Manifiesto por la filosofía

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Manifiesto por la filosofía
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Manifiesto por la filosofía

ALAIN BADIOU

No hay muchos filósofos vivos en Francia hoy en día, aunque haya más que en otros países, por cierto. Digamos que alcanzan los dedos de ambas manos para contarlos. Tan solo una decena de filósofos, en efecto, si entendemos por tales a los que proponen para nuestra época enunciados singulares, identificables, y si, en consecuencia, ignoramos a los comentadores, a los indispensables eruditos y a los vanos ensayistas. ¿Diez filósofos? ¿O más bien “filósofos”? Pues lo extraño es que en su mayoría dicen que la filosofía es imposible, que está acabada, delegada a una cosa distinta de ella misma.

En 1989, Alain Badiou publicaba su primer manifiesto, mediante el cual se alzaba contra el anuncio, por todas partes propagado, del “fin” de la filosofía. Pero esta es posible en la plenitud de su ambición. La filosofía misma, tal como la entendía Platón.

Las matemáticas, la poesía, la política como invención y el amor como pensamiento son sin duda sus cuatro condiciones necesarias, pero la filosofía es el único lugar posible para un pensamiento que ampare y vincule estos acontecimientos de verdad.

El programa que Badiou plantea en Manifiesto por la filosofía es, en consecuencia, una restitución del pensamiento filosófico al espacio entero de las verdades que lo condicionan. Treinta años después vuelve a estar en circulación un libro ya clásico, indispensable para analizar los límites y alcances de la filosofía en este nuevo siglo.

Manifiesto por la filosofía

ALAIN BADIOU

Traducción de Irene Agoff


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  1. Posibilidad

  2. Condiciones

  3. Modernidad

  4. Heidegger considerado como un lugar común

  5. ¿Nihilismo?

  6. Suturas

  7. La edad de los poetas

  8. Acontecimientos

  9. Cuestiones

  10. Gesto platónico

  11. Genérico

  Sobre el autor

  Página de legales

  Créditos

  Otros títulos de esta colección

1. POSIBILIDAD

No hay muchos filósofos vivos en Francia hoy en día, aunque haya más que en otros países, por cierto. Digamos que alcanzan los dedos de ambas manos para contarlos. Tan solo una decena de filósofos, en efecto, si entendemos por tales a los que proponen para nuestra época enunciados singulares, identificables, y si, en consecuencia, ignoramos a los comentadores, a los indispensables eruditos y a los vanos ensayistas.

¿Diez filósofos? ¿O más bien “filósofos”? Pues lo extraño es que en su mayoría dicen que la filosofía es imposible, que está acabada, delegada a una cosa distinta de ella misma. Lacoue-Labarthe, por ejemplo: “No hay que tener más deseo de filosofía”. Y casi al mismo tiempo, Lyotard: “La filosofía como arquitectura está en ruinas”. Pero ¿se puede concebir una filosofía que no sea de algún modo arquitectónica? Una “escritura de ruinas”, una “micrología”, una paciencia del “grafiti” (metáforas para Lyotard del modo de pensar contemporáneo), ¿tiene aún con la “filosofía”, se la tome en el sentido que sea, una relación distinta de la simple homonimia? Además: Lacan, el más preclaro de nuestros muertos, ¿no era acaso “antifilósofo”? ¿Y cómo interpretar que Lyotard solo pueda evocar el destino de la Presencia comentando a los pintores, que el tema del último gran libro de Deleuze sea el cine, que Lacoue-Labarthe (o en Alemania Gadamer) se consagre a la anticipación poética de Celan, o que Derrida necesite de Genet? Casi todos nuestros “filósofos” están en busca de una escritura desviada, de soportes indirectos, de referentes oblicuos, para que en el lugar presuntamente inhabitable de la filosofía advenga la transición evasiva de una ocupación del sitio. Y en el centro de ese desvío –el sueño angustiado de quien no es poeta, ni creyente, ni “judío”…– encontramos algo que aviva la brutal conminación referida al compromiso nacionalsocialista de Heidegger: ante el juicio que la época intenta contra nosotros, al leer el expediente de este juicio cuyas piezas mayores son Kolyma y Auschwitz, nuestros filósofos, cargándose el siglo sobre los hombros, y finalmente todos los siglos que vendrán después de Platón, decidieron declararse culpables. Ni los científicos, llevados muchas veces al banquillo, ni los militares, ni siquiera los políticos consideraron que las masacres de esa época afectaran gravemente a sus corporaciones. Los sociólogos, los historiadores, los psicólogos prosperaron todos ellos en estado de inocencia. Solo los filósofos interiorizaron que el pensamiento, su pensamiento, tropezaba con los crímenes históricos y políticos del siglo, y de todos los siglos de los que este procede, a la vez como el obstáculo para la menor continuación y como el tribunal de una alevosía intelectual colectiva e histórica.

Podríamos pensar, desde luego, que esta singularización filosófica de la intelectualidad del crimen peca de jactanciosa. Cuando Lyotard acredita a Lacoue-Labarthe la “primera determinación filosófica del nazismo”, da por sentado que tal determinación puede concernir a la filosofía. Ahora bien, sabemos que la “determinación” de las leyes del movimiento no le compete en absoluto a la filosofía. Sostengo, por mi parte, que ni siquiera el antiguo problema del ser-en-tanto-ser le competa exclusivamente: es un problema del campo matemático. Así pues, es perfectamente imaginable que la determinación del nazismo, del nazismo como política, por ejemplo, esté sustraída, por principio, a la forma de pensamiento específico que después de Platón merece el nombre de filosofía. Nuestros modestos partidarios del impasse en filosofía podrían muy bien mantener, retener la prosecución de la idea de que “todo” le compete a la filosofía. Sin embargo, hay que reconocer que el compromiso nacionalsocialista de Heidegger fue un resultado más de ese totalitarismo especulativo. ¿Qué hizo efectivamente Heidegger sino presumir que la “decisión resuelta” del pueblo alemán encarnada por los nazis era transitiva a su pensamiento de profesor hermeneuta? Plantear que la filosofía –y solo ella– es responsable de los avatares, sublimes o repugnantes, de la política en este siglo se parece a la astucia de la razón hegeliana hasta lo más íntimo del dispositivo de nuestros antidialécticos. Es postular que existe un espíritu del tiempo, una determinación esencial de la que la filosofía es el principio de captura y concentración. Empecemos más bien por imaginar que, por ejemplo, el nazismo no es un objeto posible de la filosofía, que no cumple las condiciones que el pensamiento filosófico pueda configurar en su orden propio. Que para este pensamiento el nazismo no es un acontecimiento. Lo cual no significa en absoluto que sea impensable.

Porque allí donde el orgullo se convierte en peligrosa carencia es cuando, del axioma que hace cargar a la filosofía con los crímenes del siglo, nuestros filósofos sacan las conclusiones conjuntas del impasse de la filosofía y del carácter impensable del crimen. Para quien supone que es desde el pensamiento de Heidegger como se debe mensurar filosóficamente el exterminio de los judíos de Europa, el impasse es, en efecto, flagrante. Se saldrá del aprieto manifestando que hay en esto algo de impensable, de inexplicable, un escombro, en definitiva. Estaremos dispuestos a sacrificar la filosofía misma para salvar nuestro orgullo: dado que la filosofía debe pensar el nazismo y que no puede hacerlo por ser impensable lo que ella debe pensar, la filosofía se encuentra en el pase de un impasse.1

Propongo sacrificar el imperativo y decir: si la filosofía es incapaz de pensar el exterminio de los judíos de Europa, es porque pensarlo no es su deber ni su poder. Le corresponde a otro orden del pensamiento hacer que ese pensamiento sea efectivo. Por ejemplo, al pensamiento de la historicidad, es decir, de la Historia examinada desde la política.

 

Nunca es realmente modesto enunciar un “fin”, un acabamiento, un impasse radical. El anuncio del “fin de los grandes relatos” es tan inmodesto como el gran relato mismo, la certeza del “fin de la metafísica” se mueve en el elemento metafísico de la certeza, la deconstrucción del concepto de sujeto exige una categoría central –el ser, por ejemplo– cuya prescripción historial es más determinante aún, etc. Transida por lo trágico de su objeto supuesto –el exterminio, los campos de concentración–, la filosofía transfigura su propia imposibilidad en postura profética. Se adorna con los sombríos colores del tiempo, sin percatarse de que esa estetización también es un daño hecho a las víctimas. La prosopopeya contrita de la abyección es tanto una postura, una impostura, como la resonante caballería de la parusía del Espíritu. El fin del Fin de la Historia está tallado en el mismo material que este Fin.

Una vez delimitada la apuesta de la filosofía, el pathos de su “fin” cede el sitio a una cuestión muy diferente, la de sus condiciones. No sostengo que la filosofía sea posible en todo momento. Propongo examinar en general bajo qué condiciones lo es, en conformidad con su destinación. No hay que admitir sin previo examen que las violencias de la historia puedan interrumpirla. Sería conceder una extraña victoria a Hitler, y a sus esbirros declararlos, sin más, capaces de haber introducido lo impensable en el pensamiento y de haber consumado de este modo la cesación de su ejercicio arquitecturado. ¿Hay que concederle al anti-intelectualismo fanático de los nazis, tras su aplastamiento militar, la revancha de que el pensamiento mismo, político o filosófico, es sea efectivamente incapaz de medir aquello que se proponía aniquilarlo? Lo digo como lo pienso: sería matar por segunda vez a los judíos el que su muerte fuera causa de que concluyese aquello a lo cual contribuyeron decisivamente, política revolucionaria de un lado, filosofía racional del otro. La piedad más esencial para con las víctimas no puede residir en el estupor del espíritu, en su vacilación autoacusatoria frente al crimen. Ella reside, siempre, en la continuación de lo que las señaló como representantes de la Humanidad a los ojos de los verdugos.

Yo planteo no solamente que la filosofía es hoy posible, sino que la forma de esta posibilidad no es la del atravesamiento de un final. Muy por el contrario, se trata de saber qué quieren decir estas palabras: dar un paso más. Un solo paso. Un paso en la configuración moderna, aquella que, desde Descartes, enlaza a las condiciones de la filosofía esos tres conceptos nodales que son el ser, la verdad y el sujeto.

1 En el original, dans la passe d’une impasse. [N. de la T.]

2. CONDICIONES

La filosofía comenzó; no existe en todas las configuraciones históricas; su modo de ser es la discontinuidad en el tiempo y en el espacio. Es preciso suponer, pues, que exige condiciones particulares. Si se mide la distancia entre las ciudades griegas, las monarquías absolutas del Occidente clásico, las sociedades burguesas y parlamentarias, se revela de inmediato que toda esperanza de determinar las condiciones de la filosofía solo a partir del basamento objetivo de las “formaciones sociales” o hasta de los grandes discursos ideológicos, religiosos o míticos, está condenada al fracaso. Las condiciones de la filosofía son transversales, son procedimientos uniformes, reconocibles a larga distancia, y cuya relación con el pensamiento es relativamente invariante. El nombre de esa invariancia está claro: se trata del nombre “verdad”. Los procedimientos que condicionan a la filosofía son los procedimientos de verdad, identificables como tales en su recurrencia. Ya no podemos creer en los relatos con los cuales un grupo humano da a su origen o su destino carácter de encantamiento. Sabemos que el Olimpo es nada más que una colina, que el Cielo solo está ocupado por hidrógeno o helio. Pero que la serie de números primos sea ilimitada se demuestra hoy exactamente igual que en los Elementos de Euclides, que Fidias sea un gran escultor está fuera de dudas, que la democracia ateniense sea una invención política cuyo tema sigue ocupándonos y que el amor indica la ocurrencia de un Dos en el que el sujeto está transido lo comprendemos leyendo a Safo o a Platón, tanto como leyendo a Corneille o a Beckett.

Sin embargo, nada de esto ha existido desde siempre. Hay sociedades sin matemáticas, otras cuyo “arte”, coalescente con funciones sagradas obsoletas, nos es opaco, otras en las que el amor está ausente o es indecible, otras, por último, en las que el despotismo no cedió nunca a la invención política o ni siquiera toleró que esta fuese pensable. Menos aún, estos procedimientos jamás existieron juntos. Si Grecia vio nacer la filosofía no fue, ciertamente, porque mantuviera lo Sagrado en la fuente mítica del poema, o porque el velamiento de la Presencia le fuera familiar, al estilo de una declaración esotérica sobre el Ser. Muchas otras civilizaciones antiguas procedieron al depósito sacral del ser en el proferimiento poético. La singularidad de Grecia está más bien en haber interrumpido el relato de los orígenes mediante palabras laicas y abstractas, en haber mellado el prestigio del poema mediante el del matema, en haber concebido la Ciudad como un poder abierto, disputado, vacante, y en haber llevado a la escena pública las tormentas de la pasión.

La primera configuración filosófica que se propone disponer esos procedimientos, el conjunto de esos procedimientos, en un espacio conceptual único, testimoniando así en el pensamiento su calidad de composibles, es la que lleva el nombre de Platón. “Que ninguno entre aquí si no es geómetra”, prescribe el matema como condición de la filosofía. La cesantía dolorosa de los poetas, desterrados de la ciudad por causa de imitación –entendamos: de captura demasiado sensible de la Idea–, indica a la vez que el poema está en cuestión y que es preciso confrontarlo con la ineluctable interrupción del relato. Del amor, El banquete o el Fedón presentan su articulación con la verdad en textos insuperables. La invención política es por fin argumentada como la textura misma del pensamiento: al final del libro 9 de la República, Platón indica expresamente que su Ciudad ideal no es ni un programa ni una realidad, que el problema de saber si existe o puede existir es indiferente, y que por lo tanto no se trata aquí de política, sino de la política como condición del pensamiento, de la formulación intrafilosófica de las razones por las que no hay filosofía sin que la política tenga el estatuto real de una invención posible.

Plantearemos, pues, que hay cuatro condiciones de la filosofía, y que la falta de una sola de ellas acarrearía su disipación, así como la emergencia de su conjunto ha condicionado su aparición. Estas condiciones son: el matema, el poema, la invención política y el amor. Llamaremos a estas condiciones procedimientos genéricos, por razones sobre las cuales volveré más adelante y que son el eje de El ser y el acontecimiento. Estas mismas razones establecen que los cuatro tipos de procedimientos genéricos especifican y clasifican, al día de hoy, todos los procedimientos susceptibles de producir verdades (no hay más verdad que la científica, artística, política o amorosa). Así pues, podemos decir que la filosofía tiene por condición la existencia de verdades en cada uno de los órdenes en los que estas son acreditables.

Nos topamos entonces con dos problemas. En primer lugar, si la filosofía tiene por condiciones los procedimientos de verdad, esto significa que por sí misma ella no produce verdades. De hecho, esta situación es bien conocida; ¿quién puede citar un solo enunciado filosófico del que tenga sentido decir que es “verdadero”? Pero entonces, ¿cuál es exactamente la apuesta de la filosofía? Segundo, asumimos que la filosofía es “una”, por lo mismo que es lícito hablar de “la” filosofía, de reconocer un texto como filosófico. ¿Qué relación mantiene esa presunta unidad con la pluralidad de condiciones? ¿Cómo es ese nudo del cuatro (los procedimientos genéricos: matema, poema, invención política y amor) y del uno (la filosofía)? Voy a mostrar que estos dos problemas tienen una respuesta única, contenida en la definición de la filosofía, representada aquí como veracidad inefectiva bajo condición de efectividad de lo verdadero.

Los procedimientos de verdad, o procedimientos genéricos, se distinguen de la acumulación de saberes por su origen acontecimental. Mientras no sucede nada, salvo lo que es conforme con las reglas de un estado de cosas, puede haber, sin duda, conocimiento, enunciados correctos, saber acumulado; no puede haber verdad. Una verdad tiene de paradójico el hecho de que es, a la vez, una novedad, por lo tanto, algo raro, excepcional, y de que, en lo relativo al ser mismo de lo que ella es verdad, es también lo más estable que hay, lo más cercano, ontológicamente hablando, al estado de cosas inicial. El tratamiento de esta paradoja exige extensos desarrollos, pero lo que está claro es que el origen de una verdad es del orden del acontecimiento.

Llamemos “situación”, para decirlo rápidamente, a un estado de cosas, a un múltiple presentado cualquiera. Para que se despliegue un procedimiento de verdad relativo a dicha situación, es preciso que un acontecimiento puro la suplemente. Este suplemento no es nombrable ni representable mediante los recursos de la situación (su estructura, la lengua establecida que nombra sus términos, etc.). Se inscribe mediante una nominación singular, la puesta en juego de un significante de más. Y son los efectos que tiene en la situación esta puesta en juego de un nombre-de-más, los que van a tramar un procedimiento genérico y a disponer el suspenso de una verdad de la situación. Porque al comienzo, en la situación, si ningún acontecimiento la suplementa, no hay ninguna verdad. No hay más que lo que yo llamo vericidad. Para todos los enunciados verídicos, en diagonal, agujereándolos, existe la posibilidad de que advenga una verdad desde el momento en que un acontecimiento ha encontrado su nombre supernumerario.

La apuesta específica de la filosofía es proponer un espacio conceptual unificado en el que se instalen las nominaciones de acontecimientos que sirven de punto de partida para los procedimientos de verdad. La filosofía busca reunir todos los nombres-de-más. Ella trata, en el pensamiento, del carácter composible de los procedimientos que la condicionan. La filosofía no establece ninguna verdad, sino que dispone un lugar de las verdades. Ella configura los procedimientos genéricos mediante una acogida, un cobijo edificado teniendo en vista su heterogénea simultaneidad. La filosofía se propone pensar su tiempo mediante la puesta-en-lugar-común del estado de los procedimientos que la condicionan. Sus operadores, cualesquiera que sean, apuntan siempre a pensar “juntos”, a configurar, en un ejercicio de pensamiento único, la disposición epocal del matema, del poema, de la invención política y del amor (o estatuto acontecimental del Dos). En este sentido, la única cuestión de la filosofía es cabalmente la de la verdad, no porque ella produzca alguna, sino porque propone un modo de acceso a la unidad de un momento de las verdades, un sitio conceptual en el que se reflejen como composibles los procedimientos genéricos.

Desde luego, los operadores filosóficos no deben ser entendidos como sumas, como totalizaciones. El carácter acontecimental y heterogéneo de los cuatro tipos de procedimientos de verdad excluye por completo su alineamiento enciclopédico. La enciclopedia es una dimensión del saber, no de la verdad, la cual constituye un agujero en el saber. Ni siquiera es siempre necesario que la filosofía mencione los enunciados, o estados locales, de los procedimientos genéricos. Los conceptos filosóficos traman un espacio general en el cual el pensamiento accede al tiempo, a su tiempo, en la medida en que los procedimientos de verdad de ese tiempo encuentren allí el cobijo de su composibilidad. La metáfora adecuada no es, en consecuencia, del registro de la suma, tampoco de la reflexión sistemática. Es más bien la de una libertad de circulación, de un mover-se del pensamiento en el elemento articulado de un estado de sus condiciones. En el marco conceptual de la filosofía, figuras locales tan intrínsecamente heterogéneas como pueden serlo las del poema, el matema, la invención política y el amor son referidas, o referibles, a la singularidad del tiempo. La filosofía pronuncia, no la verdad, sino la coyuntura, es decir, la conjunción pensable de las verdades.

 

Dado que la filosofía es un ejercicio del pensamiento sobre la brecha del tiempo, una torsión reflexiva sobre aquello que la condiciona, casi siempre se sostiene en condiciones precarias, nacientes. Se instituye en la periferia de la nominación interviniente por la cual un acontecimiento desencadena un procedimiento genérico. Lo que condiciona a una gran filosofía, muy lejos de los saberes instituidos y consolidados, son las crisis, los avances y las paradojas de la matemática, los estremecimientos en la lengua poética, las revoluciones y provocaciones de la política inventada, las vacilaciones de la relación entre los dos sexos. Anticipando en parte el espacio de acogida y cobijo en el pensamiento para estos frágiles procedimientos, disponiendo como composibles trayectorias cuya simple posibilidad no está aún firmemente establecida, la filosofía agrava los problemas. Heidegger tiene razón cuando escribe que “es la tarea auténtica de la filosofía agravar, sobrecargar el ser-ahí (entonces historial)”, porque “la agravación es una de las condiciones fundamentales decisivas para el nacimiento de todo lo que es grande”. Si dejamos incluso de lado los equívocos de la “grandeza”, convendremos en decir que, con su concepto de lo composible, la filosofía sobrecarga lo posible de las verdades. Pues su función “agravante” es disponer los procedimientos genéricos en la dimensión, no del pensamiento propio de tales procedimientos, sino de su historicidad conjunta.

A la luz de su sistema de condiciones, cuyo heterogéneo devenir ella configura construyendo un espacio de los pensamientos del tiempo, la filosofía sirve de pasaje entre la efectividad procedimental de las verdades y la libre cuestión de su ser temporal.

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