma de las Confesiones

Efectivamente, hablar de «confesiones» en plural supone que su autor hace varias; tres, de hecho. Cada una sobre un aspecto de su vida, declarado –confesado, pues– simultáneamente a Dios y a los hombres. La primera, la más extensa, comienza en el libro primero y continúa hasta el final del noveno. La segunda ocupa el libro décimo, tras referirse prolijamente a ella su autor a lo largo de los siete párrafos introductorios. Los libros undécimo al decimotercero recogen la tercera. Agustín las confía a oyentes idénticos, considerando, empero, sus respectivas características. Los nueve libros primeros tienen como colocutores a Dios Padre y a los seres humanos en general, criaturas y, sobre todo, hijos suyos según la fe cristiana. En el libro décimo su autor se dirige a Dios Hijo, en su calidad de mediador, y a personas cristianas. En los tres libros últimos de la obra los interlocutores son Dios Espíritu Santo y los miembros de la Iglesia instruidos, deseosos de conocer mejor los fundamentos y la racionalidad de su fe.

Por otra parte, el desarrollo de cada una de las tres confesiones se atiene a esta composición ternaria. En efecto, y por lo que se refiere a la inaugural, los siete libros primeros tienen que ver especialmente con el Padre, el octavo con el Hijo y el noveno con el Espíritu Santo. La siguiente se dirige al Padre desde el párrafo octavo al trigésimo séptimo del libro décimo; al Hijo, en los tres párrafos siguientes; y desde el cuadragésimo hasta el final, al Espíritu Santo. Asimismo, durante la postrera, el libro undécimo tiene que ver principalmente con el Padre, el duodécimo con el Hijo y el decimotercero con el Espíritu Santo[3].

Naturaleza de las Confesiones

Los trece libros son autobiográficos. En los nueve primeros, correspondientes a la confesión inicial, Agustín narra cómo llegó a ser cristiano: al recuerdo de sus orígenes el año 354 en Tagaste, villa del África romana, hoy Argelia, sigue la descripción de las circunstancias y razones que lo determinaron a vincularse a la Iglesia católica; sucesos poco posteriores a su bautismo en Milán, en la Pascua del 387, cierran la narración. El libro décimo refleja la vida interior del autor durante la época en que lo escribe. Los tres últimos presentan el conocimiento que del sentido espiritual de la Sagrada Escritura ha adquirido este obispo de 45 años. Así pues, pese a las diferencias –innegables por ser tan notorias– entre las partes de la obra, esta en su integridad y cada una de ellas son autobiográficas.

Ahora bien, quien escucha la primera no ha de perder de vista que condensar en nueve libros treinta y tres años de experiencia, desde el año cero al trigésimo tercero, exige un principio de selección. ¿A cuál se atuvo Agustín para incluir en su relato unos acontecimientos y excluir otros? Puede afirmarse que, al redactar las Confesiones unos diez años después de haberse hecho cristiano, Agustín seleccionó de su vida los elementos que juzgó necesarios para exponer suficientemente las circunstancias y motivos que lo indujeron a preferir la Iglesia católica a otras posturas filosóficas y religiosas, a las que previamente se había adherido con mayor o menor intensidad. De un lado están los acontecimientos; de otro, las razones para dar el paso que dio: expone estas seleccionando los primeros y luego interpretándolos, de forma que, intransferibles, sean, empero, aprovechables.

En efecto, precisamente porque en los nueve primeros libros confiesa –descubre– los motivos por los que se hizo cristiano, invita a sus lectores a tomar o reafirmar idéntica decisión. Asimismo, en el libro décimo: el análisis de sus dificultades y luchas internas para llegar a ser un cristiano cabal, sin lograrlo definitivamente nunca, constituye un estímulo para quienes quieren llegar también a serlo. Idéntica afirmación vale respecto a la confesión tercera: en ella ofrece Agustín no sólo sus conocimientos de interpretación bíblica, sino que invita a cada lector y comunidad cristianos a realizarla con los ojos puestos en la situación social, religiosa y existencial en que se encuentran.

Autobiografía, pues; espejo también, en que puedan reconocerse los hombres, los cristianos, los católicos ilustrados: con esto se encuentra quien abre y escucha estas Confesiones. A la vez y desde la primera línea a la última, se sentirá inmerso en una plegaria extensa, que adquiere cíclicamente la forma de alabanza a Dios –confesión en su honor–, hecha al hilo del descubrimiento de la vida propia ante otros. También esa confidencia es confesión, pero en sentido ya no laudatorio, como el anterior, sino declaratorio. Permite, en efecto, a los demás conocer no sólo el pasado del autor –carcomido de errores y frustraciones terriblemente dolorosos, siempre, empero, acompañado por Dios–, sino la situación religiosa en que al presente él se encuentra. Muestra, sobre todo, las raíces de la condición humana: afincadas en los cimientos primordiales de la creación, de la que el escrito se ocupa al principio y al final, y, por lo que a Agustín se refiere, establecidas ya definitivamente, cuando él escribe, en el seno de esa Iglesia, culmen de la creación y en que la clemencia divina lo ha injertado.

En las Confesiones se ve que, para su autor, pensar se resume en dialogar con quien es la Verdad fontal, y que, a medida que el diálogo se desarrolla, la propia existencia, toda ella, hasta sus más remotos presupuestos, queda desnuda ante Dios y los hombres. La andadura religiosa de este hombre y su reflexión sobre ella son inseparables, pues acontecen a la vez. Por eso, se implican recíprocamente: no hay momento de su vida que Agustín no considere guiado por la providencia divina; no da un paso hacia Dios, si antes no encuentra razones para ello; su meditación sobre el Dios de Jesús lo estimula continuamente a crecer en él y a seguir buscándolo. Ahora bien, la reflexión se realiza de continuo bajo la irrumpente luz divina: no es Agustín quien instruye a Dios sobre sí; más bien se deja instruir por él. Sólo iluminado por la verdad del amor de Dios hacia él adquiere sentido su vida pasada y actual, cuyas etapas, tras alejarse de ese amor, son buscarlo apasionadamente, regresar a él y crecer en él sin cesar.

 

Controlado por Dios, el material al que su protagonista da forma –la existencia propia con sus cambios radicales: extravíos y progresos–, primero a regañadientes, luego con agradecimiento cada vez mayor, recibe estampada la marca de fuego del sello de Cristo y de su Iglesia. La biografía en cuanto tal está ya al servicio de la teología; para sus fines requisa esa vida el Señor de la vida.

La historia de cualquier hombre desborda la serie y relato de sus elementos. Agustín lo sabe. Por eso no se preocupa en absoluto de reconstruir exhaustivamente su autobiografía, ni siquiera de precisar siempre los momentos que de ella ha seleccionado. La reflexión sobre el sentido que a su existencia da su anclaje en Dios, la confesión y la alabanza son para él más importantes: la mera declaración de los hechos queda superada al transformarse en reconocimiento adorador de un señor soberano independiente del hombre, de un territorio donde habita la verdad divina, divino-humana y eclesial. Expresión de esta, la teología puede quedar marcada en lo más profundo por las experiencias abismales del pecador y agraciado; pero es por entero irreductible a mera objetivación de esa experiencia religiosa. El drama de la existencia creyente se desarrolla regido por la fe; esta, que irrumpe desde arriba, desemboca en reconocimiento ininterrumpido. Lo que no impide que, precisamente en las grandes misiones eclesiales, como las recibieron Pablo, Orígenes, Agustín o Newman, el espacio de la formulación de la fe permanezca animado en lo más profundo por el martirio espiritual del testimonio que estos héroes prestan con sangre del espíritu.

Las Confesiones, pues, constituyen un diálogo con Dios, cuya misericordia, providencia y esplendidez reconoce, confiesa y alaba Agustín. Son también un testimonio simultáneamente personal, apostólico y doctrinal dirigido a los fieles de la Iglesia católica. De hecho, su autor las escribió para que lo que a él le ha sucedido y el trato que el Dios de Jesucristo le ha dispensado enseñen a sus lectores a invocar confiadamente desde los abismos del sufrimiento, el desconcierto y la conciencia atribulada, al Dios del consuelo, Padre de las luces y rico en misericordia. He aquí sus palabras: «Narro esto para que yo y cualquiera que lo lea pensemos en el abismo tan enorme desde el que es preciso clamar a ti»[4]. «Cuando se leen y oyen las confesiones de mis males pasados, que has perdonado y tapado para hacerme feliz en ti cambiando tú mi alma mediante la fe y tu sacramento, excitan el corazón a que en vez de dormir en la desesperación y decir “No puedo”, se despierte en el amor a tu misericordia y en la dulzura de tu gracia, con la que es poderoso todo débil que mediante ella deviene consciente de su debilidad»[5]. Así pues, Agustín en sus Confesiones, al paso que manifiesta su indigencia, testifica el poder salvífico divino. De este modo elabora y ofrece una teología –es decir, una imagen de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Iglesia y de la vida cristiana– que hasta hoy continúa iluminando a quienes comparten su fe y a cuantos, como él, esperan llegar a vivir del amor para amar.

En la obra se dan cita tres géneros literarios antiguos: la himnología de la Antigüedad clásica; la aretología, que relata un acto de poder realizado por una divinidad en favor de su devoto; los escritos penitenciales cuyos autores reconocen con agradecimiento haber recibido de una divinidad una prueba salutífera que los ha conducido a la conversión. Si, por otra parte, las Confesiones se inscriben en una tradición literaria en que se dan cita búsqueda de la verdad, confesión de pecados y relatos de visiones, son, sin embargo, una obra de originalidad incontestable. Se trata, efectivamente, de una autobiografía en que las preocupaciones religiosas y doctrinales ocupan el lugar primero: a su autor le interesan, sí, su persona y la trayectoria de su vida, pero no en sí mismas, sino en cuanto en ellas se manifiesta el Dios que, como escribió en su carta vigésimo primera, lo ha engañado y al que, consiguientemente, se ha adherido.

Las Confesiones pertenecen con justicia a la literatura universal, no sólo porque en ellas el autor expresa su experiencia religiosa, honda y sincera, de modo muchas veces altamente poético y siempre de valor literario más que notable, sino, sobre todo, por el contenido y desarrollo originales y los múltiples géneros literarios presentes en ellas. En efecto, con la autobiografía se entretejen cuestiones las más variadas: filosóficas –verbigracia, sobre la memoria y el tiempo, respectivamente en los libros décimo y undécimo–, teológicas –como la naturaleza del pecado, en el libro cuarto, y, en toda la obra, la necesidad que el hombre tiene, y no siempre siente, de que Dios en persona lo ame y, en consecuencia, lo salve– y exegéticas, concretamente la explicación que los libros duodécimo y decimotercero dan del primer relato bíblico de la creación, con que comienza el Génesis, y el uso masivo y personalizado de los Salmos. Toda esta abundancia y variedad de materiales y formas de tratarlos no sólo no daña la unidad y armonía de la obra, sino que le añade interés. Constituye, en efecto, su originalidad y secreto.

Las Confesiones son un poema sinfónico. En actitud confesante, su creador va tejiendo un texto laudatorio y agradecido, con el que reconoce que todo bien propio y ajeno viene del Dios creador y regenerador de cuanto existe. Sinfonía, tejida con seis temas. El primero, Dios, a cuyo conocimiento llega Agustín mirándolo tanto desde abajo, mediante su razón, con ayuda de la filosofía, cuanto desde arriba, creyendo en la Palabra de ese Dios que se manifiesta y se entrega. Luego, la Palabra que él dirige al hombre. Después, la fe que acoge esta comunicación, para establecer con quien en aquella se revela una comunión que vence la muerte. También, la atención que, en calidad de teólogo y biblista, presta su inteligencia a los contenidos de esa Palabra. Además, la vivencia que de esta tiene él como cristiano en trance de maduración. Por último, el anuncio y enseñanza que hace de aquella Palabra, en calidad de pastor de sus hermanos creyentes, a través de los cuales quiere llegar a todos los hombres.

El 31 de marzo de 1885 escribía Friedrich Nietzsche a Franz Overbeck: «Acabo de leer, para distraerme, las Confesiones de san Agustín. ¡Oh, este viejo rétor, qué falso y camandulero, qué risa da! ¡Qué duplicidad psicológica! Valor filosófico igual a cero. ¡Platonismo para el populacho! Dicho de otra forma: una mentalidad que, inventada por la más alta aristocracia del espíritu, ese santo ha acomodado al gusto de las naturalezas de los esclavos». Tal forma de pensar es natural en quien alimenta actitudes antípodas de las del santo argelino. Este cree y sabe qué peculiar e inalienable del hombre es estar irreversiblemente invitado por Dios en persona a aceptarlo como mayor y mejor que él mismo, acogida que le garantiza su protección y, sobre todo, lo defiende de devaluarse en los órdenes ontológico, social y moral. El filólogo alemán, en cambio, imagina al hombre como rueda que por su impulso propio gira sobre sí misma. ¿Podrá, entonces, encontrarse alienación más vil que la de quien para exaltar a Dios consiente en menospreciarse?

Agustín no ha hecho de menos su persona, cuyas dotes continuamente reconoce y agradece. Tampoco se abaja ante Dios por masoquismo ni por complejo de culpa o de inferioridad, o con el secreto y repugnante deseo de ser loado. Sí, en cambio, ha descubierto –y este hallazgo explica las decisiones y posturas religiosas y morales del autor de las Confesiones– que el camino único para ser y valorarse auténticamente, en toda su riqueza y posibilidades, es acoger a quien se le ofrece como Padre y Salvador. Por eso, de la altivez ha pasado a la confesión, es decir, al reconocimiento de Dios y de sus acciones en él y a su favor. La única actitud ante Dios correcta y satisfactoria resulta ser, por tanto, la confesión de dones ajenos y de insuficiencia propia, cuya expresión escrita son, al menos en el caso de san Agustín, sus Confesiones.

2. Contenido general de las Confesiones

Nadie mejor que el lector para darse cuenta del contenido de la obra, a medida que se rinde ante ella. Sin embargo, por tratarse de una publicación con casi 1.600 años a sus espaldas, escrita entre el 387 y el 400 de nuestra era, resultará más fácil el acceso a ella, si uno tiene por adelantado la certeza de que lo que se dispone a leer está en estrecha relación con lo que a él mismo le pasa, pues se le parece mucho, y si descubre que los elementos del escrito aparentemente más distantes de la vida de quien en este momento le presta atención encajan al menos en la biografía de Agustín y, con mucha probabilidad, en la de cualquier persona. Efectivamente, por una parte, ninguna de las cuestiones que han suscitado el interés del escritor –nacimiento y muerte, amor y envidia, soledad y comunión, aprendizaje, memoria, tiempo, tradición y opciones propias, pecado y conversión, entre otras– son ajenas a la experiencia cotidiana de la gente, y todas tienen proyección en el futuro definitivo de la humanidad y de sus individuos. Por otra, las soluciones propuestas por Agustín y el enfoque que les da inspiran al lector respecto al modo de organizarse la vida en el presente. Apoyado sobre esta base de credibilidad puede uno sumergirse confiada y esperanzadamente en las páginas de las Confesiones.

Acerca de su contenido, cabe decir de modo muy general lo siguiente. Los tres libros últimos –en los que el autor, en vez de narrar acontecimientos por él protagonizados, nos deja ver sus reflexiones y crecimiento cristianos– contienen respuestas a preguntas planteadas en el primero. Describe en nueve libros su pasado, y en el décimo su situación actual. En el undécimo se presenta ya no como individuo aislado –miembro de una familia, vinculado a una tierra, heredero de una cultura, viajero del Mediterráneo y del espíritu–, sino como alguien que con todos los otros seres del mundo comparte condición de creatura: no enteramente autónoma, sometida al tiempo y, por eso, al cambio, al desgaste y a la muerte. En el duodécimo, habla como quien vive entre los dos orígenes primordiales de la creación con los que está en relación esencial, a saber, Dios y el cosmos: uno, sin principio ni fin, independiente y autosuficiente, oblativo, en consecuencia, por entero; otro, creado y perecedero, por entero indigente y menesteroso; origen, por tanto, sólo de lo que previamente recibe. En el libro conclusivo se expresa como quien, en la meta que da sentido al cosmos, la Iglesia de Cristo, tiene su hogar terreno, en lucha, empero, contra su hogar eterno, Dios y la Jerusalén celeste.

Quien el año 396 había publicado la obrita Sobre el combate cristiano –siete mil doscientos noventa y seis vocablos en treinta y cinco párrafos y unas veinte páginas de ordenador–, meses después emprende la redacción de las Confesiones. Sus nueve primeros libros escenifican y testimonian una lucha a brazo partido contra el error y la ignorancia, la frivolidad y la adoración de uno mismo; un yo tan escuálido, empero, que su contemplación desapasionada puede peligrosamente provocar la autocompasión y el autodesprecio. La guerra, que continúa en el libro décimo, nunca amaina, como se ve en los últimos. Sin cesar compromete Agustín a su lector en la búsqueda fraterna de la verdad y en el combate común por llevarla a cabo en la vida propia: no encuentro mejor resumen del contenido de este importantísimo escrito agustiniano. Tampoco mejor incentivo para leerlo y saborearlo, como no sean estas palabras de su autor: «Los trece libros de mis Confesiones por mis males y mis bienes alaban al Dios justo y bueno, y excitan hacia él el entendimiento y el afecto humano. A veces, por lo que se refiere a mí, esto hicieron en mí cuando fueron escritos, y lo hacen cuando los leen»[6].