Los gauchos judíos

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Los gauchos judíos
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Alberto Gerchunoff

Los gauchos judíos


Gerchunoff, Alberto Los gauchos judíos / Alberto Gerchunoff. - 1a ed . - Gualeguaychú : Tolemia, 2020. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-3776-11-3 1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título. CDD A863

Editorial Tolemia

Urquiza al Oeste - Parada 52820 - Entre Ríos

Digitalización a eBook: Sofía Olguín

ACERCA DE LOS GAUCHOS JUDÍOS

A comienzos del siglo XX, la provincia argentina de Entre Ríos tenía 170 colonias asentadas en las tierras compradas por el barón Hirsh a fin de dar cobijo a miles de familias judías de Polonia y Besarabia perseguidas por los pogromos. Organizados en cooperativas, los colonos comercializaban su producción agrícola y, además de sinagogas, sostenían bibliotecas, cementerios, centros culturales y hospitales para uso de sus miembros y de la comunidad en general.

Publicado en 1910 en homenaje al Centenario de la Revolución de Mayo y nacido de la impronta montaraz de la Mesopotamia argentina, impregnada del perdurable espíritu independentista y republicano del artiguismo, de la fuerte tradición judía y las ansias de justicia y libertad de los colonos, Los gauchos judíos –considerada una de las cien mejores obras de la literatura judía moderna– integra, sin desentonar, la corriente literaria regionalista rioplatense, junto a obras como Alma nativa, de Martiniano Leguizamón, Tierra de Matreros, de Fray Mocho, El país de la selva, de Ricardo Rojas, Tierra y tiempo de Juan José Mosoroli, Cuentos de la selva de Horacio Quiroga o los contemporáneos Don Verídico, de Julio César castro y La marcha de los cañeros, de Mauricio Rosencoff.

Índice

Génesis

El surco

Leche fresca

La lluvia

La siesta

Llegada de inmigrantes

La trilla

La huerta perdida

El cantar de los cantares

Las lamentaciones

El episodio de Miryam

El boyero

La muerte del Rabí Abraham

La lechuza

Las bodas de Camacho

La visita

Las brujas

Divorcio

Historia de un caballo robado

El poeta

La revolución

La triste del lugar

El viejo colono

El himno

El médico milagroso

El candelabro de plata

Acerca del autor

Con su fuerte brazo, el Señor nos libró de Faraón en Egipto.

(La Agada.)

He ahí, hermanos de las colinas y de las ciudades, que la República celebra sus grandes fiestas, las fiestas pascuales de su liberación.

Claros son los días y dulces las noches en que se elevan las laúdes en memoria de los héroes; hacia el cielo –blanco y azul como la bandera– suben voces de júbilo. Anímanse de flores las praderas y de verdes siembras la campiña.

¿Recordáis cuando tendíais, allá en Rusia, las me­sas rituales para glorificar la Pascua? Pascua magna es ésta.

Abandonad vuestros arados y tended vuestras mesas. Cubridlas de blancos manteles, sacrificad los corderos más albos y poned el vino y la sal en au­gurio propicio. Es generoso el pabellón que ampara los antiguos dolores de la raza y cura las heridas como venda dispuesta por manos maternales.

Judíos errantes, desgarrados por viejas torturas, cautivos redimidos, arrodillémonos, y bajo sus plie­gues enormes, junto con los coros enjoyados de luz, digamos el cántico de los cánticos, que comienza así:

Oíd, mortales..

Buenos Aires, año del primer Centenario Argentino.

Bendito seas, Señor, Rey único de todos los pueblos, por haber creado los frutos que nos da la tierra y nos dan los árboles.

(Las bendiciones cotidianas.)

Los más fuertes y más grandes varones de Judea trabajaban la tie­rra; cuando el pueblo elegido cayó en cautividad, se dedicó a oficios viles y peligrosos, perdiendo la gracia de Dios

(Rabussi, Alegato.)

GÉNESIS

En la sórdida ciudad de Tulchin, perpetuamente cubierta de nieve, ciudad de rabinos gloriosos y de sinagogas seculares, las noticias de América llena­ban de fantasía el alma de los judíos. Cuando algún rabino forastero predicaba en el templo, cuando en los telegramas de algún diario de Odessa se habla­ba de las tierras lejanas del Nuevo Mundo, los is­raelitas se congregaban en la casa del vecino más prestigioso para comentar con talmúdica gravedad los proyectos de emigración.

Jacobo se acordaba de esas asambleas. Era el tiempo en que las leyes excepcionales se multiplica­ban en el santo imperio de las Rusias. Las picas de los cosacos demolían sinagogas antiguas y los viejos santuarios traídos de Alemania, santuarios historia­dos, solemnes y nobles, en cuyo remate resplandecía el bitriángulo salomónico, eran conducidos por las calles en los carros municipales. No lo olvidaba Jacobo. Evocaba las palabras de los rabinos, el llanto de las mujeres, cuando los cosacos quemaban los libros sagrados en la sinagoga mayor, donada a la ciudad por sus abuelos. Todo el pueblo se vistió de negro. Era vísperas de Schvúas. Las palmas para celebrar las fiestas de la primavera fueron enluta­das, enlutados las mujeres y los niños, y los ancia­nos ayunaron durante cuarenta días y cuarenta no­ches. Fue entonces cuando el Dain, rabí Jehuda Anakroi, hizo un viaje a París para convenir con los hombres del barón Hirsch la organización de las colonias hebreas en la Argentina. Al regresar se reunieron los judíos y el viejo doctor les pudo anun­ciar la buena nueva:

–El señor barón Hirsch, a quien Dios bendiga, ha prometido salvarnos y rabí Zadock-Kahn, mi compañero, le guiará en sus propósitos.

Y el Dain, con su elocuencia ejercitada en las disputas sinagogales, describió un porvenir magní­fico para el pueblo perseguido. Su voz emocionada vibraba como en el templo al hablar de la Tierra Prometida. Con su mano, nudosa y seca de revolver los textos, mesaba su amplia barba blanca. Sus ojos pequeños y vivos se animaban de profética luz.

–¡Ya veréis, ya veréis! Es una tierra donde todos trabajan y donde el cristiano no nos odiará, porque allí el cielo es distinto, y en su alma habitan la piedad y la justicia.

Las palabras del rabí Jehuda Anakroi apacigua­ron el espíritu de los tristes. Por las altas ventanas penetraba la claridad de la noche, que daba a los oyentes, flacos y míseros, aspecto fantástico. Los israelitas, sumidos en éxtasis balbucearon:

–¡Amén!

Los sábados a la tarde se reunían en la casa de Jacobo los judíos más respetables de Tulchin. Se conversaba sobre asuntos de religión y el Dain acla­raba los detalles difíciles con argumentos recogidos en las controversias memorables. La sabiduría tal­múdica, la ciencia popular de las Repeticiones, las leyes y los secretos más ocultos de la Cábala, le eran familiares. Así, sus disertaciones en aquel lu­gar íntimo resultaban prédicas que podrían figurar en los gruesos volúmenes, escritos en la lengua arcaica de los jasidim, que llenaban su biblioteca ta­llada en madera de Jerusalén.

Una vez, el rabino de Tolmo hizo el elogio de Es­paña. Exaltó la bondad de su clima y recordó, sus­pirando, la época en que el pueblo de Israel habitó el suelo español.

–España sería para nosotros –dijo– la tierra más codiciada si sobre ella no pesara la maldición de la sinagoga.

El Dain hizo un gesto de indignación, exclamando en hebreo:

–¡Majschemóm, izijróm! ¡Que se hunda y que se pulverice! Yo jamás he podido recordar –conti­nuó– el nombre de España sin que la ira me llene los ojos de sangre y el alma de odio. Quiera Dios, en sus justos castigos, convertirla en una hoguera sin fin, por haber torturado a nuestros hermanos y quemado a nuestros sacerdotes. Fue en España donde, los judíos dejaron de cultivar la tierra y cuidar sus ganados. No olvide usted, mi querido rabí, lo que se dice en Zeroim, el primer libro del Talmud, al hablar de la vida del campo: Es la única salu­dable y digna de la gracia de Dios. Por eso, cuando el rabí Zadock-Kahn me anunció la emigración a la Argentina, olvidé, en mi regocijo, la Vuelta de Jerusalén, y vino a mi memoria el pasaje de Jehuda Halevi: Sión está allí donde reina la alegría y la paz. A la Argentina iremos todos y volveremos a trabajar la tierra, a cuidar nuestro ganado, que el Altísimo bendecirá. Recordad las palabras del buen libro: “Sólo los que viven de su ganado y de su siembra tienen el alma pura y merecen la eternidad del Paraíso”. Si volvemos a esa vida retornaremos a nuestra existencia anterior, y ¡ojalá pueda en mi vejez besar esa tierra y bendecir bajo su cielo a los hijos de mis hijos!

 

Así habló rabí Jehuda Anakroi, el último representante de aquellos grandes rabinos que ilustraron con su sabiduría las comunidades de España y de Portugal. Al repetir aquí sus palabras, beso en su nombre la tierra que me da paz y alegría y, como los judíos que lo oyeron, digo:

–¡Amén!

EL SURCO

El viento agita los distantes cardales. Hace frío. La mañana duerme en la pereza y una niebla muy fina vela los rayos del sol. La campiña blanquea bajo la escarcha, que se agranda como una ilusión de nieve. Más allá trabajan los vecinos y, en los momentos en que el viento calla, se oye el ruido que hace la ruedecita única del arado.

Tenemos que marcar un nuevo trozo para labrar­lo. Hemos enyugado los bueyes más dóciles. Colo­camos a quinientos metros un palo con trapo rojo como señal, y así haremos dos surcos, uno de ida y otro de vuelta. Trazar los surcos iniciales consti­tuye una tarea solemne. Lo comprenden todos.

La pareja de bueyes tiene por esto un aspecto más grave. Rumian con lentitud rítmica y, quietos, esperan el comienzo, enganchados en el arado. Mas quien lo sabe mejor es el perro Barbos. El acto es demasiado interesante para que la familia quede en casa. Ahí está, pues, la madre con el jarro lleno de café con leche y las muchachas. Vamos preparán­dolo todo.

–¿Estamos prontos?

–Prontos.

Yo dirijo los bueyes y mi hermano guía el arado. “¡Derecha!” “¡Izquierda!” Los bueyes comprenden su misión importante y caminan con paso digno y menudo. El palo con el trapo rojo da frente a la cadena sujeta en medio del yugo, un yugo sólido de quebracho, fabricado en la carpintería doméstica en los días en que la lluvia impide trabajar en el campo.

El arado cruje. Detrás van la madre y las mozas, atentas a la obra pausada. El gurí, con su honda y su inútil rebenque, salta y grita, menos serio que Barbos. Este precede a los bueyes, cuyo andar acentúa con un movimiento isócrono de cabeza mien­tras menea la cola. Barbos muestra un buen humor saludable y su inteligencia de agricultor experimen­tado percibe con facilidad la magnitud trascenden­tal del acto. Así marcha, sin ocuparse de la fre­cuente perdiz ni de los saltos del gurí. Los bueyes tiran, resignados y dulces. Alargadas las cabezas por el esfuerzo, apenas sienten el yugo uncido a los cuernos enormes por las coyundas ignominiosas. De sus bocas cuelgan dos hilos de espuma. Y la tierra, enfriada por el invierno, se abre exhalando un olor de fuerte humedad que el grupo familiar aspira co­mo un aroma. La rueda única del arado canta el salmo de las siembras fecundas y, a lo lejos, el tra­po rojo se despliega con orgullo de bandera; el gurí acecha a una víbora que se despereza al sol...

LECHE FRESCA

No lejos del pozo familiar, junto al endeble palen­que, la muchacha ordeñaba. La vaca, buena como un pedazo de pan, permanecía inmóvil, y a un metro de distancia; el ternerito, pisando la cuerda que le colgaba del cuello, mordía las hierbas diminutas. Desaparecían en su boca, sobre el rojo paladar, las gotas de cristal del rocío. En el horizonte pintábanse franjas rosadas y la colonia toda amanecía. Abríanse los corrales, y los viejos de grandes barbas aparecían en las puertas de los ranchos, masticando la oración de la mañana. Con la aurora –la aurora de Dios alabada por el verbo de los santos rabinos– ­brotaban los diálogos del amanecer.

–¿Rastreamos, Remigio?

–No, don Efraim. Ha llovido demasiado, más va­le arar.

–Bueno. Tome mate. Este... ¡oiga, Remigio...! enyugue al Chico y al Feo.

El viento de la madrugada trae un grito de la casa vecina:

–¿Va a la estación, rabí Efraim?

–¡Sí! Va el peoncito.

¡Que pregunte en el almacén si hay carta para mí...!

Y junto al palenque, torcido como una vaina de algarrobo, Raquel ordeña a la vaca inmóvil. Está de rodillas y sus dedos aprietan las ubres magní­ficas que se exprimen en chorros de espuma. La aurora otoñal envuelve en su roja palidez al grupo y la moza deja ver, por la bata entreabierta, los pechos redondos y duros que el sol de los fuertes veranos ha dorado, como frutas.

Cae la leche en el balde con una música suave que acorda con el resuello de la vaca y el respirar de Raquel.

El pelo desciende en olas oscuras sobre su espal­da, y su cuerpo se dibuja, bajo el campesino percal, en la plenitud sabrosa que las caderas exaltan en el ritmo enérgico de sus líneas, en la forma de un ánfora de rudo barro. La claridad de la aurora ilu­mina su perfil por sobre el ancho lomo de la vaca. Sus ojos tienen el azul que tiembla en las pupilas de la Virgen y la nariz resume en el bronceado arremango, los signos rotundos de la raza.

Labriega, tú me recuerdas las mujeres augustas de la Escritura. Tú revives en la paz de los campos las heroínas bíblicas que custodiaban en las campiñas de Judea los dulces rebaños y durante las fiestas entonaban, en los atrios del Templo, los cánticos en alabanza de Jehová. Raquel, tú eres Ester, Re­beca, Débora o Judith. Repites sus tareas bajo el cielo benévolo y tus manos atan las rubias gavillas cuando el sol incendia, en llamas de oro ondulante las olas de trigo, sembrado por tus hermanos y bendecido por el ademán patriarcal de tu padre, que ya no es ni prestamista ni mártir, como en la Rusia del zar.

Tu presencia renueva, con la vaca mansa y la cabra discreta, la vida remota del Jordán. Sonríen los ranchos a la faena naciente y allá, en medio de la colina, el arroyo canta a la mañana y ofrece, en pocillos de greda, agua fresca al buey y al caballo. Y como en los días lejanos de Jerusalén, tu padre, cubierta la frente por la cajita de cuero negro de las filacterias, que contiene sentencias divinas, reza al Dios de Israel, Señor de las ejércitos, dueño del aire, de la luz y de la tierra, y en hebreo arcaico le saluda:

–Baruj athá Adonái...

LA LLUVIA

La tarde se extingue en la dulzura de una paz beatífica. El cielo se ha teñido de fulgores amari­llos de sol. Los animales, conocedores de la hora, van aproximándose al corral. La colina se recoge en el descanso. Tras de los ranchos, los arados levantan sus brazos en forma de lira y, cerca del arroyo, el cencerro de la yegua repica.

Los viejos murmuran entre dientes el rezo noc­turno. El padre pregunta:

–¿Volvió Juan?

–No; ha ido a traer la montura que dejó el otro día en lo del carnicero.

–¿Y Rebeca?

–Se está lavando la cabeza...

–¿La Rosilla?

–Atada.

En efecto, la vaca Rosilla, atada junto al corral, mueve la cabeza melancólicamente.

De pronto cae una lluvia estrepitosa, inesperada, con aquel alegre sol que reluce desgranado en dia­mantes, en la transparencia luminosa de las gotas.

Alguien grita­

–¡El ternero!

Y, rápida, aparece Rebeca, consiguiendo agarrar al ternero antes de que se apodere de las ubres. Aparece, cubierta escasamente por la toalla, y la lluvia cae mojando sus pechos de moza labriega, fortalecida en el trabajo, triunfante como una diosa rústica, bajo la gloria de sus crenchas tenebrosas.

LA SIESTA

Sábado, día del santo reposo, día bendecido por los escritos rabínicos y saludado en las oraciones de Jehuda Halevi, el poeta. La colonia duerme en una tibia modorra. Blancas las paredes y amarillos los techos de paja, las casuchas lucen al sol, sol benigno de la primavera campestre. Del cielo, lavado por la lluvia de la víspera, desciende una paz reli­giosa, y de la tierra se elevan rumores apacibles. Floridos están los huertos y verdes los campos sin fin. En medio del potrero, el arroyuelo entona su melodía geórgica. Lenta y grave es la canción que dice el agua cubierta de círculos pequeños; y en el camino, uniformado por densa colcha de polvo, una víbora muerta semeja un garabato de barro.

En el potrero descansa el ganado. Los bueyes ru­mian y mueven sus cabezas pensativamente, y en sus cuernos la luz se quiebra en flechas azuladas. También para ellos el sábado es día bendito. Allá, en un ángulo, repica el cencerro de la yegua madri­na y el potrillo de manchas claras brinca y se re­vuelca sobre el pasto.

La casa del matarife está en silencio. Rabí Abra­ham duerme y duermen los muchachos, pues faltan todavía horas para los rezos de la tarde. El peoncito Jacobo, huérfano de la vecindad, trenza la cola del petizo amaestrado por él. Un poco de viento on­dea sus bombachas y en el cinturón brillan el cabo de la daga y las diminutas boleadoras de plomo. La abuela, sentada en el umbral, tiene en las rodillas a la nieta. Es vieja la abuela. Un pañuelo blanco oculta su pelo blanco. Anchas arrugas señalan en esa cara bronceada sufrimientos antiguos y, mien­tras la niña tararea un cantar, la anciana suspira.

–¡Jacobo, deja el petizo! Hoy es sábado...

–¿Acaso trabajo, doña Raquel?

–Trabajas, hijo mío. El sábado hay que descan­sar. ¿No te lo ha enseñado Abraham?

Entre dientes, la niña canta:

Llorad y gemid, hijas de Sión.

Llorad y gemid con nosotros...

–Abuela, ¿sabes esta canción? Nunca te la he oído.

–Sí, la sé, hijita. ¿A ver? Tienes sucia la ca­beza.

–Me la lavaron ayer.

–Pero está sucia.

Y lentamente, pacientemente, hurga con los dedos el pelo de la chica.

–¿Ves? –le dice–, hay uno... –y de las uñas apretadas sale un ruido imperceptible–. Dos, tres, cuatro. ¡Hay muchos...!

–Abuela, cuéntame la historia aquella de Kis­cheneff.

En tanto, continúa tarareando la salmodia.

–¡Otro! No te han lavado bien, querida.

–¿Y el canto del pastor, abuela?

–Es muy lindo, corazón mío. ¿Ya lo aprendiste?

–Me lo enseñó Rebeca.

Mientras la vieja sigue torturando la cabeza rubia de la nieta, ésta canta en voz baja:

Una vez, en Canaán, había un pastorcillo...

–Abuela, cuéntame la historia de Kischeneff. ¿Te acuerdas?

–Si, hija. Otro, ¿ves? Te digo que te lavaron mal; estás llena de bichitos; un bichito, dos, tres. Mira éste ¡qué grande! Te comerían si no te lim­piara.

–¿No dice el libro que no se puede matar seres vivos?

–Si, hija mía.

–¿Entonces?

–También las vacas son seres vivos y tu padre las sacrifica.

Don Zacarías, al pasar, se detiene:

–Buen sábado, doña Raquel.

–Buen sábado, buen año, rabí Zacarías. Aquí me tiene con mi nieta. Le han lavado mal la cabeza.

–Hay que cuidar a los niños, doña Raquel. ¿Qué harían si les faltásemos?

–Dios nos cuide, rabí Zacarías. Los hijos saben amar a sus padres cuando ya no los tienen.

–Así es. Ya lo ha dicho el sabio: los hijos ex­trañan a los padres cuando se han ido, como la flor cortada extraña la rama... Oye, Jacobo. ¿Olvidas que hoy es sábado?

–No estoy arando, rabí Zacarías; limpio mi ca­ballo; le he dado de beber y lo tengo pronto para juntar el ganado, al venir la noche.

–Es que tampoco se puede limpiarlo.

–Doña Raquel limpia la cabeza de Miryam.

–Déjelo a ese gaucho; no sabe más que contes­tar. ¡No ve, todo un gaucho! Bombachas, cinturón, cuchillo y hasta esas cositas de plomo para matar perdices; en cambio, en la sinagoga, permanece mu­do y no sabe rezar. ¡Educado por mi hijo, el ma­tarife, y no sabe rezar!

–Así son. ¿Ha oído usted la nueva?

–Diga usted.

–Pues la muchacha de aquella casa...

Y con ademán despreciativo señaló la choza ama­rillenta de Ismael Rudmann.

–Ya me contó Abraham. Es una sinvergüenza. Pero ¿será cierto?

–Lo es, por desgracia. Esta mañana, rabí Ismael faltó a la sinagoga; debía leer el capítulo. Luego supimos por mi hermano lo sucedido. Huyó con el peón. ¡Un gaucho!

 

Jacobo se mezcló en el diálogo:

–Remigio es un guapo mozo. Me enseñó a enla­zar y a domar.

–¡No ve! –exclamó doña Raquel–; para este renegado es lo mismo... como si se hubiera ido con un judío.

De lejos viene la voz del boyero; la tarde pali­dece.

En la puerta aparece la figura venerable del ma­tarife poniéndose la “túnica pequeña”, cuyos cuatro flecos rituales rozan la cabeza de Raquel.

–Buen sábado, rabí Abraham.

–Buen sábado, buen año, rabí Zacarías. ¿Qué me dice de la novedad?

–Lo preveíamos. Hacía el samovar el sábado y comía gallinas muertas por el peón: ¡una perdida! ¿Ya habrá gente en la sinagoga?

Bajo el alero, donde se guardan las herramientas, Rebeca se sienta, revuelto el cabello por la siesta, y saluda con voz ronca. Jacobo, cansado del caballo, afila la daga en el alambre del corral, y al oír a Rebeca, comienza a cantar como Remigio:

Pensamiento mío...

Vidalitá...

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